Desde hace años vengo buscando cuál es la voluntad de Dios sobre mí, sobre la Iglesia, sobre la Misión. He rezado, incluso he llorado. He hecho silencio por largo tiempo hasta enfermarme. He escrutado la Biblia con una lupa, la he devorado. He leído sobre el tema infinidad de libros y garabateado montañas de páginas. Y hasta ahora no he encontrado mejor respuesta que la de Mateo en el capítulo 25 de su evangelio.
También Mateo ha buscado y tanteado. Pero en el momento de terminar su evangelio, todo lo ha clarificado en su luminosa puesta en escena del Juicio Final en que, desde lo alto de las nubes, un Jesús chispeando de luz pronuncia sobre el Universo entero la última palabra de la Revelación y la última palabra de la Historia. Me parece, en efecto, que en ese simpático espectáculo del fin del mundo en el que hormiguean las cabras y las ovejas, se encuentra condensada por los siglos de los siglos la voluntad de Dios para con los curas, las monjas, los misioneros, los comunistas, los capitalistas y todos los demás productos y subproductos de la especie humana. Allí no se trata de católicos o de protestantes, de budistas, musulmanes, agnósticos o ateos, ni de neoliberales, ni de marxistas, ni de curas, ni de laicos, ni de clérigos masculinos o femeninos; ni siquiera se menciona a los “pobres de espíritu”, sino simplemente a los pobres. Sólo los pobres, ignorados de la Historia, despreciados por la mayoría del mundo o simplemente soportados como una malformación congénita del cuerpo social, entran en el Mundo de Dios, o sea el Reino. Porque los pobres no han salido por casualidad, como una joroba, en el cuerpo de la humanidad; son el producto fríamente buscado y diseñado por un sistema lúcida y cruelmente injusto, edificado, sostenido, alimentado y adorado por todos los centros de poder del mundo, al que, por oportunismo, miedo, complacencia, inconsciencia o simple ignorancia y estupidez, los “buenos” de la tierra no cuestionan nunca, o apenas con la punta de la lengua. Por eso, entran también en el Mundo de Dios, o sea el Reino, los hombres y mujeres que con los pobres luchan contra la pobreza y sus verdaderas causas. Sólo ellos son los justos, porque sólo ellos viven “ajustándose” a lo de Dios. He ahí, según el evangelio de Mateo, el juicio definitivo, el veredicto final, la suprema sentencia de la que ninguna autoridad, ni en la Iglesia, ni en el cielo, ni en la tierra, ni en el infierno, tiene el derecho a cambiar una tilde. Allí está, por ende, el remedio a todos los dolores de cabeza de la Iglesia. Concilios, encíclicas, constituciones, legislación canónica y preocupación moral, proyectos pastorales, ministerios de la mujer, evangelización, misiones, vocaciones, autoridad, obediencia, presencia en el mundo, ecumenismo, diálogo interreligioso, renovación espiritual, salud eterna, todo sale sobrando ante estas palabras supremas del Señor de la Historia: “Tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25,36). O, parafraseando a Lucas: Estaba ciego y tú me abriste los ojos; era esclavo, y me has devuelto la libertad (Lucas 4, 18-21). Esa palabra sencilla y límpida es la espada que separa la luz de las tinieblas; es la Palabra de la nueva y eterna creación. Al menos para los cristianos. Si estoy equivocado, o si esto suena demasiado simplista, creo que seré el terráqueo más desdichado del planeta. Sólo me quedará recoger mis trastos y, como Jonás, refugiarme a la sombra de algún ricino del desierto y clamar: “¡Mejor es morir que vivir!”… (Jonás 4, 8)
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En 1871, es decir hace algo menos de un siglo y medio o sea más precisamente no más de 140 años, se producía en Francia el primer levantamiento popular decididamente dispuesto a instaurar una verdadera democracia.
Sus alcances no superaban la Comuna de París, pero llegó a conformar un gobierno que, aunque lamentablemente ahogado en sangre por el ejército un par de meses después, establecía reglas claras para el manejo político, la democracia participativa, el sufragio universal y la revocación de los mandatos de los representantes. Se proponía también eliminar entre estos toda clase de privilegios y asignarles remuneraciones que no superaran el salario obrero promedio. En otros aspectos se proponía también la separación entre la Iglesia y el Estado y la universalización de la educación laica, libre y obligatoria para varones y mujeres por igual. Aspiraciones que como es dable observar se mantienen y conforman aún la base de las principales reivindicaciones populares de nuestro tiempo. Por eso y por el arrojo que exhibieron sus protagonistas, hombres y mujeres que defendieron sus conquistas hasta en las últimas barricadas, aquel levantamiento popular, aunque breve, puede ser considerado como uno de los más auténticos antecedentes de las ya impostergables demandas, de equidad y de igualdad, reiteradas y cada vez más frecuentemente proclamadas por la humanidad. Algo así como la globalización de los derechos, que la globalización mercantil, aunque la reclame para sí, se empeña sistemáticamente en negarle a la ciudadanía. Pasaron 87 años, algo más de la mitad del tiempo que nos separa de aquel primer intento de democratización popular y fue nuevamente en 1968, cuando la insurgencia volvió a cobrar fuerza, se manifestó nuevamente en las calles parisinas y se conoció en todo el mundo con el nombre de Mayo francés. Un movimiento que iniciaron grupos estudiantiles de izquierda, contrarios a la sociedad de consumo pero al que rápidamente adhirió la clase obrera, los sindicatos y el partido comunista hasta desembocar en la huelga más grande que conociera el país, secundada por más de nueve millones de trabajadores. Y aunque sus participantes no se propusieron literalmente tomar el poder, la fuerza de sus consignas y de sus convicciones influyó fuertemente en el imaginario social de varios países de Europa occidental: Alemania, España, Checoslovaquia y de Latinoamérica. No hubo triunfo revolucionario, es cierto pero no todas las semillas caen en suelo estéril, y una gran parte, alimentada por los nutrientes de la insatisfacción, de la pobreza, del sometimiento y de la humillación sigue su proceso genético hasta encontrar una nueva oportunidad para estallar y hacerse escuchar. De modo que en 2001, 33 años más tarde, menos de la mitad del tiempo transcurrido entre los acontecimientos anteriormente mencionados, un nuevo y multitudinario episodio concurre a marcar otro hito en los procesos de concientización y de maduración popular. El estallido se produce esta vez en el hemisferio sur, en la Argentina: un proceso que si bien tampoco desemboca en revolución incluye muchas de las demandas reiteradamente expresadas en los procesos anteriores y en las numerosas manifestaciones que desde Seattle, en 1999 a esta parte, se vienen multiplicando y esparciendo por todo el planeta. El Argentinazo, como fue conocida la insurrección argentina, tuvo un origen algo diferente: se trató de una crisis fundamentalmente financiera que afectó a gran parte de la clase media urbana. Sin embargo los participantes, en su gran mayoría autoconvocados y tal vez fuera esta la originalidad del movimiento, comprendieron rápidamente que la responsabilidad de la situación era eminentemente política y de que a menos “que se vayan todos” como decía el eslogan popularizado por entonces, los problemas básicos que afectan a la ciudadanía no tendrían solución. Un “que se vayan todos” que no capitalizó ningún partido político ni ningún movimiento organizado pero que de algún modo logró algunas coincidencias: la renuncia del Presidente, algo jamás logrado, hasta entonces, por un levantamiento popular de estas características, un rechazo al partidismo político, una generación de asambleas barriales que alentaban la participación ciudadana y el surgimiento de algunas iniciativas ya irreversibles como la de la recuperación de empresas abandonadas por sus dueños y puestas en funcionamiento por los propios obreros. Tampoco hubo aquí ciertamente, cambios estructurales profundos, pero sigo creyendo que se continúa consolidando la exigencia de respetar y de instalar definitivamente ciertos principios, ciertos reclamos de solidaridad, de ética, de condiciones económicas más equitativas, de justicia social, de transparencia política que será imposible seguir ignorando por mucho tiempo más. Un tiempo más que nos está mostrando que han transcurrido tan solo diez años desde este acontecimiento y ya se han asomado un conjunto de revueltas que afectan a todo el norte de África y más recientemente a España y ya en ciernes probablemente a Grecia. Es decir primero transcurrieron 87 años entre dos hitos importantes, la Comuna de París y el Mayo francés, luego 33 años, menos de la mitad hasta el Argentinazo y ahora nada más que 10 años, menos de un tercio, entre este último acontecimiento y las revoluciones en curso. Una sin duda, estimulante aceleración de los tiempos que como dice la doctora Inés Riego “obedece a una aceleración de la conciencia colectiva y personal hacia una humanidad unida, en lo que debe estar unida y de hecho lo está, aunque no lo percibamos del todo: justicia, libertad, dignidad, igualdad…” Es muy probable que algún estudioso de la historia intente demostrarme que entre estos acontecimientos existen diferencias quizá importantes desde algún punto de vista, pero estoy convencida de que en todos estos ejemplos subyacen las aspiraciones más genuinas del género humano y que de alguna manera son eternas: el derecho a la vida, a una vida digna sin sometimientos, sin humillantes diferencias, ni exclusiones, sin hambre, sin miseria, sin explotación desmedida de la naturaleza, algo que mis lectores y yo no ignoramos y que si queremos lograrlas tendremos que seguir trabajando duro para tratar de ir, por sobre todas las cosas, acelerando los tiempos… Dios y sus cosas, o más bien las cosas de aquellos que creen en Dios. En días como hoy, y más allá de gozar del tiempo festivo robado a la agenda, siempre recalo en la idea de la trascendencia divina. Y no tanto como una interrogación personal, porque hace años que descarté llenar con respuestas prefabricadas mis preguntas más hirientes. Prefiero militar en la duda, esa duda que aterriza en los miedos y en las soledades y que no da opción a ningún bálsamo.
Ciertamente, como he escrito en alguna otra ocasión, creer en Dios significa vivir y morir más acompañado. No es mi caso, porque, aunque me esforzara en aceptar algún tipo de dogma, siempre sabría que me estoy haciendo trampas al solitario. Los habitantes de la duda permanente nos llevamos mal con la fe y con sus intangibles. Pero con independencia de la actitud personal hacia el concepto de Dios, estos días me parecen especialmente bellos para los que gozan de una fe sincera. Gentes que han construido grandes edificios de buenas acciones, porque creer los ha hecho más nobles y más humanos. Gentes que cuando rezan, aman, y amando dan algo de luz a los rincones sombríos del mundo. Va para ellos este artículo, cuya incapacidad para entender a Dios no lo inutiliza para entender a los creyentes. Hace tiempo leí una reflexión de Bertrand Russell que me pareció sublime: “Si Dios existe, no será tan vanidoso como para castigar a quienes no creen en él”. Toda idea de la trascendencia espiritual reconvertida en tortura, dolor, infierno y cualquier sentido de culpa me parece tan tortuosa como incomprensible. No puedo entender de ningún modo ese tipo de fe que concibe un Dios castigador y punitivo, sin otra piedad que la exigencia de su dominio. Y reconozco que no me gusta la exhibición de martirio de los pasos de Semana Santa, quizás porque prefiero el Dios que renace el domingo que el que muere el viernes. La vida sobre la muerte. Pero con el Dios de las monjas de mi infancia, que enseñaba a amar al prójimo y dibujaba con renglones caritativos las líneas de la vida, con ese Dios me tuteo sin creer. Porque es la fuente de inspiración de gentes extraordinarias. Va por todos ellos. Los que creen en los dioses de la vida y no en los de la muerte. Los que aprenden a entender a los demás, cuando aprenden a creer. Los que buscan respuestas sin imponer dogmas. Los que conciben sus creencias como una fuente de tolerancia. Los que ayudan a su prójimo porque lo conciben como su hermano. Los que gracias a Dios encuentran tiempo para construirse interiormente. Los que buscan dotar de trascendencia su paso por el mundo. Los que entienden que creer en Dios es creer en la ciencia. Los que tienen respuestas pero siguen haciéndose preguntas. Los que rezan porque aman. Para todos ellos, los creyentes del Dios del amor, feliz domingo de Resurrección. Está llegando la celebración de Pentecostés, momento de celebrar la Ruhaj, el Espíritu de Dios que habitó a Jesús. De lo que nos cuentan los evangelios en el contexto de la Pascua, a nosotros nos toca preguntarnos: ¿Qué ha de ser celebrar Pentecostés hoy? ¿Cómo y dónde, descubrieron los primeros cristianos la presencia del Espíritu de Dios, para hacerlo hoy también nosotros?
Así podemos descubrir tres cosas muy importantes para nuestro hoy: En primer lugar, el relato evangélico se sitúa en el cenáculo, un lugar de comidas; no un espacio sagrado o religioso, en continuidad con las comidas y cenas que habían compartido tantas veces con el Maestro: un espacio profano. Segundo, lo descubren entre hombres y mujeres; un espacio no patriarcal, un espacio de igualdad en la diferencia. Tercero, le acompañan signos, son los signos que siempre el pueblo hebreo utilizaba para hablar de la presencia de Dios: viento, fuego… Jesús aporta nuevos signos de la presencia de Dios. Para él Dios está en nuevas formas religiosas y nuevas sacralidades: sanación, unidad, vida, no tener miedo, paz, servir. Quiero hablar de estos signos de la presencia de Dios hoy, del Pentecostés de hoy, porque Dios es nuevo cada día; no se deja encerrar en estructuras pequeñas y oficiales. Si no le vemos presente en la historia de cada día, es sólo por una fijación de nuestro interés religioso, no porque Dios haya cambiado su forma de actuar. Dios, el inabarcable, es movimiento de vida, de bondad, de grito de humanidad nueva y mejor. Hasta El Roto ve su presencia, en ese ajetreo político de pactos, análisis, divisiones en filas de unos y vítores de poder en otros. En este panorama profetiza: “Oscurece, por lo tanto amanecerá” ¿No es eso descubrir el aliento del Espíritu en la oscuridad? Para mí, ser intrépida siempre es superar miedos, sé que no es valiente quien no teme sino quien es capaz de no dejarse inmovilizar por el miedo. De eso se trata. De eso hablan las plazas de tantas provincias de nuestra tierra, tristemente más a oscuras, por la intervención violenta de los mossos d’esquadra la semana pasada. Todos podemos ver las imágenes de la brutalidad desmedida en la Plaza Cataluña. Es lo bueno de hoy, nadie nos puede engañar. Todo se cuelga en la red y se ve desde cualquier lugar. El pretexto: la higiene. Seguimos en lo que le pasaba a Jesús, problemas con lo puro y lo impuro, lo adecuado y lo que no lo es. Algunos compañeros del trabajo me preguntaban cuando volvía con mis alumnos de hacer un trabajo educativo en la plaza, si estos del 15M no son “cuatro colgados”, ¡es que tienen unas pintas…, que no parece serio! Los de la reunión de estos días los del G8, sí tiene buena pinta. Ellos huelen a perfumes caros y sus ropas no cuestionan su decencia porque son de las mejores marcas, sin preguntarnos quién paga esos gastos y si trabajan por las mismas condiciones de vida para los demás. ¿No vemos los signos de la presencia del Espíritu de Jesús dando servicios gratuitos en las plazas? Los hay de guarderías para quien no pueda pagarlas, de bibliotecas solidarias, para jubilados, recreativos para niños y adultos, cinefórum, comedor, asesoría jurídica, asistencia sanitaria… Todo eso llevado a término y mantenido por voluntarios entregados con la mejor cara de acogida en sus servicios. Llevan muchos días así, están cansados; se les nota. Las asambleas diarias tienen un mecanismo impecable de tolerancia y democracia. Se respeta cualquier aportación sin descalificaciones a las que nuestros políticos nos han habituado y que sacan los colores al funcionamiento de nuestra jerarquía eclesiástica tan hábil en la prohibición y persecución a los que molestan porque piensan y dicen lo que ellos no quieren. ¿No son éstos los signos pentecostales de hoy? ¿Esperamos ver lenguas de fuego que bajan del cielo y palomas que se posan para empezar a creer? Jesús decía a los religiosos de su tiempo que tampoco veían el Espíritu de Dios en las plazas: “Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: ‘Va a llover’, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: ‘Viene bochorno’, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” Lc, 12, 55-56. Hoy también nos llamaría a muchos hipócritas por no explorar nuestro tiempo. Abramos los ojos, quitémonos los estereotipos y etiquetas religiosos. Intentemos abrirlos de par en par para ver desde las pupilas de Jesús y descubrir al Espíritu que aletea sobre los que han hecho de las plazas su casas, a quienes rompen con el conformismo, la comodidad, el hedonismo y el consumismo voraz arriesgándose en inventar algo nuevo: el amanecer. He leído todo tipo de análisis del movimiento del 15M, es fácil criticar cómodamente desde casa; no lo es desde la plaza, durmiendo en el suelo sin otro techo que la luna. Sin embargo, entre ellos, tengo las mismas resonancias en mi interior que cuando leo lo que hacía Jesús. Soplan vientos destructores, no pentecostales: hasta hoy se han tolerado las molestias del 15M, porque hacían un “servicio político” en los últimos momentos electoralistas. Ahora ya empiezan a cansar, no se aguanta su suciedad. Muchos quieren decirles: ¡Chicos, se acabó el recreo! Pero su resistencia es un grito desde abajo que nos convence de los sentimientos más hondos del ser humano: otro mundo es posible. Dios pasa hoy y no le vemos, nos habita y no le reconocemos, alienta nuevos signos y rumbos que continúan siendo crucificados por el poder. Muchos son reacios a todo esto, desconfían, descalifican: seguimos viendo la paja en el ojo ajeno, sin darnos cuenta de nuestra viga. No queremos ser utópicos como fue Jesús, como le siguió Francisco de Asís. ¡Esos eran otros tiempos!, decimos, nosotros hemos de ser más pragmáticos. Mientras, Jesús sigue en su camino marginal de las plazas de Galilea, ni la jerarquía le reconoce, perdemos oportunidades de sumarnos a pequeñas levaduras constructoras de un lugar, un espacio y un tiempo de Dios. Hoy es el espacio de Dios. Está presente su Ruhaj, su Espíritu es indisoluble por más violencia que haya, lo llena todo: algunos lo oyen, lo sienten dentro, derriba sus miedos, reinventa la historia, sigue fuera del templo. Sí, hoy es Pentecostés, aunque no todos lo llaman así, hablamos del mismo movimiento expansivo de la utopía del Nazareno. Reaparece en la historia cuando todo oscurece y por más que vengan “mossos” con porras, nadie lo va a parar; es nuestra “primavera social” presencia del Reino. Me parece que podemos estar de acuerdo en que la mente no es una “herramienta” adecuada para captar a Dios. En todo caso, la razón crítica podrá ayudarnos a descubrir “lo que no” puede ser. Y haremos bien en no renunciar a ella, si no queremos caer en los peligros de la irracionalidad (también o, sobre todo, la religiosa).
La mente no es herramienta adecuada porque únicamente puede operar en el mundo de los objetos. Por eso, cuando pensamos a Dios, no podemos sino referirnos a un “dios objetivado”, es decir, a un ídolo, proyectado por nuestra propia mente. Los místicos vieron esto con tal claridad que les llevó a usar dos términos diferentes: Deus y Deitas, Dios y Deidad (o Divinidad). Así aparece nítidamente en el Maestro Eckhart y, antes que él, en algunas místicas medievales (beguinas). Con el término “Dios” se referían al “Dios pensado”, al que nuestra mente tiene acceso. Con el de “Divinidad” o “Deidad” aludían a la inefabilidad del Misterio que trasciende infinitamente la razón. La falta de una genuina experiencia mística conduce a uno de estos dos extremos, tan ciegos como peligrosos. En un caso, (aunque sea de un modo inconsciente e inadvertido) se reduce a Dios a nuestras ideas o creencias sobre él: se produce una “apropiación” de Dios, abriéndose el camino al fanatismo y al fundamentalismo. En el otro, se niega la dimensión espiritual –el Misterio mismo-, sobre la base de que la mente no lo puede detectar, con el consiguiente empobrecimiento de lo humano, que se ve amputado en una dimensión fundamental de su ser. Para acceder a la experiencia mística, necesitamos acallar la mente y silenciar el pensamiento. Al hacerlo, se descorre el “velo” que oculta el Misterio; todo cesa, y emerge la Quietud, Presencia o Mismidad de todo lo que es, la “Divinidad” a la que apuntaban los místicos. Es el camino que propone Ken Wilber cuando escribe: “Experimente la simple sensación de Ser… La omnipresente conciencia Divina plenamente iluminada no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar”. Porque es lo que siempre está aquí. Para la mente, y cae en la cuesta de lo que brilla aquí, ahora mismo, sin necesidad de nombre ni definición. Aquello que es, dentro de lo cual naces, en lo que vives, aquello en lo que morirás… Eso de lo que no estás –ni puedes estar- separado. Es legítimo y beneficioso que la persona pueda dirigirse a “Dios” como objeto de referencia de su amor y de su vida. Pero me parece que deberá hacerlo con una cautela y, deseablemente, con un estímulo. La cautela no es otra que la de no creer que el “Dios” al que se dirige agota la “Deidad”, del mismo modo que su creencia (mental) no se identifica con la verdad (el Misterio de lo que es), sino que se trata sólo de un “mapa” que apunta aL Territorio inefable. El creyente haría bien en no olvidar que el “Dios” al que se dirige es, en gran medida, proyección de él mismo: si indagamos con rigor y honestidad, veremos que, aun con la mejor intención, creamos a “Dios” a nuestra propia imagen, es decir, a imagen de nuestras aspiraciones, deseos, expectativas, necesidades, miedos, normas, obligaciones… e incluso superego; todo ello condicionado por la cultura, el entorno social, la propia historia psicobiográfica… El estímulo reviste la forma de dinamismo que alienta desde dentro de cada ser humano, anhelando la experiencia directa –sin velos ni costuras- de la Divinidad que nos sostiene y constituye. Es bueno recordar que esta experiencia no queda reservada a unos pocos “elegidos”: en realidad, es lo que ya somos todos. Sólo nos hace falta caer en la cuenta, descorrer el velo de la razón, dejar de contarnos “historias mentales” y mantenernos en la Quietud o “espacio consciente”, en el que todo se nos revela. MATEO
(Lo leemos hoy como evangelio del día) La "despedida de Jesús" se produce en Galilea, en un monte. No se señala cuándo. El final es: "Se me ha concedido pleno poder en el cielo y en la tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo." Y no se hace ninguna mención de la Ascensión. MARCOS La despedida se hace en el Cenáculo, en Jerusalén, el mismo domingo de resurrección. Jesús les da un mensaje de misión semejante el de Mateo. El texto termina así: "El Señor Jesús, después de hablar con ellos, fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba el mensaje con las señales que les acompañaban." LUCAS (Evangelio) La despedida se hace en el camino de Betania, el domingo de Resurrección. El último párrafo es: "Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios" HECHOS (La primera lectura de hoy) La despedida se hace desde el Monte de los olivos, cuarenta días después de la resurrección. Hay un sermón de misión y una descripción de la subida de Jesús al cielo, por los aires, con la promesa de que volverá. JUAN (Primera conclusión de su evangelio) La despedida se hace en el cenáculo, ocho días después del Domingo de Resurrección. El "discurso de despedida" se ha puesto ocho días antes, en la aparición sin Tomás. Dice: "Paz a vosotros, como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros." Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a los que se los retengáis, les quedan retenidos." En la aparición con Tomás no hay discurso de misión. No se hace mención alguna a la "partida" de Jesús. En el añadido del cap. 21, no hay ninguna mención de la Ascensión. Resumiendo las semejanzas y las diferencias:
"Y, mientras los bendecía, se separó de ellos."
Ampliando esta idea, es sorprendente que los otros testigos lo cuenten de forma tan distinta, y que Juan no lo cuente. Evidentemente, por todo ello, no nos encontramos ante la simple narración de un suceso, sino de algo más, del significado del suceso, de la fe en lo que sucede en el fondo de lo que se ve. En este sentido, no debemos olvidar algunas conclusiones claras: · No es posible la reconstrucción de una "cronología de la resurrección y ascensión del Señor". No lo dan los textos. · No es posible ignorar el carácter de "relatos de los sucesos de aquel fin de semana" que tienen los primeros textos de la Resurrección (las mujeres en el sepulcro), y el carácter de "profesión de fe" que van adquiriendo los relatos siguientes. · Los textos de la Ascensión son de género literario "Teofanía" y “profesión de fe”, están escritos desde la intención de manifestar la Fe en Jesús Señor. · En ellos encontramos elementos simbólicos frecuentes en el Antiguo Testamento, y usados por los evangelistas: ARRIBA SENTADO A LA DERECHA LA NUBE LAS VESTIDURAS BLANCAS LA VOZ DEL CIELO. (Relatos de este género, con símbolos semejantes son, entre otros, el Bautismo en el Jordán, la Transfiguración y algunos de los relatos de la infancia y nacimiento) · El hecho de que Juan los omita - en paralelismo a la omisión del mismo Juan del pasaje de la institución de la Eucaristía - nos muestra a las claras que hay en los evangelistas varias maneras de proclamar la Fe en Jesús Resucitado Señor. En conclusión. Nos encontramos en la transición del relato de historia - la muerte de Jesús en la cruz - a la proclamación de la Fe en Jesús Señor exaltado por Dios. Y todo ello, en la perspectiva de la Misión, y con la promesa del Espíritu. Mientras que en los relatos de la Pasión lo central era el suceso, lo que vieron los ojos, en estos relatos lo central es lo que no ven los ojos, el triunfo definitivo de Jesús. Así pues, las tres lecturas de hoy se mueven entre el simbolismo y el mensaje, y, juntos, nos ayudan a comprender la Ascensión del Señor. Demasiadas veces trivializamos la Ascensión como si fuera un episodio de la vida de Jesús, un "viaje final". El nacimiento y la muerte en cruz son sucesos: hubo testigos, creyentes o no, que podrían atestiguarlos. La Encarnación, la Resurrección y la Ascensión no son sucesos que los ojos vieron. Son "sucesos de la fe". Y sus relatos no cuentan lo que vieron los ojos, sino lo que la fe creyó. Nuestra mentalidad tiende inmediatamente a preguntarse ¿qué sucedió?Queremos ante todo saber dónde tuvo lugar este suceso, cuándo sucedió, y qué sucedió exactamente. Y esto es una mala postura previa para la lectura de cualquier texto. La pregunta correcta es, con este relato "¿qué nos quiere decir el autor?". El mensaje único de todos los textos es simple: Jesús exaltado como Señor encomienda a los discípulos su misión. Mirándolos desde este punto de vista, los textos son fuertemente coincidentes, mientras que desde nuestra curiosidad por el mero suceso parecen fuertemente divergentes. TEMA PRIMERO: LA EXALTACIÓN. Es el tema en que culmina el mensaje de la Resurrección. La Resurrección es presentada siempre como el triunfo sobre la muerte, la liberación del poder del mal. La Ascensión representa la exaltación definitiva, la consagración como Señor. Corresponde, por oposición, a la humillación que representa "despojarse de su condición divina", "hacerse pecado", "humillarse hasta la muerte y muerte de cruz". Es el triunfo último, la proclamación de Jesús Primogénito en quien se revela todo el designio de Dios: su entrega total a su misión, que pasa por la humillación para llegar a la plenitud. La humillación es presentada con la simbología básica del "descenso": "bajó del cielo", "descendió a los infiernos".... Paralelamente, la exaltación es presentada con la simbología básica del ascenso: "subió a los cielos". Pero esta exaltación no es simplemente la de un hombre. Es la manifestación definitiva del Hijo, y por tanto, es acompañada con los signos acostumbrados de las teofanías: la nube, la voz, los hombres de vestidos resplandecientes, la "situación definitiva", "sentado a la diestra de Dios". Encontramos por lo tanto en estos relatos el último acto de fe de los testigos en Jesús, el hombre lleno del Espíritu, que ha aceptado su misión hasta la muerte y muerte de cruz, que ahora ocupa "su lugar", el que le corresponde por naturaleza. La Ascensión es "colocar a Jesús donde debe estar", y es un acontecimiento profético, el anuncio de nuestra colocación en nuestro sitio, exaltados a la diestra de Dios, porque "aún no se ha manifestado lo que seremos; pero, cuando se manifieste, veremos a Dios cara a cara". Es importante que nos acostumbremos a la lectura de los Evangelios superando nuestra propensión a quedarnos en los hechos físicos sensibles. Lo que importa siempre es el significado de los hechos, y eso es lo que constituye el interés fundamental del Evangelista. En los relatos de la Ascensión nos preocupa mucho desde dónde despegó Jesús hacia los cielos, pero lo que importa es que mi destino es Dios y Jesús revela la grandeza del ser humano capaz de alcanzar la divinidad. TEMA SEGUNDO: LA MISIÓN. Todos los evangelistas terminan su obra con la misión. Terminada su misión, Jesús "se va", y su misma misión queda en manos de los discípulos, de la Iglesia. La aceptación de Jesús es la aceptación de la misión. Para eso se nos manifiesta Jesús. El sentido de la vida de los cristianos es muy preciso: han sido elegidos para la misión, para dar a conocer a todos lo que han recibido. Se puede no aceptar la misión. Se puede no ser cristiano. El que acepta, es para convertirse en mensajero de Jesús. CONCLUSIONES La Ascensión no es un hecho físico. "Arriba" está la estratosfera, no la residencia de los dioses. Los astronautas no están más cerca de Dios. "Abajo", pero ¿en qué dirección? ¿A partir del polo Norte o del Polo Sur? "Descendió a los infiernos" significa lo mismo que "subió a los cielos", es decir, que es Señor de la vida y de la muerte, del pasado y del presente. Es buena la simbología, porque nos ayuda a imaginar, cosa que nuestro conocimiento necesita. Pero no es bueno permanecer en la situación mental de los niños que confunden los símbolos con la realidad. Y es bueno recordar que el Cielo no es un lugar sino el encuentro con una Persona. A nosotros no nos gusta este modo de expresarse. Pero no se trata de que nos guste. Se trata de que la Palabra está siempre encarnada, y de que ésta es la manera de expresarse de aquellos hombres que fueron los que nos expresaron la Palabra. Los relatos de la Ascensión son profesiones de fe. Se responde a la pregunta fundamental acerca de Jesús: ¿quién este hombre? Y se responde: es el hombre lleno del Espíritu, que le hace Hijo, que fue crucificado pero está Vivo por la fuerza de ese Espíritu, y ha sido “exaltado por Dios a su derecha”. Se nos invita hoy a hacer nuestra esta fe. Es el día en que debemos reafirmar, de todo corazón, nuestra fe en Jesús. La Ascensión es una invitación no sólo a reconocerle sino a seguirle; se nos invita a la misma misión de Jesús. Es también el día en que la tenemos que aceptar. Nuestra celebración de la Ascensión no puede terminar sin más en el gozo por el triunfo de Cristo. Es el día en que decimos a Jesús: "Te puedes marchar tranquilo; tu misión queda en nuestras manos; cuenta con nosotros." En resumen: Creo en Jesús, el Señor, revelación de Dios y del sentido de la vida: acepto la vida como misión recibida de El, para que todos los hombres le conozcan y salven su vida. Espero mi plenitud, y la de todas las cosas, en El. O R A C I O N Bendito sea Dios, el Padre de Jesús, nuestro Padre, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones, que nos ha mostrado en Jesús, su rostro, su corazón y nos ha elegido para la misión más bella, que toda la humanidad conozca la Buena Noticia de Jesús. Bendito sea Jesús, el hombre lleno del Viento de Dios, que ha hecho de nuestra vida algo nuevo, distinto, nos ha devuelto la dignidad y la esperanza, nos ha dado motivos para vivir y para creer. Bendito sea el Viento de Dios, el que animaba y arrastraba a Jesús, al que sentimos presente en nuestra vida. Bendito seas, Jesús, que pasaste haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el mal, porque el Viento de Dios estaba contigo., Bendito seas, Jesús, nuestro Señor. En la fiesta de la Ascensión de este año, se nos propone la lectura del final del evangelio de Mateo, aunque no habla expresamente de la “elevación” de Jesús al cielo.
En realidad, el tema de la “ascensión” es exclusivo de Lucas (Es cierto que en Mc 16,19, se lee: “Después de hablarles, el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios”. Pero no hay que olvidar que Mc 16,9-20 es un “Apéndice”, añadido en el siglo II). Sólo Lucas ha separado los tiempos: así, aunque en su primer libro (el evangelio) se da por supuesto que Jesús asciende al cielo el mismo día de la resurrección (“aquel mismo día”: Lc 24,1.13.36.50), en el segundo (Hechos de los Apóstoles) crea una separación temporal de “cuarenta días” entre ambos acontecimientos (Hech 1,3), y de diez días más para la venida del Espíritu o Pentecostés (2,1). Esa periodización, que se impondría finalmente en la vida de la Iglesia, es una creación de Lucas. Más bien habría que decir que todo ocurrió simultáneamente: la muerte, la resurrección, la ascensión y el don del Espíritu suceden a la vez; más aún, en cierto sentido, no son sino “perspectivas” diferentes de una única realidad, la que se conoce como “acontecimiento pascual”. Mateo, siguiendo a Marcos, sitúa en “Galilea” el encuentro del Resucitado con los discípulos. Galilea remite a la vida histórica de Jesús y a los confines de la tierra: el Resucitado espera en la vida cotidiana cuando se vive desde el amor y la entrega. Y en un “monte”: el Maestro vive ya en el ámbito de la divinidad. No hay que pensar este encuentro en clave “física”. De hecho, el mismo texto se apresura a decir que, aunque los discípulos “se postraron” –es la actitud que se adopta ante Dios-, “algunos vacilaban”. La fe nunca es imposición; ante los mismos hechos, unos pueden “ver” y otros no. Tal “vacilación” sólo es explicable si admitimos que el encuentro con el resucitado no tuvo lugar de un modo “palpable”. Se trató de una experiencia de otro tipo. Las palabras que se ponen en boca de Jesús merecen un comentario más detenido, teniendo en cuenta que, con ellas, concluye Mateo su evangelio. El comienzo no puede ser más solemne: “Se me ha dado pleno poder…”. Se trata de una fórmula que se inspira en los decretos reales. El segundo Libro de las Crónicas se cierra con estas palabras de Ciro, rey de Persia (al que el judaísmo consideraba como un mesías, tal como puede leerse en el libro de Isaías 45,1: “Así dice Yhwh a su mesías Ciro…”): “Yhwh, el Dios de los cielos, me ha dato todos los reinos de la tierra” (2 Cr 36,23). Aquellos decretos reales presentaban la siguiente forma: 1) He recibido todo el poder, por tanto, 2) doy tal orden. Es el mismo esquema que se aplica aquí. Con aquella solemne declaración, Mateo está mostrando la “realeza” o el señorío del Mesías Jesús, a la vez que prepara la escucha del mandato que viene a continuación. El mandato (“Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”) es peculiar. Se trata de un texto exclusivo de Mateo: sólo él, a diferencia de los otros tres evangelios canónicos, propone esta fórmula bautismal trinitaria. Con seguridad, la ha tomado del uso litúrgico de su propia comunidad. Es realmente improbable que haya salido de los labios de Jesús. Por un lado, porque se trata de una fórmula elaborada e incluso estereotipada, que no parece tener lugar en el pensamiento de Jesús. En él, aunque hable constantemente del Padre y nombre al Espíritu, no se da en ningún caso una afirmación de tipo “trinitario”. Por otro lado, cuando Jesús envía a los discípulos, según el mismo evangelio de Mateo, lo que les dice suena muy diferente: “No vayáis a regiones de paganos ni entréis en los pueblos de Samaria. Id más bien a las ovejas descarriadas de Israel. Id anunciando que está llegando el reino de los cielos. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad a los demonios; gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,5-8). ¿Qué ocurrió entre este mensaje y el que escuchamos al cierre del evangelio? Que, en la comunidad de Mateo, se ha producido un doble deslizamiento. En primer lugar, el mensaje se ha universalizado: sus destinatarios no son sólo los miembros del pueblo de Israel –como pensaban los judíos observantes y, probablemente, en algún momento, el propio Jesús-, sino “todos los pueblos”. Sin duda, el impulso universalista de Pablo había prendido ya con fuerza en la mayor parte de las comunidades. En segundo lugar, se ha modificado el “contenido” de la misión. En el envío por parte de Jesús, en su vida histórica, el acento se pone en una sola cosa: comunicar vida. Así hay que leer, tanto el anuncio del reino, como todo lo relacionado con las curaciones: se trataba de continuar la propia misión de Jesús, haciendo lo mismo que él hacía. En el último texto, por el contrario, el acento está puesto en lo que hoy designaríamos como “proselitismo”. Se trata de un riesgo que acecha a todo grupo (no sólo al religioso): se empieza pensando en el bien de los otros, y se termina queriendo fortalecer el grupo propio o tratando de imponerse sobre los demás. Esto, que se observa con facilidad en los partidos políticos –en los que, generalmente, parece primar el triunfo electoral por encima del servicio a los ciudadanos-, acontece también en las iglesias: nacidas de una intuición de servicio desinteresado, suelen terminar centradas en ellas mismas, en muchos casos absolutizándose. Ya no importa tanto el servicio a las personas, sino que la propia iglesia se afiance, crezca, logre reconocimiento y ocupe espacio público, sea respetada u obedecida… De ese tipo de deslizamiento no estamos libres ninguno, porque es característico del ego; se comprende que se manifieste en todos aquellos ámbitos en los que se mueve. Es el ego el que necesita absolutizarse, creerse superior, tener razón, ser portador de la verdad definitiva, convencer a los otros, constituirse en “medida” de todos los demás… Cuando vemos cualquiera de estos comportamientos podemos estar seguros de que es el ego quien ha tomado las riendas…, aunque proclame hacerlo en nombre de Dios y para bien de la humanidad (el ego es también sumamente hábil para buscar justificaciones). Parece claro que, en la intención de Jesús, no figuraba la idea de convertir a todos los pueblos, ni que todos ellos se integraran en la Iglesia católica (parece claro también que él no pensó en fundar ninguna iglesia). Lo que ocupaba su corazón era el “reino de Dios”, un proyecto de nueva sociedad, caracterizado por la vivencia de la fraternidad, basada en la experiencia gozosa de percibir a Dios como “Abba” (Padre). En cierto sentido, podría decirse que el mensaje de Jesús es totalmente abierto e inclusivo; lo que se empieza a implementar en la comunidad cristiana, por el contrario, tiene un color exclusivista, tal como suele ocurrir en todas las religiones. Y el texto termina con una frase que recoge el nombre propio de Jesús, tal como se leía ya en el comienzo mismo del evangelio, en la cita de Isaías, que Mateo coloca en el contexto del anuncio a José. El texto de Isaías decía: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel (que significa: Dios con nosotros)” (Isaías 7,14, citado en Mateo 1,23). Para Mateo, Jesús es Enmanuel: Dios-con-nosotros. De hecho, en este nombre se condensa todo su evangelio, formando lo que se conoce como una gran “inclusión”. Su relato se abre y se cierra con él. Por eso, cuando concluye poniendo en labios de Jesús la frase citada, no sólo está dando forma a una promesa (“yo estaré con vosotros…”), sino que está revelando la identidad del Maestro. Esa Identidad –lo vemos claro desde una perspectiva no-dual- es una identidad compartida: todos somos “Enmanuel”, porque Dios-es-en-y-con-nosotros, sin confusión, pero también sin distancia ni separación. De ese modo, una vez más, en Jesús se nos revela la verdad última de lo que somos y de lo que es. Por eso puede decirse, con razón, que él es “espejo” de lo que somos todos. Si hemos vislumbrado en alguna medida lo que nos decía Juan los dos domingos pasados, en esa medida, se nos hará muy cuesta arriba entender la fiesta de hoy y la de los tres domingos siguientes. La subida de Jesús al cielo, la venida del Espíritu, la Trinidad, la Eucaristía están presentadas por los textos litúrgicos como realidades externas que se dieron en otro tiempo.
Mal orientados por los textos, la inmensa mayoría de los cristianos las entendemos mal. No podemos seguir utilizando un lenguaje que responde a una visión mítica de la realidad. Cuando se creía que Dios estaba en lo más alto, que el hombre estaba en el medio y que el demonio estaba en lo más bajo, el lenguaje utilizado se entendía perfectamente. De Jesús se dice expresamente: Bajó del cielo, se hizo hombre, descendió a los infiernos y volvió a subir. Nuestra manera de entender la realidad ha cambiado drásticamente. Hoy no nos dice nada un cielo o un infierno como lugares de referencia. Debemos entender la ascensión como parte del misterio pascual que es una única realidad. Ni la resurrección, ni la ascensión, ni el sentarse a la derecha del Padre, ni la glorificación, ni la venida del Espíritu, son hechos separados. Se trata de una realidad única que está sucediendo en este mismo instante. Los conceptos que le aplicamos son los que utilizamos en esta vida para determinar realidades temporales. La realidad trascendente a la que los aplicamos no tiene lugar ni tiempo; se queda fuera del alcance de los sentidos. Decir de Jesús después de muerto: a los tres días, a los ocho días, a los cuarenta días, a los cincuenta días, no tiene sentido ninguno. Hablar de Galilea o de Jerusalén, o decir que está sentado a la derecha de Dios, entendido literalmente es absurdo. Esto no quiere decir que sea una realidad inventada. Todo lo contrario, esa es la ÚNICA REALIDAD. Es la realidad sujeta al tiempo y al espacio la que no tiene consistencia alguna. Esa realidad intangible ha tenido unarepercusión real en la vida de los cristianos, y eso sí se puede descubrir a través de los sentidos y constatar históricamente. Esa realidad no temporal, no localizable es la que hay que tratar de descubrir para que tenga también en nosotros la misma eficacia transformadora. Si seguimos creyendo que es un acontecimiento que sucedió a una hora determinada, en un día determinado, en un lugar determi nado, ¿qué puede significar para nosotros hoy? ¿Es simplemente un recuerdo, una celebración como la celebración de un cumpleaños? Esta es la clave que yo quiero resaltar hoy. Es un tema importante porque puede marcar la diferencia entre recordar y vivir. Las realidades espirituales, por ser atemporales, pertenecen al hoy como al ayer, son tan nuestras como de Pedro o Juan. No han sucedido hace dos mil años, sino que están sucediendo en este instante. Son realidades que están afectando a nuestra propia vida. Puedo vivirlas yo como las vivieron los apóstoles. Es más, el único objetivo del mensaje evangélico, es que todos lleguemos a vivirlas como las vivieron ellos. La ascensión del hombre Jesús, empezó en el pesebre y terminó en la cruz cuando exclamó: “Todo está cumplido”. Ahí terminó la trayectoria humana de Jesús y sus posibilidades de crecer como criatura, de elevarse sobre sí mismo. Después de ese paso no existe el tiempo, por lo tanto,no puede suceder nada para él. Es todo como un chispazo instantáneo que dura toda la eternidad. Él había llegado a la meta, a la plenitud total en Dios. Precisamen te por haberse despegado de todo lo que en él era caduco, transitorio, terreno, sólo permaneció de él lo que había de Dios, y por tanto se identificó con Dios totalmente, absolutamente. Esa es también nuestra meta. El camino también es el mismo; por el descubrimiento de lo divino, llegar al don total de sí mismo. ¿De verdad queremos ser cristianos? ¿Tenemos la intención de recorrer la misma senda, de alcanzar la misma plenitud, la misma meta? ¿Estamos dispuestos a dejarnos aniquilar en esa empresa, a aceptar que no quedará nada de lo que creo ser? Es duro, pero no puede haber otro camino. Si renuncio al don total de mí mismo, renuncio a alcanzar la meta. Como en Jesús, ese don total sólo será posible cuando descubra que Dios Espíritu se me ha dado totalmente, y está en mí para llevar a cabo esa obra de amor. Tal vez nos conformemos con quedarnos pasmados mirando al cielo y esperando que él vuelva por nosotros. Esa es la mejor manera de hacer polvo todo el quehacer de Jesús en esta tierra. La idea de que Dios o Jesús o el Espíritu pueden hacer en un momento determinado algo por mí, ha desvirtuado la religiosidad cristiana. Dios, Jesús y el Espíritu lo están haciendo todo por mí en todo instante. Yo soy el que tengo que hacer algo en un momento determinado para descubrir esa realidad y hacerla mía viviéndola. El relato de Mateo que acabamos de leer, es un prodigio de síntesis teológica. No hay en él ninguna alusión a la subida al cielo, ni a dejar de verlo. Consta simplemente, de una localización dada, una proclamación de poder y tres ideas básicas. Situar la escena en un monte sin nombre, es una indicación suficiente de que lo que le interesa no es el lugar, sino el simbolismo. El monte significa el ámbito de lo divino, donde está Dios y donde quiere situar también a Jesús. Que Mateo lo sitúe en Galilea, tiene también un significado muy importante. En Galilea había comenzado Jesús su predicación. Es allí donde Mateo quiere localizar el comienzo de la predicación de la Iglesia naciente. Quiere resaltar que Judea había rechazado a Jesús y no era ya el lugar donde debía uno encontrarse con Dios. 1.- La primera idea que resalta es la de la glorificación de Jesús. “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Jesús no pudo decir que se le ha dado todo poder, porque lo primero que hizo después del bautismo fue rechazar todo poder como la mayor de las tentaciones. Esta ambivalencia del lenguaje nos ha despistado de tal manera que es muy difícil aclararse. No puede haber un poder bueno y otro malo. Todos son perversos sobre todo el religioso. Quiere indicar la máxima exaltación posible. No podemos entenderlo en el sentido de poder coercitivo o glorificación externa. Se trata de expresar que ha alcanzado la plenitud absoluta por haberse identificado con Dios en el don total de sí mismo. Debemos tener en cuenta que la primera interpretación del misterio pascual, que ha llegado hasta nosotros, está formulada en términos deexaltación y glorificación; antes incluso de hablar de resurrección. Los textos quieren dejar muy claro que mientras mayor ha sido la humillación, más resaltará la gloria. 2.- La segunda es el envío a predicar. También tiene un carácter absoluto: “todos los pueblos”. El tema de la misión es crucial en todos los relatos pascuales. La primera comunidad intenta justificar lo que era ya práctica generalizada de los cristianos. La predicación del “Reino de Dios”, no es un capricho de unos iluminados, sino mandato expreso de Jesús. Todo cristiano tiene como primera obligación, llevar a los demás el mensaje de su Maestro. Sin embargo, en los Hechos se plantean muy seriamente si se debía aceptar a los gentiles a la fe o se les tenía que obligar primero a ser judíos. Si hubieran recibido de Jesús un encargo tan claro y directo, no hubieran tenido motivos para la duda. La fórmula: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, nos está hablando de una larga andadura en teología pascual. Es impensable que se utilizara desde el principio. La primera fórmula del bautismo fue: “En el nombre del Señor Jesús”. Más importante es la particularidad de la enseñanza. No se trata de enseñar doctrinas ni ritos ni normas morales sino de instar a una manera de proceder. Esto está muy de acuerdo con la insistencia de los evangelios en las obras como manifestación de la presencia de Dios en Jesús, y como consecuencia de la adhesión a Jesús. Si tenemos en cuenta que el núcleo del evangelio es el amor, comprenderemos que en la práctica, lo primero que tiene que manifestarse en un cristiano, es ese amor. 3.- La tercera idea es también clave en la comprensión del misterio pascual. “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Fue el tema del evangelio de los dos domingos pasados: “no os dejaré desamparados”. Sin esta presencia sería imposible llevar a cabo la tarea encomendada. Ya los evangelios habían dejado claro que todo lo que hizo Jesús era obra del Padre o que era el Espíritu el que actuaba en él. Ahora sigue siendo Dios en sus tres dimensiones el que va a continuar la obra de salvación a través de sus seguidores. Hay que resaltar que el final del evangelio de Mateo, sea precisamente la promesa de Jesús de estar siempre con nosotros. Recordemos que Jesús habla de enviar al Espíritu, de quedarse él con nosotros, de que el Padre vendrá a cada uno. Son maneras de hablar que no deben confundirnos. Los tres “vendrán” a mi conciencia cuando me dé cuenta de que están ahí. En realidad no tienen que venir de ninguna parte porque la realidad trascendente ni está aquí ni está allí. Meditación-contemplación“Os conviene que yo me vaya, porque si no, el Espíritu no vendrá a vosotros” Celebramos la Ascensión y se nos dice que estará con nosotros para siempre. En esta contradicción está el secreto. Ni se va ni se queda. Para Jesús resucitado no hay lugar ni tiempo. ....................... No puede haber Vida si no trascendemos el tiempo y el espacio. Nuestra Vida “divina” es la misma ahora y siempre. Contemplar, es salir del tiempo y del espacio. Es identificarse con Dios que es eternidad. ..................... El tiempo y el espacio son grilletes que nos atan a la materia. Sin salir de esa cárcel no puedo adentrarme en el Espíritu. Lo que hay de Dios en mí, me lanza al infinito. En Dios, estoy fuera del tiempo y del espacio. Vivo en Brasil, donde el ateísmo es un señor desconocido. Aquí creen hasta las piedras. Y se cree en todo. La religiosidad impregna la vida. No conozco un solo personaje importante del mundo de la cultura, del arte y hasta de la ciencia que se declare ateo. Pero soy español, aunque me siento ciudadano del mundo después de haber pasado dos tercios de mi vida correteando por el planeta.
Y conozco las pasiones del corazón ibérico amante del ángulo, al contrario, por ejemplo, de los italianos y brasileños que privilegian la línea curva, más femenina. El español es duro como el acero y no ama las medias tintas. El legendario político Andreotti solía decir que, por ejemplo, a la política española le “faltaba finezza”, aunque quizás a la italiana le sobre hoy superficialidad. Dejar que los ateos se manifiesten en la calle es un acto de libertad, como que lo hagan los religiosos Con esto quiero decir que no me extraña que haya nacido en España la ocurrencia de hacer procesiones de ateos durante la pasada Semana Santa. ¿Prohibirlas? ¿Por qué? Si me permiten una santa provocación diría que pocas cosas hay menos religiosas y más paganas que ciertos excesos de devoción de algunas procesiones llamadas religiosas. Nada más lejano, con sus lujos y lustres, de aquella procesión del Evangelio cuando la gente salía con ramos de olivo y hojas de palmera a aclamar al profeta maldito que caminaba en un asno, hacia Jerusalén, el templo del poder judío, en busca de la muerte en la cruz por subversivo religioso, más que político. Quería destruir el templo. Una blasfemia. Es conocido el adagio: “Soy ateo por la gracia de Dios”. El gran ateo Saramago escribió antes de morir: “Mi obra no tendría sentido sin Dios”. El ateo, al intentar negar la existencia o la necesidad de Dios, en realidad la está defendiendo. Nadie ataca algo que no existe. ¿Se imaginan una procesión contra los fantasmas o los marcianos? Existe hasta una teología moderna del ateísmo. La Iglesia llegó a defender en el Concilio Vaticano II, que el origen del ateísmo, así como del comunismo ateo, fueron culpa del desarraigo del mundo religioso de los verdaderos problemas del ser humano, sobre todo de los más miserables, abandonados en la cuneta de la vida. No existiría el ateísmo sin Dios, por paradójico que pueda parecer. Una procesión de ateos puede ser vista como una demostración de que Dios es algo importante que vale la pena combatir. Deberían ser los creyentes los que menos se deberían escandalizar de que los ateos demuestren su “fe”. Los agnósticos son más convincentes. Ellos reconocen que “no saben” (del verbo latino conocer) si existe o no Dios. En ese sentido todo cristiano debería ser un poco agnóstico, ya que difícilmente nadie podrá probar, si no es por la fe, que Dios existe. Los mayores santos lucharon contra sus dudas de fe. El mismo Jesús, dudó mientras expiraba en la cruz: “¿Por qué me has abandonado?”, como diciendo: “¿Y si no fuera verdad que Tú, Dios, existes?”. No entendía que un Dios Padre pudiera abandonar a su hijo. Como no lo entendieron los millones de judíos que murieron en los campos de concentración bajo las garras nazis. Como no lo entienden las caravanas del dolor del mundo: los emigrantes de la miseria, los refugiados de todas las guerras, los condenados a la miseria eterna. Creer o no creer es algo tan personal como soñar, vivir o morir. Dejemos a los creyentes soñar y disfrutar con su Dios y dejemos a los ateos que tengan la libertad de luchar contra Dios, que generalmente es más contra la falsa imagen que de él han creado los creyentes, que no contra él mismo. Si existe un Dios, lo mínimo que puede haber regalado al hombre es su libertad, mientras no dañe al prójimo. Y si no existe, tampoco existe mayor Dios laico que la libertad que no debería ser negada a nadie, y menos en el seno de una democracia. Yo no soy ateo, simplemente porque no sé si Dios existe o no, por ello me sería difícil combatirlo. Me basta saber que existe mi prójimo y que él, como yo, tiene todo el derecho de manifestar pública y privadamente tanto su fe como su no fe, su ateísmo. En la Universidad Gregoriana de Roma, donde me licencié de joven en Filosofía y Teología, nos solían decir que “no existe mayor acto público de fe que la blasfemia”. Nunca se me olvidó. No he visto a nadie blasfemar contra las brujas, aunque a lo mejor hasta existen. Hoy rebulle en el mundo aún no democrático, el de las no libertades, un clamor de búsqueda de democracia, de libertad de expresión y de conciencia, política y religiosa. La paz será solo fruto de la libertad. Las dictaduras llevan en su vientre el germen de la guerra. Dejar que los ateos se manifiesten en la calle es un acto de libertad como lo es el que lo hagan los religiosos. Toda prohibición lleva en su entraña escondida la víbora de la intransigencia y de la cobardía. Los jóvenes -como estamos viendo en los países árabes y africanos y ahora mismo en las calles y plazas de Europa- son los más sensibles a las ansias de libertad. Y la libertad conlleva en sí todos los riesgos. La libertad religiosa tiene que hacer las cuentas también -para ser auténtica y leal- con la libertad de los ateos de manifestar su no a Dios. Lo contrario es fascismo, es dogmatismo y absolutismo. Y todos los ismos desembocan fatalmente en las inquisiciones, laicas o religiosas. Nunca la Iglesia fue más atea que cuando quemaba en las hogueras a los que no compartían su fe. La crisis terminará cuando los políticos dejen de mirarla desde lejos y sean capaces de hacer frente con valentía a las causas que la provocan y la mantienen. Por ahora, lo están pasando peor los más pobres. Las medidas que se proponen son parches que hieren más las economías más débiles o los que carecen de un simple puesto de trabajo.
Los gritos de los jóvenes, con toda verdad y crudeza, denuncian que mientras sus abuelos tienen que seguir trabajando hasta los sesenta y siete años, sus padres pierden puestos de trabajo y ellos, los jóvenes, no tienen salidas laborales. Picotear en la miseria congelando pensiones, robar tantos por cientos de las pagas extraordinarias de funcionarios, dictar recortes en educación y sanidad es poner en mayor desequilibrio la justicia social. Con este tipo de medidas se abren zanjas cada vez más profundas que entierran la ilusión y la esperanza de quiénes lucha por una sociedad más justa y humana. Conviene recordar cómo al principio de la transición española se hablaba de “poderes fácticos” que se localizaban en quiénes, aferrados al antiguo régimen, ponían o intentaban poner frenos en el camino de las libertades. Hoy, ni la Iglesia tiene espacio excesivo de influencia en la sociedad y el ejercito tiene poder controlado. Son otros los que se han constituido en “poderes fácticos” y tienen nombres y apellidos. Sin embargo, son pocos los que todavía se atreven a decir que esos poderes son los mercados y los bancos, a quiénes sirven los que se prestan a ser “sus títeres”, obedeciendo directrices en nombre de “su” libertad que es la única que admiten esos “poderes fácticos.” En esta situación totalitaria de dictadura, se crea el caldo de cultivo propicio para ahogar el necesario desarrollo de una democracia avanzada. La ventaja que tenemos en los momentos actuales es que ahora conocemos los rostros que se esconden detrás de las palabras mercados-bancos. Ya conocemos la crisis, ya conocemos la enfermedad y la aceptamos para erradicarla. Estamos en el mejor camino para seguir avanzando, arrancando raíces sembrando semillas de justicia social como base de un mundo mejor. Los jóvenes, con su 15 M”, nos han dado un fuerte aldabonazo demostrando que no quieren seguir engañados ni van a permitir que le acoten espacios para botellones ni agradecer regalitos de “anticonceptivos”. Los jóvenes nos están diciendo que quieren una democracia real, cauces de participación, sin escaleras para subir a la corrupción. Tienen imaginación y ganas de ser ellos mismos. Si conocemos los culpables, si el pueblo contagiado de los jóvenes está diciendo “Democracia YA” estamos en el mejor punto de partida para poner la inteligencia, los esfuerzos, y las estrategias de creyentes y no creyentes, de jóvenes y mayores están clamando, en silencio y con gritos, que queremos participar en la construcción de otra sociedad sin sistemas impuestos en beneficio de los títeres del capital y sus secuaces. Con la palabra crisis el pueblo ha sido amedrentado y saqueado. Hasta los no creyentes han pensado que Dios les había abandonado. Como siempre, en lo momentos difíciles y las tragedias se le echan las culpas a Dios. ¿Dónde está? ¿Por qué lo permite? Se llega a la negación, a la indiferencia y hasta a la persecución de lo religioso. Pero Dios suscita profetas que claman: ¿quién ha estado ciego y sordo hasta ahora? El pueblo está reconociendo su ceguera y algo nuevo se está despertando en nuestra sociedad que desea salir de la esclavitud de los verdugos de la injusticia, Los pareceres deben converger sembrando semillas de esperanza para construir una sociedad de bienestar. |
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