El número 40 aparece con frecuencia en la Biblia. 40 fueron los años que el pueblo de Israel vivió en el desierto guiado por Moisés tras salir de Egipto (Ex 16,35). 40 los días que éste pasó en oración en el Monte Sinaí antes de recibir las tablas de la Ley (Dt 9,9-11). 40 fueron también los días que duró el diluvio (Gn 7,12), los que pasó Elías en el Monte Horeb (1Re 19,8) o lo que los 12 exploradores estuvieron en la tierra de Canaán (Nm 13,25). Asimismo, 40 fueron los días que Jesús pasó en el desierto llevado por el Espíritu (Mt 4,2).
Este número, por tanto, se encuentra relacionado con tiempos de experiencias vitales hondas, cruciales, fundantes. A veces de camino incansable, otras de espera paciente, pero siempre tiempos de búsqueda, preparación, escucha y crecimiento personal y/o grupal o comunitario. Y han sido 40 (alguno más al celebrarlo en domingo y no en jueves) los días que han pasado ya desde que celebramos la Pascua, el acontecimiento gozoso de la Resurrección de Jesús. ¿Nos hemos dado cuenta de ello? Quizás sea un buen momento para tomarnos el pulso de cómo lo estamos viviendo. Así nos lo relata el libro de Hechos: “a ellos (los apóstoles) se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios” (Hch 1,3). También a nosotros, como discípulos suyos, se nos ha presentado Jesús Vivo y Resucitado durante 40 días. Nos ha hablado de paz, de esperanza, de fortaleza, del inmenso amor con que nos ama, del sentido de su muerte y su pasión… Conociendo en profundidad nuestros miedos y debilidades, nos ha prometido con insistencia que siempre se quedará entre nosotros a través del aliento y la fuerza de su Espíritu, de la Ruah creativa y transformadora. Hemos tenido, por tanto, 40 días en los que nos hemos podido preparar para acoger la nueva forma de presencia de Jesús, esta que comienza, según nos dice el evangelio, una vez que él asciende al cielo. Hablamos, entonces, de tiempo (40 días) y espacio (la ascensión al cielo). Tiempo y espacio que, de modo claramente pedagógico, son utilizados por el evangelio como medios de preparación para que podamos hacer proceso. Porque lo que recordamos, como sabemos, no es que Jesús subiera físicamente al cielo. Lo que hoy festejamos es lo mismo que hemos celebrado cada día de este tiempo de Pascua o lo que celebraremos en Pentecostés: la certeza de que nuestro Dios es un Dios Vivo y un Dios de Vida, que no permite que la muerte tenga la última palabra y que se empeña en que nosotros seamos, junto a Él, dadores de vida. Por todo ello es importante que estemos atentos a lo que Jesús nos dice en el evangelio de hoy, a estas “últimas palabras” del evangelio de Marcos: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Parece que Jesús, al “ascender”, nos pone a su vez en movimiento a nosotros. “¿Qué hacéis ahí parados?”, dirá el libro de los Hechos. Después de estos 40 días de preparación es tiempo ahora de moverse, de salir (¿no nos lo repite continuamente el Papa Francisco?), de ponernos en camino. No hay pérdida. Toca poner en práctica todo lo escuchado y experimentado. Es tiempo de expulsar demonios, de curar enfermos, de hablar lenguajes nuevos… Cada una, cada uno de nosotros podemos poner nombre a esos demonios que estamos llamados a expulsar, a las enfermedades que debemos sanar o a los lenguajes que debemos practicar con insistencia hasta hablarlos adecuadamente. No perdamos el tiempo. Hemos tenido el suficiente, 40 días. Ya no hay excusas. El Señor no sólo nos ha preparado para ello, sino que, además, promete seguir a nuestro lado, actuar junto a nosotros y confirmar la Palabra con signos que todos puedan comprender. No nos quedemos parados. El Señor nos pone en movimiento con un envío apasionante: que al mundo entero llegue la Buena Noticia, la que nosotros ya hemos recibido.
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Todos coincidimos en que la crisis financiera se ha hecho sentir de manea lacerante en nuestra economía y en la calidad de vida, sobre todo en la de los más pobres, como siempre pasa. No estamos ante un problema solo económico centrado en la merma de ingresos, la inestabilidad laboral o el paro, que ya es grave, sino ante unos daños colaterales en forma de ansiedad, frustración, angustia, incertidumbre, etc., etc., que aplastan el ánimo de millones de personas. Y la cacareada recuperación económica no ha llegado a los más desfavorecidos.
Creyentes y no creyentes nos enfrentamos por igual a un plus de dificultades que afectan directamente a la calidad de vida personal y relacional. Lo peor de todo es que esta crisis viene precedida por otra de no menor calado, cual es la crisis espiritual y religiosa propiciada por un materialismo que se nos ha incrustado en los recovecos del alma sin apenas darnos cuenta. Hablamos de Dios pero muy poco con Dios. Yo creo que se nos ha olvidado rezar y aquí lanzo tres cables para que el Espíritu reviva en nuestra oración: A/ Hablar y escuchar son las dos caras de la oración. Es lo propio de una historia de amistad-amor. Necesitamos hablar, que el corazón exprese sus sentimientos. Ahí están los salmos, con sus ejemplos de invocación según los estados de ánimo: salmos de desahogo y enfado por la injusticia recibida; salmos de aceptación, salmos de acción de gracias, salmos de júbilo y alabanza… La vida misma. Recordemos que la oración siempre es escuchada, pero solo hay encuentro cuando también estamos dispuestos a escuchar confiadamente, tanto en los días luminosos como en las “noches oscuras”. B/ La calidad de nuestra oración depende de la calidad de nuestra vida, y viceversa. Se nos olvida que la principal característica de la fe como virtud teologal es que, sin obras, es una fe muerta. La verdadera fe, San Pablo la llevó “más allá de toda esperanza”. Cuando la fe en las creencias es más importante que las vivencias, corremos el riesgo de rezarnos a nosotros mismos. Por algo nos dijo el Maestro que por nuestros hechos nos conocerán. C/ La oración auténtica es liberadora. Nos hace crecer como personas porque en la medida que Dios encuentra acogida, resplandece en nosotros su imagen y semejanza divina, a pesar de las coyunturas de la vida. La fuerza de nuestra debilidad es la oración porque a través de ella nos hacemos más personas, más libres, y se nos debería de notar, al menos en una mayor capacidad de perdonar, de aceptación ante lo inevitable (nada que ver con la resignación) y de nuestra capacidad de amar. Cuanto más frágiles nos sentimos, más cerca está nuestro Padre, que no falla nunca. Pero una cosa es que Jesucristo nos prometió fuerza, luz, compañía y capacidad de transformación del mal en bien, pues somos las manos de su Reino, y otra, que no podemos convertir la plegaria de petición en una especie de sucursal bancaria que en función de nuestros méritos o deseos de sanación en la enfermedad, dinero en la pobreza, compañía humana en la soledad. Él ya sabe de nuestras necesidades y de nuestra limitación para pedir aquello que nos conviene. Él hace salir el sol todas las mañanas para todos, se regala cada minuto en nuestra existencia. Busquemos el reino de Dios y su justicia apoyados en la oración, que lo demás nos vendrá por añadidura. Dios cumplirá todas sus promesas. Termino con una bella reflexión de la madre Angélica, franciscana y fundadora de la Eternal Word Television Network, una importante cadena por satélite de Estados Unidos: “Dios te oye. Oye tus gritos en la noche, sabe lo abrumado y afligido que estás, y siente el peso de tu carga. Sabe que cuando eres feliz te preocupa que cese la felicidad. Sabe que cuando sufres, tu soledad te paraliza. Sabe lo que ocurre en tu corazón. Ésta es la razón por la que debes mantenerte ceca de Él y hablarle con frecuencia. Cuando comprendas que es tan real como la persona sentada junto a ti podrás abrir el corazón a este Amigo divino. Es verdadera lucha. Es una verdadera lucha. Pero luchas junto a un Padre que la comprende y junto a su Hijo, cuya lucha fue como la tuya, y junto al Espíritu Santo, que te otorgará todo lo que realmente necesites para preservar en la lucha. Dios está de tu parte. Háblale y presta atención a su respuesta”. Javier Melloni, S.J. es especialista en diálogo interreligioso. Ofrece retiros de meditación y silencio en la Cueva de Manresa y ha comenzado junto con otras personas una comunidad contemplativa transreligiosa. En sus charlas sobre espiritualidad defiende la diversidad y la unidad de las religiones. Más de 300 personas acudieron en Madrid a su taller “La ola es el mar… pero no todo el mar”.
¿Cómo caracteriza el momento actual desde el punto de vista espiritual? Como un tiempo emergente, que es postreligioso y postsecular a la vez. Ese “post” indica algo nuevo que empieza a germinar, aunque todavía es tenue. Digo que estamos en un momento “postreligioso” en el sentido de que las religiones ya no se pueden comprender como se comprendían a sí mismas hasta hace poco, porque han quedado afectadas tanto por el encuentro entre las demás religiones como por el fenómeno de la secularización. Pero la secularización también ha cambiado. Ya no tiene la ferocidad del siglo XX. Nuestra sociedad arreligiosa se está dando cuenta de que hay una dimensión de trascendencia en el ser humano que no podemos negligir o eliminar porque entonces dejamos de ser humanos. Están apareciendo brotes de algo nuevo que todavía no sabemos qué forma tendrá, pero todo apunta a que ya no es invierno y que está llegando la primavera. ¿Dónde ve usted esos apuntes de la primavera? Primero, como ya he dicho, en la convicción cada vez más generalizada de que el ser humano no puede abandonar su dimensión espiritual; segundo, en la convicción también cada vez más compartida de que la forma con que se vive esa dimensión espiritual o religiosa no puede ser absolutizada negando las otras formas y, la tercera, la evidencia cada vez más compartida de que nos necesitamos los unos a los otros en todos los campos del saber y que no tiene sentido la competitividad entre las diferentes aproximaciones. Nos requerimos unos a otros, desde la ciencia a la filosofía, la teología, la tecnología, la biología, la ecología, la psicología… Disciplinas que antes estaban enfrentadas las unas a las otras, ahora nos damos cuenta de que o co-inspiramos entre todos para transformar este mundo o perecemos como civilización. Como nadie quiere que perezca, aunque sea a regañadientes, se están dando conexiones nuevas, se están dando fecundaciones de disciplinas que antes jamás habían dialogado y, aunque de forma germinal, empieza a reverdecer la tierra, ya no es invierno. “No podemos definirnos en una sola tradición religiosa”, ha dicho. ¿No resulta esto inquietante? No es inquietante, es celebrante. ¿Cómo puede haber en una fiesta solo un canto, un instrumento o una música? ¿Cómo puede haber en un jardín solo unas flores o en un bosque solo una especie? Incluso en un bello y espeso bosque de coníferas conviven especies diferentes y son necesarias para su ecosistema. Consiste en pasar de competir entre pretensiones de totalidad a compartir plenitudes. Que una idea o creencia deje de ser totalitaria no significa que deje de ser plena. El diálogo con el otro no te quita tu plenitud sino tu pretensión de totalidad. Esto nos hace un poco más humildes y la humildad está más cerca de la verdad que cualquier otra cosa. Los que son verdaderamente religiosos o espirituales en su tradición, al final se alegrarán, aunque en estos momentos todavía temen perder algo. Pero no lo perderán sino que se ampliará, mientras no confundan su creencia con una totalidad sino con una plenitud. La no-dualidad, defendida hoy por muchas corrientes espirituales, es muy difícil de explicar. Ya va bien que sea difícil de explicar, porque así nos damos cuenta de que no lo podemos dominar. Ante una palabra que no comprendemos nos descalzamos y solo así, descalzos, podemos empezar a recorrerla. En la propia palabra hay una contradicción: no-dos; no dice que sea uno y tampoco que sea dos (separación). Por un lado, indica la unidad que subyace a todo y, por otro, afirma la diversidad que brota de esa unidad; la realidad se manifiesta en la pluralidad pero no en la fragmentación, porque hay un fondo que sostiene cada ser. Tan sagrado y necesario es atender la originalidad y especificidad de cada manifestación de la vida y de cada ser humano como comprender que todo emana de una única fuente y regresa a esa única fuente. Cuando se sostienen las dos cosas a la vez se produce una claridad en la mente y una expansión del corazón que es a lo que la no-dualidad apunta. Solo apunta, porque la palabra no puede sustituir a la experiencia. Desde la tradición cristiana de relación personal con Dios, eso de disolvernos como ola en el mar provoca un poco de inquietud. En los evangelios se dice que quien quiera seguir a Jesús debe de morir a sí mismo. Jesús también tuvo que morir; si no, no hubiera habido resurrección. Nosotros también tenemos que morir con Él para desprendernos de nuestra autorreferencia. Si deseamos participar de la plenitud de Jesús, debemos de pasar por esa muerte. Pero esa muerte no es nuestra disolución sino nuestra liberación. Una vez más recurrimos a la imagen de la gota de agua: cuando se funde en el mar pierde su contorno, pero no pierde su acuidad. Nosotros pensamos que somos el contorno y nos identificamos con él, pero en verdad somos el agua que está dentro de ese contorno y lo que hay que soltar es esa membrana, que no es lo que somos sino lo que limita lo que somos. Quien lo entienda, que camine confiadamente en la clave de la no-dualidad; a quien no le resuene, que no se agobie, porque ya se le dará a entender. Pero quisiera transmitir que el paradigma de la no-dualidad no va en contra del cristianismo, sino que, al contrario, pone al alcance de todos lo que antes solo era para los místicos. La novedad del tiempo presente es que lo que hasta ahora había sido el punto de llegada, hoy está llamado a ser punto de partida. Los textos de Teresa de Jesús, de Juan de la Cruz, del Maestro Eckhart, que solo leía una minoría, hoy son necesarios para que pueda caminar la mayoría. Ahora bien, tampoco se pueden banalizar. Sin la muerte del yo no hay experiencia mística. Para adentrarse en ese bien mayor hay que dar un salto de confianza y atravesar esa muerte, que tampoco le fue ahorrada a Jesús. ¿Es solo para los místicos esa experiencia o es tiempo de que la hagamos todos? Lo que era antes punto de llegada, es ahora punto de partida, solo así podremos ser plenamente cristianos. Usted afirma que Oriente y Occidente se fecundan mutuamente. ¿Cómo? Occidente aporta el principio de personalización y Oriente el principio de oceanización. Oriente nos recuerda que todo está sostenido por algo mucho más profundo que las concreciones particulares y Occidente se adentra en lo específico y lo concreto; de este modo, el uno y lo múltiple que se complementan perfectamente. Oriente aporta sabiduría, Occidente conocimiento; Oriente aporta presente, Occidente aporta recuerdo del pasado y anhelo del futuro; Occidente aporta acción y Oriente aporta no-acción, que no es pasividad sino un dejarse hacer por aquello mismo que hacemos, de modo que nuestra actuación se hace menos pretenciosa, porque es participativa de una acción mucho más amplia que actúa sobre todas las cosas. Sus recomendaciones hoy para una vida espiritual sana serían… Considero indispensable preservar una pausa significativa diaria para tomar conciencia de lo que somos y vivimos. Así como no podemos pasar ni un día sin dormir, comer o asearnos, tampoco deberíamos pasar un día de nuestra existencia sin dedicar, al menos, media hora de meditación. Por meditación entiendo cualquier forma de detención y quietud de la mente que permita la toma de conciencia de lo que estamos viviendo. No tiene que ser necesariamente sedente, puede ser practicando yoga, Chi Kung, contemplando la naturaleza o por la vía de la contemplación estética. ¿Qué más? Diría tres cosas más. La primera es que lo más importante, sea cual sea la vía, es que nos lleve a la apertura. Si estamos a la defensiva, necesariamente estaremos a la ofensiva. Solo si cultivamos una actitud de apertura la realidad puede llegar a nosotros de una forma fresca que haga que nuestra respuesta sea creativa y no repetitiva. ¿Cómo sabemos que vivimos en estado abierto? Cuando hay gratitud y no juicio, queja o exigencia. No nos damos cuenta pero estamos continuamente criticando, sospechando o exigiendo y esto es muy tóxico. Nos hace personas muy duras, incapaces de dejar que advenga lo que viene. La segunda es pasar de juzgar a bendecir y a venerar. Cada vez que juzgamos condenamos a los demás y a la realidad, al reducirlos a nuestra medida. El modo de si estamos abiertos o cerrados es si brota de nosotros bendición o maledición (maldición). Cuando no juzgamos, tenemos la capacidad de bendecirlo todo, incluso lo que más nos molesta. ¿Y…? Y lo tercero es el desprendimiento, el vivir sueltos. Estamos muy tensos, aferrados a cosas, a roles y a personas. Esto nos desgasta terriblemente. Estamos faltos de una confianza básica. Al tratar de asegurarlo todo consumimos lo mejor de nuestra energía y la vida se nos escapa entre las manos. Soltar es confiar en que cada momento vendrá lo que tiene que venir y que lo sabremos recibir. En cambio, atrapados en nuestro temor, lo que adviene como liberación se convierte en prisión. O sea, que lo de meditar es bastante más que una pura técnica. La meditación es la condición de posibilidad para vivir en este estado de apertura. De ahí brota de modo espontáneo la capacidad de bendecir, de agradecer y de soltar. Es lo que permite trasmutar nuestros impulsos ofensivos, defensivos y depredadores en gratuidad, bendición y desprendimiento. Si no hay meditación, no se puede reinvertir ese movimiento. Cuando esto no lo haga solo una persona o un grupo, sino que lo haga toda una ciudad, un país, el planeta entero, entonces tendremos el Reino de los cielos. La otra posibilidad es aumentar el infierno que nosotros mismos estamos provocando. Cielo o infierno no dependen más que de nuestra decisión en cada momento. Diría que la vida espiritual no es más que tratar de ir de aquí a Aquí. El primer aquí es un exilio, cuando vivimos desde la sospecha y la exigencia, a la defensiva y a la ofensiva, mientras el otro Aquí es paraíso, presencia, porque se vive desde la gratitud, el reconocimiento y la entrega. Que sea de un modo o de otro es algo que depende de la decisión indelegable de cada uno y que se renueva a cada instante. Requiere una gran determinación y una atención constante, pero eso nos permite participar de las fuentes de la vida que están aquí mismo. La luz y la sombra están en el mismo lugar. Me gusta mucho esta frase: “La sombra es la luz bajo la luz del árbol que se interpone”. La forma que tiene nuestra sombra indica el camino para llegar a la luz; en la comprensión de nuestra sombra está nuestra salvación; en ella están las claves de la luz, pero para eso hay que ser honestos y veraces. Esa actitud, ¿produce una repercusión, una fecundidad social? Por supuesto. Es inseparable. Cuando estamos abiertos, todo se abre y se expande y ello repercute al instante en nuestro modo de estar en el mundo. Supone pasar del rechazo al abrazo, de la indiferencia a la solidaridad, del individualismo a la compasión. Me refiero a los partidos políticos -que no a los deportivos, por ahora-, a los que la fuerza motriz de la rutina fonética aplica la enunciación gramatical de adjetivos tales como "católicos, apostólicos y romanos". El prefijo "a" indica negación, o privación, dejándome aquí y ahora de zarandajas eclesiasticoides. El tema se justifica sobradamente, por sí solo, dado que los procedimientos democráticos parecen recabar permanentes tiempos y ritmos "pre" o "post" electorales, con el consiguiente cortejo y contrapartidas de pactos.
Se alardea en exceso de que "política" e "Iglesia" se desmatrimonializan de por sí. Pero el hecho cierto es que también la Iglesia católica es, y hace, política, de modo proporcionalmente similar a como el poder político se inocula de alguna manera en el organigrama -idea y acción-, religiosos. No es, por tanto, verdad que la Iglesia no sea política. Lo fue, lo es y además, preferentemente en una dirección determinada y esta no es la considerada y temida como de izquierdas. Lo que ocurre es que, cuando se registra algún "desvío" que se juzgue "excesivo" en esta sacrosanta dirección, es entonces cuando se anatematizan ciertos "izquierdismos", por leves que sean. La Iglesia -también la católica- es, y hace política, y además, su inclinación es clara y acentuadamente de derechas. La pregunta, al dictado de la lógica y de la teología, surge automáticamente entre fieles, infieles, clérigos, superclérigos y laicos: ¿En qué proporción es Iglesia la Iglesia y quienes la integran? ¿Es Iglesia de verdad -institución, comunidad, asamblea y Reino de Dios-, cuando se define, se muestra y se comporta con los signos, idearios, colores compromisos y programas que acapararon para sí los partidos políticos, con las siglas y banderas correspondientes? De sobras se sabe que los simbolismos cromáticos elegidos por los susodichos partidos, carecen de importancia. Dicen poco. Muy poco. A veces, hasta se contradicen. El carácter convencional de los colores fue y es cambiante en las religiones y culturas, ya desde antiguo. La interpretación psicológica del azul-celeste, del rojo, del violeta, del verde, del púrpura, del blanco, del negro... fue y es infinita, mentirosa e interesada. La pirámide clásica compuesta de 23 colores, se prestó y se presta a diversidad de interpretaciones, con inclusión del púrpura de los mantos imperiales y las suntuosas vestiduras de los ricos. El color no dejó de ser siempre propio de los ricos, que no de los pobres, aunque el ocre, -el de la tierra-, sea el más universal y evangélico. A las personas responsables y adultas no le será dado fiarse de los colores políticos, religiosos o simplemente sociales. Tampoco de los eslóganes. Ni de los discursos y encuestas. Son otras tantas golfas y burdas mentiras. Así las cosas, y con los partidos y partidarios políticos siempre en efervescencia, en cristiano se hace imprescindible reflexionar acerca de la dirección que pudiera y debiera imprimírsele al sistema dual del voto, cuya expresión certera, o aproximada, no debiera ser otra que la que precisa y necesita el pueblo, al que por encima de todo se intenta servir, tanto por parte de la política como de la Iglesia. Del análisis de la realidad, de los programas, idearios y praxis evangélica, será preciso concluir, entre otras cosas, que los partidos de derechas no siempre, ni mucho menos, son los más "religiosos" y ajustados a los principios predicados y vividos por los primeros cristianos. En frecuentes ocasiones, a veces hasta sistemáticamente, los católicos son los menos "cristianos", mientras que muchos creen, y demuestran, que los partidos, y los partidarios, de izquierdas, están más próximos a las enseñanzas y prácticas adoctrinadas por el evangelio. Aducir que una cosa son los idearios y otras las realidades, obliga a pensar que tal diagnóstico habrá de ser compartido por unos y otros. En áreas de tan singular importancia como la defensa de los derechos de la mujer en igualdad con el hombre, corrección y castigo de la corrupción, igualdad en los medios de cultura y de sanidad, pensiones, desvinculación ortodoxa y civilizada de la Iglesia-institución del Estado, respeto a otras creencias... los partidos de izquierdas están consiguiendo metas sinceramente más evangélicas, que los de derechas, como otros tantos signos -sacramentos- de religiosidad y de fe. Fijar y definir la Iglesia como institución, o lugar de culto, y a sus representantes como sus ministros exclusivos, privilegiados y "privilegiables", ni es de derechas ni de izquierdas. Lo demandan la teología, el sentido común, el sentir del papa Francisco y el santo evangelio. ¿Quién, o quienes, son -serán- merecedores del voto "cristiano" en España, después de saber lo que sabemos y lo que imaginamos? ¿Lo será el "PP"? ¿Lo será "Podemos"? ¿Volverán a convencer también en esta ocasión los colores, los eslóganes prefabricados, los gestos, o serán los comportamientos los que determinen la dirección de los votos? ¿Qué partidos y partidarios reflejarían con mayor nitidez y veracidad lo referido y vivido en los evangelios, única y "dogmática" expresión de la Iglesia? ¿Imaginamos a un obispo votando a "Podemos"? ¿Imaginamos a otro votando al "PP", aun cuando los dos hubieran alcanzado los más altos grados universitarios eclesiásticos, y en la asignatura del conocimiento de la realidad de la vida? He pasado el fin de semana en la Rioja, tierra plagada de viñedos donde el símil de la “vid” con la vida de la comunidad cristiana se hace evidente y palpable. Su necesario cuidado nos alerta del que necesita nuestra vida personal y comunitaria para poder dar el fruto esperado. Es una parte de lo que hemos trabajado en ese intento de vivir relacionados y dependientes unos de otros a nivel de universo.
¿Y cuál es ese fruto del que hablamos: cumplir los mandamientos, realizar obras de caridad, atraer adeptos a nuestras iglesias? Nada de eso menciona el evangelio, sino una clase de amor que lleve hasta las últimas consecuencias como el de Jesús, hasta dar la vida, entregando la vida por ellos, hasta el extremo para ser consecuente con su convencimiento. Eso sí: “para que llevéis dentro mi alegría y así vuestra alegría llegue a su colmo”. Todas nuestras frustraciones, desengaños, faltas de esperanza, fatalismos, responden a que no nos salen las cosas como queremos y desde luego eso no corresponde al amor auténtico sino al ego. El gozo nos dice Jesús, nos viene de “mantenernos” en ese amor de Dios que se traduce en el amor concreto que Jesús nos tiene y nos demuestra de una manera tan palpable y tan real hasta dar la vida. Cuando eso lo vivimos en comunidad se convierte en un gozo indescriptible: sensación de apoyo, armonía, entendimiento suma de talentos y creatividad. De ahí nace la auténtica amistad. La amistad no me parece la palabra con la que una inmensa mayoría de cristianos definirían su relación con Dios. “Hijos”, “siervos”, “trabajadores de la viña” por no mencionar otros términos, son los que se nos han inculcado a lo largo de los siglos y han perdurado hasta hoy. El evangelio de Juan, según la prestigiosa teóloga norteamericana, Sandra Schneiders, tiene como centro un tema: “la revelación”, que a lo largo de la historia ha sido reducido en muchas ocasiones a “información”, más relacionado con proposiciones dogmáticas que se han quedado frías y nos suenan a mandamiento. La revelación tiene que ver sobre todo con relación. Expresa no tanto conocimiento teórico, información, como auto comunicación. Esta au-torevelación es siempre una invitación a la otra persona a entrar en la intimidad de la propia persona: una invitación por tanto a compartir vida. Esta vida compartida, conduce a la amistad. Y la amistad es un proceso largo y a lo que nunca nos referimos como “ya he llegado”. La revelación es un proceso que nunca está “acabado”. No es que una vez revelado el “secreto” de Dios ya podemos programar nuestra vida de acuerdo a ese conocimiento. Jesús se va revelando en un proceso y es en ese mismo proceso en el que vamos desarrollando lo que es el auténtico discipulado. Ese amor del que nos habla Jesús se ha traducido por acciones en favor de los demás y amar a Dios igual a cumplir sus mandamientos. Durante siglos eso hemos entendido que era el evangelio y formar parte de la comunidad cristiana. ¿Para qué darle más vueltas? En el siglo XXI, o entramos en el sentido profundo de la mística o no hemos entendido nada. En ese cambio de sierva a amiga, cualquier ser humano, hombre o mujer, comprende la elección, la llamada, el encargo como fruto de una relación profunda de amor esponsalicio, apasionado, que lejos de ser intimista o ñoño, provoca tal pasión que la persona es capaz de vivir dando la vida hasta el extremo. Ese gozo, ese amor esa vida son el fruto para compartir. La vida se expande… El evangelio de hoy es continuación del que leímos el domingo pasado. Sigue explicando, en qué consiste esa pertenencia del cristiano a la vid. Poniendo como modelo su unión con el Padre, va a concretar Jesús lo que constituye la esencia de su mensaje. Ya sin metáforas ni comparaciones, nos coloca ante la realidad más profunda del mensaje evangelio: El AMOR, que es a la vez, la realidad que nos hace humamos.
Jn pone en boca de Jesús la seña de identidad que debe distinguir a los cristianos. Es el mandamiento nuevo, por oposición al mandamiento antiguo, la Ley. Queda establecida la diferencia entre las dos alianzas. Jesús no manda amar a Dios ni amarle a él, sino amar como él ama. No se trata de una ley, sino de una consecuencia de la Vida de Dios y que se ha manifestado en Jesús. Nuestro amor será “un amor que responde a su amor” (Jn 1,16). El amor, que pide Jesús tiene que surgir de dentro, no imponerse desde fuera. Jn emplea la palabra “agape”. Los primeros cristianos emplearon ocho palabras, para designar el amor: agape, caritas, philia, dilectio, eros, libido, stergo, nomos. Ninguna de ellas excluye a las otras, pero solo el “agape” expresa el amor sin mezcla alguna de interés personal. Sería el puro don de sí mismo, solo posible en Dios. Está haciendo referencia a Dios, es decir, al grado más elevado de don de sí mismo. No está hablando de amistad o de una “caridad”. Se trata de desplegar una cualidad exclusiva de Dios Dios demostró su amor a Jesús con el don de sí mismo. Jesús está en la misma dinámica con los suyos, es decir, les manifiesta su amor hasta el extremo. El amor de Dios es la realidad primera y fundante. Jn lo ha dejado bien claro en la segunda lectura: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó”. Descubrir esa realidad y vivirla, es la principal tarea del que sigue a Jesús. Es ridículo seguir enseñando que Dios nos ama si somos buenos y nos rechaza si somos malos. Hay una diferencia que tenemos que aclarar. Dios no es un ser que ama. Dios es el amor. En Él, el amor es su esencia, no una cualidad como en nosotros. Yo puedo amar o dejar de amar y seguiré siendo yo. Si Dios dejara de amar un solo instante, dejaría de existir. Dios manifiesta su amor a Jesús y a mí, pero no lo hace como nosotros. No podemos esperar de Dios “muestras puntuales de amor”, porque no puede dejar de demostrarlo un instante. Jesús sí puede manifestar el amor de Dios, amando como un ser humano. Juan intenta trasmitirnos que, hablando con propiedad, Dios no puede ser amado. Él es el amor con el que yo amo, no el objeto de mi amor. Aquí está la razón por la que Jesús se olvida del primer mandamiento de la Ley: “amar a Dios sobre todas las cosas”. Jn comprendió perfectamente el problema, y deja muy claro que solo hay un mandamiento: amar a los demás, no de cualquier manera, sino como Jesús nos ha amado. Es decir, manifestar plenamente ese amor que es Dios, en nuestras relaciones con los demás. No se puede imponer el amor por decreto. Todos los esfuerzos que hagamos por cumplir un "mandamiento" de amor, están abocados al fracaso. El esfuerzo tiene que estar encaminado a descubrir a Dios, que es amor dentro de nosotros. Todas las energías que empleamos en ajustarnos a una programación tienen que estar dirigidas a tomar conciencia de nuestro verdadero ser. Solo después de un conocimiento intuitivo de lo que Dios es en mí, podré descubrir los motivos del verdadero amor. El amor del que nos habla el evangelio es mucho más que instinto o sentimiento. A veces tiene que superar sentimientos e ir más allá del instinto. Esto nos lleva a sentirnos incapaces de amar. Los sentimientos de rechazo a un terrorista pueden hacernos creer que nunca llegaré a amarle. El sentimiento es instintivo y anterior a la intervención de nuestra voluntad. El amor es más que sentimiento. La prueba de fuego del amor es el amor al enemigo. Si no llego hasta ese nivel, todos los demás amores son engañosos. El amor no es sacrificio ni renuncia, sino elección gozosa. Esto que acaba de decirnos el evangelio no es fácil de comprender. Tampoco esa alegría de la que nos habla Jesús es un simple sentimiento pasajero; se trata de un estado permanente de plenitud y bienestar, por haber encontrado tu verdadero ser y descubrir que es inmutable. Una vez que has descubierto tu ser luminoso e indestructible, desaparece todo miedo, incluido el miedo a la muerte. Sin miedo no hay sufrimiento. Surgirá espontáneamente la alegría. Solo cuando has descubierto que lo que realmente eres, no puedes perderlo, estás en condiciones de vivir para los demás sin límites. El verdadero amor es don total. Si hay un límite en mi entrega, aún no he alcanzado el amor evangélico. Dar la vida, por los amigos y por los enemigos, es la consecuencia lógica del verdadero amor. No se trata de dar la vida biológica muriendo, sino de poner todo lo que somos al servicio de los demás. Ya no os llamo siervos. No tiene ningún sentido hablar de siervo y de señor. Más que amigos, más que hermanos, identificados en el mismo ser de Dios, ya no hay lugar ni para el “yo” ni para lo “mío”. Comunicación total en el orden de ser. Jesús se lo acaba de demostrar poniéndose un delantal y lavándoles los pies. La eucaristía dice exactamente lo mismo: Yo soy pan que me parto y me reparto para que me coman. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos para comunicarles esa misma Vida. Jesús lo compartió todo. Os he hablado de esto para que vuestra alegría llegue a plenitud. Es una idea que no siempre hemos tenido clara en nuestro cristianismo. Dios quiere que seamos felices con una felicidad plena y definitiva, no con la felicidad que puede dar la satisfacción de nuestros sentidos. La causa de esa alegría es saber que Dios comparte su mino ser con nosotros. Nos decía un maestro de novicios: “Un santo triste es un triste santo”. No me elegisteis vosotros a mí, os elegí yo a vosotros. Debemos recuperar esta vivencia. El amor de Dios es lo primero. Dios no nos ama como respuesta a lo que somos o hacemos, sino por lo que es Él. Dios ama a todos de la misma manera, porque no puede amar más a uno que a otro. De ahí el sentimiento de acción de gracias en las primeras comunidades cristianas. De ahí el nombre que dieron los primeros cristianos al sacramento del amor. “Eucaristía” significa exactamente acción de gracias. Cualquier relación con Dios sin un amor manifestado en obras, será pura idolatría. La nueva comunidad no se caracterizará por doctrinas, ni ritos, ni normas morales. El único distintivo debe ser el amor manifestado. Jesús no funda un club cuyos miembros tienen que ajustarse a unos estatutos sino una comunidad que experimenta a Dios como amor y cada miembro lo imita, amando como Él. Esta oferta no la pueden hacer la institución, por eso se muestra Jesús tan distante e independiente de todas ellas. Ninguna otra realidad puede sustituir lo esencial. Si esto falta no puede haber comunidad cristiana. Meditación Sin la experiencia de unidad con Dios No podemos desplegar el verdadero amor. El verdadero amor nos lleva al límite de lo humano. No somos nosotros los que tenemos que amar. Amar es deshacerme de todo lo que creo ser, Para que solo quede en mí lo que hay de Dios. La 2ª lectura y el evangelio están estrechamente relacionados. «Amémonos unos a otros», comienza el texto de la carta de san Juan. Y el evangelio insiste dos veces: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros»; «Esto os mando: que os améis unos a otros». Este precepto se basa en el amor que Dios nos ha manifestado de dos formas complementarias: enviando su Espíritu y enviando a su Hijo.
Un Padre que da el Espíritu sin distinguir entre judíos y paganos (1ª lectura) La lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles recoge parte de un importantísimo episodio de la iglesia primitiva. Hasta entonces, los discípulos de Jesús se han visto a sí mismos con un grupo dentro del judaísmo, sin especial relación con los paganos. No se les pasa por la cabeza hacer apostolado entre ellos, mucho menos entrar en sus casas si no se han convertido al judaísmo y se han circuncidado. Los consideran impuros. En este contexto, se cuenta que Pedro tuvo una visión: ve bajar del cielo un mantel repleto de toda clase de animales impuros (cerdo, conejo, cigalas, etc.) y escucha una voz que le ordena: mata y come. Pedro se niega en redondo. «Nunca he probado un alimento profano o impuro». Y la voz del cielo le responde: «Lo que Dios declara puro tú no lo tengas por impuro». Termina la visión. Pedro se siente desconcertado, y mientras piensa en su posible sentido, llaman a la puerta de la casa tres hombres enviados por un pagano, el capitán Cornelio, para pedirle que vaya a visitarlo. Pedro comprende entonces el sentido de la visión: no puede considerar impuro a un pagano interesado en conocer el evangelio. Al día siguiente se pone en camino desde Jafa a Cesarea y cuando llega a casa de Cornelio tiene lugar la escena que hoy leemos. Indico algunos detalles interesantes del texto: 1) «Está claro que Dios no hace distinciones»; para él lo importante no es la raza sino la conducta del que lo respeta y practica la justicia. 2) La venida del Espíritu Santo sobre este grupo de paganos produce los mismos frutos que en los apóstoles el día de Pentecostés: hablan lenguas extrañas y proclaman la grandeza de Dios. 3) El Espíritu Santo viene sobre ellos antes de recibir el bautismo (si lo dijese un teólogo actual es posible que recibiese un serio aviso de la Congregación para la Doctrina de la Fe). No se puede decir de forma más clara que «el Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere». La conducta de Pedro provocó gran escándalo en los sectores más conservadores de la comunidad de Jerusalén y debió subir a la capital a justificar su conducta. Pero este episodio deja claro que, para Dios, los paganos no son seres impuros. Él ama a todos los hombres sin distinción. Con ello se justifica el apostolado posterior entre los paganos. Un Padre que da su Hijo a los pecadores (2ª lectura) La carta de Juan justifica el mandato de amarnos mutuamente diciendo que «Dios es amor» y cómo nos lo ha demostrado. Cuando yo era niño, el catecismo de Ripalda, a la pregunta de quién es Dios nos enseñaba a responder: «Un señor infinitamente bueno, sabio y poderoso, principio y fin de todas las cosas». El autor de la carta no necesita tantas palabras. Se limita a decir: «Dios es amor». Y ese amor lo manifiesta enviando a su hijo «como víctima de propiciación por nuestros pecados». La «víctima de propiciación» era el animal que se ofrecía para impetrar el perdón. El Día de la Expiación (yom kippur), el Sumo Sacerdote ofrecía un macho cabrío por los pecados del pueblo. En otras ocasiones se ofrecían cabras y novillos con el mismo fin. Pero esas víctimas carecían de valor definitivo. La humanidad se encontraba en una especie de círculo cerrado del que no podía escapar. Entonces Dios nos proporciona la única víctima decisiva: su propio hijo. Y esto lo hace cuando todavía éramos pecadores. No espera a que nos convirtamos y seamos buenos para enviarnos a su Hijo. Si la primera lectura decía que Dios no hace distinción entre judíos y paganos, la segunda dice que no hace distinción entre santos y pecadores. En vez de amar a Dios, amar a los hermanos (evangelio) En la segunda lectura el protagonismo ha sido de Dios. En el evangelio, el protagonista principal es Jesús, que demuestra su amor hasta el punto de dar la vida por nosotros, llamarnos amigos suyos, elegirnos y enviarnos. (¡Cuánta gente desearía poder decir que es amigo o amiga de un personaje famoso, que ha sido elegido por él para llevar a cabo una misión!). Lo que Jesús exige a cambio de esta amistad es muy curioso. Cuando era estudiante en el Pontificio Instituto Bíblico le escuché este comentario al P. Lyonnet: «Fijaos en lo que dice la 1ª carta de Juan: "Si tanto nos ha amado Dios..." Nosotros habríamos añadido: "también nosotros debemos amar a Dios". Sin embargo, lo que dice Juan es: "Si tanto nos ha amado Dios, debemos amarnos unos a otros". Algo parecido ocurre en el evangelio de hoy. «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.» Jesús podría haber dicho: «Amadme como yo os he amado». Pero no piensa en él, piensa en nosotros. Es fácil engañarse diciendo o pensando que amamos a Jesús, porque no puede demostrarse ni negarse. Lo difícil es amar al prójimo y, como diría alguna ex-ministra, a la prójima. Uno de los peligros que siento que se provocan dentro de las comunidades cristianas es la excesiva preocupación que tenemos con aquellos que vienen a nuestra comunidad. Pero pocas veces nos preocupamos de la sanidad mental, de la estabilidad emocional o de preguntarnos cuáles son nuestros grados de humanidad y felicidad de los que estamos animando los procesos pastorales cualquieras sean. A veces nos olvidamos de nosotros mismos y damos más importancia al otro, lo cual está muy bien y está dentro del núcleo evangélico. Pero es necesario recordar que el mismo mandamiento del amor, en el que se reúne toda la ley y los profetas (Cf. Mt 22,40) expresa que el amor a Dios va en la línea del amor hacia el otro y también del amor que sentimos a nosotros mismos. Hay, por tanto, una cuestión de autoestima y de felicidad propia. Entonces ¿qué relación existe entre Dios y nuestra felicidad?, ¿es posible pensar una teología y una eclesiología de la felicidad?, ¿cómo estamos en nuestros niveles de autoestima evangélicamente vivida?, ¿estamos construyendo comunidades cristianas felices?, ¿somos felices con lo que estamos haciendo en lo pastoral?, ¿unimos esa felicidad pastoral con la felicidad vital? Son varias preguntas, yo las voy lanzando, pueden ser muchas más, pero quiero proponer solamente algunas reflexiones a modo de pre-texto, es decir, como invitación a seguir reflexionando y a evaluar nuestros grados de felicidad y de humanidad comunitaria.
1. Dios y nuestra felicidad El teólogo español José María Castillo se pregunta qué relación existe entre Dios y nuestra felicidad, pero no solo la felicidad que Dios promete para la otra vida, sino la vivencia de la felicidad en esta vida. En palabras de Castillo, “sin duda alguna, la apetencia y la aspiración más básica de todo ser humano es vivir feliz y gozar de la limitada felicidad que se puede lograr en este mundo”[1]. El tema o la tesis teológica de que Dios quiere nuestra felicidad no es algo obvio. Es más, muchas teologías y discursos eclesiales muestran a un Dios que realiza acciones de dolor para dar una enseñanza a los piadosos fieles: “Dios lo quiso así”, “por algo será”, “Dios poda para que salgan rosas más bellas”. Creo que esto es un insulto al Dios revelado en Jesucristo como bondad y felicidad en sí misma. Y también encontramos discursos de una Iglesia y de una sociedad culposa para la cual es más cómodo un Dios castigador que solo impone reglas. Pero si somos fieles al corazón de la Revelación, la primera afirmación teo-lógica que funda el cristianismo es que Dios se ha humanizado. La cuestión clave está en comprender que el Dios de los cristianos no es una idea abstracta, desencarnada, lejana al tiempo, al espacio o a la historia de la humanidad. A Dios hay que acogerlo, entenderlo y anunciarlo como Aquél que se funde con lo humano. Por medio de la Encarnación, Dios se hace Emmanuel –Dios con nosotros-, caminante con los caminantes de este mundo. Se crea una historia de la salvación que se funda en la felicidad como primer anuncio. Por algo Jesús comienza el ministerio público declarando que los seres humanos, sobre todo los que sufren, son felices (Cf. Mt 5; Lc 6). Las bienaventuranzas constituyen el programa del Reino de Dios, de un Dios que favorece la felicidad en esta vida. Por ello Dios no es un problema para nuestra felicidad, al contrario, Él es nuestra alegría. Y con ello, teólogos como Juan Noemi postulan la necesidad –incluso la urgencia– de pensar una “teología de la felicidad”[2], es decir, un discurso razonable (logos) que hable de Dios como sede de la felicidad. Y con ello, aparece una fuerte relación entre la felicidad y la salvación, en donde ambas “se integran como momentos de una misma dinámica que tiene su principio y fundamento en Dios”[3]. La felicidad es gracia, es oferta gratuita hecha en libertad y que, por tanto, debe ser acogida en libertad, conciencia y responsabilidad. La felicidad supone salvación y experiencia de libertad, de amor y de construcción de relaciones más humanas. La felicidad, bien vivida, no oprime, al contrario, libera. Libera del aislamiento del yo y permite establecer puentes entre mi autoestima y la estima que siento hacia el otro. No puedo amar al otro si antes no me amo a mí mismo. No puedo hacer feliz al otro si antes no hago la opción ética y creyente de que esa felicidad es política, comunitaria y eclesial. Y Dios, al Encarnarse, establece esa lógica de relaciones humanizadoras y permite crear una comunidad nueva de los felices. 2. Una Iglesia más feliz y más humana Si Dios se comprende como Trinidad, es gracias a dicha experiencia que se posibilita la conformación de una comunidad de personas que viven la unidad de la fe en las diferencias particulares y basados en la experiencia del reconocimiento del otro en su individualidad relacional. La Iglesia debe entenderse como la comunidad de los bienaventurados, de los que son declarados felices por el mismo Dios. Pero no puedo desconocer que la felicidad, muchas veces, no constituye el suelo común sobre el cual se practica la pastoral ni la eclesialidad de la fe. Los roces y las diferencias son reales, no se puede tapar el sol con un dedo. Pero si postulamos una reflexión que acentúe la felicidad y la humanidad de la Iglesia, creo debemos considerar tres elementos claves: vulnerabilidad, reconocimiento y reparación. La vulnerabilidad sostiene Carolina Montero, “alude a una dimensión humana que quizás no ha sido del todo incorporada en nuestra sociedad moderna”[4], sociedad que ha puesto acentos en el éxito y en tener más por sobre el ser más. Valemos en cuanto poseemos mayor poder económico o un estatus determinado. Vulnerabilidad nos suena a enfermedad, a vejez y muerte. Tratamos, sociológica y antropológicamente, de evitar esas etapas de la vida. No nos gusta la vulnerabilidad. Pero si volvemos a la consideración de la Encarnación, la vulnerabilidad fue asumida por el Verbo al entrar en la historia humana que es en sí misma vulnerable y vulnerada. Por ello, el primer paso de la construcción de una comunidad cristiana feliz es el aceptar y reconocer nuestra fragilidad, que no es otra cosa que “la integración interior de la persona y una dirección segura para el futuro crecimiento”[5]. Y ese crecimiento es también interpersonal. Reconociéndome vulnerable, acepto que necesito del otro para crecer. Es la condición sin la cual no hay comunidad cristiana auténtica. Y también reconociendo mis capacidades y limitaciones, las cuales son puestas al servicio de toda la comunidad como carismas (Cf. 1 Cor 12). Esto también implica la reparación y la reconciliación con el pasado, sobre todo con los traumáticos, y reparando desde la gracia las relaciones interpersonales. Aprendiendo a caminar desde la fragilidad se pueden crear condiciones adecuadas para pensar la felicidad como una realidad razonable y profundamente teológica, cristiana y antropológica. Dios tiene que ver con nuestra felicidad y esa felicidad es motivada a darse a los otros, pero comenzando desde mi propio yo. La felicidad implica construir un ambiente sano, libre y creativo, que da espacio a lo lúdico, a la fiesta y a lo poético. Es la superación de conceptos secos y encorsetados a una determinada forma de pensar a Dios. La felicidad que Dios propone al ser humano y que funda la comunidad eclesial es amplia y creativa, porque es acción graciosa del Espíritu del Nazareno. Sólo desde ese mismo Espíritu podremos construir una Iglesia más feliz y más humana. La situación de malestar y decepción provocada por el nombramiento del obispo Juan Barros en Osorno, y su confirmación explícita por parte del Papa Francisco a pesar de todas las quejas en contra, constituye la punta del iceberg de un problema mucho más profundo tanto en la Iglesia de Chile como en toda la Iglesia universal. Lo acaecido en Osorno con grupos significativos de laicas y laicos protestando contra la presencia, a la cabeza de esa diócesis, de un obispo que les ha sido impuesto y al que consideran, no sin fundamento, con antecedentes que lo inhabilitan para ocupar ese cargo, obligan a una reflexión más acuciosa respecto a los criterios y mecanismos empleados para elegir y nombrar a los obispos en la Iglesia.
En la actualidad, las normas que rigen para ese proceso de elección y nombramiento son las establecidas por el “nuevo” Derecho Canónico, promulgado en 1983, particularmente en su número 3 que, en lo medular prescribe: “Cuando se ha de nombrar un obispo diocesano o un obispo coadjutor, para proponer a la Sede apostólica una terna, corresponde al Nuncio pontificio investigar separadamente y comunicar a la misma Sede apostólica, juntamente con su opinión, lo que sugieran el arzobispo y los obispos de la provincia a la cual pertenece la diócesis que se ha de proveer, así como al presidente de la Conferencia Episcopal. Oiga además el Nuncio a algunos del colegio de consultores y del cabildo catedralicio y, si lo juzga conveniente, pida en secreto y separadamente el parecer de algunos de uno y otro clero, y también de laicos que destaquen por su sabiduría…”. En el caso del nombramiento del obispo Barros, no sabemos si esas diversas consultas fueron atendidas o al menos “consultadas”, por el Sr. Nuncio del momento. En todo caso es sabido que el entonces Cardenal y Presidente de la Conferencia Episcopal, no estaba de acuerdo con ese nombramiento para Osorno, como tampoco algunos otros obispos. Pero, dejando de lado el caso del obispo Barros es ya un contrasentido que, si bien desde el Concilio de Trento, ratificado después por el Vaticano II (Christus Dominus, n.20), para evitar la injerencia del Estado en el nombramiento de obispos, se pide a los poderes civiles que se abstengan de interferir en los nombramientos episcopales, en cambio se tenga ahora como el mediador principal para dirigir ese proceso de elección y nombramiento precisamente al representante “político” del “Estado Vaticano” como lo es el Nuncio, en lugar de ser los representantes genuinos del Pueblo de Dios que está en una diócesis particular quienes hagan esa elección. Pero tal contrasentido es aún mayor por su radical incoherencia con tres aspectos fundamentales de la misma fe católica, de cuya autenticidad deberá ser garante el obispo elegido:
Y cuando alguien quería imponerse o imponer a otro como obispo, a espaldas del pueblo y de su clero, los fieles recurrían al Papa para que él defendiera a la diócesis maltratada. Hay tres casos especialmente ilustrativos al respecto: -El Papa San Celestino I (422-432) intervino en la diócesis de Vienne para que se respetara la voluntad del pueblo sin imponerle un obispo que les fuera ajeno: “Que nadie sea dado como obispo a quienes no lo quieren. Debe respetarse el deseo y el consentimiento del clero, del pueblo y de los responsables del orden. Y sólo debe elegirse a alguien de otra iglesia cuando en la ciudad para la que se busca obispo no se encuentre a nadie digno de ser consagrado, lo que no creemos que ocurra”. -También el Papa Hilario (465) exige que abandone la sede de Barcelona el obispo Ireneo que procede de otra diócesis: “Que Ireneo salga de Barcelona y regrese a su propia iglesia. Y que, una vez calmadas las voluntades por la molestia sacerdotal, se ordene para Barcelona un obispo salido del clero de allí” -La misma línea de legislación se encuentra en diversas cartas del Papa San León: “El que ha de estar al frente de todos debe ser elegido por todos…” (carta 10). “…No es lícito en absoluto que el metropolitano ordene obispos a su gusto, sin el consentimiento del clero y del pueblo. Más bien debe ponerse al frente de la Iglesia de Dios a quien haya sido elegido por el consentimiento de todos los ciudadanos (de esa iglesia)” (carta 13). “Que nadie sea dado como obispo a quienes no lo quieran o lo rechazan, no sea que los ciudadanos acaben despreciando, o incluso odiando, a un obispo no deseado, y se vuelvan menos religiosos de lo que conviene porque no se les permitió tener al que querían (como obispo)” (carta 14). -Para terminar estos testimonios sobre un criterio fundamental en la elección del obispo, remito a la carta que el Papa Juan VIII envió al arzobispo de Verdun el año 877, en tono de queja por no haber cumplido lo que los santos Papas precedentes (como Celestino y León) habían dictaminado de acuerdo a la Tradición eclesial: “Si hubieses guardado las normas canónicas, no habría surgido esa controversia… Porque si nuestro predecesor Celestino afirma que ‘nadie sea hecho obispo de quienes no lo quieren’, es claro que debiste requerir cuál era el deseo y el consentimiento del clero, el pueblo y las autoridades. Puesto que, según la autoridad del mismo Celestino, los clérigos tienen la facultad de resistir si se ven agraviados, de modo que no teman rechazar a quien se les impone desde fuera. Y si no pueden tener el premio del mejor, que tengan al menos la libertad de decidir quién les ha de regir. Pues San León dice: no hay razón para que se consideren obispos aquellos que ni han sido deseados por el pueblo ni elegidos por el clero”.
Esa fidelidad al Espíritu de Dios revelado en la visibilidad de Jesús explica también que la misma Constitución LG defina la estructura primera de la Iglesia como Pueblo de Dios (LG cap. II). La iglesia de Jesucristo es, antes que nada, una comunidad de hermanos y hermanas iguales, mayoritariamente laicas y laicos (LG cap.IV), asumidos todos por la misma Gracia de la filiación divina, expresada sacramentalmente por el Bautismo común que nos constituye a todos como partícipes del triple ministerio de Jesucristo: sacerdotes, profetas y reyes. El Sacramento del Orden, en cambio, es un sacramento de servicio a ese Pueblo y no de poder sobre él. Y el sacerdocio ordenado está, pues, al servicio del sacerdocio bautismal y no sobre él (LG cap.III; y así lo recoge el Catecismo al situar al final el sacramento del Orden, junto con el Matrimonio, como sacramentos de servicio). Esta eclesiología magisterial de la Constitución Lumen Gentium tiene, o debiera tener, también aplicación concreta en los criterios eclesiales para la elección de un obispo. Es la eclesiología que deriva del Jesús y que explica la insistencia de la Tradición de siglos anteriores en tomar seriamente en cuenta la voz (profetismo) del Pueblo de Dios para que haya siempre su consentimiento en la elección del obispo, sin que le sea nunca impuesto. Otro aporte fundamental del Concilio es la categoría teológica de los Signos de los Tiempos, que es el más destacado de la Constitución Gaudium et Spes. La iglesia deja atrás su antigua concepción que la llevaba a pretender tener la verdad absoluta frente a un mundo que no tenía nada que aportarle y, por lo mismo, con el que no tenía que dialogar. Y Gaudium et Spes considera que “no hay forma más elocuente de exponer la solidaridad del Pueblo de Dios y su respeto y amor hacia toda la familia humana…que el de entablar con ella un diálogo sobre la variedad de problemas, aportando a ellos la luz del Evangelio” (GS 4). Para ello pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de manera que acomodándose a cada generación, pueda responderá los perennes interrogantes humanos…” (GS 4; cf. 11 y 44). Y sin duda uno de los principales Signos de los tiempos modernos es la conciencia “democrática”. Conciencia que coincide con la enseñanza conciliar de la Iglesia, en primer lugar, como Pueblo de Dios constituido por hermanas y hermanos en igualdad de Derechos y Deberes.
En este texto notable se expresan con claridad los dos elementos fundamentales de la “conversión” exigida a la acción pastoral de la Iglesia, comandada por sus Pastores: la línea de la Encarnación, que es la del “autovaciamiento” del Verbo de Dios (kenosis, Fil 2, 5-7), y la coherencia con una eclesiología en que sea realmente primero el Pueblo de Dios, a cuyo servicio deben estar los Pastores. Es el llamado hecho por los obispos sobre sí mismos a “convertir” su acción pastoral de una eclesiología del poder clerical a la de un servicio fraterno de una Iglesia mayoritariamente laical. Y ese llamado a la “conversión pastoral” lo retomará el Papa Francisco, aplicándolo al ejercicio mismo del Papado: “Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización…Hemos avanzado poco en ese sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral” (Evangelii Gaudium, 32). Y los criterios para la elección de los Pastores es el ámbito en que se requiere hoy con mayor urgencia esa conversión pastoral. Si hiciéramos una encuesta preguntando sobre si las religiones tienden a la violencia e intransigencia, ¿qué respuesta obtendríamos? ¿Positiva o negativa? La historia de la humanidad está llena de ejemplos en que las religiones han tendido hacia la violencia y la intolerancia: las Cruzadas, la Inquisición, las guerras religiosas en Europa durante los siglos XVI y XVII, las quemas de brujas en Europa Central… Los ejemplos de violencia e intolerancia, en las distintas religiones, son abrumadores.
En la memoria reciente tenemos las noticias de los atentados islamistas en Barcelona y en Egipto; por otra parte, en Myanmar, recientemente visitada por el papa Francisco, hemos sido testigos de la violencia ejercida contra los rohingya, una etnia musulmana que ha debido huir a Bangladesh en busca de refugio. Al igual que en la historia pasada, los ejemplos actuales de violencia e intolerancia de las religiones pareciera que siguen estando tristemente presentes en nuestras sociedades. Frente a la violencia e intransigencia de las religiones, no es de extrañar que autores como Richard Dawkins (El Espejismo de Dios), Daniel Dennett (Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon), Sam Harris (El Fin de la Fe) y Christopher Hitchens (God Is Not Great: How Religion Poisons Everything) afirmen con vehemencia que las religiones son un peligro para la sociedad, por lo cual convendría deshacerse de ellas (a este respecto, la campaña de Dawkins contra la creencia en Dios ha sido muy controvertida). Frente a la, aparentemente, abrumadora evidencia pareciera que la respuesta a nuestra pregunta inicial debiera ser positiva: sí, las religiones tienden a la violencia e intolerancia y (ampliando la respuesta) sería conveniente que tuvieran la menor influencia posible en las personas y en las sociedades. Pero ¿esto es realmente verdad? ¿No se nos estará escapando algo con esta afirmación? En el año 2009, el profesor de teología William Cavanaugh publicó El Mito de la Violencia Religiosa. En su obra, intenta desentrañar la cuestión de si la religión es realmente violenta o esto más bien es un mito. El primer punto que enfrenta el autor es la pregunta sobre qué es la religión. ¿Hay una sola definición de religión? El gran problema de aquellos que asumen que la religión es fuente de violencia e intolerancia es que las definiciones que dan de religión, cuando las dan, tienden a ser muy amplias y, a veces, poco claras. Las consecuencias prácticas de esto no son menores, pues dentro de las variadas definiciones de religión pueden caber múltiples actividades humanas e ideologías: desde las religiones tradicionales, hasta el capitalismo, marxismo o el deporte (tal como ha firmado Danièle Hervieu-Léger). Según Cavahaugh, las grandes críticas a las religiones como fuente de violencia e intolerancia se pueden agrupar en tres grandes grupos: las religiones son absolutistas, son disgregadoras y que tienden a la irracionalidad. Según algunos autores, la razón por la que las religiones tienden a la violencia es porque cada una de ellas afirma conocer la “verdad absoluta”. Esto genera una sensación de seguridad y de superioridad sobre el resto de las personas, lo que fácilmente puede desembocar en violencia. La segunda crítica que se hace a las religiones es que tienden a ser disgregadoras, pues tienden a distinguir entre el “ellos” y el “nosotros”, separando y dividiendo a la comunidad. Por último, varios autores entienden que la violencia e intolerancia de las religiones está asociada a su falta de racionalidad, pues tienden a potenciar “pasiones no racionales” que devienen en violencia. ¿Cómo responder a cada una de estas tres críticas? Evidentemente las religiones han caído –y aún lo hacen- en cada una de estas “trampas” del absolutismo fundamentalista, la capacidad disgregadora del “nosotros” y “ellos” y en las justificaciones irracionales de muchos hechos. Ahora bien, no hay razón para suponer que otras ideologías, tales como el nacionalismo, el patriotismo, el capitalismo, el marxismo y el liberalismo, por poner algunas, no tengan la misma inclinación que las religiones hacia el absolutismo, la disgregación y la irracionalidad. Pareciera que el ser humano tiene cierta inclinación -¿natural?- hacia los fundamentalismos que afirman tener la “verdad absoluta” o a dividir entre el “nosotros” y “los otros”. En este sentido, habría que preguntarse qué lleva a que distintas ideologías puedan caer, con relativa facilidad, en actitudes violentas e intolerantes y cómo hacer para evitarlas. |
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