Uno de los peligros que siento que se provocan dentro de las comunidades cristianas es la excesiva preocupación que tenemos con aquellos que vienen a nuestra comunidad. Pero pocas veces nos preocupamos de la sanidad mental, de la estabilidad emocional o de preguntarnos cuáles son nuestros grados de humanidad y felicidad de los que estamos animando los procesos pastorales cualquieras sean. A veces nos olvidamos de nosotros mismos y damos más importancia al otro, lo cual está muy bien y está dentro del núcleo evangélico. Pero es necesario recordar que el mismo mandamiento del amor, en el que se reúne toda la ley y los profetas (Cf. Mt 22,40) expresa que el amor a Dios va en la línea del amor hacia el otro y también del amor que sentimos a nosotros mismos. Hay, por tanto, una cuestión de autoestima y de felicidad propia. Entonces ¿qué relación existe entre Dios y nuestra felicidad?, ¿es posible pensar una teología y una eclesiología de la felicidad?, ¿cómo estamos en nuestros niveles de autoestima evangélicamente vivida?, ¿estamos construyendo comunidades cristianas felices?, ¿somos felices con lo que estamos haciendo en lo pastoral?, ¿unimos esa felicidad pastoral con la felicidad vital? Son varias preguntas, yo las voy lanzando, pueden ser muchas más, pero quiero proponer solamente algunas reflexiones a modo de pre-texto, es decir, como invitación a seguir reflexionando y a evaluar nuestros grados de felicidad y de humanidad comunitaria.
1. Dios y nuestra felicidad El teólogo español José María Castillo se pregunta qué relación existe entre Dios y nuestra felicidad, pero no solo la felicidad que Dios promete para la otra vida, sino la vivencia de la felicidad en esta vida. En palabras de Castillo, “sin duda alguna, la apetencia y la aspiración más básica de todo ser humano es vivir feliz y gozar de la limitada felicidad que se puede lograr en este mundo”[1]. El tema o la tesis teológica de que Dios quiere nuestra felicidad no es algo obvio. Es más, muchas teologías y discursos eclesiales muestran a un Dios que realiza acciones de dolor para dar una enseñanza a los piadosos fieles: “Dios lo quiso así”, “por algo será”, “Dios poda para que salgan rosas más bellas”. Creo que esto es un insulto al Dios revelado en Jesucristo como bondad y felicidad en sí misma. Y también encontramos discursos de una Iglesia y de una sociedad culposa para la cual es más cómodo un Dios castigador que solo impone reglas. Pero si somos fieles al corazón de la Revelación, la primera afirmación teo-lógica que funda el cristianismo es que Dios se ha humanizado. La cuestión clave está en comprender que el Dios de los cristianos no es una idea abstracta, desencarnada, lejana al tiempo, al espacio o a la historia de la humanidad. A Dios hay que acogerlo, entenderlo y anunciarlo como Aquél que se funde con lo humano. Por medio de la Encarnación, Dios se hace Emmanuel –Dios con nosotros-, caminante con los caminantes de este mundo. Se crea una historia de la salvación que se funda en la felicidad como primer anuncio. Por algo Jesús comienza el ministerio público declarando que los seres humanos, sobre todo los que sufren, son felices (Cf. Mt 5; Lc 6). Las bienaventuranzas constituyen el programa del Reino de Dios, de un Dios que favorece la felicidad en esta vida. Por ello Dios no es un problema para nuestra felicidad, al contrario, Él es nuestra alegría. Y con ello, teólogos como Juan Noemi postulan la necesidad –incluso la urgencia– de pensar una “teología de la felicidad”[2], es decir, un discurso razonable (logos) que hable de Dios como sede de la felicidad. Y con ello, aparece una fuerte relación entre la felicidad y la salvación, en donde ambas “se integran como momentos de una misma dinámica que tiene su principio y fundamento en Dios”[3]. La felicidad es gracia, es oferta gratuita hecha en libertad y que, por tanto, debe ser acogida en libertad, conciencia y responsabilidad. La felicidad supone salvación y experiencia de libertad, de amor y de construcción de relaciones más humanas. La felicidad, bien vivida, no oprime, al contrario, libera. Libera del aislamiento del yo y permite establecer puentes entre mi autoestima y la estima que siento hacia el otro. No puedo amar al otro si antes no me amo a mí mismo. No puedo hacer feliz al otro si antes no hago la opción ética y creyente de que esa felicidad es política, comunitaria y eclesial. Y Dios, al Encarnarse, establece esa lógica de relaciones humanizadoras y permite crear una comunidad nueva de los felices. 2. Una Iglesia más feliz y más humana Si Dios se comprende como Trinidad, es gracias a dicha experiencia que se posibilita la conformación de una comunidad de personas que viven la unidad de la fe en las diferencias particulares y basados en la experiencia del reconocimiento del otro en su individualidad relacional. La Iglesia debe entenderse como la comunidad de los bienaventurados, de los que son declarados felices por el mismo Dios. Pero no puedo desconocer que la felicidad, muchas veces, no constituye el suelo común sobre el cual se practica la pastoral ni la eclesialidad de la fe. Los roces y las diferencias son reales, no se puede tapar el sol con un dedo. Pero si postulamos una reflexión que acentúe la felicidad y la humanidad de la Iglesia, creo debemos considerar tres elementos claves: vulnerabilidad, reconocimiento y reparación. La vulnerabilidad sostiene Carolina Montero, “alude a una dimensión humana que quizás no ha sido del todo incorporada en nuestra sociedad moderna”[4], sociedad que ha puesto acentos en el éxito y en tener más por sobre el ser más. Valemos en cuanto poseemos mayor poder económico o un estatus determinado. Vulnerabilidad nos suena a enfermedad, a vejez y muerte. Tratamos, sociológica y antropológicamente, de evitar esas etapas de la vida. No nos gusta la vulnerabilidad. Pero si volvemos a la consideración de la Encarnación, la vulnerabilidad fue asumida por el Verbo al entrar en la historia humana que es en sí misma vulnerable y vulnerada. Por ello, el primer paso de la construcción de una comunidad cristiana feliz es el aceptar y reconocer nuestra fragilidad, que no es otra cosa que “la integración interior de la persona y una dirección segura para el futuro crecimiento”[5]. Y ese crecimiento es también interpersonal. Reconociéndome vulnerable, acepto que necesito del otro para crecer. Es la condición sin la cual no hay comunidad cristiana auténtica. Y también reconociendo mis capacidades y limitaciones, las cuales son puestas al servicio de toda la comunidad como carismas (Cf. 1 Cor 12). Esto también implica la reparación y la reconciliación con el pasado, sobre todo con los traumáticos, y reparando desde la gracia las relaciones interpersonales. Aprendiendo a caminar desde la fragilidad se pueden crear condiciones adecuadas para pensar la felicidad como una realidad razonable y profundamente teológica, cristiana y antropológica. Dios tiene que ver con nuestra felicidad y esa felicidad es motivada a darse a los otros, pero comenzando desde mi propio yo. La felicidad implica construir un ambiente sano, libre y creativo, que da espacio a lo lúdico, a la fiesta y a lo poético. Es la superación de conceptos secos y encorsetados a una determinada forma de pensar a Dios. La felicidad que Dios propone al ser humano y que funda la comunidad eclesial es amplia y creativa, porque es acción graciosa del Espíritu del Nazareno. Sólo desde ese mismo Espíritu podremos construir una Iglesia más feliz y más humana.
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