La madurez psicológica de la persona requiere una armonización creciente entre las distintas dimensiones que nos constituyen: cuerpo, mente, sentimientos, imagen, sombra…, en un proceso de integración, crecimiento y autotrascendencia.
Pues bien, el camino para avanzar en ese proceso pasa por la sensación: el contacto con las propias sensaciones y sentimientos es condición indispensable para habitarse a sí mismo y para venir al momento presente. Parece claro que el cuerpo es la gran puerta que nos introduce en el presente –la mente nos mantiene alejados en el pasado o en la proyección del futuro–, y la sensación, la llave que la abre. Será por eso que, según cuenta una leyenda, cuando le preguntaron al Buddha cómo avanzar en la transformación personal, respondió: “Empieza por la respiración”. La respuesta del Buda es sabia. En una primera instancia, porque es a través del cuerpo, en principio a través de la respiración, como accedemos al cerebro emocional y, de ese modo, a la serenidad y a la unificación. Pero también porque, a otro nivel más profundo, al sentir el cuerpo, salimos de la cavilación mental, y venimos al presente, el único lugar donde puede producirse la integración de la persona y su trascendencia: en el presente, no solo nos percibimos como un “yo integrado” –entre las “orillas” del caos y la rigidez–, sino que emerge la consciencia de una nueva identidad. Decía Abraham Maslow, el gran psicólogo humanista y uno de los “padres” de la psicología transpersonal, que el camino de autorrealización, cuando no se aborta, conduce a la autotranscendencia. El trabajo de integración o unificación del yo no termina en él, sino que abre a un horizonte (transpersonal, transmental), en el que el propio yo –la identidad egoica– será transcendido: a esto nos referimos al hablar de “espiritualidad”. En ese proceso se opera el paso de la “personalidad” a la “identidad”, paso que requiere armonizar el trabajo psicológico con el espiritual: necesitamos cuidar el psiquismo –construir una “personalidad” armoniosa–, conscientes de que somos infinitamente más que él. Por decirlo de un modo simple: no somos un “yo” que haga un trabajo espiritual para crecer en consciencia, sino la Consciencia que ha tomado esta “forma” que llamo yo. A lo largo de estas entregas, me he ceñido a la dimensión intrapersonal de la inteligencia emocional. Junto a ella, se hace necesario reconocer la necesidad de cuidar la dimensión interpersonal. Bajo este prisma, la inteligencia emocional puede definirse como la capacidad de relacionarnos con los otros de una manera constructiva: desde la aceptación, la valoración, el respeto y la asertividad. Como es obvio, ambas dimensiones se entrecruzan, reforzándose o estancándose. El cuidado ajustado de uno mismo potenciará la capacidad de relaciones constructivas con los otros, y la vida relacional, así vivida, será fuente de crecimiento personal. Ambas dimensiones –intra e interpersonal– desembocarán en aquella más profunda que llamamos transpersonal. El reconocimiento de ese triple “nivel” es lo que garantiza y permite el despliegue integral del ser humano en toda su verdad.
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Es muy difícil precisar el sentido exacto que pudo dar Jesús a la entrada en Jerusalén de ese modo tan peculiar. Seguramente no coincidió con la interpretación que le dieron sus discípulos y la gente que le seguía. Cuando se fijaron por escrito estos relatos, ya habían pasado cuarenta o cincuenta años, y sus seguidores habían cambiado radicalmente la comprensión de Jesús. En estos textos se han mezclado datos históricos, prejuicios sobre el Mesías y tradiciones del AT sobre otra clase de mesianismo que no era el oficial.
Con los datos que hoy tenemos no podemos pensar en una entrada “triunfal”. Si era política, no lo hubiera permitido el poder romano. Si era religiosa, no lo hubiera permitido el poder religioso. Ambos tenían medios más que suficientes para actuar contra una manifestación masiva. Mucho más en Pascua, que era momento de máxima alerta policial. No cabe duda de que algo pasó históricamente, pero no debemos imaginarlo como un acto espectacular, sino como un acto profético. Seguramente se trató de una muestra de adhesión por parte del pequeño grupo que acompañaba a Jesús, a los que posiblemente se unieron otros que venían de Judea y Galilea. Recordemos que la subida a la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupos numerosos y festivos, en los que se manifestaba el júbilo por acercarse a la ciudad santa y al Templo. Los gritos son intentos de dar una explicación a lo que estaba ocurriendo. Lo mismo los mantos y ramos expresan la actitud de los que seguían a Jesús. La inmensa mayoría del pueblo estuvo siempre del lado de los jefes. Estos son los que piden la muerte de Jesús. No tiene sentido insistir en que el mismo pueblo que lo aclama hoy como Rey, pida el viernes su crucifixión. Tampoco podemos minimizar el número de los seguidores de Jesús. Los evangelios nos dicen que en varias ocasiones los dirigentes no se atrevieron a detenerle en público por el gran número de seguidores. El hecho de que lo detuvieran de noche con la ayuda de un traidor, indica el miedo de los dirigentes. La Pasión y muerte de Jesús Pocos aspectos de la vida de Jesús han sido tan manipulados como su muerte. Llegar a pensar que a Dios le encanta el sufrimiento humano y que por lo tanto no solo hay que aceptarlo, sino buscarlo voluntariamente, ha sido tal vez la mayor tergiversación del Dios de Jesús. Desde esta perspectiva, es lógico que se pensara en un Dios que exige la muerte de su propio hijo para poder perdonar los pecados de los seres humanos. Esta idea es lo más contrario a la predicación de Jesús sobre Dios que pudiéramos imaginar. 1º La muerte de Jesús no fue ni exigida, ni programada, ni permitida por Dios. El Dios de Jesús no necesita sangre para poder perdonarnos. Seguir hablando de la muerte de Jesús como condición para que Dios nos libre de nuestros pecados, es la negación más rotunda del Dios de Jesús. Esa manera de explicar el sentido de la muerte de Jesús no nos sirve hoy de nada, es más, no mete en un callejón sin salida. La muerte de Jesús, desvinculada de su predicación y de su vida no tiene el más mínimo valor o significado. 2º La muerte en la cruz no fue el paso obligado para llegar a la gloria. El domingo pasado veíamos que la muerte biológica no quita ni añade nada a la verdadera Vida. Con vida plena puede uno estar muerto, y en la misma muerte biológica puede haber plenitud de Vida. Jesús murió por ser fiel a Dios. Jesús quiso dejar claro, que seguir amando como Dios ama, es más importante que conservar la vida biológica. No murió para que Dios nos amara, sino para demostrar que ya nos ama, con un amor incondicional. A Jesús le mataron porque estorbaba a aquellos que habían hecho de Dios y religión un instrumento de dominio y opresión de los más débiles. La muerte de Jesús no se puede separar de su profetismo, es decir, de su denuncia de la injusticia, sobre todo, la que se ejercía en nombre de la Ley y el templo. Su opción por los pobres y excluidos fue su mensaje fundamental. Esta actitud, defendida en nombre de Dios, resultó inaguantable para los que sólo buscaban su interés y mantener sus privilegios. Al demostrar que para él el amor era más importante que la vida, Jesús nos enseña el camino hacia la Vida definitiva y no es afectada por la muerte biológica. Ese camino nos lleva a la plenitud humana, que no está en asegurar nuestro “ego”, ni aquí ni en un más allá, sino en alcanzar la plenitud del amor que nos identifica con Dios. Amando como Dios ama potenciamos nuestro verdadero ser y lo llevamos al máximo de sus posibilidades. Tenemos que descubrir la presencia de ese Dios en nuestro sufrimiento, en nuestra misma muerte. No podemos seguir buscando nuestra plenitud en el triunfo y en la gloria. La prueba de esta incomprensión es que seguimos preguntando: ¿Por qué tanto sufrimiento y tanta muerte? ¿Dónde está el Dios Padre? Seguimos pensando que el dolor y la muerte son incompatibles con Dios. Un Dios que no nos dé seguridades, no nos interesa. Un Dios que no garantice la permanencia del yo egoísta no nos interesa. Está claro que una parte de nosotros está con los dirigentes y no quiere saber nada del dolor y de la muerte. “No quiero cantar ni puedo...” Otra parte de nosotros se siente atraída por ese hombre que viene a manifestar la verdadera Vida y que en ese camino hacia la plenitud, no da ninguna importancia a la vida terrena. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que Jesús tiene razón, que el único camino hacia la Vida es aceptar la muerte. Pero despegarnos de nuestro “yo” sigue siendo una meta inalcanzable. Si descubrimos que Jesús llegó al grado máximo de humanidad cuando fue capaz de amar por encima de la muerte, descubriremos donde está la verdadera Vida. El secreto está en descubrir que no puede haber Vida si no se acepta la muerte. También la muerte física, pero sobre todo la muerte a nuestro “ego” individualista. Jesús nos enseña que estamos aquí para deshacernos de todo lo que hay en nosotros de terreno, de caduco, de material, para que lo que hay de Divino se manifieste en Unidad-Amor. A través de discursos racionales, por muy brillantes que estos sean, nunca podremos entender el mensaje de Jesús. Solamente profundizando en lo más hondo de mí mismo, llegaré a comprender el sentido profundamente humano de mi existencia. Lo paradójico es que cuando descubra mi verdadera humanidad, entenderé lo que tengo de divino y se producirá la unidad de todo mi ser. En la recuperación de la unidad de lo que no era más que un dualismo maniqueo, encontraré la verdadera armonía y felicidad. Meditación Escucha con atención la Pasión, pero ve más allá del relato. Intenta descubrir el sentido profundo del mensaje. Deja que te empape el misterio de la VIDA, manifestado en Jesús. Su muerte es el signo inequívoco del amor absoluto. .................. El valor de esa VIDA se manifiesta en que la muerte no puede con ella. La VIDA es más fuerte que la muerte en Jesús y en todo el que la viva. La VIDA está ya en ti, pero puede que no la hayas descubierto. Aprovecha estos días para ahondar en tu propio pozo y descubrirla. Lo que ofrezco a continuación:
No es un comentario piadoso, al estilo de la Pasión según san Mateo de Juan Sebastián Bach, donde el coro y los solistas van intercalando sus afectos y sentimientos en el texto evangélico. Los evangelios no están escritos con ese espíritu, sino con enorme sobriedad. Aunque es exagerada la idea de que el relato de la Pasión parece escrito por un enemigo de Jesús, en ningún momento pretenden los evangelios fomentar el sentimentalismo. Tampoco es un comentario exclusivamente histórico, que intenta reconstruir lo ocurrido a partir de los cuatro evangelistas. Como ocurre en otros momentos de la vida pública, los evangelios no coinciden en todos los detalles de la pasión. Concretamente, el evangelio de Mateo no cuenta tres episodios conocidos por Lucas: Jesús ante Herodes (Lc 23,6-12); Jesús y las mujeres de Jerusalén (Lc 23,27-31); la actitud de los dos ladrones (Lc 23,39-43). Por su parte, Mateo contiene tres episodios que no aparecen en Marcos y Lucas: anuncio previo de la crucifixión (26,1-2); final de Judas (27,3-10); los guardias en la tumba (27,62-66). Además, incluso cuando coinciden, se advierten también notables diferencias entre los evangelios. Por ejemplo, ninguno de los evangelios contiene las "siete palabras" de Jesús en la cruz. • Marcos y Mateo sólo refieren una: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34; Mt 27,46). • Lucas recoge tres: "Padre, perdónalos..." (Lc 23,34); "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (23,43); "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). • Juan, otras tres: "Mujer, ése es tu hijo... ésa es tu madre" (Jn 19,26); "Tengo sed" (19,28); "Todo está terminado" (19,30). Esto demuestra que los evangelistas no han querido reproducir fielmente lo ocurrido en la cruz, sino presentar cada uno su punto de vista y su manera de interpretar el sentido de la muerte de Jesús y su actitud última. Finalmente, no es un comentario exhaustivo. Me detendré sólo en las escenas principales, omitiendo algunas. El relato de Mateo podemos dividirlo en siete secciones, tomando básicamente como punto de partida los lugares donde se sitúan las diversas escenas. 1) Preámbulos. 2) La Pascua. 3) En el monte de los Olivos. 4) En casa de Caifás. 5) Ante Pilato. 6) En el Gólgota. 7) El sepulcro. I. LOS PREÁMBULOS (26,1-16) Este primer apartado lo forman cuatro breves episodios: Jesús anuncia su crucifixión (26,1-2); complot de las autoridades para matarlo (26,3-5); la unción de Betania (26,6-13); Judas trata con las autoridades (26,14-16). Mateo sigue básicamente a Marcos, pero con dos cambios importantes. Añade el primer episodio y enfoca de modo especial el último. Conciencia de Jesús de que va a la pasión En Marcos, el relato comienza con la confabulación de las autoridades para matar a Jesús. Sin embargo, Mateo introduce unas palabras del Señor que demuestran su conocimiento de lo que va a ocurrir. Este detalle es fundamental para comprender el sentido de la pasión y muerte de Jesús. No se trata de algo que a Jesús le ocurre sin darse cuenta. Es consciente de lo que va a pasar. Ya lo había anunciado a lo largo de su vida. Ahora lo afirma una vez más, cuando están cerca los acontecimientos. Al mismo tiempo, estas palabras suponen en Jesús una decisión de aceptar su destino. En casos normales, cualquier persona que sabe que le va a ocurrir una desgracia hace lo posible por evitarla. Jesús, no. Se limita a constatarla. Curiosamente, las palabras que Mateo le pone en la boca no hablan de resurrección ni descienden a detalles. Se centran en lo esencial: la muerte de cruz. Traición de Judas El cuarto episodio, Judas vende a Jesús (26,14-16), adquiere matices muy importantes en Mateo. Según Marcos, Judas acude a los sumos sacerdotes para entregarlo, pero no pide una recompensa por ello; son los sacerdotes quienes se ofrecen a darle dinero. En Mateo, Judas busca desde el comienzo una recompensa, que los sacerdotes fijan en treinta monedas. ¿Por qué ofrece Mateo estos matices? Creo que por dos motivos. El primero, muy de acuerdo con la mentalidad profética que advertimos en su evangelio, para denunciar la corrupción que provoca el afán de riqueza. Numerosos textos proféticos dejan clara la validez de la frase de Quevedo: "poderoso caballero es don Dinero". Toda la gente se vende a su poder. Y son muchas las víctimas de la ambición. A esa larga lista se añade ahora Jesús. La parábola del sembrador decía que "el afán de dinero ahoga la palabra de Dios y queda estéril". Ahora nos encontramos con que no sólo ahoga la palabra de Dios, sino que la mata. Pero, junto a esto, Mateo ha querido ver en este episodio un nuevo cumplimiento de algo anunciado en el Antiguo Testamento. Este detalla está muy relacionado con el episodio de la muerte de Judas. II. CELEBRACIÓN DE LA PASCUA (26,17-29) La segunda sección consta de tres episodios: los preparativos de la Pascua (26,17-19), el anuncio de la traición de Judas (26,20-25) y la institución de la Eucaristía (26,26-29). III. EN EL MONTE DE LOS OLIVOS (26,30-56) Tres episodios principales constituyen esta sección: el anuncio de la traición de los discípulos y la negación de Pedro (vv.31-35), la oración del huerto (vv.36-46), el arresto de Jesús (vv.47-56). En el segundo episodio (la oración del huerto), Mateo sigue a Marcos con cambios muy pequeños. En ninguno de estos dos relatos aparece el sudor de sangre ni el ángel consolándolo, que son exclusivos de Lucas. El relato no pretende sólo contar lo ocurrido, sino que es también de gran valor pedagógico para los cristianos. En el conjunto del evangelio, donde raras veces se habla de los sentimientos de Jesús, llama la atención la insistencia del relato en este aspecto. Es el único momento en que se dice que Jesús se llena de tristeza y angustia, y que él mismo lo reconoce. En este momento, no huye física ni psicológicamente, sino que se refugia en la oración. Marcos dice que oró en tres ocasiones, interrumpidas por el diálogo con Pedro, pero sólo en el primer caso pone palabras en boca de Jesús. Mateo nos indica el contenido de los dos primeros momentos. En el primer rato de oración, las palabras de Jesús son: "Padre, si es posible, que se aleje de mí este trago. Sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú". En el segundo, las palabras son: "Padre mío, si no es posible que yo deje de pasarlo, hágase tu voluntad". Hay una diferencia importante de matiz. En el primer caso, parece que Jesús todavía entrevé la posibilidad de verse libre de la muerte: "si es posible". En el segundo, parece más consciente de que no cabe otra solución: "Si no es posible..." Y, en ambos momentos, lo que domina todo es la aceptación de la voluntad de Dios: "no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú", "hágase tu voluntad". Esta actitud de Jesús empalma perfectamente con lo que enseña en la tercera petición del Padrenuestro, no en un contexto genérico, sino en unas circunstancias concretas y muy difíciles. Indudablemente, los evangelistas han querido reflejar en esta oración de Jesús la actitud que debemos tener en los momentos difíciles de nuestra vida y ayudan a comprender las palabras del Sermón del Monte sobre la oración. Allí se dice: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y os abrirán ... Pues si vosotros, malos como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros niños, cuanto más vuestro Padre del cielo se las dará a los que se las pidas". Estas palabras, mal interpretadas, pueden llevar a pensar que Dios tiene que darnos todo lo bueno que le pidamos, y nosotros decidimos lo que es bueno. La oración de Jesús en el huerto nos enseña a descubrir algo bueno detrás de algo aparentemente absurdo como el sufrimiento y la muerte. En el fondo de todo esto queda un misterio incomprensible: el de la voluntad de Dios, que no encaja fácilmente con nuestros gustos, ni siquiera con los de Jesús. Esto puede llevarnos a la idea de un Dios cruel, que se complace en el sufrimiento y la muerte de Jesús. La verdad es muy distinta. No se trata de que a Dios le complazca el sufrimiento y la muerte de Jesús, sino que Jesús debe identificarse plenamente con nuestro destino. El sufrimiento y la muerte son hechos inevitables en nuestra vida. Todos, en mayor o menor medida, sufrimos. Y todos tenemos que pasar por el trago de la muerte. En estas circunstancias, si Jesús no hubiese pasado la misma experiencia, nunca podría habernos comprendido plenamente, y nunca nos sentiríamos identificados con él. En este sentido es necesaria la muerte de Jesús, y sólo en este sentido la quiere Dios. Palabras contra la violencia El tercer episodio (arresto de Jesús) también sigue de cerca a Marcos, excepto en los versos 52-54, que son exclusivos de Mateo. La escena es conocida. Se presenta Judas con los guardias enviados por los sacerdotes y senadores, da la contraseña, el beso (al que Jesús responde en Mateo con unas palabras ambiguas; nada en Marcos; claro reproche en Lucas: "con un beso entregas al Hijo del Hombre), lo prenden, y uno de los que están con Jesús hiere con su espada al siervo del sumo sacerdote cortándole la oreja. Aquí es donde Mateo introduce sus versos propios, que son una instrucción a los discípulos sobre la violencia, pero de una violencia muy peculiar, la que se ejerce para defender a Jesús. En primer lugar, la denuncia como muy peligrosa humanamente: "el que a espada mata, a espada muere". Además, en este caso, el recurso a la violencia impediría el cumplimiento de las Escrituras. Es curioso que esta instrucción sólo se encuentre en el evangelio de Mateo; probablemente indica que era un problema candente en su comunidad. Frente a los ataques y críticas de los judíos, algunos podían sentirse animados a usar la violencia para defender "los derechos" de Jesús. Ni siquiera en este caso, que puede parecer tan justificado, es lícito el uso de la violencia. IV. EN CASA DE CAIFÁS (26,57-75) Dos episodios forman esta sección: el juicio ante el Sanedrín y las negaciones de Pedro. El Sanedrín Antes de entrar en el juicio diré algo a propósito del Sanedrín. En tiempos de Jesús estaba formado por tres grupos: • los ancianos (que representaban la aristocracia laica), • los sumos sacerdotes (antiguos sumos sacerdotes y sus familias) y • los escribas (pertenecientes la mayoría de las veces al partido fariseo). Su número de miembros era 71. Su autoridad en tiempos de Jesús estaba limitada a los once distritos de Judea propiamente dicha. Competencias. El Sanedrín era el foro competente para tomar decisiones judiciales y medidas administrativas de todo orden, excepto lo que fuera competencia de los tribunales inferiores o estuviera reservado al gobernador romano. El Sanedrín era ante todo el tribunal competente para decidir en última instancia sobre cuestiones relacionadas con la ley judía. En los casos en los que los tribunales inferiores no llegaban a un acuerdo, las personas afectadas podían acudir al Sanedrín de Jerusalén. A pesar del dominio romano, el Sanedrín conservaba un grado notable de independencia. No sólo ejercía la jurisprudencia civil conforme a la ley judía, sino que participaba también en grado notable en la administración de la justicia criminal. Contaba con una fuerza independiente de policía y consecuentemente con el derecho a practicar detenciones. Podía juzgar así mismo casos no capitales. Es objeto de debate si era competente para ordenar la ejecución de sentencias capitales prescritas por la ley judía sin que fueran confirmadas sus sentencias por el gobernador romano. La más seria restricción que sobre él pesaba consistía en que en determinados momentos podían tomar la iniciativa las autoridades romanas y actuar independientemente. Las sesiones. Los días festivos no había sesión, y mucho menos en sábado. Dado que en los casos criminales no podía dictarse sentencia hasta el día siguiente al del juicio, tales casos no se juzgaban en víspera de sábado o de día festivo. No es posible determinar que todos estos detalles de la Misná se remonten a tiempos de Jesús. Los juicios sólo podían celebrarse durante las horas del día (por consiguiente, la de Jesús debió de ser una investigación preliminar). Los miembros se sentaban en semicírculo. Delante de ellos se situaban los dos secretarios del tribunal, uno a la derecha y otro a la izquierda. Frente a los jueces había tres filas de estudiantes. El acusado debía adoptar una postura humilde, llevar el cabello suelto y vestir ropas de color negro. En casos que pudieran implicar la pena de muerte estaban prescritas formas especiales. Se debía iniciar la vista con el argumento de la defensa, al que seguía el alegato de la acusación. Nadie que hubiera hablado a favor del acusado podía pronunciarse luego en su contra, pero lo contrario estaba permitido. Los estudiantes podían hablar a favor, pero no en contra del acusado. Las sentencias absolutorias debían pronunciarse el mismo día en que se celebraba el juicio, pero las condenatorias tenían que diferirse hasta el día siguiente. Los votos empezaban por el miembro más joven del tribunal, mientras que en algunos casos que no implicaban la pena de muerte, la norma era que la votación empezara por el miembro más experimentado. La mayoría simple era suficiente para una sentencia absolutoria; para una sentencia condenatoria se requería una mayoría de dos por lo menos. Cuando doce votaban en favor y once en contra, el acusado quedaba libre. Doce en contra y once a favor, había que aumentar el número de jueces en dos más, hasta que se llegaba al número de votos necesarios para la absolución o la condena. El máximo de jueces al que podía llegarse era de 71. Juicio de Jesús El primer episodio comienza con dos noticias muy breves. La primera sobre Jesús, que es llevado a casa de Caifás (v.57), y la segunda sobre Pedro, que lo sigue (v.58). Luego se pasa directamente al juicio. El relato del juicio podemos dividirlo en dos partes. En la primera, se presentan numerosos testigos falsos cuyo testimonio no sirve para nada y deja el problema sin resolver. En la segunda, toma la palabra el sumo sacerdote y es él quien interroga y acusa, llegándose a la condena a muerte de todo el Sanedrín. La primera parte supone un esfuerzo descarado por condenar a Jesús a base de acusaciones falsas que no se concretan, hasta que dos testigos declaran: "Este ha dicho que puede derribar el santuario de Dios y reconstruirlo en tres días". Es posible que estas palabras u otras parecidas fuesen pronunciadas por Jesús en algún momento de su vida; curiosamente, reaparecen en la cruz (Mt 27,39-40), y Juan también las trae, aunque en sentido alegórico (Jn 2,19). Para una persona normal, estas palabras sólo servirían para acusar a Jesús de loco. Sin embargo, el tribunal "espiritual" podía ver aquí algo más grave que la locura: la pretensión de atribuirse una autoridad y un poder divinos, como de hecho hará Caifás (en la formulación de Marcos, la acusación resulta más clara y grave: "Puedo destruir este santuario construido por manos humanas y en tres días edificar otro no hecho por manos humanas"). En medio de estas acusaciones, Mateo pone de relieve el silencio de Jesús, incluso cuando Caifás le invita a defenderse. De nuevo se hace presente la imagen del Siervo de Yahvé que, "como oveja llevada al matadero, enmudecía y no abría la boca" (Is 53). Entonces toma las riendas del juicio Caifás. Su pregunta está cargada de matices políticos, y para comprenderla a fondo debemos recordar algo de este personaje. Un judío de este siglo, Josef Klausner, dice así: "El hecho de que fuera sumo sacerdote durante cerca de dieciocho años, mientras que sus predecesores, en tiempos de Grato, no habían estado en funciones más de un año, prueba que era un hábil diplomático y conocía bien la manera de manejar tanto al pueblo como al gobernador romano. Un hombre así temía sin duda a un nuevo "Mesías", pues los saduceos en general no tenían simpatía por las ideas mesiánicas a causa de su influencia perturbadora y del peligro que entrañaban para el orden público". La pregunta de Caifás la introduce Mateo de forma muy solemne: "Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Nosotros podemos darle especial importancia al segundo título: "Hijo de Dios", pero éste no es más que una simple explicitación del primero: "el Mesías", igual que en tiempos antiguos se aplicaba al rey el título de "hijo de Dios". La respuesta de Jesús es más ambigua de lo que puede parecer en la traducción de la Nueva Biblia Española. Mientras Marcos pone en boca de Jesús las palabras: "Yo soy", Mateo escribe: "Tú lo has dicho". Y cuando Jesús sigue hablando sobre el Hijo del Hombre, lo hace en tercera persona, sin identificarse expresamente con este personaje. Sin embargo, Caifás capta o quiere captar la intención profunda de las palabras de Jesús y lo acusa de blasfemo. Según Bonnard, "hay que reconocer que, en el fondo, las pretensiones de Jesús eran blasfemas para los oídos judíos ortodoxos, tanto más que nada atestiguaba en su persona insignificante la dignidad mesiánica tal como se concebía entonces" (o.c., 582). A la condena a muerte siguen las burlas. Es la primera de tres escenas centradas en este tema. Mientras Mateo no se detiene en describir los mayores sufrimientos físicos de Jesús (flagelación, crucifixión), si presta mucho interés a estas escenas burlescas: la primera después de la condena del Sanedrín, la segunda cuando Pilato lo condena a muerte, la tercera en la cruz. Es posible que esta insistencia en el sufrimiento moral más que en el físico corresponda a la situación de los primeros cristianos, donde las persecuciones, insultos y burlas podían constituir un problema más real que el de los sufrimientos físicos. Mateo, modificando a Marcos, da a entender que todos los miembros del Sanedrín participan en la burla, escupiéndole en la cara y golpeándolo. Y la burla está de acuerdo con el contexto. Si Jesús ha sido condenado por sus pretensiones mesiánicas, que haga de Mesías y adivine ahora quién le ha pegado. Conviene hacer un alto para tratar brevemente tres cuestiones: las irregularidades del proceso desde el punto de vista judicial, las causas de la condena de Jesús y el enfoque personal de Mateo. 1) Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente sobre los procesos del Sanedrín se advierten numerosas irregularidades: a) la sesión se celebra de noche; b) no existe un abogado defensor; c) la condena a muerte está decidida de antemano; d) se dice que intervienen muchos falsos testigos; e) la condena a muerte se emite sin esperar al día siguiente. Algunos de estos problemas se resolverían considerando esta sesión nocturna como mera vista previa de la causa. La auténtica reunión habría tenido lugar por la mañana. Y, si aceptamos que Jesús celebró su última cena el martes o miércoles, habría tiempo para un proceso regular, por lo que respecta al tiempo. Sin embargo, esto no resuelve el problema de los testigos falsos ni el de la justicia de la condena. 2) Las causas de la condena de Jesús. Para una persona con afición a la historia es una pena que los evangelistas no hayan consignado esas muchas acusaciones que se formulaban contra Jesús. Aunque fuesen falsas, serían de enorme interés. Tal como las presentan Marcos y Mateo parecen exclusivamente religiosas, mientras en Juan adquiere mucho relieve el matiz político (ver Jn 11,47-48: "Ese hombre realiza muchas señales; si dejamos que siga, todos van a creer en él y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación"). Sin embargo, el matiz político no está ausente en Marcos y Mateo, sino que adquiere un relieve especial en la pregunta de Caifás a Jesús sobre si él es el Mesías. Probablemente, las autoridades judías veían en Jesús un individuo peligroso desde el punto de vista religioso y político al mismo tiempo, sin que podamos deslindar claramente ambos aspectos. De hecho, política y religión estaban más estrechamente unidas en Israel que en la actualidad. 3) El enfoque personal de Mateo. Comparando el relato de Mateo con el de Marcos, se advierte que Mateo acentúa la culpabilidad de las autoridades judías en diversos momentos de la pasión. Indico esos detalles, anticipando algunos episodios: 1) Marcos dice que en el Sanedrín buscaba un "testimonio" contra Jesús; Mateo añade que buscaba "un testimonio falso"; en Mateo, el tribunal está desde el comienzo en contra de Jesús. 2) Cuando llevan a Jesús ante Pilato, Marcos dice que las autoridades "prepararon su plan", y lo llevaron al prefecto romano; Mateo dice que "hicieron un plan para condenar a muerte a Jesús". 3) El episodio del suicidio de Judas, exclusivo de Mateo, también subraya el cinismo y culpabilidad de las autoridades judías, como veremos. 4) En el juicio ante Pilato, Mateo insiste en el deseo de los sacerdotes y senadores de matar a Jesús. 5) Al final de este mismo episodio, Mateo añade los vv.24-25, que acentúan la culpabilidad de los judíos en la muerte de Jesús. Todos estos detalles confirman algo que hemos venido notando en el evangelio de Mateo: la tremenda polémica con los judíos. Al mismo tiempo, nos hace caer en la cuenta de que Mateo no es el testigo más imparcial a la hora de reconstruir la realidad histórica del proceso de Jesús. Sin embargo, sin caer en la injusticia de condenar a los judíos como deicidas, tampoco debemos ser tan ingenuos como para considerar a Caifás y sus compañeros unos santos. Procesos injustos los ha habido en todos los países y épocas, saltándose las normas más elementales del derecho. Sería muy raro que no hubiese ocurrido algo semejante en el de Jesús, cuando la acusación que estaba por medio comprometía a toda la nación. En cualquier caso, lo que los evangelistas pretenden subrayar es que la condena a muerte de Jesús fue absolutamente injusta. Y en esto debemos darles la razón, a no ser que pensemos que siempre, en cualquier momento, es preferible que muera uno por todo el pueblo. V. JESÚS ANTE PILATO (27,1-31) Esta larga sección está compuesta por cinco episodios: 1) Jesús llevado ante Pilato (27,1-2); 2) muerte de Judas (27,3-10); 3) interrogatorio ante Pilato (27,11-14); 4) Jesús y Barrabás (27,15-26); 5) burlas de los soldados (27,27-31). De ellos, el de la muerte de Judas es exclusivo de Mateo. Suicidio de Judas La segunda escena (suicidio de Judas) es exclusiva de Mateo. El evangelista quiere subrayar cuatro cosas: la inocencia de Jesús, reconocida por el mismo que lo traicionó (v.4); la tragedia de Judas, que termina ahorcándose; el cinismo de los sacerdotes, que no se andan con escrúpulos de condenar a un inocente y sí sobre la forma de emplear el dinero; el cumplimiento de una profecía. Desde un punto de vista histórico, resulta muy difícil admitir que esto ocurriese en el momento en que lo sitúa Mateo, cuando los sumos sacerdotes y senadores han llevado a Jesús ante Pilato. Sin embargo, desde un punto de vista literario, el episodio está muy bien situado: antes de que Pilato emita su veredicto, el testimonio de Judas podría haber bastado para salvar a Jesús. Pero las autoridades han tomado ya su decisión. Por otra parte, la versión que ofrece Hechos 1,16-20 sobre la muerte de Judas difiere mucho de la de Mateo. Interrogatorio ante Pilato La escena ante Pilato (11-14) es muy breve. Una pregunta sencilla y directa, con una respuesta clara. Luego el silencio de Jesús, subrayado por dos veces (sólo una en Marcos), cuando lo acusan las autoridades y cuando lo interroga reiteradamente Pilato. La escena resulta algo extraña, por el aparente deseo de Pilato de actuar con justicia y su paciencia con un reo que no ayuda nada a su absolución. Mateo ofrece más adelante la explicación de que Pilato sabía que se lo habían entregado por envidia (v.18). Incluso en esta hipótesis, su actitud, en una persona como él, famosa por su injusticia, sólo se explicaría por el deseo de llevar la contraria a las autoridades, cosa nada extraña. De todos modos, la perspectiva de Mateo será la de culpar a las autoridades judías haciendo caer sobre ellas toda la responsabilidad de lo sucedido. Jesús o Barrabás En esta misma perspectiva se mueve la escena cuarta, cuando hay que elegir entre Barrabás y Jesús. Mateo construye una escena más coherente. Según Marcos, mientras se está tratando el juicio de Jesús aparece un grupo distinto pidiendo la liberación de un preso, y Pilato aprovecha la ocasión para intentar salvar a Jesús. En Mateo, es el mismo Pilato quien se basa en esta costumbre para plantear la alternativa entre Barrabás y Jesús. Como detalle propio de Mateo tenemos la misiva de la mujer de Pilato, que pone de manifiesto la revelación que tiene esta mujer pagana de la inocencia de Jesús, pero que no tendrá repercusión alguna en los sucesos posteriores. Inmediatamente luego tenemos otros de esos detalles típicos de Mateo para culpar a las autoridades judías. Mientras en Marcos "los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que les entregara mejor a Barrabás", Mateo es mucho más duro: "los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente de que pidieran a Barrabás y que muriese Jesús". Los famosos vv. 24-25, (Pilato se lava las manos, exclusivo de Mateo) vuelven a acentuar la culpabilidad de los judíos y son como una manera de firmar su condena para el año 70. VI. EN EL CALVARIO (27,32-61) Más que distintas escenas, que serían muy breves, tenemos aquí pinceladas rápidas que forman un cuadro. En el conjunto, son fundamentales las tres referencias a Jesús como Hijo de Dios. Los que pasaban primero (39-40), las autoridades después (41-43) utilizan este título para burlarse de Jesús. Al final, el capitán romano y los soldados reconocen que "verdaderamente, este era el Hijo de Dios" (v.54). Las burlas en la cruz Y llegamos a un episodio fundamental, el de las burlas en la cruz. Mateo y Marcos quieren dejarnos la impresión de que todos, la gente que presencia el espectáculo, las autoridades, incluso los dos ladrones, se burlan de Jesús. Pero el episodio de Mateo, con un brevísimo añadido ("si eres hijo de Dios"), podemos leerlo también como las últimas tentaciones de Jesús, paralelas a las del comienzo de su vida. Aquí no será Satanás quien lo tiente, sino gente normal y corriente. La primera tentación procede de toda la gente que pasa por allí. Se basa en la pretensión de Jesús de destruir el templo y reconstruirlo en tres días, algo que toman a burla. Y concluyen: "Si eres Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz". Que se deje de palabras, y demuestre su poder con las obras. La segunda procede de las autoridades judías: sumos sacerdotes, escribas y senadores. Supone un nuevo paso, porque parecen reconocer el poder de Jesús para salvar a otros. Pero se lo niegan para salvarse a sí mismo. "Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él". La tercera tentación (exclusiva de Mateo) proviene de este mismo grupo y llega a lo más profundo: "¡Había puesto en Dios su confianza! Si de verdad lo quiere Dios, que lo salve ahora, ya que decía que es Hijo de Dios". Lo que se pone aquí en crisis no es el poder de Jesús, sino la simple pretensión de que Dios lo quiera. Esta tentación es la que puede llegar más honda y resultar más difícil de superar. Ante estas nuevas tentaciones, Jesús no responde nada. No hay citas bíblicas, como al comienzo, con las que refutar las sugerencias del diablo. La palabra de Jesús en la cruz Parece como si en su alma ocurriese lo mismo que en el exterior. Una tiniebla profunda desde la hora sexta hasta la nona (desde la doce del mediodía hasta las tres de la tarde). Y Jesús pronuncia entonces las palabras iniciales del Salmo 22: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" ¿Qué sentido tienen en su boca? Unos las mantienen como simple reflejo de la tragedia que Jesús experimenta en ese momento: la soledad y el abandono de Dios. Otros prefieren interpretar las cosas de forma menos dramática. Para ellos, Jesús no expresa su desconcierto, sino que comienza a rezar el Salmo 22, un salmo que habla de los más terribles sufrimientos, pero que termina en un canto de victoria. Marcos y Mateo, los únicos que recogen estas palabras de Jesús, no dan pistas de solución. Pasan a contar la reacción de los presentes, de forma mucho más lógica Mateo que Marcos. Lo último que cuentan los dos primeros evangelistas es que Jesús dio un gran grito y exhaló el espíritu. Lucas, con su: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", y Juan con sus palabras: "Todo está consumado", parecen quitar cierta dureza al terrible dramatismo de Marcos y Mateo. Sin embargo, en el relato de Marcos, el grito de Jesús al momento de morir es un prueba de su poder. Una persona que lleva horas colgada en una cruz, respirando dificultosamente, no puede pegar un grito. Por eso, el centurión, al ver que Jesús muere de esa forma, dice: "Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios". Mateo cambia el conjunto, y en él el grito de Jesús parece un simple recuerdo de lo dicho por Marcos. Según Marcos, al morir Jesús tiene lugar un portento: "la cortina del santuario se rasgó en dos de arriba abajo". Es el símbolo de un mundo que termina, de que lo invisible se hace visible. A este detalle, Mateo añade otros que pueden parecernos extraños, pero de gran valor simbólico. La muerte de Jesús supone el culmen de su debilidad. No ha podido salvarse a sí mismo. Y parece también el culmen del abandono de Dios: no lo ha salvado. Sin embargo, la muerte de Jesús va a ser una auténtica teofanía, una manifestación tremenda de poder en dos ámbitos: en la naturaleza, con el terremoto y las rocas que se rajan; en el ámbito de los muertos, donde muchos cuerpos resucitan y se aparecen más tarde en la ciudad santa. Estos prodigios resultan desconcertantes al lector moderno. Pero entran en la lógica de los antiguos judíos. Véase el texto siguiente, tomado del Talmud de Jerusalén: «Al morir Rabí Aha, se vieron estrellas en pleno mediodía. Al morir rabí Hanan, las estatuas se doblaron. Al morir rabí Yohanan, las imágenes pintadas se doblaron... Al morir rabí Janini de Berato Horón, el lago de Tiberíades se dividió... Al morir rabí Isaac ben Eliasib, se derrumbaron setenta dinteles de casas que se bamboleaban en Galilea; se dice que habían resistido hasta entonces por el mérito de aquel rabino. Al morir rabí Samuel ben Isaac, fueron arrancados los cedros de la Tierra santa... durante tres horas, truenos y relámpagos surcaron la tierra, en testimonio de la buena conducta del anciano... Al morir rabí Yassa ben Halafta, los arroyos de Laodicea se llenaron de sangre; se dice que era una alusión a que aquel rabino había arriesgado su vida por cumplir el precepto de la circuncisión. Al morir rabí Abahu, lloraron las columnas de Cesarea» (Tratado Abodá Zará 3,1). La idea de fondo es clara. Cuando muere un personaje importante, que ha tenido especial relación con Dios, siempre ocurre algún portento. En este contexto cultural, resulta evidente que los evangelistas no pueden contar la muerte de Jesús sin añadir algún detalle prodigioso que signifique la importancia de su persona y simbolice la transcendencia de su obra. En todos estos casos, lo importante no es lo que se cuenta (pura ficción), sino lo que se quiere dar a entender (la especial relación de ese hombre con Dios). Ante esta teofanía, los únicos que perciben su sentido son el centurión "y los que estaban con él". Las última noticia se refiere a las mujeres que estaban presentes "mirando desde lejos", y a la sepultura de Jesús. La noticia tiene algo de consolador y de trágico al mismo tiempo. Consolador, por la presencia; trágico, por la lejanía. Por otra parte, las mujeres comienzan a adquirir una importancia capital en el relato: ellas serán las únicas testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús. VII. EN EL SEPULCRO (27,62-66) La última sección está compuesta por dos breves episodios, uno basado en Marcos (la sepultura de Jesús) y otro exclusivo de Mateo (los guardias). Los guardias en la tumba, exclusivo de Mateo, se basa en la polémica antijudía, para demostrar la realidad de la resurrección de Jesús. Sólo aquí aparecen los fariseos en el relato de la Pasión. RESUMEN FINAL 1. El enfoque cristológico: Jesús es consciente de que va a la pasión. 2. El enfoque jurídico: injusticia del proceso y culpabilidad de las autoridades judías. 3. Otras ideas teológicas: los paganos son los que perciben mejor la inocencia y dignidad de Jesús: la mujer de Pilato, el centurión en la cruz... Con el Domingo de Ramos damos comienzo a la semana más solemne del año litúrgico: la Semana Santa, en la que todos, como Iglesia, recordamos y actualizamos en fe el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, nuestro Señor.
Esta solemnidad, acompañada por numerosos símbolos (la bendición de los ramos, la procesión, los cantos alegres, la lectura completa de la Pasión…) nos ayuda a prepararnos y disponernos para lo que vamos a celebrar durante toda la semana. En concreto, la Liturgia de la Palabra así lo proclama: ¡Jesús es el Señor, el Rey! De este modo es aclamado cuando atraviesa las puertas de Jerusalén. Así es nombrado por los soldados en medio de sus burlas y asimismo se lee en el letrero que sitúan en la cruz donde es colgado. Paradójicamente sólo atravesando la experiencia de muerte, sólo experimentando el fracaso de la cruz, podrán sus discípulos comenzar a reconocerle no como el rey que esperaban, sino como el Rey cuyo reinado está ofrecido a los sencillos, a los humildes, a los empobrecidos… Es el reinado del Amor, de la Esperanza, de la Alegría. Sólo así podremos reconocer en Jesús al Rey del Universo, al Señor de la Vida. A esto nos invita la liturgia cuando nos propone como lectura del Evangelio toda la narración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Es esta una bellísima forma de resituarnos, de llamar nuestra atención para que no se nos escape el sentido profundo de lo que vamos a celebrar. El propio relato no necesita comentarios. Lo conocemos bien. La invitación es a no quedarnos ante esta lectura únicamente como meros espectadores, viendo cómo Jesús es conducido de un lado para otro (de Getsemaní a la casa de Caifás, y de ahí al tribunal de Pilatos, el camino hacia el Gólgota y finalmente el sepulcro). Somos invitados a introducirnos en el texto como un personaje más, a implicarnos en él, a dejarnos cuestionar. Y una manera posible para ello quizás pude ser poner atención a todas las preguntas o interrogantes que se pronuncian en el relato. Toda pregunta reclama una respuesta. Y toda pregunta parte de una búsqueda o una necesidad. Cada una de las que en este evangelio se pronuncian nos invita a nosotros a responderla y, sobre todo, a situarnos ante Jesús. Fijémonos en algunas de las cuestiones que se articulan: “¿Qué me dais si os lo entrego?”, pregunta Judas. “¿Dónde quieres que tepreparemos la cena de pascua?”, cuestionan los discípulos. “¿Soy yo, Señor? ¿Soy yo acaso, Maestro?”. “¿Con que no habéis podido estar en vela conmigo ni siquiera una hora? ¿Todavía estáis durmiendo y descansando?” les pregunta Jesús en Getsemaní. Más adelante escuchamos algunas otras que nos interpelan con fuerza: “¿A nosotros qué?, preguntan los sacerdotes y ancianos cuando Judas se arrepiente de haber traicionado a su amigo y reconoce: “He pecado entregando a un inocente”. O la pregunta inquietante de Jesús, ya en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Cada pregunta nos va a obligar a dar una respuesta. Cada pregunta nos puede ayudar a cuestionarnos nuestra propia vida: ¿por cuánto entrego a Jesús?, ¿por cuánto entrego a los “Jesús” de hoy?, ¿estoy despierta/o o dormida/o junto ante el sufrimiento de mis hermanos?, ¿a mí qué la vida de los demás?, ¿me importan las otras personas de verdad? Podremos preguntarnos también con quién nos identificamos: ¿acaso con Judas, que le entrega?, ¿con Caifás o Pilatos?, ¿con los discípulos que huyen?, ¿con Pedro que niega?, ¿con Simón de Cirene que comparte el peso de la cruz con Jesús?, ¿con las mujeres que permanecen junto a la cruz?, ¿con José de Arimatea que se presenta ante Pilato para pedir el cuerpo de Jesús?, ¿con María Magdalena y la otra María que permanecen sentadas frente al sepulcro, acompañando hasta más allá de lo impensable?... Muchas cuestiones, muchas propuestas para saborear la Palabra que nos abre a la celebración del Misterio Pascual. Que acompañar al Amor que se entrega para darnos Vida nos transforme en lo más profundo. Aquí estamos acostumbrados a referirnos indistintamente para expresar lo mismo. Lo hacemos en la liturgia y en la manifestación pública de lo cristiano. De hecho, la cruz es el signo cristiano por el que nos reconocen como seguidores de Cristo; también en esto del seguimiento hemos errado pues tener fe en el Dios cristiano no es creer que Dios existe sino más bien el seguirle con nuestro ejemplo en forma de actitudes y conductas. Ser practicante no es ir a misa -solo- sino actuar a diario conforme al evangelio.
Pero a lo que iba. La cruz y el crucificado los empleamos como sinónimos cuando no deberían serlo. No es en el madero donde ponemos nuestro corazón y nuestra fe sino en Jesús que por amor acabó colgado en él. Su persona es quien nos atrae, como dice Juan: cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos sobre mí (Jn 12, 32) dando entender de qué muerte iba a morir. La cruz es signo de muerte, efectivamente, y fuente de muchos equívocos sobre el sufrimiento cristiano. Dios no quiere sufrir ni que suframos. Murió contra su voluntad, asesinado por mantenerse en su denuncia profética contra quienes impedía la explosión de su Reino de amor para todos. Su sufrimiento fue la consecuencia no querida del lado más oscuro del ser humano al que respetó en su libertad. Pero Jesús predicó la alegría, la solidaridad, el amor; nunca buscó el sufrimiento como una bendición; al contrario, se dedicó en cuerpo y alma a salvar del sufrimiento a los demás, aunque no se sintieran de los suyos. Salva el crucificado en un madero y lo hace con su amor. El madero es santo por el personaje al que se clavó en él. Curiosamente, los protestantes en cambio, no entienden la exaltación del crucificado si Jesús ya ha resucitado. Pero esta es otra discusión. Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó en Estrasburgo que la presencia de un crucifijo en las aulas era una violación de los derechos humanos (2009), no rechazaron la cruz. Lo que rechazaron fue al crucificado. Podrán quitarlo de aulas y lugares públicos pero nadie rechaza o se abraza a un madero. No, no es la cruz, es el crucificado. Él es quien nos sigue invitando a remar con audacia hacia el amor que, en definitiva, supone crecer en plenitud humana. Apostar por el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, la solidaridad frente a la indiferencia egoísta. Nada que ver con la exaltación del sufrimiento. La vida cristiana es un largo aprendizaje para centrarnos en Cristo crucificado y en lo que significa la Salvación como liberación de las cadenas que atrapan lo mejor del ser humano, siguiendo siempre la senda del evangelio que, como todo el mundo sabe, significa buena noticia; misericordia quiere Dios, no otros sacrificios. El fin de semana en la casa rural prometía ser intenso. El departamento de recursos humanos había organizado un curso sobre “Liderazgo y estilo empresarial”; asistían el director general y las personas más representativas de la empresa.
El objetivo era profundizar en todo aquello que debía convertir a cada asistente en una persona segura, agresiva y triunfadora. Y, sobre todo, entregada en cuerpo y alma a la empresa. Eva sabía bien lo que podía significar este fin de semana en su vida. Cada vez que había asistido a un curso de este tipo había ascendido un poco más en el escalafón. El “estilo empresarial” se había hecho carne de su carne y estaba a punto de lograr el puesto de directora regional, con el consiguiente aumento de sueldo. El sábado la formación fue tan intensa que acabó rendida. Salió a tomar el fresco. Tenía un rato de descanso antes de la cena. El sol se ponía tras la montaña. Empezó a caminar, absorta, por un pequeño sendero que llevaba a la cumbre. No conocía la zona y se fue alejando más y más de la casa rural. Sentía que, de este modo, se alejaba también de las tentaciones que le acechaban allí. El director general le había dicho: - Esta noche nos vemos. Eva sabía que, tras la cena y las copas, tendría que someterse a sus deseos. Cuando se ponía de rodillas ante él, tenía asegurados viajes y joyas. ¡Recibía tanto a cambio de satisfacer sus caprichos! Había algo en la mirada del director que le desagradaba profundamente, pero no tenía valor para enfrentarse a él ni negarse a sus deseos. Absorta en sus pensamientos, se fue adentrando en una zona rocosa que se hacía cada vez más escarpada, hasta que se dio cuenta de que no podía retroceder por el mismo camino. Cayó la noche. En medio de la oscuridad, tanteando entre las piedras, dio un traspié y rodó varios metros por la ladera de la montaña, hasta acabar en un lugar que parecía un pequeño barranco. Al ponerse en pie sintió un dolor tan fuerte que no podía caminar. Durante un buen rato gritó con todas sus fuerzas, pidiendo auxilio, pero sus gritos se perdieron en medio de un silencio sepulcral. No tenía ninguna posibilidad de volver a la casa rural. Se acurrucó junto a un árbol, en postura fetal, temiendo que fuera la peor noche de su vida. Quizá la última. Pero no fue así. El hambre, la sed, la soledad y el miedo fueron dando paso a una experiencia sobrecogedora: el cielo, plagado de estrellas, era como un manto que le cubría. Y, en medio de la oscuridad, empezó a percibir su vida con una claridad inusitada. Se descubrió esclava de algunas personas y de muchas cosas. Se dio cuenta de que la vanidad y la codicia le habían ido enredando y ahora estaba totalmente atrapada. Veía con claridad el alto precio que había ido pagando para conseguir la imagen que tenía. El cielo estrellado era como una pantalla que le ayudaba a recordar escenas de su vida, desde su infancia. Recordó que había descuidado la relación con sus abuelos y con la gente del pueblo porque le parecían pobres e ignorantes; ahora se daba cuenta de cuanto les debía. Había dejado a un lado el voluntariado que llenó de sentido su adolescencia y juventud. Había renunciado a sus sueños sobre la familia, y solo vivía experiencias puntuales en las que estaba más presente el alcohol que el amor. Apenas había estado en contacto con la naturaleza porque lo consideraba una pérdida de tiempo. Había dejado a un lado a Dios, porque ella se bastaba para conducir su propia vida… Se despertó con las primeras luces del alba y el canto de los pájaros. Se arrastró como pudo hacia un reguero cercano; con el cuenco de su mano fue llevándose a la boca el agua fresca y transparente. Recordó que así bebía cuando era pequeña, en el manantial que había en el prado de sus abuelos. Comió algunas frambuesas salvajes. Se sintió profundamente agradecida a la naturaleza, que le ofrecía estos pequeños placeres, gratuitos y al alcance de su mano. De repente, oyó que un helicóptero sobrevolaba la zona y gritó con todas sus fuerzas, agitando con fuerza sus brazos. La vieron. Por megafonía le dijeron que estuviera tranquila, que un equipo se acercaría a rescatarla. Se arrodilló. Oró. Dio gracias a Dios. No sólo porque le salvaban la vida, sino porque la noche en el barranco le había salvado de perder su dignidad y le había permitido recuperar los valores que había ido perdiendo. De vuelta hacia la casa, con la pierna entablillada, le dijeron: - Ha tenido usted mucha suerte. Hay fieras en esta zona y podía haber muerto esta noche. - He pasado buena parte de la noche luchando contra las fieras que hay en mi interior, sobre todo contra la ambición y la cobardía, –respondió Eva con aplomo–. La lucha ha sido dura pero he vencido. Los miembros del equipo de rescate se miraron y uno de ellos dijo en voz baja: - Pobrecilla, después de una noche en este barranco, herida, es normal que diga tonterías. El director general, al verla, le dijo al oído: - Cuando te recuperes, nos vemos. El encuentro con sus compañeros fue apoteósico. Tras agradecer las muestras de cariño, Eva les dirigió unas palabras. - He logrado un buen puesto en esta empresa renunciando a muchos de mis principios. Mi sueldo ha ido creciendo en la misma medida en la que yo he dejado a un lado mis valores para hacerme a imagen y semejanza de lo que me pedían. Desde hace años he sucumbido a todas las tentaciones que se me presentaban, incluso he sucumbido a los deseos del director general. Se detuvo unos momentos. Le dirigió una mirada que todos comprendieron. Él se puso rojo y miró hacia otro lado, incapaz de sostener la mirada de Eva. Ella prosiguió. - Ayer vine a este lugar para aprender a ser una ejecutiva agresiva y adquirir herramientas para triunfar. He pasado la noche en el barranco, sobrecogida por la belleza de las estrellas y experimentando mi fragilidad. He visto con claridad que no quiero que el centro de mi vida sean ni este trabajo, ni los viajes ni las joyas. Me voy de la empresa. Os deseo que también cada uno de vosotros veáis vuestra vida “desde algún barranco” y Dios os ayude a recordar todo lo bueno que habéis perdido por el camino. Se subió al helicóptero. En tierra quedaban un grupo de hombres y mujeres mirando hacia lo alto, impactados al ver cómo Eva había roto sus ataduras y volaba hacia otro horizonte. Cuaresma es como el barranco en el que, tomando distancia de nuestra vida diaria, podemos ver con más claridad las tentaciones que nos enredan y esclavizan cada día. Cuando Lutero en 1517 colgó en la puerta de la catedral de Wittenberg sus 95 tesis sobre las indulgencias, anidaba en su interior un profundo desasosiego: cómo alcanzar un Dios misericordioso. De ahí que las indulgencias no eran otra cosa que una pretensión maniquea de obtener la salvación por propios méritos y con las indulgencias, para él, se venía abajo la posibilidad de alcanzar un Dios misericordioso y todo el edificio de la justificación, pues se hacía inútil la salvación de Cristo a través de su muerte en la cruz.
No sé si Lutero hubiera hecho lo mismo, aunque esta vez en facebook, al presenciar los ritos de apertura de alguna de las puertas de catedrales e iglesias destinadas a conmemorar el año de la misericordia por los “misioneros de la misericordia”, nombrados ad hoc. En la mencionada apertura no faltaron las alusiones a “ganar” las indulgencias correspondientes ni tampoco las estampas alusivas y el cepillo de las limosnas, aunque en algún sitio esta palabra era sustituida por “ofrendas” No creo que el carácter provocador del papa al proclamar el año de la misericordia terminase aquí y de este modo. Pero la tendencia a simplificar las cosas acaba en la ritualización de algo tan profundamente necesario en la sociedad civil y en la comunidad eclesial como la misericordia. Se nos propone, en definitiva, un año para ver, juzgar y actuar desde la misericordia. Por los frutos los conoceréis, dice la máxima evangélica. Se podrían plantear algunas preguntas al respecto, pero la más inmediata por su visibilidad es si en nuestra sociedad española se han evidenciado y multiplicado los gestos de misericordia. Diferenciaría tres niveles: el social, el político y el eclesiástico (del individual, cada uno es responsable de su empatía con la misericordia):
Respecto a los refugiados nuestro gobierno mira para otro lado, como si no hubiera problema alguno y se olvida de su compromiso europeo de acoger a casi 18.000 refugiados procedentes de Siria y de la zona afectada por la guerra. El dato escalofriante y vergonzoso es que España ha admitido apenas 1.000 refugiados. Parejo a los refugiados están los emigrantes que asaltan la valla de concertinas en Ceuta y Melilla o acceden a España mediante pateras. Amnistía Internacional reprocha a España no tanto la normativa sobre vallas de concertinas cuanto el que no se implemente la Ley de Asilo que “condena a la indigencia” a los más de 12.500 emigrantes subsaharianos entre enero y octubre de 2016, así como el sistema “inadecuado” de los centros de acogidas. Es llamativo que la sociedad española sea de las menos xenófobas de Europa y en cambio su Gobierno haga todos los méritos para lo contrario.
El contenido de esta palabra languidece en nuestra cultura. No es un valor que se vive, sino un deseo que no acaba de concretarse en su derivada natural: la alegría. Como afirma Chesterton en El hombre eterno, "La desesperanza no reside en el cansancio ante el sufrimiento, sino en el hastío de la alegría. Y cuando lo bueno de una sociedad deja de funcionar roída por dentro, la sociedad empieza a declinar roída hacia la decadencia o declive de la cultura, las instituciones civiles, las relaciones sociales, los valores, la Iglesia y otras características principales de una civilización, por muy floreciente que haya sido".
Chesterton resulta original al invertir la idea preconcebida de que nadie se hastía de la alegría. Escribe con agallas que “el pesimismo llega cuando nos cansamos del bien” y permitimos secar las fuentes de la verdadera alegría. Que tanto la alegría como su antecedente, la esperanza, hay que trabajarlas; no existe atajo posible, porque no vienen solas. Tampoco el dinero sirve para comprarlas. Pretenderlas a través de los sentidos solo sirve para engañarnos con alegrías superficiales. Es otra la fuente la que permite activarlas para que broten dentro de cada persona ¿De dónde nace la esperanza? No nace, desde luego, aguardando a que el problema se solucione, a que la crisis pase o la situación cambie. Esta actitud solo produce añoranza y pasividad. La esperanza está más cerca de una respuesta activa de rebeldía positiva frente a la incertidumbre que nos desequilibra. Está emparentada con la incansable construcción del mañana desde el ahora y el presente. En la desesperación, en cambio, nos cegamos perdiendo el control y convirtiéndonos en el origen de muchas situaciones y conflictos que traerán graves consecuencias. Con la esperanza, en cambio, actuamos construyendo el futuro,centrados en el trabajo del presente, el que constituirá las bases del mañana que pronto será hoy, antes de lo que imaginamos. Para un cristiano, la esperanza es mucho más que optimismo; es la cualidad teologal que nunca defrauda. Esperar es la capacidad de ver aun cuando nuestros ojos no vean. No solo es un don del Espíritu sino una obligación el pedirlo. La fe en Cristo y la confianza subsiguiente nos invitan a madurar el “creer que” ocurrirán cosas hasta "creer en” Cristo y en su providencia por encima de toda adversidad. Ellas nos equilibran y guían con alegría al amor. No estéis tristes, exhorta el Evangelio, porque el plan de Dios insufla toneladas de esperanza para despertar el corazón hasta convertirlo en hechos de esperanza para otros. Cristo es el motivo angular de nuestra esperanza, la revolución en la historia a pesar de la limitación, el mal y la muerte, que nos impulsa a “esperar contra toda esperanza” (Romanos 4,18). Pero nos cansamos del bien y nos volvemos pesimistas, como dice Chesterton. Decidimos que ya no merece la pena trabajarnos en la bondad y nos gusta vivir de las rentas de haber hecho el bien y haber esperado nuestra sola voluntad. Y entonces empezamos a dejar de vivir. Y nos marchitamos¿Por qué? Porque no hacemos las cosas mirando a Cristo cuando las hacemos para los demás. No hay amor. Así pues, los demás, antes o después, también nos defraudan; somos humanos, débiles, sentimos la ingratitud creyendo que merecemos el reconocimiento de quienes deben valorar lo que hacemos. En realidad, lo exigimos en nuestro interior. Sentimos que la gente a la que ayudamos nos debe algo. Solo cuando nos cansamos de hacer el bien, descubrimos que el bien que hacíamos no lo estábamos haciendo para Dios. No era algo desinteresado, generoso, no era amor. Y descubrimos una crisis de motivos aun en los gestos en los que ponemos más generosidad cayendo en la desesperanza. Pero Dios acude a nuestra llamada, cumple sus promesas y nos renueva la fe. Y volveremos a empezar con humildad; entonces brotará de nuevo la alegría. Una mujer de Samaria llega a un pozo a sacar agua, ajena a lo que allí la espera y que nada en la trivialidad de su vida cotidiana, hacía previsible: va por agua con el cántaro vacío para volverse con él lleno a su casa. No hay más expectativas, ni más planes, ni más deseos.
Pero lo imprevisible la está esperando junto a aquel galileo sentado en el brocal del pozo que entabla conversación con ella sobre cosas banales, como para no asustarla: hablan de agua y de sed, de pozos y de viejas rencillas entre pueblos vecinos, cosas de todos los días. De pronto irrumpe el lenguaje de “las cosas de arriba”: el don, un agua que se convierte en manantial vivo, la promesa de una sed calmada para siempre, un Dios en búsqueda, fuera de los espacios estrechos de templos o santuarios. La mujer se defiende e intenta mantenerse en un nivel de trivial superficialidad, huyendo de la irrupción de lo de arriba en su vida. Pero al final de la escena el cántaro que era símbolo de la pequeña capacidad que está dispuesta a ofrecer, se queda olvidado junto al pozo, inútil ya a la hora de contener un agua viva. Como en tantas otras ocasiones, el evangelio nos sitúa ante un Jesús imprevisible, capaz de vencer la estrechez de nuestras expectativas a la hora de recibirle. Los evangelistas se encargarán de poner de relieve esta presencia de lo desmesurado e imprevisible que parece acompañar las actuaciones de Jesús, desbordando siempre lo que se esperaba de él: ni los novios de Caná necesitaban tanto vino (Jn 26), ni los discípulos una pesca tan abundante que casi les revienta las redes (Lc 5,6); y para sostener las fuerzas de la gente que le había seguido al desierto bastaba un bocado de pan y pescado, no que sobraran doce cestos (Jn 6,13). El paralítico lo que quería era volver a andar, no esperaba volverse a casa libre de la carga de sus pecados, y Zaqueo, interesado solamente en ver el aspecto de Jesús, se le encontró metido en su casa y compartiendo su mesa (Lc 19); las mujeres sólo pretendían que alguien les descorriera la piedra del sepulcro para embalsamar un cadáver, pero se encontraron al Viviente saliéndoles al encuentro (Mt 28,1-10). Siempre el mismo derroche por su parte, y siempre la misma resistencia por la nuestra a la hora de ser adentrados en lo imprevisible. Y eso ya desde que Sara se reía por lo bajo, escéptica y reticente ante una promesa que desbordaba por arriba sus previsiones. El sacramento de la Reconciliación o Confesión, es un sacramento que nos permite descubrir, a través de nuestros errores, la fuente de la Gracia.
Sabemos que hemos cometido un error y muchas veces este se manifiesta con un malestar llamado culpa. ¡Qué incómodo es sentirnos culpables! Entonces corremos al confesionario para “confesar” el error y tratar de quitarnos esa culpa. Ver la reconciliación bajo esa perspectiva, es caer en la superficialidad y por muy arrepentidos que estemos y por mucha penitencia que hagamos, no lograremos llegar al fondo, al origen del error y por lo tanto no podremos experimentar y tocar la fuente de la Gracia. Por consecuencia, el error seguirá repitiéndose ad infinitum. La palabra ´re-conciliación´ significa, volver a conciliar. Es como en la contabilidad, tenemos que conciliar las cuentas –el saldo deudor y el saldo acreedor–. Si algo no se concilia, tenemos que buscar la cifra que hace la diferencia. Puede ser que no sumamos bien las cantidades, o nos faltó añadir alguna factura, o que escribimos mal una cifra, o tenemos un duplicado. Revisamos cada factura o entrada contable y de pronto encontramos dónde está el error, lo corregimos y conciliamos las cuentas. Cuando reconciliamos las cuentas no buscamos a los culpables; ni tampoco nos flagelamos diciendo que no somos buenos; tampoco tratamos de añadir una cifra falsa para que al final todo sume correctamente. Buscamos detenidamente qué fue lo que faltó o qué fue lo que sobró. La re-conciliación debe ser con nosotros mismos: encontrar la cifra que no permitía tener las cuentas claras. Cuando cometemos un error, debemos reconciliar los elementos que nos llevaron a ese error. A veces son muy simples –distracción, olvido, cansancio, no estar en el momento presente, no poner atención–. A veces son más complejos –un dolor profundo que no sabemos por qué o por dónde viene–. Cuando se trata de algo complejo, requerimos buscar el tiempo para reflexionar y tratar de llegar al origen del dolor. Tuvimos una experiencia en el pasado en que fuimos profundamente heridos y no pudimos entender o manejar ese dolor. Tal vez la reacción a ese dolor fue de enojo, de incomodidad, de una falsa prudencia o de una humildad contenida y el dolor quedó enterrado en nuestro corazón. Creo que casi todos los errores humanos se derivan de una situación de dolor –de una ruptura, de un mal trato, de un desprecio, de violencia, de ser olvidado o ignorado–. Entonces cuando hay frustraciones o enojos enterrados, –estos no se pueden contener– tarde o temprano emergen en forma de ira, de soberbia, de arrogancia, de celos, de deseo de poseer o de avaricia, de necesidad de llamar la atención, necesidad de llenar los huecos afectivos en situaciones desmedidas como se da con la lujuria o con la gula, o también con el consumismo. Otro efecto es la pereza e incluso la enfermedad de la tristeza. Se manifiesta en una falta de control –se pierde el respeto a uno mismo y al otro; se insulta, se denigra, se humilla– tal vez de la misma forma en que nosotros fuimos agredidos o humillados. Ciertos dolores son tan profundos, que cuando surgen los convertimos en mentiras y fantasías que creamos para distorsionar, apaciguar o anestesiar el dolor. El camino de la reconciliación es un camino que no frecuentamos mucho; implica tener valentía para encontrar ese punto doloroso que cuando lo tenemos que enfrentar tememos que vuelva a doler como fue la primera vez. El miedo nos hace correr de nuevo a la “seguridad” de lo conocido, aunque implique subirnos a esa rueda de la fortuna que da vueltas sin parar y que solo nos marea, creando un vértigo espiritual. Cuando optamos por tener la valentía de buscar ese punto doloroso, algo maravilloso ocurre: nos percatamos que no estamos solos en ello. Jesús nos acompaña, nos sigue, está ahí justo para darnos la luz para poder ver el origen del error. Está ahí para darnos fuerza, para permitirnos ver con claridad, enfocando a lo importante. Sabemos que Él no nos juzga, como en el Evangelio cuando Él ama a la mujer adúltera. Él nos enseña con su ejemplo a no juzgarnos, sino a tener la mirada comprensiva compasiva de aquello que nos hirió. Él nos abraza, abraza nuestro dolor, sin interrogatorios, sin castigos, sin recriminaciones. Nos abraza y hace suyo nuestro dolor. Descubrir la verdad de lo que nos duele podría llevarnos a recorrer un camino larguísimo de interpretaciones y análisis. Pero cuando hacemos este recorrido en la presencia de Jesús, llegamos a ese punto del dolor de una forma rápida y precisa –no más atajos o caminos sin sentido–. Es ahí que vamos en el Camino con Él, que nos lleva a la Verdad, al punto exacto, y que como resultado nos abre la perspectiva a la Vida absolutamente colorida, a la Libertad de ser amados. El sacramento de la Reconciliación debe ser un proceso personal de introspección valiente. La meditación cristiana es de gran ayuda para emprender este camino de interioridad al centro de nuestra alma, donde Dios es, donde se da la fuente de la Gracia; donde ocurre el entendimiento y el discernimiento para luego, como consecuencia, entrar al proceso del perdón. ¿Qué es exactamente el perdón? El perdón es un regalo de Dios; es el premio de haber logrado una reconciliación, como el reconocimiento del origen del dolor y del error. Tocar ese punto doloroso a la luz de Jesús, nos libera, nos da paz, nos reconstituye. ¿Cómo entender la penitencia? Es una pena usar esta palabra para un proceso de auto-conocimiento y de conocimiento de Dios a la luz de su Amor. La palabra penitencia quiere decir “pena, expiación, castigo, corrección”. Es muy común que la oración (Rosarios, Padre Nuestros, Ave Marías) se utilice como un castigo o como una penitencia por haber cometido un error o un pecado. Creo que habría que substituir esta palabra por la palabra “Alabanza”. Cuando ha ocurrido una reconciliación luminosa, con un perdón interior –de mí mismo y de Dios–, tenemos que festejar, tenemos que alabar a Dios –surge de forma natural–. Mi alegría es el resultado de saberme y sentirme libre. En alegría canto al Señor, lo abrazo, me siento a-graciada y agradecida y me percato de todos los regalos que me hace para que yo lleve a cabo su plan divino. El proceso de reconciliación dejaría de ser un acto de pre-muerte, o la vestidura para el calvario. La reconciliación es un proceso de Vida Eterna, de alegría en conciliar mi condición humana con mi condición divina. Un retorno al hogar, un re-crearme en todo mi potencial –sabiendo que todo lo que parece ser mío, es el trabajo del Espíritu de Jesús, de su Espíritu Santo– que me da el honor de manifestarse en mi persona. |
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