El sacramento de la Reconciliación o Confesión, es un sacramento que nos permite descubrir, a través de nuestros errores, la fuente de la Gracia.
Sabemos que hemos cometido un error y muchas veces este se manifiesta con un malestar llamado culpa. ¡Qué incómodo es sentirnos culpables! Entonces corremos al confesionario para “confesar” el error y tratar de quitarnos esa culpa. Ver la reconciliación bajo esa perspectiva, es caer en la superficialidad y por muy arrepentidos que estemos y por mucha penitencia que hagamos, no lograremos llegar al fondo, al origen del error y por lo tanto no podremos experimentar y tocar la fuente de la Gracia. Por consecuencia, el error seguirá repitiéndose ad infinitum. La palabra ´re-conciliación´ significa, volver a conciliar. Es como en la contabilidad, tenemos que conciliar las cuentas –el saldo deudor y el saldo acreedor–. Si algo no se concilia, tenemos que buscar la cifra que hace la diferencia. Puede ser que no sumamos bien las cantidades, o nos faltó añadir alguna factura, o que escribimos mal una cifra, o tenemos un duplicado. Revisamos cada factura o entrada contable y de pronto encontramos dónde está el error, lo corregimos y conciliamos las cuentas. Cuando reconciliamos las cuentas no buscamos a los culpables; ni tampoco nos flagelamos diciendo que no somos buenos; tampoco tratamos de añadir una cifra falsa para que al final todo sume correctamente. Buscamos detenidamente qué fue lo que faltó o qué fue lo que sobró. La re-conciliación debe ser con nosotros mismos: encontrar la cifra que no permitía tener las cuentas claras. Cuando cometemos un error, debemos reconciliar los elementos que nos llevaron a ese error. A veces son muy simples –distracción, olvido, cansancio, no estar en el momento presente, no poner atención–. A veces son más complejos –un dolor profundo que no sabemos por qué o por dónde viene–. Cuando se trata de algo complejo, requerimos buscar el tiempo para reflexionar y tratar de llegar al origen del dolor. Tuvimos una experiencia en el pasado en que fuimos profundamente heridos y no pudimos entender o manejar ese dolor. Tal vez la reacción a ese dolor fue de enojo, de incomodidad, de una falsa prudencia o de una humildad contenida y el dolor quedó enterrado en nuestro corazón. Creo que casi todos los errores humanos se derivan de una situación de dolor –de una ruptura, de un mal trato, de un desprecio, de violencia, de ser olvidado o ignorado–. Entonces cuando hay frustraciones o enojos enterrados, –estos no se pueden contener– tarde o temprano emergen en forma de ira, de soberbia, de arrogancia, de celos, de deseo de poseer o de avaricia, de necesidad de llamar la atención, necesidad de llenar los huecos afectivos en situaciones desmedidas como se da con la lujuria o con la gula, o también con el consumismo. Otro efecto es la pereza e incluso la enfermedad de la tristeza. Se manifiesta en una falta de control –se pierde el respeto a uno mismo y al otro; se insulta, se denigra, se humilla– tal vez de la misma forma en que nosotros fuimos agredidos o humillados. Ciertos dolores son tan profundos, que cuando surgen los convertimos en mentiras y fantasías que creamos para distorsionar, apaciguar o anestesiar el dolor. El camino de la reconciliación es un camino que no frecuentamos mucho; implica tener valentía para encontrar ese punto doloroso que cuando lo tenemos que enfrentar tememos que vuelva a doler como fue la primera vez. El miedo nos hace correr de nuevo a la “seguridad” de lo conocido, aunque implique subirnos a esa rueda de la fortuna que da vueltas sin parar y que solo nos marea, creando un vértigo espiritual. Cuando optamos por tener la valentía de buscar ese punto doloroso, algo maravilloso ocurre: nos percatamos que no estamos solos en ello. Jesús nos acompaña, nos sigue, está ahí justo para darnos la luz para poder ver el origen del error. Está ahí para darnos fuerza, para permitirnos ver con claridad, enfocando a lo importante. Sabemos que Él no nos juzga, como en el Evangelio cuando Él ama a la mujer adúltera. Él nos enseña con su ejemplo a no juzgarnos, sino a tener la mirada comprensiva compasiva de aquello que nos hirió. Él nos abraza, abraza nuestro dolor, sin interrogatorios, sin castigos, sin recriminaciones. Nos abraza y hace suyo nuestro dolor. Descubrir la verdad de lo que nos duele podría llevarnos a recorrer un camino larguísimo de interpretaciones y análisis. Pero cuando hacemos este recorrido en la presencia de Jesús, llegamos a ese punto del dolor de una forma rápida y precisa –no más atajos o caminos sin sentido–. Es ahí que vamos en el Camino con Él, que nos lleva a la Verdad, al punto exacto, y que como resultado nos abre la perspectiva a la Vida absolutamente colorida, a la Libertad de ser amados. El sacramento de la Reconciliación debe ser un proceso personal de introspección valiente. La meditación cristiana es de gran ayuda para emprender este camino de interioridad al centro de nuestra alma, donde Dios es, donde se da la fuente de la Gracia; donde ocurre el entendimiento y el discernimiento para luego, como consecuencia, entrar al proceso del perdón. ¿Qué es exactamente el perdón? El perdón es un regalo de Dios; es el premio de haber logrado una reconciliación, como el reconocimiento del origen del dolor y del error. Tocar ese punto doloroso a la luz de Jesús, nos libera, nos da paz, nos reconstituye. ¿Cómo entender la penitencia? Es una pena usar esta palabra para un proceso de auto-conocimiento y de conocimiento de Dios a la luz de su Amor. La palabra penitencia quiere decir “pena, expiación, castigo, corrección”. Es muy común que la oración (Rosarios, Padre Nuestros, Ave Marías) se utilice como un castigo o como una penitencia por haber cometido un error o un pecado. Creo que habría que substituir esta palabra por la palabra “Alabanza”. Cuando ha ocurrido una reconciliación luminosa, con un perdón interior –de mí mismo y de Dios–, tenemos que festejar, tenemos que alabar a Dios –surge de forma natural–. Mi alegría es el resultado de saberme y sentirme libre. En alegría canto al Señor, lo abrazo, me siento a-graciada y agradecida y me percato de todos los regalos que me hace para que yo lleve a cabo su plan divino. El proceso de reconciliación dejaría de ser un acto de pre-muerte, o la vestidura para el calvario. La reconciliación es un proceso de Vida Eterna, de alegría en conciliar mi condición humana con mi condición divina. Un retorno al hogar, un re-crearme en todo mi potencial –sabiendo que todo lo que parece ser mío, es el trabajo del Espíritu de Jesús, de su Espíritu Santo– que me da el honor de manifestarse en mi persona.
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