La madurez psicológica de la persona requiere una armonización creciente entre las distintas dimensiones que nos constituyen: cuerpo, mente, sentimientos, imagen, sombra…, en un proceso de integración, crecimiento y autotrascendencia.
Pues bien, el camino para avanzar en ese proceso pasa por la sensación: el contacto con las propias sensaciones y sentimientos es condición indispensable para habitarse a sí mismo y para venir al momento presente. Parece claro que el cuerpo es la gran puerta que nos introduce en el presente –la mente nos mantiene alejados en el pasado o en la proyección del futuro–, y la sensación, la llave que la abre. Será por eso que, según cuenta una leyenda, cuando le preguntaron al Buddha cómo avanzar en la transformación personal, respondió: “Empieza por la respiración”. La respuesta del Buda es sabia. En una primera instancia, porque es a través del cuerpo, en principio a través de la respiración, como accedemos al cerebro emocional y, de ese modo, a la serenidad y a la unificación. Pero también porque, a otro nivel más profundo, al sentir el cuerpo, salimos de la cavilación mental, y venimos al presente, el único lugar donde puede producirse la integración de la persona y su trascendencia: en el presente, no solo nos percibimos como un “yo integrado” –entre las “orillas” del caos y la rigidez–, sino que emerge la consciencia de una nueva identidad. Decía Abraham Maslow, el gran psicólogo humanista y uno de los “padres” de la psicología transpersonal, que el camino de autorrealización, cuando no se aborta, conduce a la autotranscendencia. El trabajo de integración o unificación del yo no termina en él, sino que abre a un horizonte (transpersonal, transmental), en el que el propio yo –la identidad egoica– será transcendido: a esto nos referimos al hablar de “espiritualidad”. En ese proceso se opera el paso de la “personalidad” a la “identidad”, paso que requiere armonizar el trabajo psicológico con el espiritual: necesitamos cuidar el psiquismo –construir una “personalidad” armoniosa–, conscientes de que somos infinitamente más que él. Por decirlo de un modo simple: no somos un “yo” que haga un trabajo espiritual para crecer en consciencia, sino la Consciencia que ha tomado esta “forma” que llamo yo. A lo largo de estas entregas, me he ceñido a la dimensión intrapersonal de la inteligencia emocional. Junto a ella, se hace necesario reconocer la necesidad de cuidar la dimensión interpersonal. Bajo este prisma, la inteligencia emocional puede definirse como la capacidad de relacionarnos con los otros de una manera constructiva: desde la aceptación, la valoración, el respeto y la asertividad. Como es obvio, ambas dimensiones se entrecruzan, reforzándose o estancándose. El cuidado ajustado de uno mismo potenciará la capacidad de relaciones constructivas con los otros, y la vida relacional, así vivida, será fuente de crecimiento personal. Ambas dimensiones –intra e interpersonal– desembocarán en aquella más profunda que llamamos transpersonal. El reconocimiento de ese triple “nivel” es lo que garantiza y permite el despliegue integral del ser humano en toda su verdad.
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