Hay quien ha visto este relato como demostración de la ira de Jesús contra quienes habían mercantilizado el templo o incluso como expresión de su fanatismo religioso, “devorado por el celo” de la casa de Dios.
Sin embargo, el texto parece que apunta en otra dirección. Las actividades de los vendedores y cambistas estaban bien reguladas y contaban con un espacio en el propio templo. No solo estaban permitidas, sino que resultaban imprescindibles para los sacrificios religiosos y para asegurar las ofrendas en la propia moneda del templo. El de Jesús parece, más bien, un “gesto simbólico” –en la línea de los grandes profetas de Israel–, una parábola en acción, que contenía un mensaje subversivo: Dios no está encerrado en el templo. Tal mensaje se halla avalado por parábolas –como la del “buen samaritano” o la del “juicio universal”–, en las que se pone de manifiesto que existe un camino para encontrarse con Dios que no pasa por el templo. O por aquellas palabras que el propio evangelio de Juan pone en boca de Jesús: “Ha llegado la hora en que, para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén… Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4,21-24). La espiritualidad transciende templos y religiones. Incluye ciertamente una dimensión comunitaria (colectiva) y ritual, por lo que será necesario ir encontrando prácticas que permitan vivirla, expresarla, celebrarla y operativizarla, pero no queda constreñida dentro de los muros de ningún templo. El templo es el “cuerpo”, es decir, toda la realidad. Toda ella se halla habitada, sostenida y constituida por aquella Profundidad que transciende –a la vez que se expresa en– todas las formas. ¿Cómo expreso, celebro, comparto y vivo la espiritualidad?
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La crítica al clericalismo está socializada en la medida que se ha ido verbalizando una ideología en formato de estrategia de poder estructural legalizada y alejada de la esencia evangélica. En este grupo amplio con bastantes clérigos está incluido un buen ramillete de laicos y laicas, encantados de pertenecer a una doctrina clerical que les da seguridad y oculta en buena medida el compromiso que supone la evangelización.
La “religión” del poder clerical es una manera desviada -herética- de entender la Buena Noticia; no solo enturbia lo esencial sino que a veces escandaliza. Pero afanados en denunciar este adoctrinamiento bastante más materialista que espiritual, se nos olvida la autocrítica que los laicos debemos hacernos y aceptar por la falta de gancho social que tiene el Mensaje de Jesús. Apenas existe nada que nos cuestione en los muchos portales mediáticos específicamente católicos. Y eso que, en palabras de Karl Rahner, hay clero porque hay laicos; es al servicio de los laicos que los ordenados encuentran su razón de ser en la Iglesia. Acabamos de comenzar la Cuaresma y se impone el examen de conciencia que impulse nuestra conversión personal, a poder ser acompañado de un mea culpa estructural como colectivo laical por no estar a la altura de los carismas que el Espíritu impulsa para desarrollarlos en los ambientes sociales en que nos movemos. Junto a la desviación clericalista laica de que quienes la padecen y se creen en la actitud correcta, los demás tenemos nuestras asignaturas pendientes que todo el clericalismo del mundo no puede ocultar ¡Y somos la gran mayoría de la Iglesia!, en cuyas manos es donde germina la posibilidad real de universalizar el Evangelio a pesar de los escándalos de abusos sexuales y económicos del poder clerical; y de los escándalos de corrupción de los laicos que se dicen católicos. ¿Cómo seguir avanzando en la consolidación de un laicado adulto comprometido con la tarea evangelizadora de la Iglesia? ¿Qué nos falta para atraer hacia Jesús a tanto buscador honesto que no reconoce en nosotros nada interesante? Falta formación, compromiso comunitario y, sobre todo, el compromiso evangelizador desde el ejemplo activo. Nos puede el individualismo y la pasividad. Falta autocrítica y dejar de sentirnos como una vocación de segunda de tanto machacarnos esto durante los mejores años de poder clerical. Todo el Pueblo de Dios es servidor, algo que olvidamos muchas veces: descubrir el cristianismo como una “vocación” de discípulo, de seguidor de Cristo y ejemplo de vida laical (laos, pueblo). Esto presupone oídos atentos y ojos abiertos para escuchar la Palabra y mirada para discernir en los acontecimientos diarios, no solo en la Eucaristía. Incluso sentirnos solidarios con las personas éticas que buscan las mismas metas de justicia y liberación humanas aunque no sean creyentes de nuestra fe. Jesús pasó la vida sanando y defendiendo a los más pequeños y excluidos. Por eso, “Quien no está contra vosotros, está con vosotros” (Mc 9,40). Los laicos/as no ejercitamos la corresponsabilidad eclesial con una vida espiritual intensa que pueda contrarrestar la cultura materialista actual. Oración, cultivo de la vida interior, capacidad de silencio, escucha de la Palabra. Es necesario creer en las posibilidades del Evangelio, conociéndolo mejor, y desde ahí hacer teología de la Vida desde la vida. Es necesario que incrementemos nuestra cuota de corresponsabilidad eclesial, lo cual incluye aspectos tales como aceptar en serio y decididamente el protagonismo de la mujer y mejorar la imagen de la institución a base de ejemplo, que es lo único que atrae y arrastra. No es cristiano reducir la fe a una cuestión interior sin traducción encarnada en la vida colectiva. Somos testigos de Alguien que tiene una Buena Noticia. El poder acumulado por los clérigos no es razón para la pasividad irresponsable y cómplice, tantas veces, de posturas claramente poco evangélicas también de puertas adentro. No es de extrañar que no pocas veces nos vean desde fuera como peces muertos a favor de la corriente… La palabra valor es de un uso muy popular, y tiene muchas significaciones. Ciertamente, en el sentido de que hablo en el artículo es un total reflejo del título de la revista: Valores.
La palabra valor viene del latín: valor, valoris. Tiene un sentido comparable a "fuerza, fortaleza"; así lo indica su raíz indoeuropea: ser fuerte. En los diccionarios tanto catalán como castellano, y ciertamente en otros, la palabra valor tiene aproximadamente unos diez significados diferentes. Los mento para poder contextualizarlos. 01. Cualidad o conjunto de cualidades por las que una persona o una cosa merece consideración o ser tenida en cuenta: Sus recomendaciones tienen un gran valor para nosotros. Un sinónimo es "valía". 02. Precio o estimación equivalente: ¿Cuál es el valor de estas tierras? 03. Importancia o significado de una fecha o de un hecho: Su comentario no tiene mucho valor para mí. 04. Calidad de lo que es correcto o efectivo, o de lo que se ajusta a la ley: La peseta dejó de tener valor. Un sinónimo, "validez". 05. Cualidad de la persona que actúa con valor o determinación ante situaciones arriesgadas o difíciles: Se enfrentó a los problemas con mucho valor. Un sinónimo, "Ánimo, coraje, valentía". 06. Equivalencia de una moneda con referencia a la que se toma por patrón: El euro no tiene el mismo valor que el dólar. 07. Matemáticas: Cantidad o magnitud que se da a una variable: El valor de x en la ecuación x - 50 = 100 es 150. 08. Música: Duración de una nota musical según la figura con la que está representada: El valor de la negra es el doble del de la corchea. 09. Economía: Conjunto de documentos que representan la cantidad de dinero prestada a una empresa o sociedad para conseguir unas ganancias: Los valores son títulos que se cotizan en bolsa. 10. Meteorología: El valor de los grados de la temperatura: Los valores del tiempo de hoy son altos. 11. Valores: Un conjunto de normas o principios morales e ideológicos que dirigen el comportamiento de una persona o sociedad: Dicen que se están perdiendo muchos valores tradicionales. Vemos, por tanto, que la palabra valor depende del contexto. Este principio evita muchas confusiones y debates inútiles, teniendo en cuenta que toda palabra tiene sentido dentro de una frase y ésta en su texto y éste en su contexto. Y si no se tiene en cuenta el contexto, la palabra o el texto, entonces es un pretexto para decir cosas que no tienen nada que ver con el sentido de la palabra, concretado en una frase. Entiendo que la palabra valor aún puede tener más significados. Parto, por tanto, del número 11. El valor es o debe ser algo vital para la persona. Se debe sentir. Ayuda a crecer, madurar, progresar, desarrollar, expandirse. Un proceso de crecimiento o individuación, en terminología junguiana, total y si no fuera así, sería un autoengaño. Es más, en latín está la frase: Si vales, bene est;ego valeo;valetudinem tuam cura diligenter (Si te encuentras bien, mejor; me encuentro bien. Cuida de tu salud diligentemente). Valetudo,como valere, de la raíz valor, significa "salud". Por lo tanto, todo valor se refiere a la salud total e integral, vivida con fortaleza. Desde un ángulo humano o ético o moral o psíquico, los valores son esenciales no sólo para la solidez personal, sino también social. No se pueden separar porque todo Ser Humano es ser de relación. Y de aquí el sentido común, que es el sentido de la comunidad. Y si se escuchase a la comunidad, cuántas cosas cambiarían: la axiología sería más razonable. Un cuodlibeto podría ser: ¿Hay valores? ¿Hay crisis de valores? Los valores han existido siempre pero jerarquizados o en escala. Actualmente están por tierra, esparcidos, desordenados, desunidos, anarquía. La escalera axiológica se ha derrumbado o rota o vieja. Ante este panorama caótico, efecto de autoridades débiles y sin prestigio moral, afloran los antivalores. Un antivalor es todo valor inhumano, que destruye, destroza. Tal vez, el panorama actual sea así a nivel de sociedad y acentuado en mucho por los medios de comunicación. Lo podemos constatar en la mentira, calumnia, perjurio, media verdad o la posverdad, perversión, que son moneda corriente. Es más, oficializada por ciertas autoridades públicas. Y no digamos con los fake news (falsas noticias), que no caen del cielo. E insertando el miedo como forma de dominar. Una realidad que estamos viviendo y que hay que tomar distancia emocional por no dejarnos arrastras y perder valores. Por tanto, el que ha caído no es el valor, sino la escala de valores, técnicamente dicho "axiología", como he indicado anteriormente. No estamos en una época de cambio, sino en un cambio de época, aspecto del que se habla muchísimo. Esto indica que se debe trabajar para construir una nueva escala de valores o axiología. Y desde lo alto de la escalera se da una nueva mirada a un nuevo horizonte en este cambio de época. Una construcción íntegramente humana que pide amor, esfuerzo, confianza y esperanza para poder humanizarnos. Acaba de ser publicado un libro, cuyo título va por el pensamiento del artículo: La construcción de valores colectivos o Proyectos Colectivos para Sociedades dinámicas (Principios de epistemología axiológica). Editado por Herder, 2020. El autor es uno de los grandes pensadores catalanes actuales: Marià Corbí (1932), director del Centro de indagación de la Sabiduría Humana (CETR) de Barcelona (Catalunya) cuya apuesta es muy válida para el nuevo paradigma o nueva época. Corbí tiene en su haber una buena colección de libros, dignos de ser leídos para comprender este cambio de época. Uno de ellos es Hacia una espiritualidad laica(Herder, 2007). Un libro para comprender dónde se genera y emerge el cambio de valores. Por otra parte, menciono algunos valores, hay muchos más, que podemos considerar como constructivos tanto personal como socialmente: Dignidad humana, confianza, sinceridad (que no es espontaneidad), honestidad, responsabilidad, coherencia, solidaridad, esperanza. Y no olvidemos que, además, Abraham Maslow (1908-1970), fundador de la psicología transpersonal, nos muestra una escalera o axiología. De todo ello, hablaré en otro momento oportuno. Y concluyo con una cita de Paulo Freire (1921-1997), gran pedagogo: La educación no cambia absolutamente nada, cambia a las personas que tienen que cambiar el mundo. La primera lectura nos recuerda otro momento capital de la historia de la salvación: la promulgación del Decálogo. Exigiría un comentario tan detenido que lo omito. Basta recordar lo que dice el Salmo 18: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma». No es una carga insoportable, alegra el corazón. Algo que los catecúmenos, y todos nosotros, debemos recordar.
La segunda lectura y el evangelio se mueven en pleno ambiente de Cuaresma: la muerte y resurrección de Cristo ocupan un puesto capital en ellas. En la segunda, Cristo crucificado, aparente símbolo de la impotencia y la necedad, se revela como fuerza y sabiduría de Dios. En el evangelio, la escena de la expulsión de los mercaderes del templo, según la cuenta el cuarto evangelio, le permite a Jesús declarar: «Destruid este templo y lo levantaré en tres días». El poder y la sabiduría de Cristo crucificado (1 Corintios 1,22-25) Pablo, judío de pura cepa, pero que predicó especialmente en regiones de gran influjo griego, debió enfrentarse a dos problemas muy distintos. A la hora de creer en Cristo, los judíos pedían portentos, milagros, mientras los griegos querían un mensaje repleto de sabiduría humana. Poder o sabiduría, según qué ambiente. Pero lo que predica Pablo es todo lo contrario: un Mesías crucificado. El colmo de la debilidad, el colmo de la estupidez. Ninguna universidad ha dado un doctorado «honoris causa» a Jesús crucificado; lo normal es que retiren el crucifijo. Pero ese Cristo crucificado es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Quien sienta la tentación de considerar el mensaje cristiano una doctrina muy sabia humanamente, digna de ser aceptada y admirada por todos, debe recordar la experiencia tan distinta de Pablo. La expulsión de los mercaderes del templo (Juan 2,13-25) Un gesto revolucionario A nuestra mentalidad moderna le resulta difícil valorar la acción de Jesús, no capta sus repercusiones. Nos ponemos de su parte, sin más, y consideramos unos viles traficantes a los mercaderes del templo, acusándolos de comerciar con lo más sagrado. Desde el punto de vista de un judío piadoso, el problema es más grave. Si no hay vacas ni ovejas, tórtolas ni palomas, ¿qué sacrificios puede ofrecer al Señor? ¿Si no hay cambistas de moneda, cómo pagarán los judíos procedentes del extranjero su tributo al templo? Nuestra respuesta es muy fácil: que no ofrezcan nada, que no paguen tributo, que se limiten a rezar. Esa es la postura de Jesús. A primera vista, coincide con la de algunos de los antiguos profetas y salmistas. Pero Jesús va mucho más lejos, porque usa una violencia inusitada en él. Debemos imaginarlo trenzando el azote, golpeando a vacas y ovejas, volcando las mesas de los cambistas. Imaginemos la escena en nuestros días. Jesús entra en una catedral o una iglesia. Se fija en todo que no tiene nada que ver con una oración puramente espiritual, lo amontona y lo va tirando a la calle: cálices, copones, candelabros, imágenes de santos, confesionarios, bancos… ¿Cuál sería nuestra reacción? Acusaríamos a Jesús de impedirnos decir misa, comulgar, confesarnos, incluso rezar. ¿Por qué actúa Jesús de este modo? En el evangelio de Marcos, Jesús se comporta como un buen maestro, que justifica su conducta citando dos textos proféticos, de Isaías y Jeremías: «¿No está escrito: Mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Pues vosotros la tenéis convertida en una cueva de bandidos». En el evangelio de Juan, Jesús no actúa como maestro sino como hijo: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Estamos al comienzo del evangelio (lo único que se ha contado después de la vocación de los discípulos ha sido el episodio de las bodas de Caná), y ya se anuncia lo que será el gran tema de debate entre Jesús y las autoridades judías en Jerusalén: su relación con el Padre. Ese sentirse Hijo de Dios en el sentido más profundo es lo que le provoca esa fuerte reacción de cólera, incluso trenzando y usando un látigo (detalle que no aparece en los Sinópticos). Juan explica esta reacción con unas palabras que no aparecen en los otros evangelios: «Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu casa me devora». El celo por la causa de Dios había impulsado a Fineés a asesinar a un judío y una moabita; a Matatías, padre de los Macabeos, lo impulsó a asesinar a un funcionario del rey de Siria. El celo no lleva a Jesús a asesinar a nadie, pero sí se manifiesta de forma potente. Algo difícil de comprender en una época como la nuestra, en la que todo está democráticamente permitido. El comentario de Juan no resuelve el problema del judío piadoso, que podría responder: «A mí también me devora el celo de la casa de Dios, pero lo entiendo de forma distinta, ofreciendo en ella sacrificios». Quienes no tendrían respuesta válida serían los comerciantes, a los que no mueve el celo de la casa de Dios sino el afán de ganar dinero. La reacción de las autoridades En contra de lo que cabría esperar, las autoridades no envían a la policía a detener a Jesús (como harán más adelante). Se limitan a pedir un signo, un portento, que justifique su conducta. Porque en ciertos ambientes judíos se esperaba del Mesías que, cuando llegase, llevaría a cabo una purificación del templo. Si Jesús es el Mesías, que lo demuestre primero y luego actúe como tal. La respuesta de Jesús es aparentemente la de un loco: «Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré». El templo de Jerusalén no era como nuestras enormes catedrales, porque no estaba pensado para acoger a los fieles, que se mantenían en la explanada exterior. De todas formas, era un edificio impresionante. Según el tratado Middot, medía 50 ms de largo, por 35 de ancho y 50 de alto; para construirlo, ya que era un edificio sagrado, hubo que instruir como albañiles a mil sacerdotes. Comenzado por Herodes el Grande el año 19 a.C., fue consagrado el 10 a.C., pero las obras de embellecimiento no terminaron hasta el 63 d.C. En el año 27 d.C., que es cuando Juan parece datar la escena, se comprende que los judíos digan que ha tardado 46 años en construirse. En tres días es imposible destruirlo y, mucho menos, reconstruirlo. Curiosamente, Juan no cuenta cómo reaccionaron las autoridades a esta respuesta de Jesús. Pero nos dice cómo debemos interpretar esas extrañas palabras. No se refieren al templo físico, se refieren a su cuerpo. Los judíos pueden destruirlo; él lo reedificará. Tenemos aquí, también desde el comienzo del evangelio, algo equivalente a los tres anuncios de la Pasión y Resurrección en los Sinópticos, aunque dicho de forma mucho más breve: «Destruid este templo (Pasión y muerte) y en tres días lo levantaré» (Resurrección). Esto último explica por qué se ha elegido este evangelio para el tercer domingo. En el segundo, la Transfiguración anticipaba la gloria de Jesús. Hoy, Jesús repite su certeza de resucitar de la muerte. Con ello, la liturgia orienta el sentido de la Cuaresma y de nuestra vida: no termina en el Viernes Santo sino en el Domingo de Resurrección. Jesús, nuevo templo de Dios Hay otro detalle importante en el relato de Juan: el templo de Dios es Jesús. Es en él donde Dios habita, no en un edificio de piedra. Situémonos a finales del siglo I. En el año 70 los romanos han destruido el templo de Jerusalén. Se ha repetido la trágica experiencia de seis siglos antes, cuando los destructores del templo fueron los babilonios (año 586 a.C.). Los judíos han aprendido a vivir su fe sin tener un templo, pero lo echan de menos. Ya no tienen un lugar donde ofrecer sus sacrificios, donde subir tres veces al año en peregrinación. Para los judíos que se han hecho cristianos, la situación es distinta. No deben añorar el templo. Jesús es el nuevo templo de Dios, y su muerte el único sacrificio, que él mismo ofreció. Final Este resumen ofrece una imagen extraña de Jesús. El evangelio de Juan no se esfuerza por presentarlo como una persona simpática, todo lo contrario. Incluso con su madre se comporta de forma hiriente en Caná. Aquí, no se fía ni siquiera de los que creen en él. Es difícil saber qué impulsó al evangelista a escribir estas líneas. Quizá responde a una crítica que algunos cristianos hacían a Jesús: «Fue demasiado crédulo. Se fiaba demasiado de la gente. Incluso de Judas». El evangelista indica que siempre supo lo hay dentro de cada persona. Si lo mataron no fue por ingenuo, sino por propia decisión. El culto que no me obliga a mejorar mis relaciones con los demás es idolatrado por: Fray Marcos3/7/2021 En las tres primeras lecturas de los domingos que llevamos de cuaresma, se nos ha hablado de pacto. Después de la alianza con Noe (Dom. 1) y con Abraham (Dom. 2), se nos narra hoy la tercera alianza, la del Sinaí. La alianza con Noé fue la alianza cósmica del miedo. La de Abrahán fue la familiar de la promesa. La de Moisés fue la nacional de la Ley. ¿Cómo debemos entender hoy estos relatos? Noé, Abrahán y Moisés, son personajes legendarios.
La historia “sagrada” que narra la vida y milagros de estos personajes se escribió hacia el s. VII antes de Cristo. Son leyendas míticas que no debemos entender al pie de la letra. Se trata de experiencias vitales que responden a las categorías religiosas de cada época. Hoy nadie, en su sano juicio, puede pensar que Dios le dio a Moisés unas tablas de piedra con los diez mandamientos. No fue Dios quien utilizó a Moisés para comunicar su Ley, sino Moisés el que utilizó a Dios para hacer cumplir unas normas que él elaboró sabiamente. Dios no puede hacer pactos porque no puede ser “parte”. Una cosa es la experiencia de Dios que los hombres tienen según su nivel y otra muy distinta lo que Dios es. Jesús habló del Dios de la “alianza eterna”. Dios actúa de una manera unilateral y desde el ágape, no desde un "toma y daca" con los hombres. Dios se da totalmente sin condiciones ni requisitos, porque el darse (el amor) es su esencia. En el Dios de Jesús no tienen cabida pactos ni alianzas. Lo único que espera de nosotros es que descubramos el don total de sí mismo. No se trata de purificar el templo sino de sustituir. El relato del Templo lo hemos entendido de una manera demasiado simplista. Siempre interpretamos la Escritura de manera que nos permita tranquilizar nuestra conciencia echando la culpa a los demás. Como buen judío, Jesús desarrolló su vida espiritual en torno al templo, pero su fidelidad a Dios le hizo comprender que lo que allí se cocía no era lo que Dios esperaba. Recordemos que cuando se escribió este evangelio, ni existía ya el templo ni la casta sacerdotal tenía ninguna influencia en el judaísmo. Pero el cristianismo se había convertido ya en una religión que imitó la manera de dar culto a Dios. Es el culto de ayer y de hoy el que debe ser purificado. Es casi seguro que algo parecido a lo que nos cuentan, sucedió realmente, porque el relato cumple perfectamente los criterios de historicidad. Por una parte, lo narran los cuatro evangelios. Por otra es algo que podía interpretarse por los primeros cristianos, (todos judíos), como desdoro de la persona de Jesús. No es fácil que nadie se pudiera inventar un relato que critica todo el organigrama del culto desde una mayor fidelidad a Dios. Nos han dicho que lo que hizo Jesús en el templo fue purificarlo. Esto no tiene fundamento, puesto que lo que estaban haciendo allí los vendedores era imprescindible para el desarrollo de la actividad del templo. Se vendían bueyes, ovejas y palomas, que eran la base de los sacrificios. Los animales vendidos estaban controlados por los sacerdotes y así se garantizaba que cumplían todos los requisitos de pureza legal. También eran imprescindibles los cambistas, porque el templo solo podía recibir dinero puro, es decir, acuñado por el templo. En la fiesta de Pascua, llegaban a Jerusalén israelitas de todo el mundo y a la hora de hacer la ofrenda no tenían más remedio que cambiar su dinero romano o griego por el del templo. Jesús quiso manifestar con un acto profético, que aquella manera de dar culto a Dios no era la correcta. En esos días de fiesta podía haber en el atrio del templo 8.000 personas. Es impensable que un solo hombre con unas cuerdas pudiera arrojar del templo a tanta gente. El templo tenía su propia guardia, que se encargaba de mantener el orden. Además, en una esquina del templo se levantaba la torre Antonia, con una guarnición romana. Los levantamientos contra Roma tenían lugar siempre durante las fiestas. Eran momentos de alerta máxima. Cualquier desorden hubiera sido sofocado en unos minutos. Las citas son la clave para interpretar el hecho. Para citar la Biblia se recordaba una frase y con ella se hacía alusión a todo el contexto. Los sinópticos citan a (Is 56,3-7): "mi casa será casa de oración para todos los pueblos”; y a (Jer 7,8-11): "pero vosotros la habéis convertido en cueva de bandidos". Is hace referencia a los extranjeros y a los eunucos, excluidos del templo, y dice: “yo los traeré a mi monte santo y los alojaré en mi casa de oración. Sus sacrificios y holocaustos serán gratos sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos”. Dice que, en los tiempos mesiánicos, los eunucos y los extranjeros podrán dar culto a Dios. Ahora, no podían pasar del patio de los gentiles. El texto de (Jer 7,8-11) dice así: "No podéis robar, matar, adulterar, jurar en falso, incensar a Baal, correr tras otros dioses y luego venir a presentaros ante mí, en este templo consagrado a mi nombre, diciendo: Estamos seguros, para seguir cometiendo los mismos crímenes. ¿Acaso tenéis este templo por una cueva de bandidos?”. Los bandidos no son los que venden palomas y ovejas, sino los que hacen las ofrendas sin una actitud mínima de conversión. Son bandidos, no por ir a rezar, sino porque solo buscaban seguridad. Lo que Jesús critica es que, con los sacrificios, se intente comprar a Dios. Como los bandidos se esconden en las cuevas, están seguros hasta que llegue la hora de volver a robar y matar. Juan cita un texto de (Zac 14,20) que en aquel día se leerá en los cascabeles de los caballos: "consagrado a Yahvé", y “serán las ollas de la casa del Yahvé como copas de aspersión delante de mi altar”; y “toda olla de Jerusalén y de Judá estará consagrada a Yahvé y los que vengan a ofrecer, comerán de ellas y en ellas cocerán; y ya no habrá comerciantes en la casa de Yahvé en aquel día". Esa inscripción "consagrado a Yahvé" la llevaban los cascabeles de las sandalias de los sacerdotes y las ollas donde se cocía la carne consagrada. Quiere decir que, en los tiempos mesiánicos, no habrá distinción entre cosa sagrada y cosa profana. Los vendedores interpelados (los judíos), le exigen un prodigio que avale su misión. No reconocen a Jesús ningún derecho para actuar así. Ellos son los dueños y Jesús un rival que se ha entrometido. Ellos están acreditados por la institución misma y quieren saber quién le acredita a él. No les interesa la verdad de la denuncia, sino la legalidad de la situación, que les favorece. Pero Jesús les hace ver que sus credenciales han caducado. Las credenciales de Jesús serán: hacer presente la gloria de Dios a través de su amor. Suprimid este santuario y en tres días lo levantaré. Aquí encontramos la razón por la que leemos el texto de Jn y no el de Mc. Esta alusión a su resurrección da sentido al texto en medio de la cuaresma. Le piden una señal y contesta haciendo alusión a su muerte. Su muerte hará de él el santuario definitivo. La razón para matarlo será que se ha convertido en un peligro para el templo. El fin de los tiempos, en Jn está ligado a la muerte de Jesús. Si dejásemos de creer en un Dios “que está en el cielo”, no le iríamos a buscar en la iglesia (edificio), donde nos encontramos tan a gusto. Si de verdad creyésemos en un Dios que está presente en todas y cada una de sus criaturas, trataríamos a todas con el mismo cuidado y cariño que si fuera él mismo. Nos seguimos refugiando en lo sagrado, porque seguimos pensando que hay realidades que no son sagradas. El evangelio está sin estrenar. Meditación Mis relaciones con Dios siguen siendo un “toma y daca”, sin ninguna repercusión en mis relaciones con los demás. Dios se me ha dado totalmente para que yo haga lo mismo. Mi tarea consiste en tomar conciencia de ese don total. Mi entrega a los demás corresponderá entonces a esa realidad. La acción simbólica que Jesús realiza en el recinto del Templo es narrada por los cuatro Evangelios, aunque con acentos y perspectivas diferentes. El hecho de que todos la recuerden muestra su historicidad y nos sitúa ante un hecho de la vida de Jesús que, sin duda, nos desconcierta porque expresa una indignación que no estamos acostumbrados/as a ver en Jesús.
Al contrario de los evangelios sinópticos (que sitúan esta escena al final de la vida de Jesús) el texto de Juan narra esta historia al comienzo de la vida itinerante de Jesús por Palestina. De este modo la acción que el Maestro realiza se muestra como un acto que revela el horizonte de su misión y su propuesta salvadora. El templo de Jerusalén El Templo de Jerusalén era el referente central en la experiencia religiosa de Israel. A su sombra se fue fraguando su identidad como pueblo. Las normas, ritos y festividades que han ido conformando su vida cultual orientaban el camino de encuentro con Dios, pero también delimitaban el modo en que hombres y mujeres judías debían comprender y relacionarse con él. El recinto se dividía en diferentes espacios que se iban desplegando desde los más profanos a los más sagrados a través de los cuales se visibilizaban las fronteras sociales y religiosas que determinaban lo que era puro o impuro en relación con Dios[1]. El relato comienza con la llegada de Jesús a Jerusalén en un momento próximo a la celebración de la fiesta de la Pascua. Se dirige al Templo, pero lo que allí ve no le gusta. Con frecuencia pensamos que Jesús se indignó porque se encuentra con gente que está haciendo negocios, no siempre lícitos en el lugar sagrado. Pero, en realidad las cosas eran un poco diferentes. Con motivo de la fiesta Jerusalén se llenaba de creyentes judíos que venían de todos los lugares del Imperio para vivir uno de los momentos más significativos del calendario religioso. Al templo se accedía a través de un patio, denominado “atrio de los gentiles”, al que podían entrar cualquier persona y en él se situaban los/as vendedores/as de animales y de objetos que cumplían los requisitos legales y rituales que los hacían aptos para los sacrificios y ofrendas. Además, como se consideraba impura cualquier moneda que no fuese acuñada en el recinto sagrado había también puestos que, a modo de banco, cambiaba ese dinero por dinero no contaminado. Todo esto era necesario para que se pudiese llevar a cabo de forma adecuada el culto sacrificial que se consideraba era digno de Dios. Nadie por tanto consideraba esto sacrílego o pecaminoso, aunque sin duda, existiesen abusos o prácticas fraudulentas. La casa de mi Padre/Madre En este contexto tenemos que preguntarnos por qué Jesús se indignó tanto al ver en el patio la actividad habitual en medio de las celebraciones religiosas. El problema no era lo que se hacía sino cómo se entendía lo que se hacía. Jesús actúa de ese modo porque entiende que el modo en que se pretende dar culto a Dios no es el adecuado. Al estilo profético, Jesús denuncia que ese no es el culto que Dios, su abba, desea[2]. Y no lo es porque el culto se sostenía en fronteras rituales que separaban lo sagrado y lo profano, los buenos de los malos, los puros de los impuros, y Dios quería un encuentro sin fronteras con cualquier ser humano que lo buscase, lo necesitase o sencillamente lo invocase. L@s discípul@s vieron, escucharon y recordaron El autor del evangelio de Juan, después de narrar el hecho, intenta explicarlo y lo hace introduciendo dos textos de la Escritura: Zac 14, 20-21 y el Salmo 69, 10. Ambos textos visibilizan la tradición mesiánica, la narrativa que sostenía la esperanza de Israel en alguien, que, en nombre de Dios, les trajese liberación y reconstruyese al pueblo amenazado por tantas crisis y oprimido una y otra vez. El texto del profeta Zacarias se pone en boca de Jesús de forma bastante libre cuando dice: “no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado”. La alusión hace referencia a unas palabras del profeta que busca hacer entender a Israel que la autentica salvación no llega por sacralizar espacios personas u objetos, sino que llegará cuando se deje habitar a Dios en cualquier espacio, persona u objeto porque toda la realidad es casa de Dios, es lugar de su presencia[3]. Las palabras del salmo 69 que l@s discipul@s recuerdan “el celo por tu casa me cuesta la vida”, evocan el camino que las primeras comunidades hicieron para entender la muerte de Jesús y la relación que ésta tiene con su actitud hacia el templo. En la vida de Jesús y en su final se revelaba un modo diferente de entender a Dios y su relación con los seres humanos. Un modo que lo enfrentó a las autoridades religiosas y civiles de su tiempo y que se expresaba con claridad en su indignación al tirar las mesas del mercado en el Templo. Jesús cuestiona y rechaza ese lugar sagrado de Israel porque no sirve como mediación para un culto basado en la misericordia, la inclusión y el perdón que Dios quiere regalar a los seres humanos. Para el evangelista y su comunidad queda claro que con Jesús se ha inaugurado un tiempo nuevo, se ha ampliado la tienda en la que Dios nos encuentra, se han roto las barreras que nos separan, porque ahora es Jesús en su historia concreta (su cuerpo), en su palabra y en su actuación quien señala el camino auténtico hacia Dios y quien revela su autentico rostro. Escuchando el relato joánico quizá podamos preguntarnos si hoy en nuestra Iglesia estamos siguiendo el modelo cultual del templo o el que nos ofreció Jesús. Si seguimos poniendo un mercado sagrado para preservar nuestros ritos o caminamos descalz@s por los caminos polvorientos de la vida refrescando nuestro corazón con una espiritualidad despojada de fardos ajenos y sostenida en la confianza en un Dios que es siempre compañero y amigo. Vengo de recibir y celebrar la ceniza. Y me ha resultado un tanto frío. Yo creo que podemos celebrar con gestos más vivos, más activos. Y de mayor optimismo.
Más que ceniza, yo pondría un gran brasero donde vayamos echando cosas para quemar que den luz y calor. Acciones que a lo largo de la cuaresma van a ser positivas para iluminar la vida. ¿Qué podemos hacer para las personas entristecidas por el Covid o por otros problemas de la vida? De ahí brota la ceniza. Una biblia: como compromiso y camino a recorrer. Sería bueno el leer los cuatro evangelios a lo largo de los cuarenta días. Colonia: buen olor. Ya nos lo indica Jesús en el evangelio. Como expresión de la alegría de que Dios nos ama y lo celebramos en la experiencia de la vida. He utilizado este símbolo durante varios años y nos pone en pista de conversión a la Presencia del Reino en nuestras vidas. Alimentos. Y quizás para empezar: dulces que podamos llevar a alguna persona mayor, o sola o enferma. O con un compromiso de compartir día a día nuestra vida con los necesitados. Igual es bueno hacer una lista de posibles ayudas a personas que sufren y por lo menos, intentar que estén felices. Me gustaría hacer y vivir una cuaresma de alegría y esperanza. Que para nieblas y obscuridad ya llevamos un año seguido. Y aún los signos aparentemente más serios, pueden estar llenos de expresividad. Tierra y agua, hacen barro. Con él podemos marcarnos la frente y recordar nuestro ser polvo resucitado. Y en lugar del salmo 50, como Leitmotiv de esta temporada, el salmo 8, cantando las grandezas de Dios, aún a pesar de la pandemia. Cambiar las tornas a nuestros sentimientos. Una mascarilla: signo de nuestro silencio orante o de nuestro hablar con las demás personas que se purifica. Un gel: Para limpiar nuestras manos y si puede ser, purificar nuestro corazón. Que sanemos todo lo que toquemos. Y que, como nos dice el papa Francisco, dediquemos la cuaresma a sanar y cuidar los cuerpos y las almas de los sufrientes. Y el gran sigo: el Cirio Pascual: Jesús, Luz que ilumina nuestras vidas y nuestras realidades y que es nuestra seguridad ahora y en la plenitud. Tenemos signos que representan y llevan en sí nuestras vidas y experiencias de toda esta época cuaresmal. Así nuestras celebraciones serán vivas y expresión de nuestras vidas, sentimientos y acciones. Ya sé que no conozco lo que me va a tocar vivir, pero que mi ánimo vaya impregnado en la alabanza, la confianza y la vivencia en Dios mi Salvador. Ya desde la Edad Media el tema del Carnaval y de la Cuaresma comenzó a ser tratado por diversos autores como manifestaciones antagónicas y opuestas de una misma realidad. El Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, es sin ningún género de dudas el exponente más claro a nivel de literatura. En una sociedad cristiana a la fuerza es más que evidente que la Iglesia tenía la primera y última palabra respecto a sus fieles, súbditos la inmensa mayoría. Una sociedad (cristiandad), por otra parte, muy desigual, donde los deberes abundaban por doquier, siendo unos pocos, incluida una parte de la Iglesia (el clero alto concretamente), quienes gozaban de los derechos y privilegios que ellos mismos se daban; y todo ello, para más “inri”, en el nombre de Dios. El tiempo en los templos, iglesias y conventos con sus liturgias y celebraciones, además de los cumplimientos más que abarrotados de preceptos y normas, ocupaba la parte más importante de la vida de aquellas gentes. Una vida, por otra parte, dura y exigua ya no de derechos, que brillaban por su ausencia, sino sobre todo por la dureza de las condiciones que hacían de ella más un simulacro que una realidad.
Por ello precisamente, aquellas gentes buscaban cualquier tipo de resquicio, normalmente algunos días indicados, para poder alegrar sus cuerpos; ya que para sus almas tenían días más que en exceso, y no precisamente para alegrarlas, sino para recordarlas su conducta pecaminosa de manera constante y, por ende, el castigo del infierno que recibirían de manera segura si no cambiaban su manera de vivir. Durante cuarenta días, la Cuaresma, serían advertidos de los peligros gravísimos de una vida disoluta y desordenada; un castigo tan desproporcionado como era el infierno y, además, para toda la eternidad. Con lo que ello suponía: una vida dura aquí y con creces después, siendo imposible imaginar lo que podría llegar a suponer todo esto. Era quizás el tiempo del Carnaval el que mejor ofrecía oportunidad y ocasión para el desenfreno en todos los campos, de manera especial el de la lujuria, tan reprimido con sentencias condenatorias y tremebundas por la Iglesia, antes de entrar en la temida Cuaresma, sobre todo por sus penitencias y privaciones; aunque, a decir verdad, resulta imposible imaginar de qué más se les podía privar a aquellas gentes. Con la llegada de la Pascua, una vez acabada la Cuaresma, se presentaba el tiempo nuevo que, para aquellas gentes, no consistía en otra cosa que continuar malviviendo humana y espiritualmente. Pues bien. Una de las palabras más pronunciadas desde mediados del mes de marzo de 2020 hasta hoy es precisamente la palabra “cuarentena”, cuyos orígenes no son otros que la Cuaresma cristiana. Una “cuaresma” que llegó de manera forzada y sin previo aviso. Digo esto porque la Cuaresma cristiana ya viene establecida por el calendario litúrgico y, por tanto, los fieles saben cómo deben enfrentarse a ella o como vivirla. No así esta otra que nos pilló a todas y a todos por sorpresa. Una “cuaresma” precedida por un “carnaval” de muchos años, demasiados, abusando todos de todo (de la naturaleza, del cosmos, del medio ambiente y, lo que es muchísimo más grave, de las personas), pero, por qué no decirlo, unos más que otros. Porque me parce injusto que esta “cuaresma” la tengan que vivir todos los países del mundo de la misma manera, y también todas las personas, cuando el carnaval ha sido muy distinto; ¡vaya que si ha sido! Un “carnaval” de opulencias de los países ricos frente a una ausencia del más pequeño de los “carnavales” para los países pobres. Y ya no digamos a nivel personal: tres mil millones de personas malviviendo porque carecen de lo todo lo elemental para tener una vida ya no digna, sino con unos mínimos tintes de humanidad, frente a una decena de fortunas, y otras cuantas más que las acompañan, disfrutando de todo tipo y clase de placeres que les puedan venir en gusto y gana. En este caso, además, ya tendrán quienes, desde confesiones religiosas y diferentes iglesias, tranquilicen sus conciencias y los animen a que cumplan algunos ejercicios religiosos y de piedad, no muy costosos, por cierto, amén de contribuir con algunas limosnitas (mejor si son un poco suculentas) para que sean tenidos y admirados aquí como gente ferverosa y creyente en dios (en el suyo, claro) y después consigan la “vida eterna”. Una vida eterna ganada, como no podía ser de otra manera, con el cumplimiento de los ritos que les han ido prescribiendo los dirigentes de las “religiones” que practican y de las iglesias que frecuentan. Y, ¿qué “pascua” saldrá de esta “cuaresma” vivida de manera tan desigual? No hay que ser muy agudos para adivinarlo. La riqueza y la opulencia, igual que la pobreza y la miseria, continuarán estando del mismo lado que hasta ahora. Los mismos continuarán haciendo la “pascua” a los mismos, condenándolos a vivir de manera ininterrumpida una “cuaresma” demasiado pesada y sin haber estado precedida, además, de ningún tipo de “carnaval”. Algunos, muchos para ser más exactos, me tildarán de pesimista por las palabras que digo; pero soy de aquellas personas que no cree en los propósitos a la fuerza (como los que muchas personas acostumbran a hacer a principio del nuevo año). Y me temo que la “cuaresma pandémica” ha sido a la fuerza y, además, sin haber avisado antes. Estas reflexiones me han brotado después de participar en una tertulia virtual con un grupo de nuestra Comunidad de la Esperanza y de escuchar una videoconferencia del jesuita Rodríguez Olaizola. No podemos evitarlo. Vivimos, oímos, vemos, hasta tocamos esta atmósfera provocada por ese bichito, procedente de China, que domina el planeta. Pandemias ha habido siempre, más o menos globales, que han asolado a la humanidad.
¿Qué ha ocurrido para que ésta alcance tal magnitud en nuestra conciencia? Primero: Está afectando a nuestro orgulloso Occidente. Segundo: La globalización económica, con el trasiego constante y rápido de mercancías y personas de unos países a otros. Y tercero: Las interconexiones mediáticas instantáneas, las tradicionales más las redes sociales, que han hecho del globo terráqueo una aldea global. Frente a esta situación, se están dando dos respuestas opuestas, igualmente perniciosas en sus efectos. La primera, la de los negacionistas: la pandemia no existe, es un bulo creado por ciertos poderes ocultos para aumentar su dominio sobre nosotros. La segunda es la de quienes se han hundido en un pavor extremo, en el que piensan que no hay nada que hacer; por lo que o disfrutamos a lo loco cada minuto de la existencia que nos quede o nos encerramos en la depresión más amarga. Claro que cabe un respuesta más humana y esperanzada. Ver la crisis como una oportunidad. Para ello, aprovechando el confinamiento de tantas horas en nuestras casas, hemos de empezar por frenar. Iniciar un proceso de pensamiento sobre nuestra propia existencia y el sentido de nuestra vida. Hemos de reconocer que, a pesar de los avances tecnocientíficos, somos seres frágiles, extremadamente vulnerables. Y que la muerte, la mía y la de los míos, forma parte de la existencia humana. Tenemos fecha de caducidad, aunque ignoremos cuál sea. Nuestra inmovilidad no ha de impedirnos ser peregrinos de nuestro interior. Ahondar dentro de nosotros con preguntas claves: ¿Somos personas líquidas, a merced de vaivenes exteriores o personas sólidas con anclajes firmes, pero flexibles? ¿Hemos desarrollado un pensamiento crítico, capaz de evolucionar, sin caer en gregarismos fáciles? ¿Estoy abierto a la escucha leal, aceptando que me lleven la contraria, para irme acercando a la verdad desde otras perspectivas? Este análisis ¿me permite ver qué cambios debo realizar en mis actitudes vitales? ¿No debo empezarlos ya, en el hoy en que me encuentro? Sé que no parto de cero, mi vida tiene su historia, aunque seguro que debo cambiar el relato que hago de ella. Y desde ese ayer, con los pies anclados en el presente, es el momento de abrirme a un mañana esperanzado. Mi actitud debe ser de una humildad agradecida. A esos tús cuyos encuentros me han ido modelando. ¿No puedo resumir la lección de la pandemia en tres verbos: Buscar, Esperar, Agradecer? Según el diccionario, polaridad “es la condición de lo que tiene propiedades o potencias opuestas, en partes o direcciones contrarias”. Lo de direcciones contrarias nos suena bastante porque seguramente nos habrán acusado más de una vez de comportarnos de manera contradictoria y otras muchas, a regañadientes, hemos tenido que reconocer que era verdad. Consuela un poco que le pasara también a san Pablo cuando decía que no sabía los que le pasaba: en vez de hacer lo que quería, hacía justamente lo contrario (Cf Rom 7, 15).
La culpa –decimos– es de esos polos enfrentados que tiran de nosotros en direcciones opuestas y nos llevan a decir por ej.: “yo soy de los convencidos de las bondades del madrugar, pero, cuando suena el despertador, pienso ¡cuántos beneficios tiene también el sueño!”. “Soy defensor acérrimo de lecturas serias y profundas y prefiero los documentales de la 2, pero, claro, necesito también distenderme y por eso me engancho a las series de Netflix…”. “El colesterol disparado me ha hecho decidir un cambio en mis hábitos de alimentación, pero tampoco voy a hacerle un feo a mi cuñada que ha traído esta sobrasada de Mallorca…”. “Ya sé que la oración es importantísima, pero es que no quiero evadirme de la realidad y para no correr ese peligro, nunca le dedico tiempo…” Antes de llegar a amargas conclusiones sobre la condición humana en general y la propia en particular, conviene leer en Marcos 6, 30-52 cómo armonizaba sus polaridades el que era “igual a nosotros menos en el pecado…”, pero tan bipolar como el que más (el calificativo es de González Faus, no mío). Ocurre después del signo de los panes (¿quién habla de multiplicación?). No había sido una operación tipo “buffet libre para todos”, sino una señal enigmática a conservar en la memoria para seguir haciéndose preguntas: qué pan es este que falta, pero que no se compra; que hay que ofrecer aunque sea insuficiente; que está vinculado a “lo de arriba” a través de la bendición; que no se agota aunque se reparta sin medida. Inmediatamente después Jesús “obligó a sus discípulos a embarcarse y a ir delante a la otra orilla y, después de despedir a la gente, subió al monte a orar” (Mc 6,45). Hay un matiz claro de urgencia y de cierta precipitación en su manera de actuar, como si le apremiara el deseo de quedarse solo: uno de sus polos –el de su relación secreta con el Padre– tira de él de manera irresistible y él cede a esa atracción, sube al monte y se pone a orar. Pero después su otro polo, el que le atrae hacia nosotros, “se activa” y le hace mirar desde arriba y desde lejos la barca en la que sus amigos reman trabajosamente con viento contrario. Y entonces deja la oración y baja del monte para ir a su encuentro con aquella extravagante ocurrencia de “caminar sobre el agua” y decirles: “No tengáis miedo, soy yo”. Ya está de nuevo con ellos, ya ha retomado su lugar familiar y “el viento se calmó”. No es una precisión metereológica, sino una manera de decir que las oposiciones han quedado reconciliadas y los contrarios armonizados. Que cuando “el Bipolar” oraba, no desenganchaba la atención hacia su gente; que era precisamente subir al monte lo que le daba mejor perspectiva para contemplarlos. Que el Distante –apartado y a solas–, seguía siendo el Atento, el Cercano, el Amigo que no se desentendía. Cuánta falta nos hace aprenderlo. |
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