Hay dos episodios en los evangelios bastante parecidos, aunque muy diferentes. Se parecen en el escenario (una barca en medio del lago de Galilea en circunstancias adversas) y en los protagonistas (Jesús y los discípulos). Se diferencian en que, en el primer caso, la barca está a punto de zozobrar y los discípulos corren peligro de muerte; en el segundo, sólo se enfrentan a un fuerte viento en contra que hace inútiles todos sus esfuerzos.
Traducido a la experiencia de nuestros días, la tempestad calmada recuerda a numerosas comunidades cristianas, sobre todo de África y Oriente Medio, que se ven amenazadas de muerte y gritan a Jesús: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» El viento en contra hace pensar en tantas otras comunidades, especialmente de occidente, que luchan contra viento y marea, cada vez con menos fuerzas, y sin ver resultados tangibles. El primer episodio, la tempestad calmada, tiene un claro paralelo en el Salmo 107 (106), 23-32, donde los navegantes gritan a Dios en el peligro y él los salva; en el evangelio, los discípulos gritan a Jesús y es este quien los salva. Pero el segundo episodio, el de la barca con viento en contra y Jesús caminando sobre el agua, no me recuerda ningún episodio del Antiguo Testamento. Sin embargo, está tan anclado en la primitiva tradición cristiana que no sólo lo cuentan Marcos y Mateo, sino incluso Juan, que generalmente va por sus caminos. Es muy curioso que Lucas omita esta escena: probablemente pensó que presentar a Jesús caminando sobre el agua y confundido con un fantasma iba a plantear a sus cristianos más problemas que beneficios. El relato de Mateo Se inspira en el de Marcos, pero introduciendo cambios muy significativos. Podemos dividirlo en cuatro escenas. Primera escena: Jesús se separa de los discípulos Hablando en términos cinematográficos, es un montaje en paralelo. Inmediatamente después de la comida, Jesús obliga a sus discípulos a embarcarse, mientras él despide a la gente. Luego se retira a rezar «a solas» y, al anochecer, «seguía allí solo». Mientras, los discípulos se encuentran «a muchos estadios de tierra» (Juan dice que a unos 25-30 estadios, 5-6 km, lo que supone en mitad del lago). Con esto se acentúa la distancia física de Jesús con respecto a los discípulos; y también la distancia temporal, porque los despide por la tarde y no se dirige hacia ellos hasta el final de la noche. [La traducción litúrgica dice «de madrugada»; el texto griego, «a la cuarta vela», entre las 3 y las 6 a.m.; los romanos dividían la noche en cuatro velas, desde las 6 p.m. hasta las 6 a.m.]. A nivel simbólico, quedan contrapuestos dos mundos: el de la intimidad con Dios (Jesús orando) y el de la dura realidad (los discípulos remando). Ha sido Jesús el que los ha abandonado a su destino. Segunda escena: Jesús se acerca a los discípulos Mateo cuenta con asombrosa naturalidad y sencillez algo inaudito: el hecho de que Jesús se acerque caminando sobre el lago. Los discípulos no reaccionan con la misma naturalidad: se asustan, porque piensan que es un fantasma, tienen miedo, gritan. Es la única vez que se usa en el Nuevo Testamento el término “fantasma”, que en griego clásico se aplica a los espíritus que se aparecen, o a «las visiones fantasmagóricas de mis ensueños» (Esquilo, Los siete contra Tebas, 710). Es la única vez que Jesús provoca en sus discípulos un pánico que los hace gritar de miedo. Es la única vez que les dice «¡animaos!». Una escena peculiar sobre la que volveremos más adelante. Tercera escena: Jesús y Pedro Quien conoce los relatos de Marcos y Juan advierte aquí una gran diferencia. En esos dos evangelios, Jesús sube a la barca y el viento se calma. Pero Mateo introduce una escena exclusivamente suya, que subraya la relación especial entre Jesús y Pedro. Igual que en otros pasajes de su evangelio, Mateo aporta rasgos de la personalidad de Pedro que justifican su importancia posterior dentro del grupo de los Doce. Pero no ofrece una imagen idealizada, sino real, con virtudes y defectos. Su decisión de ir hacia Jesús caminando sobre el agua lo pone por encima de los demás, igual que ocurrirá más adelante en Cesarea de Filipo. Pero Pedro muestra también su falta de fe y su temor. Incluso entonces, es salvado por la intervención de Jesús. Dentro de la sobriedad de Mateo, esta escena llama la atención por la abundancia de detalles expresivos, que adquieren su punto culminante en la imagen de Jesús alargando la mano y agarrando a Pedro. Cuarta escena: confesión de los discípulos (32-33) Marcos termina su relato diciendo que los discípulos «no cabían en sí de estupor, pues no habían entendido lo de los panes, ya que tenían la mente obcecada» (Mc 6,51-52). Mateo introduce un cambio radical: los discípulos no se asombran, sino que se postran ante Jesús y confiesan: «realmente eres Hijo de Dios». Esta actitud y estas palabras significan un gran avance. Anteriormente, en el relato de la tempestad calmada (Mt 8,23-27), los discípulos terminan preguntándose: «¿Quién será éste que hasta el viento y el agua le obedecen?» Desde entonces, el conocimiento más profundo de Jesús ha provocado un cambio en ellos. Ya no se preguntan quién es; confiesan abiertamente que es «hijo de Dios», y lo adoran. Este título no podemos interpretarlo con toda la carga teológica que le dio más tarde el Concilio de Calcedonia (año 451). También el centurión que está junto a Jesús en la cruz reconoce que «este hombre era hijo de Dios». Lo que quiere expresar este título es la estrecha vinculación de Jesús con Dios, que lo sitúa a un nivel muy superior al de cualquier otro hombre. De aquí a confesar la filiación divina de Jesús sólo queda un pequeño paso. Anticipando la gloria de Jesús resucitado. Este relato, tal como lo cuenta Mateo, ofrece tres datos curiosos: 1) el cuerpo de Jesús desafía las leyes físicas; 2) los discípulos no reconocen a Jesús, lo confunden con un fantasma; 3) Jesús, a pesar del poder que manifiesta, trata a los apóstoles con toda naturalidad. Estos tres detalles son típicos de los relatos de apariciones de Jesús resucitado: 1) su cuerpo aparece y desaparece, atraviesa muros, etc.; 2) ni la Magdalena, ni los dos de Emaús, ni los siete a los que se aparece en el lago, reconocen a Jesús; 3) Jesús resucitado nunca hace manifestaciones extraordinarias de poder, habla y actúa con toda naturalidad. Por consiguiente, lo que tenemos en Mateo (no en Marcos) es algo muy parecido a un relato de aparición de Jesús resucitado. ¿Qué sentido tiene en este momento del evangelio? Anticipar su gloria. Igual que el relato de la muerte de Juan Bautista, contado poco antes, anticipa su pasión, su maravilloso caminar sobre el agua anticipa su resurrección. Sentido eclesial y personal Desde antiguo, se ha visto en la barca una imagen de la Iglesia, metida por Jesús en una difícil aventura y, aparentemente, abandonada por él en medio de la tormenta. Este sentido, que estaba ya en Marcos, lo completa Mateo con un aspecto más personal, al añadir la escena de Pedro: el discípulo que, confiando en Jesús, se lanza a una aventura humanamente imposible y siente que fracasa, pero es rescatado por el Señor. En la imagen de Pedro podían reconocerse muchos apóstoles y misioneros de la Iglesia primitiva, y podemos vernos también a nosotros mismos en algunos instantes de nuestra vida: cuando parece que todos nuestros esfuerzos son inútiles, cuando nos sentimos empujados y abandonados por Dios, cuando nosotros mismos, con algo de buena voluntad y un mucho de presunción, queremos caminar sobre el agua, emprender tareas que nos superan. Ellos vivenciaron que Jesús los agarraba de la mano y los salvaba. La misma confianza debemos tener nosotros. La primera lectura Ha sido elegida porque en ella Dios se revela en la brisa suave, después del viento huracanado, el fuego y el terremoto. En el evangelio, después de la tormenta, cuando Jesús sube a la barca, el viento amaina. Este paralelismo no impide que la lectura parezca traída por los pelos; es preferible no detenerse en ella.
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Chökyi Nyima Rimpoché, monje y maestro de budismo tibetano en Nepal
Tengo 64 años. Nací en una aldea de Tíbet y vivo en Nepal. Soy monje budista y coordino siete monasterios. Soy célibe. ¿Política? Si el gobernante fuese bondadoso, no cometería injusticias. ¿Dios? El salvador eres tú, está en ti. China fue budista en el pasado y volverá a ser budista. Es un prestigioso maestro de budismo tibetano y ha venido a impartir enseñanzas en la Casa del Tibet de Barcelona. Me cuenta su historia con detalle y me dice: “Tú ya la resumirás”. Insiste en su objetivo de compartir con los nepalíes todo lo que los monjes tengan, sobre todo desde el terremoto. Entiendo enseguida que la bondad es la máxima expresión de la inteligencia: el vínculo entre monjes y pueblo será indestructible. Aquí... no aprendemos. Aprovecho para preguntarle por la cabeza rapada de los monjes budistas: “Es lo más cómodo”, ríe. Y por la desaparecida monarquía nepalí: “Ahora el pueblo la añora, viendo lo corruptos que son los gobernantes que la han sucedido”. Ay. ¿Qué tal por Nepal? Recuperándonos del terremoto, ayudando a la gente. ¿Los monjes ayudan? Tras el terremoto, ordené abrir las puertas de mis monasterios. ¿Sus monasterios? Coordino siete monasterios de budismo tibetano en Nepal, en los que formamos ahora mismo a unos 300 estudiantes, meditadores, futuros monjes... Abrió las puertas, dice. Les dije a mis monjes y monjas que abriesen a todo el mundo nuestras cocinas, nuestros baños, nuestros dormitorios, y montamos hospitales de campaña... La gente ahora debe de venerarlos... Es lo que debíamos hacer. Conseguí montar casas para 30 familias en una aldea remota, y luego vino el presidente de Nepal a apuntarse la medalla, ja ja... Los políticos son así. La única política justa será la basada en la bondad. Un político bondadoso, que ame al otro, jamás será injusto ni corrupto. ¿Esto enseña en sus monasterios? Sí. Hablé hace poco con mi exalumno Jon Kabat-Zinn, que se basó en la meditación budista para crear el mindfulness... La conciencia o atención plena. Le dije: si la atención plena se emplea hoy para ganar competiciones deportivas, disparar mejor, producir más beneficios..., ¿no es malbaratarla? ¿Qué dijo Kabat-Zinn? Que se planteaba lo mismo, pero que el éxito del mindfulness ya se le había escapado de las manos, que ya no podía controlarlo. ¿Y qué le dijo usted? Más que mindfulness (conciencia plena), toca enseñar kindfulness: bondad plena. ¿Bondad plena? La bondad es la base de todo. Voy a decirle algo muy útil para vivir más sabiamente... Le escucho. Primero, calma: sin calma, no hay claridad mental ni bondad. Calma. Y sin bondad, no hay felicidad ni salud. Bondad. Y la bondad consiste en querer lo mejor para el otro, regocijarte de sus éxitos y felicidad. Por aquí somos bastante envidiosillos... No seréis felices, pues. Voy a recordarte las tres causas de la infelicidad... A ver. Una, no apreciar lo que tienes. Dos, llevarte mal con otro. Tres, envidiar el éxito de otro. Entonces, para ser feliz... Alégrate de lo que tienes, sea lo que sea. Pide disculpas y reconcíliate. Y regocíjate del éxito de los demás. ¿Así seré feliz? Claro, verás que la felicidad se multiplica en ti. ¿O prefieres vivir enojado, tenso, enfermo? Es que la felicidad procura salud. ¿Están los nepalíes mejor predispuestos para la felicidad que yo? Son muy espirituales... Le daba una manta a uno... ¡y se preocupaba de si la tenía también su vecino! He visto cómo se ensancha su corazón en los momentos duros. Todo lo comparten. ¡Qué lección me han dado! Y eso que usted es monje budista... Cada año imparto clases a Richard Gere, Daniel Goleman, Cher..., y les digo esto: sin bondad no hay nada bueno ni valioso, ni familia, ni sociedad, ni mundo. ¿Qué les enseñaría a los jóvenes occidentales? Que todos somos valiosos por igual, tengamos lo que tengamos. Y aprended a estar satisfechos y contentos, sea lo que sea lo que tengáis. Y respetaos a vosotros mismos. ¿Cómo era usted de joven? Arrogante, mi madre me enseñó humildad. ¿Cómo es eso? De muy niño fui elegido como reencarnación de un lama, en mi Tíbet natal, y a los ocho años yo era un monje tratado como un semidiós. Pero mi amada madre me tomaba de la mano y me susurraba: “Hijo, no vayas a creerte que eres más que nadie”. Buena lección. Otra fue la invasión china, que nos obligó a los monjes a huir entre disparos, templos incendiados, persecuciones... ¿Lo da por bien empleado? Aprendí que nunca estás arriba para siempre ni abajo para siempre. Sufrimos mucho, sin dinero, sin comida, sin papeles, atravesando montañas, mis padres y yo... Y nos instalamos en Nepal. ¿Por qué Nepal? Sabíamos que había lugares sagrados importantes, y queríamos preservar ahí el budismo tibetano, ya que en Tíbet se perdía... ¿Y lo ha conseguido? Sí: enseño budismo tibetano en monasterios nepalíes. ¿Y cómo está el budismo en Tíbet? Mejorando. Y cada día hay más chinos atraídos por el budismo: China fue budista en el pasado, y volverá a serlo en el futuro. Qué paradoja: quisieron conquistarles y acabarán conquistados. A China la salvará el budismo. Es un país con tantos desequilibrios, personas muy ricas y muy pobres, unas instruidas y otras analfabetas..., que sólo el budismo podrá insuflarle el equilibrio necesario para sobrevivir. Me han interrogado en una reunión. ¿Dónde está el evangelio de Jesús? Se refieren a la intervención de los seglares en la comunidad parroquial. Es cierto que la mayoría de los cristianos pasan de lo que es la comunidad y lo dejan todo a lo “que el cura diga, porque él es el que sabe “
Pero hay minorías que ya tienen otra visión. La comunidad no es una tarta de bodas con varios pisos sino una sobada donde estemos todos a nivel de corro. Qué bien lo expresa en su portada ese viejo, pero fenomenal catecismo ”Alandar”. En corro cada uno con su misión, con su dignidad, con su aportación y su papel en la iglesia. Pero nadie es más que nadie. Ciertamente sueño el día en que no nos distingamos en las celebraciones por la vestimenta ni por la altura física en la que estemos participando. Da gusto celebrar con todos los miembros a una altura y que todo lo que puedan hacer, lo hagan los seglares. A ver si cambiamos los bancos del templo y por supuesto que los nuevos templos se hagan en plan circular. Claro que esto es solo una parte, porque el ser comunidad se ha de vivir en la palabra, en la economía, en las líneas pastorales, en las decisiones, en los programas, en los proyectos. Y no es ya porque falten presbíteros para presidir, sino porque Jesús crea una comunidad. Y hoy por hoy, hay muchos elementos en esa comunidad que rompen la fraternidad. Me choca hasta la saciedad cada vez que veo una celebración de obispos, con mitras... cada vez que veo al cura con sus casullas... y cada vez que los presbíteros tomamos las decisiones de la comunidad. Estamos remachando y reeducando a los seglares en ser pasivos y miembros obedientes y nos perdemos la creatividad, la voz del Espíritu que nos habla por los laicos. Los seglares son necesarios en la Iglesia y no porque escaseen los curas, sino porque Jesús creó una comunidad. Y si en ella dio poderes especiales a los curas, que está por ver, desde luego no les hizo trajes especiales, a no ser la pobreza, caminar con sandalias, vestir con una túnica e ir anunciando la paz. Recuerdo ahora aquellas filminas de Martin Valmaseda donde aparecen dos apóstoles desde el cielo y ven una procesión del Corpus con una custodia elegantísima. Un apóstol le dice al otro ”mira y esto empezó con un borriquillo”. Sí, hemos pasado a caballo, a coche, a títulos, a poder, a influencia... Necesitamos volver al borriquillo, a la sencillez... Necesitamos un cambio, una metanoia que se manifieste luego en los hechos y en las formas de vivir la fe en la comunidad eclesial. Los solideos que llevan los obispos en las celebraciones al aire libre, se los lleva el viento y supone un estar cuidando constantemente de ellos. ¿Expresa algún sentido especial? Cuando en una eucaristía participan los pobres, los discapacitados, eso sí que infunde sentido y profundidad al Amor. Vaya, que me alegro el que algunos seglares vayan replanteando su puesto y su participación en la Iglesia. Todos hemos vivido alguna eucaristía en un campamento, en un grupo, en una convivencia –sin tantos signos externos– y hemos salido animados y llenos del Espíritu. Tarta, sí, pero de un solo piso. Todos compartimos –más allá del tiempo y del espacio en el que nos hallemos- la misma bella y frágil naturaleza humana. Por eso, aunque las circunstancias que nos rodean son diferentes y ciertamente éstas pueden favorecernos o dificultar nuestro seguimiento a Jesús, a poco que ahondemos en nosotros mismos, reconoceremos que los verdaderos obstáculos para vivir centrados en Dios y comprometidos con su Reino no nos vienen de fuera sino que brotan de nuestro propio interior.
Los miedos acompañan nuestra vida cotidiana. Quien se pregunta honestamente ¿qué temo? reconoce sin duda una pequeña o gran lista de miedos que le habitan. Tenemos miedo al mañana y a veces al hoy. Miedo a lo desconocido. Miedo a lo diferente. Miedo a los otros e incluso miedo a nosotros mismos… Ahora bien, lo relevante para un creyente no son los miedos. La cuestión es ser capaces de acogerlos, reconocer de dónde vienen y afrontarlos para que no paralicen nuestro seguimiento a Jesús y nuestra pasión por su causa. En el evangelio de hoy Mateo describe con detalle la escena. Los discípulos acaban de vivir junto a Jesús uno de los acontecimientos más señalados en los evangelios: la multiplicación de los peces y los panes (cf. 14, 13-21). Han descubierto que organizarse desde las claves de Jesús (la compasión ante el sufrimiento de los demás; la acogida y atención a todos, incluidos quienes no cuentan en la sociedad; la solidaridad y el compartir; el trabajo en equipo…) favorece la vida, sacia el hambre y alegra el corazón de todos. Esta experiencia les ha fortalecido y animado después de un momento de duda en el que llegaron a solicitar a Jesús que despidiera a la gente, temerosos de encontrarse con una situación que desbordara sus posibilidades. Quizás por eso, cuando el Maestro les envía por delante hacia la otra orilla, todos obedecen sin poner objeción. Pero la ausencia de Jesús se les hace insostenible. Mateo muestra con claridad que este tiempo de ausencia es muy significativo. Jesús les insta a “adelantarse” mientras despide a la gente, pero la realidad es que luego sube al monte para orar a solas y que al llegar la noche aún estaba allí. También indica que la barca ya estaba muy lejos de la orilla y que no es hasta el final de la noche cuando regresa junto a ellos. Seguramente las primeras comunidades cristianas, al igual que nosotros hoy, se identificarían fácilmente con ese grupo de discípulos embarcados en medio de una tormenta que sacude con fuerza su barca. Vivir con Jesús ausente requiere confianza absoluta, esperanza firme y capacidad para descubrirle presente en su ausencia. En el envío que recibimos de Él a ir hacia la otra orilla es fácil que nuestra barca se tambalee por los oleajes de los miedos y que estos nos hagan ver fantasmas que nos impidan reconocerle resucitado y caminando a nuestro lado. La palabra de Jesús resuena con autoridad en medio de la crisis: ¡Ánimo, soy yo, no temáis! Son sus palabras la que sacan a Pedro de la situación de parálisis en la que se halla. El texto no señala que las aguas se calmen en ningún momento. Lo que nos dice es que Pedro suplica poder ir hacia Él a pesar y en medio del fuerte oleaje y del viento contrario. La fe y el estar encaminado hacia el Señor (el texto nos indica que Pedro iba hacia Jesús) lo sostienen con tanta fuerza que le es posible caminar sobre las aguas. Sobre esas mismas aguas que poco antes habían tambaleado sus certezas y le habían hecho confundir a su Maestro con un fantasma. Todavía hay algo más. Pedro comienza a hundirse de nuevo cuando vuelve a dudar y a dejarse llevar por los miedos. “Pero al ver la violencia del viento se asustó”… Mateo indica claramente el por qué: el miedo crece en intensidad cuando Pedro desvía su mirada, cuando deja de tener sus ojos fijos en Jesús y mira al viento contrario. Hoy la Palabra nos da la oportunidad de reconocer nuestros propios miedos para acogerlos desde la confianza absoluta de que Jesús, el Señor, camina a nuestro lado hasta en las situaciones más límites y dolorosas. En el encuentro sereno con Él podemos experimentar que nos tiende su brazo para que no nos hundamos en nuestros temores y dificultades. Él nos dará la fuerza necesaria para arriesgarnos por aquellos caminos que nos parecen intransitables. Sigamos adelante con los ojos fijos no en nosotros mismos, ni siquiera en nuestra pequeña o gran barca, sino en el Señor que conduce la Historia y nuestros pasos, en el Hijo de Dios que nos hace estar siempre de travesía con el fin de anunciar su Buena Noticia y sanar a los enfermos (cf. 14, 34-36). Buda, a quien Herman Hesse le dedicó la novela Sidarta, se llamaba Sidarta Gautama y vivió en la India 500 años antes de Cristo. El siglo VI a. C. fue pródigo en sabios e iluminados: Tales de Mileto, Lao-Tsé, Confucio y los profetas Jeremías y Ezequiel.
Buda y Jesús tienen mucho en común. Según reza la tradición, ambos nacieron de una virgen. En el caso de Buda, su madre, Maya, habría sido fecundada por un pequeño elefante que se introdujo en su costado izquierdo. Buda y Jesús no dejaron nada escrito y formaron a sus discípulos mediante sentencias y parábolas emblemáticas. Ninguno de los dos fundó una religión; ambos propusieron una vía espiritual centrada en el amor, la compasión y la justicia, capaz de conducirnos a lo que más anhela todo ser humano: la felicidad. Aprendí mucho del budismo. En especial su principal lección: el modo de evitar, o, al menos, aplacar el sufrimiento. No el dolor, que pueden paliar los medicamentos, sino el sufrimiento que lacera el alma, trastorna la mente, tritura el corazón, suscita sentimientos y actitudes negativos. Buda descubrió que todo sufrimiento se deriva de un único factor: el apego. A bienes materiales, recuerdos nocivos, ambiciones desmedidas, y también a cargos o funciones, como bien demuestra el actual escenario político brasileño. Jesús diría lo mismo siglos después, con otras palabras. ¿Cómo librarse del apego y así evitar el sufrimiento y disfrutar de la felicidad? Buda enseñó que, para eso, es preciso vaciar la mente, y el método para hacerlo se llama meditación. Al mirar hacia afuera, soñamos; al mirar hacia adentro, despertamos. Considero que la meditación es la forma más apropiada de oración personal. Porque induce a vaciarse de sí y a dejarse ocupar por Dios, como apunta la genial canción de Gilberto Gil "Se eu quiser falar com Deus". El término meditación es recurrente en la tradición mística cristiana, pero no aparece en los evangelios. Sin embargo, Lucas registra con acuciosidad los momentos de oración de Jesús: "Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba" (5,16); "En aquellos días, él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios" (6,12); "... mientras Jesús oraba aparte... (9,18); "... subió al monte a orar" (9,28). Ahora bien, si Jesús "pasó la noche orando a Dios", él que nos enseñó a no multiplicar las palabras al hablar con Dios, sin dudas meditaba, o sea, abría la mente y el corazón para que el Padre lo habitara por entero. Muchas veces los cristianos hablamos de Dios, le hablamos a Dios, hablamos sobre Dios, pero no dejamos que Dios hable en nosotros. Y la meditación es un ejercicio de acogida del Misterio. Soy un católico que reza todos los días para que Dios haga de mí un cristiano. Mi amigo, el periodista Heródoto Barbeiro, es budista desde hace 40 años. Su nombre de monje es Gento Ryotetsu. Decidimos encerrarnos durante tres días en el convento de los frailes dominicos de São Paulo para debatir sobre las convergencias y las diferencias entre el budismo y el cristianismo. En realidad no encontramos divergencias. El resultado se recoge en el libro O budista e o cristão - um diálogo pertinente. En tiempos de fundamentalismos teológicos e intolerancias religiosas, el diálogo entre personas y grupos de concepciones distintas es, sin dudas, el camino más corto para evitar prejuicios y discriminaciones, ofensas y persecuciones. Entre otras cosas, porque Dios no tiene religión. Aunque crea que Jesús es "el camino, la verdad y la vida", nunca estaré seguro de que mi visión religiosa coincide con La Verdad. Siempre recuerdo al misionero que, en China, a inicios del siglo XX, le predicaba la doctrina cristiana a una multitud y concluyó diciéndoles: "¡Acabo de anunciarles la verdad!" Un chino levantó la mano y le dieron la palabra: "Padre, hay tres verdades: la suya, la mía y la verdad verdadera. Usted y yo juntos debemos buscar la verdad verdadera". Seis veces se narra en los evangelios este episodio. Jesús da de comer a una multitud en despoblado. Es seguro que algo muy parecido pasó en realidad y probablemente más de una vez. Pero lo que pasó no tiene ninguna importancia, porque se trata de un relato simbólico. Lo importante es lo que nos quieren decir al contarnos esta historia. Las circunstancias de tiempo y lugar son datos teológicos, que nos tienen que acercar, no a un conocimiento discursivo y racional sino a una profunda vivencia religiosa.
Con los conocimientos exegéticos que hoy tenemos, no podemos seguir entendiendo este relato como multiplicación milagrosa de unos panes y peces. Es más, entendido como un milagro material, nos quedamos sin el verdadero mensaje del evangelio. Podíamos decir que es una parábola en acción. También hacen falta “oídos” y “ojos” bien abiertos para entenderla. El punto de inflexión del relato está en las palabras de Jesús: dadles vosotros de comer. Jesús sabía que eso era imposible. Parece ser que no entraba en los planes del grupo preocuparse de las necesidades materiales de los demás. No podemos seguir hablando de un prodigio que Jesús lleva a cabo gracias a un poder divino. Si Dios pudo hacer un milagro para saciar el hambre de los que llevaban un día sin comer, con mucha más razón tendría que hacerlo para librar hoy de la muerte a millones de personas que están muriendo de hambre en el mundo. Tampoco podemos utilizar este relato como un argumento para demostrar la divinidad de Jesús. El sentido de la vida de Jesús salta hecha añicos cuando suponemos que era un ser humano, pero con el comodín de la divinidad guardado en la chistera y que podía utilizar a capricho. En ninguno de los relatos se dice que los panes y los peces se multiplicaran. Realmente fue un verdadero “milagro”, que un grupo tan numeroso de personas compartiera todo lo que tienen hasta conseguir que nadie quedara con hambre. Hay que tener en cuenta que en aquel tiempo no se podía repostar por el camino, todo el que salía de casa para un tiempo, iba provisto de alimento para todo ese tiempo. Los apóstoles tenían cinco panes y dos peces; seguramente, después de haber comido ese día. Si el contacto con Jesús y el ejemplo de los apóstoles les empujo a poner cada uno lo que tenían al servicio de todos, estamos ante un ejemplo de respuesta a la generosidad que Jesús predicaba. Con frecuencia, en la Biblia se hace referencia a los tiempos mesiánicos como banquete. El mismo Jesús se dejaba invitar por las personas importantes. Él mismo organizaba comidas con los marginados; esa era una de las maneras de manifestarles su aprecio y cercanía. La más importante ceremonia de nuestro culto cristiano está estructurada como una comida. Que todo un día de seguimiento haya terminado con una comida no nos debe extrañar. Lo verdaderamente importante es que en esa comida todo el que tenía algo que aportar, colaboró, y el que no tenía nada, se sintió acogido fraternalmente. Si tenemos “ojos” y “oídos” abiertos, en el mismo relato podemos hallar las claves para una correcta interpretación. Los discípulos se dan cuenta del problema y actúan con toda lógica. Como tantas veces decimos o pensamos nosotros, se dijeron: es su problema, ellos tienen que solucionárselo. Jesús rompe con toda lógica y les propone una solución mucho menos sensata: “dadles vosotros de comer”. Él sabía que no tenían pan para tantas personas. Aquí empieza la necesidad de entenderlo de otra manera. Recordar algunos datos nos ayudará a comprender el relato más ajustadamente. Junto al lago, los alimentos básicos de la gente eran el pan y los peces. Los libros de la Ley eran cinco; y dos el resto de la Escritura: Profetas y Escritos. El número siete (5+2) es símbolo de plenitud. También el número de los que comieron (cien grupos de cincuenta) es simbólico. Los doce cestos aluden a las doce tribus. Es el pan compartido el que debe alimentar al nuevo pueblo de Dios. La mirada al cielo, el recostarse en la hierba… Ya tenemos los elementos que nos permites interpretar el relato, más allá de la letra. El verdadero sentido del texto está en otra parte. La dinámica normal de la vida nos dice que el “pan” indispensable para la vida, tenemos que conseguirlo con dinero; porque alguien lo acapara y no lo deja llegar a su destino más que cumpliendo unas condiciones que el que lo acaparó impone: el “precio”. Lo que hace Jesús es librar el pan de ese acaparamiento injusto. La mirada al cielo y la bendición son el reconocimiento de que Dios es el único dueño y que a Él hay que agradecer el don. Liberado del acaparamiento, el pan, imprescindible para la vida, llega a todos sin tener que pagar un precio por él. Jesús, nos dice el relato, primero siente compasión de la gente, y después invita a compartir. Jesús no pidió a Dios que solucionara el problema, sino que se lo pidió a sus discípulos. Aunque en su esquema mental no encontraron solución, lo cierto es que, todo lo que tenían, lo pusieron a disposición de todos. Esta actitud desencadena el prodigio: La generosidad se contagia y produce el “milagro”. Cuando se deja de acaparar los bienes, llegan a todos. Cuando lo que se acapara son los bienes imprescindibles para la vida, lo que se está provocando es la muerte. Los hombres no deben actuar de manera egoísta. Curiosamente hoy son la primera y la segunda lectura las que nos empujan hacia una interpretación espiritual del evangelio. Los interrogantes planteados en las dos primeras lecturas podrían se un buen punto de partida para la reflexión de este domingo. La primera nos advierte que la comida material, por sí misma, ni alimenta ni da hartura. Solo cuando se escucha a Dios, cuando se imita a Dios se alimenta la verdadera vida. En la segunda lectura nos indica Pablo, donde está lo verdaderamente importante para cualquier ser humano: el amor que Dios nos tiene y se manifestó en Jesús. Después de un día con Jesús, el pueblo fue capaz de compartir lo poco que tenían: unos pedazos de pan duro, y peces resecos. Ese es el verdadero mensaje. Nosotros, después de años junto a Jesús, ¿qué somos capaces de compartir? No debemos hacer distinción entre el pan material y el alimento espiritual. Solo cuando compartimos el pan material, estamos alimentándonos del pan espiritual. En el relato no hay manera de separar el nivel espiritual y el material. La compasión y el compartir son la clave de toda identificación con Jesús. Es inútil insistir porque es el tema de todo el evangelio. Cada vez que se comparte el pan, se comparte la vida y se hace presente a Dios que es Vida-Amor. No hay otra manera de identificarnos con Dios y de acercar a Dios a los demás. La eucaristía es memoria de esta actitud de Jesús que se partió y repartió. Al partirse y repartirse, hizo presente a Dios que es don total. El pan que verdaderamente alimenta no es el pan que se come, sino el pan que se da. El primer objetivo de compartir no es saciar la necesidad de otro, sino manifestar la Unidad entre todos. Meditación La clave del mensaje de Jesús es la compasión. Si no veo a Dios en el que muere de hambre, mi dios es un ídolo que yo me he fabricado. Si no me aproximo al que me necesita, me estoy alejando del Dios de Jesús. Si no he descubierto a Dios como don dentro de mí, nunca lo podré descubrir en los más pobres. En el Antiguo Testamento, Dios habla con mucha frecuencia, con las más diversas personas (incluso con la serpiente) y sobre toda clase de temas (desde la construcción de un arca que salve del diluvio hasta la táctica militar que debe emplear Josué). Sin embargo, en el evangelio de Mateo, Dios Padre solo habla en dos ocasiones: en el bautismo de Jesús y en la Transfiguración. En las dos dice lo mismo: «Este es mi hijo amado, mi predilecto». Pero en la Transfiguración añade una orden muy importante: «Escuchadle».
El relato de la Transfiguración Podemos dividirlo en tres partes: la subida a la montaña, la visión, y el descenso de la montaña. Desde un punto de vista literario, se trata de una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, recordaré brevemente algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés. En primer lugar, Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña. A esa montaña no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces puede acompañar su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presencia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que habla. Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, histórico, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testamento. La subida a la montaña Es significativo el hecho de que Jesús sólo elige a tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. Esta exclusión de los otros nueve no debemos interpretarla sólo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan importante que no puede ser presenciado por todos. Por otra parte, se dice que subieron «a una montaña alta y apartada». La tradición cristiana, que no se contenta con estas indicaciones generales, la ha identificado con el monte Tabor, que no tiene mucho de alto y nada de apartado. Lo que los evangelistas quieren indicar es otra cosa. Están usando el frecuente simbolismo de la montaña como morada de Dios o lugar de revelación divina. Entre los antiguos cananeos, el monte Safón era la morada del panteón divino. Para los griegos se trataba del Olimpo. Para los israelitas, el monte sagrado era el Sinaí (u Horeb). También el Carmelo tuvo un prestigio especial entre ellos, igual que el monte Sión en Jerusalén. Una montaña «alta y apartada» aleja horizontalmente de los hombres y acerca verticalmente a Dios. En ese contexto va a tener lugar la manifestación gloriosa de Jesús, sólo a tres de los discípulos. La visión La presentación de Mateo, muy parecida a la de Mc, aunque con ciertos cambios significativos, es de una agilidad y rapidez asombrosas, que puede hacer que el lector no caiga en la cuenta de todos los detalles significativos. En la visión hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud: 1) la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús; 2) la aparición de Moisés y Elías; 3) la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes; 4) la voz que se escucha desde el cielo. 1) La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas palabras: «sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). Mateo omite esta comparación final y añade un dato nuevo: «su rostro brillaba como el sol». No se trata de una luz que se proyecta sobre Jesús, sino de una luz deslumbradora y maravillosa que brota de su interior, transformando su rostro y sus vestidos; simboliza la gloria de Jesús, que los discípulos no habían percibido hasta ahora de forma tan sorprendente. 2) «De pronto, se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él». Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara; sin Moisés, humanamente hablando, no habría existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión yahvista en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea; sin él, habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípulos (no a Jesús), es una manera de confirmarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud. En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Generalmente nos fijamos en las tres chozas. Pero esto es simple consecuencia de lo anterior: «qué bien se está aquí». En el contexto de las anteriores intervenciones de Pedro resulta coherente con su intención de que Jesús no sufra. Es mejor quedarse en lo alto del monte con Jesús, Moisés y Elías que tener que seguir a Jesús con la cruz. 3) «Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió, y dijo una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo». Como en el Sinaí, la presencia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que Dios habla (Ex 19,9). 4) Sus primeras palabras reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo de Jesús, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: ¡Escuchadlo! Esta orden se relaciona con el anuncio hecho por Jesús una semana antes a propósito de su pasión, muerte y resurrección. A Pedro le provocó un gran escándalo, pero Jesús no dio marcha atrás: «Quien quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga». Dios Padre confirma que ese mensaje no puede ser eludido ni trivializado. ¡Escuchadlo! El descenso de la montaña La orden de Jesús de que no hablen de la visión hasta que él resucite se inserta en la misma línea de la prohibición de decir que él es el Mesías. No es momento ahora de hablar del poder y la gloria, suscitando falsas ideas y esperanzas. Después de la resurrección, cuando para creer en Cristo sea preciso aceptar el escándalo de su pasión y cruz, se podrá hablar con toda libertad también de su gloria. Resumen Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles y para todos nosotros. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo. Todo esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vestidos tienen la experiencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) al aparecérseles Moisés y Elías se confirman en que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revelación de Dios; 3) al escuchar la voz del cielo saben que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios. En este sexto día de nuestra vida, cuando reconocemos que hay algo inacabado en nosotr@s y en nuestro entorno, en la manera de vivir y convivir, se nos invita a “subir” al monte, con algunos de la comunidad. Mt 17,1-9
Subir y hacer distancia del ajetreo diario, subir para tomar perspectiva y acoger la experiencia que se nos ofrece. El sexto día precede al sábado en el calendario Judío. Es la víspera del Sabbath en que se celebra el final de la Creación, el descanso celebrativo por haber completado la obra. Pero el sexto día es el que nos ocupa hoy, y en ese día que precede al Sabbath en el monte ocurre algo. Seis días después de haber tratado Jesús de enemigo del reino a Pedro (Mt 16,23), porque no entendía el mesianismo por el que Jesús iba optando, paso a paso. Seis días después de haberles dicho que cargar con la cruz no es aceptar lo que nos viene, sino que es asumir las consecuencias de seguirle a él, Jesús se los lleva a un monte alto y apartado. Indicando estos calificativos que la experiencia será de envergadura en el lugar de encuentro con Dios, y exclusiva, aunque no excluyente, ya que se da en comunidad. Y en el monte ocurre que Jesús les demuestra la realidad y calidad de la vida que supera la muerte. Y lo hace proporcionándoles una experiencia durante la cual aparece una nube, símbolo de la presencia divina, desde la que se oye una voz: “Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi favor. Escuchadlo.”(Mt 17,5) Estas palabras nos evocan la experiencia del Bautismo de Jesús. La diferencia fundamental es que en el Bautismo es Jesús quien las escucha, y en esta escena la escuchan los discípulos, y a través de ellos tod@s nosotr@s. Ante una experiencia importante, sobre la que no tenemos control, siempre reaccionamos con miedo. Miedo que desaparece cuando Jesús “los toca” (v.7) como tocaba a enfermos y muertos, devolviéndoles salud y vida. El miedo produce las diferentes enfermedades que Jesús irá sanando a lo largo del camino: ceguera: dificultades serias para discernir el camino del discipulado; parálisis: incapacidad para movernos en su dirección; muerte: por inanición de alimento auténtico… En el texto, en el momento en que aparece la voz la visión se diluye, indicando que la narración es una puesta en escena para resaltar la voz a través de la que se nos revela su identidad: ESTE ES MI HIJO, EL AMADO, EN QUIEN HE PUESTO MI FAVOR. ESCUCHADLO. Puedo afirmar, por experiencia propia y por observar a muchas personas en retiros, acompañamiento… que ante estas palabras se dan reacciones muy distintas. La mayoría decimos, claro, Jesús es el Hijo. La dificultad empieza precisamente porque en este texto, a diferencia del texto del Bautismo donde se nos dice que Jesús escucha estas palabras, aquí es la comunidad creyente y fiel, aún con dudas y mediocridades, quien las escucha. Esta comunidad está representada por los tres discípulos que le acompañan en el monte alto. Estas palabras nos dicen que es a él a quien hay que escuchar, indicando que se ha superado el Antiguo Testamento. Jesús es ahora el Maestro que nos comunica una nueva relación con Dios. Esa nueva relación es filial, personal, cercana, amorosa. Estas palabras indican que cualquier imagen, experiencia o comunicación de un Dios que no encaja en este patrón no es el Dios de Jesús. Jesús les ha comunicado su experiencia más íntima para que al compartirla, participaran de ella. La hicieran suya. Este Dios es tu Dios. Hoy tú eres el hijo y la hija amada a quien hay que escuchar. El mundo necesita el evangelio, es la respuesta a todos los problemas sociales que empiezan en el ego y terminan en el ego. A la comunidad cristiana le falta “el primer anuncio”, nos decía un obispo preocupado en alinear su diócesis para que todo empiece de nuevo, renovando las raíces: un encuentro personal y comunitario con Jesús Resucitado y su envío. La pregunta que arranca de las entrañas es ¿tenemos algo que decir? Y tal vez la mayoría diríamos sí, y me incluyo. Pero tal vez no sabemos cómo, porque creemos que al ser una experiencia íntima y personal no es para compartirla más allá de decir que nos da vida. Y luego vienen los complejos de mucha gente que por no tener teología o estudios serios en Biblia, piensan que no tienen autoridad… Dice Teilhard de Chardin que estamos debilitados por falta de soledad-silencio y por falta de naturaleza. En el hemisferio norte nos llega este texto en plenas vacaciones para la mayoría, y creo que es una oportunidad para sacarle el jugo a las palabras de Teilhard y de Jesús: subir al monte alto, buscar un rincón en la naturaleza donde acompañado por el silencio que habla a través del mar, o de los sonidos del campo o del bosque, nos dejemos acompañar por esa Palabra, que tantas veces decimos que no entendemos, pero que hoy si queremos puede dar un vuelco a nuestra vida. Tú eres mi hija, mi hijo amado. Escuchadle, dice Jesús, sobre nuestra vida. Tal vez pienses que a ti no te escuchan, que los hijos, que tu pareja, que la iglesia institución no va por ahí. Te invito a escucharle primero a él, porque luego sí tendrás algo importante que decir. Tal vez simplemente, que el silencio te da vida. Que su Palabra te dignifica. Que sientes una fuerza renovada aunque sigues con tu duelo o enfermedad o soledad o miedos paralizantes. Cuando le escuchamos poco a poco va desapareciendo el miedo y con ello, la ceguera, la parálisis, la mudez, la anemia. Y empieza el descenso. Sí, porque la experiencia se da entre la subida y el descenso. El descenso, volver a la vida cotidiana pero con la experiencia profunda de saberte hij@. Tal vez ahora tengas algo que decir. ¡Te escuchamos! Y empieza el día séptimo en que todo está completo. Tú estás complet@, y la comunidad se alegra. Y cambia tu entorno y tú tienes más energía porque eso de ir al monte con Jesús y la comunidad abre el apetito y devuelve el color a tus mejillas. Y te sientes más capaz de actuar desde dentro, sin cobardía. Tomar esa decisión un poco drástica con sabor a evangelio, compartir un poco más, comprometerte sin compararte… Habrá día séptimo si asumimos el sexto. Feliz tiempo de descanso. Feliz día séptimo en tu vida. Hemos pasado mucho tiempo recordando y leyendo a los profetas como seres de otra época -casi de otra galaxia, me atrevería a decir- añorando quien ilumine una época en la nos parecía que los mensajes de la Biblia estaban muy lejos de nosotros. Alguien que nos ayudase a interpretar la realidad para vivirla a la manera del Cristo Pascual resucitado.
¿Qué es un profeta? esencialmente un mensajero de Dios, una persona corriente con experiencia de Dios que ha sido llamada por Él para “hablar en su lugar” (pro-femí, hablar en lugar de) interpretando su Palabra en las circunstancias del momento presente. Por eso hemos tenido diferentes estilos de profetas en función de las circunstancias que marcaban la actualidad del Pueblo de Dios. Algunos han proclamado la fidelidad de Dios perdonando y anunciando una nueva Alianza (Ezequiel, Isaías...); otros corrigen a los sacerdotes y les recuerdan sus responsabilidades (Malaquías), defienden a los pobres y desamparados (Oseas), dan consuelo y aliento a oprimidos y marginados (Sofonías), invitan a la conversión de corazón (Jeremías), etc. En este tiempo nuestro, tenemos un gran profeta que además es Papa. No ha sido habitual que los profetas sean personas investidas de responsabilidades sociales o religiosas, y menos que el máximo exponente de la Iglesia católica sea un experto practicante del liderazgo de servicio evangélico poniendo su ministerio papal al servicio del carisma profético necesario para hacer Reino entre nosotros. No deja de ser llamativo que Francisco tenga mayor reconocimiento y admiración entre quienes están alejados de la fe que entre sus correligionarios. A Jesús le pasó lo mismo con las autoridades y expertos religiosos de su tiempo. A Jesús ya no le tenemos con nosotros físicamente, pero a Francisco sí. Y en lugar de acostumbrarnos pasivamente a sus audacias evangélicas y a su ejemplo rompedor, creo que resulta mejor repensar y reflexionar, abiertos al Espíritu, sobre los mensajes y actitudes que este profeta del siglo XXI nos propone hablando por boca de Dios: Una Iglesia pobre para los pobres que deje de ser un referente de poder mundano para serlo de los que más sufren y padecen cualquier tipo de injusticia. Una Iglesia de la misericordia y compasión como actitudes de vida que reflejan el mejor rostro de Dios-amor. Mano tendida de sincera reconciliación. • La práctica de la colegialidad en todos los niveles de la iglesia: “Prefiero una iglesia que comete errores porque está haciendo algo a una que se enferma porque se mantiene cerrada en sí misma” es uno de sus lemas. • El final del clericalismo, arribismo y carreras eclesiásticas. Su postura me recuerda a las palabras de Jesús contra los escribas y fariseos. • El necesario empoderamiento de los laicos, ellos y ellas. • Denuncia profética de las injusticias estructurales. La promoción de la justicia, la paz y la protección del medio ambiente. • Tolerancia cero con los desmanes de la pederastia y la corrupción. Algún día echaremos en falta a este regalo de Dios al que muchos admiran pero pocos siguen. Vivamos hoy en el agradecimiento y el compromiso guiados por su testimonio pues todos estamos invitados a vivir nuestro profetismo bautismal a nuestro nivel en nuestro medio, fijos los ojos en Jesús de Nazaret: Él es el Enviado de la verdadera autoridad y el magisterio del liderazgo de servicio lavando los pies de sus discípulos, el que remueve conciencias confortables y desestabiliza injusticias, incluidas las que pasan por no serlo, por amor al que sufre. Sigamos a su profeta Francisco en la llamada a la construcción del Reino. La verdad carece de contornos –es ilimitada– y no puede contenerse en una fórmula. Por ese motivo, no es “algo” que la mente pudiera apropiarse o que fuera posible aferrar. Lo cual explica, también, que para el yo sea incertidumbre por cuanto, al no ser un objeto mental –una idea o creencia–, se le escapa completamente.
La misma naturaleza de la verdad provoca que, en el momento mismo en que se la quiere delimitar en una creencia concreta, se caiga en la mentira: se ha confundido la verdad inefable con una mera construcción mental. Buscando seguridad en la que sostenerse, se ha desembocado en un error de consecuencias graves y peligrosas para uno mismo y para los demás. La verdad no puede ser apresada, ni aporta seguridad al yo que, ante ella, se descubre completamente desnudo, sin consistencia. Por ese motivo, la evita, refugiándose –protegiéndose– en el sucedáneo de las “creencias”, en las que cree encontrarse seguro. Al no ser objeto, la verdad simplemente es. Una con la realidad, constituye el fondo último de todo lo que es. Por eso, no se la puede tener; únicamente se la puede ser. Cuando eso se vive, lo que hay es “ser”, sin añadidos conceptuales; es un vivir viviendo en estado de presencia, en el reconocimiento lúcido y gozoso de que somos Eso que ni siquiera se puede nombrar. Eso –la verdad, lo que somos– es Plenitud. Pero, ante ella, el yo queda desnudo. Como le ocurre, por otra parte, ante cualquier realidad transpersonal: la Belleza, la Bondad, el Amor, el Gozo, la Plenitud… Ninguna de ellas tiene al yo como sujeto; al contrario, se “esconden” en el momento mismo en que el yo quiere atribuírselas. Del mismo modo que cuando hay Amor, no hay nadie que ame, cuando brilla la Verdad, nadie la posee. La Verdad nos descubre que el yo era solo un pensamiento más, una realidad ilusoria. Se advierte, así, una bella paradoja: es la propia verdad la que me hace comprender, de manera definitiva, que no sé nada. Porque, al abrirme a ella, descubro que todo lo que mi mente pudiera atrapar ya no es la verdad, sino solo una “opinión”; y que aquello que presumía “saber” no es otra cosa que creencias, meras construcciones mentales sin mayor importancia. Por eso, justo en el momento en que me abro a la verdad –siempre ilimitada–, se producen dos comprensiones tan simultáneas como paradójicas: soy la verdad y no sé nada. |
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