Buda, a quien Herman Hesse le dedicó la novela Sidarta, se llamaba Sidarta Gautama y vivió en la India 500 años antes de Cristo. El siglo VI a. C. fue pródigo en sabios e iluminados: Tales de Mileto, Lao-Tsé, Confucio y los profetas Jeremías y Ezequiel.
Buda y Jesús tienen mucho en común. Según reza la tradición, ambos nacieron de una virgen. En el caso de Buda, su madre, Maya, habría sido fecundada por un pequeño elefante que se introdujo en su costado izquierdo. Buda y Jesús no dejaron nada escrito y formaron a sus discípulos mediante sentencias y parábolas emblemáticas. Ninguno de los dos fundó una religión; ambos propusieron una vía espiritual centrada en el amor, la compasión y la justicia, capaz de conducirnos a lo que más anhela todo ser humano: la felicidad. Aprendí mucho del budismo. En especial su principal lección: el modo de evitar, o, al menos, aplacar el sufrimiento. No el dolor, que pueden paliar los medicamentos, sino el sufrimiento que lacera el alma, trastorna la mente, tritura el corazón, suscita sentimientos y actitudes negativos. Buda descubrió que todo sufrimiento se deriva de un único factor: el apego. A bienes materiales, recuerdos nocivos, ambiciones desmedidas, y también a cargos o funciones, como bien demuestra el actual escenario político brasileño. Jesús diría lo mismo siglos después, con otras palabras. ¿Cómo librarse del apego y así evitar el sufrimiento y disfrutar de la felicidad? Buda enseñó que, para eso, es preciso vaciar la mente, y el método para hacerlo se llama meditación. Al mirar hacia afuera, soñamos; al mirar hacia adentro, despertamos. Considero que la meditación es la forma más apropiada de oración personal. Porque induce a vaciarse de sí y a dejarse ocupar por Dios, como apunta la genial canción de Gilberto Gil "Se eu quiser falar com Deus". El término meditación es recurrente en la tradición mística cristiana, pero no aparece en los evangelios. Sin embargo, Lucas registra con acuciosidad los momentos de oración de Jesús: "Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba" (5,16); "En aquellos días, él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios" (6,12); "... mientras Jesús oraba aparte... (9,18); "... subió al monte a orar" (9,28). Ahora bien, si Jesús "pasó la noche orando a Dios", él que nos enseñó a no multiplicar las palabras al hablar con Dios, sin dudas meditaba, o sea, abría la mente y el corazón para que el Padre lo habitara por entero. Muchas veces los cristianos hablamos de Dios, le hablamos a Dios, hablamos sobre Dios, pero no dejamos que Dios hable en nosotros. Y la meditación es un ejercicio de acogida del Misterio. Soy un católico que reza todos los días para que Dios haga de mí un cristiano. Mi amigo, el periodista Heródoto Barbeiro, es budista desde hace 40 años. Su nombre de monje es Gento Ryotetsu. Decidimos encerrarnos durante tres días en el convento de los frailes dominicos de São Paulo para debatir sobre las convergencias y las diferencias entre el budismo y el cristianismo. En realidad no encontramos divergencias. El resultado se recoge en el libro O budista e o cristão - um diálogo pertinente. En tiempos de fundamentalismos teológicos e intolerancias religiosas, el diálogo entre personas y grupos de concepciones distintas es, sin dudas, el camino más corto para evitar prejuicios y discriminaciones, ofensas y persecuciones. Entre otras cosas, porque Dios no tiene religión. Aunque crea que Jesús es "el camino, la verdad y la vida", nunca estaré seguro de que mi visión religiosa coincide con La Verdad. Siempre recuerdo al misionero que, en China, a inicios del siglo XX, le predicaba la doctrina cristiana a una multitud y concluyó diciéndoles: "¡Acabo de anunciarles la verdad!" Un chino levantó la mano y le dieron la palabra: "Padre, hay tres verdades: la suya, la mía y la verdad verdadera. Usted y yo juntos debemos buscar la verdad verdadera".
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