Siempre he creído en la utopías, en la posibilidad real de cambiar el mundo. Siempre ha prevalecido en mí un espíritu inconformista y rebelde ante los atropellos, las injusticias, las manipulación y la indecencia. Parafraseando a Einstein, siempre he creído que la indiferencia es más dañina que la maldad. Pero les diré una cosa: sufro un profundo desencanto. Estoy harto de tanta hipocresía, indigencia moral y estupidez. Estoy harto de ser un ingenuo. Estoy harto de ideales elevados, de defender, a mi manera, causas nobles y justas que no siempre me atañen.
Ya no puedo con tanta miseria y enredo político. Ya no confío en ninguna ideología para enderezar el caótico rumbo del mundo. Yo creía que la democracia era la panacea que podía arreglar los males de la humanidad, pero, ya ven, por ejemplo, el guirigay que tenemos en nuestro país con el Gobierno que padecemos, con la justicia politizada, con la corrupción impune y asfixiante, con el vodevil independentista y con los decepcionantes partidos en la oposición y en la inopia. Y, para colmo, ¿qué decir de esa cosa monstruosa que la democracia ha parido en Estados Unidos? Quizá no sea tan saludable profundizar en el porqué de las cosas, ni sufrir desvelos por los problemas del mundo. Quizá sea más juicioso dedicarse a sestear y dejar que el mundo ruede a su antojo siguiendo su diabólica inercia.
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La Cuaresma nos invita a prepararnos como Iglesia para la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, acontecimiento fundamental de nuestra fe. En este artículo queremos ofrecer algunas pistas o claves para vivir una adecuada espiritualidad cuaresmal. De esta manera podremos ir viviendo este tiempo de gracia en el que se nos anuncia que la Salvación está muy próxima.
El miércoles 1 de Marzo comenzamos a vivir el tiempo litúrgico de Cuaresma, el cual corresponde al periodo comprendido entre el Miércoles de Ceniza y la mañana del Jueves Santo. Es la preparación a la celebración del corazón de nuestra fe, el Misterio Pascual de Jesucristo, su Pasión, Muerte y Resurrección. En este artículo queremos proponer algunas claves para vivir la espiritualidad de este tiempo litúrgico. Lo ideal es que puedan ser trabajadas en comunidad, en momentos de oración o en liturgias penitenciales que tengan como centro de Palabra de Dios y el Sacramento de la Confesión. También pueden ser leídas y reflexionadas en oración personal. Espiritualidad del “desierto” Jesús luego del bautismo en el Jordán va al desierto en donde fue tentado por el Demonio (Mt 4,1-11). El desierto en el mundo bíblico representa un lugar de preparación, de prueba y de unión con Dios. El pueblo de Israel caminó cuarenta años por el desierto antes de entrar a la Tierra Prometida. El profeta Elías estuvo cuarenta días en el desierto antes del encuentro con Dios en el Monte Horeb. Jesús prepara la misión en el desierto. En el desierto nos sentimos frágiles, nos falta el alimento y el agua, pero es allí en donde podemos encontrar a Dios. Una espiritualidad del desierto es una espiritualidad “desde abajo”, desde las fuentes mismas de la espiritualidad y de la fe. Sin embargo la fe no puede vivirse como una huida, sino que ha de asumirse como un encuentro permanente con los demás. El profeta Elías cuando estuvo en el desierto hizo la experiencia de Dios que pasó por delante de la cueva y lo hizo salir al oír el susurro del viento (Cf. 1 Reyes 19,13). En la cuaresma hemos de agudizar el oído y discernir la acción de Dios que pasa por nuestra historia. El ayuno como vida solidaria Cuando nos hablan del “ayuno” pensamos en la práctica de dejar de comer carne o alimentos por un determinado periodo de tiempo. También pensamos en privarnos de algo que nos guste para que ese dinero sea puesto en la Caja de Cuaresma. Esto está muy bien, pero si indagamos en la literatura de los profetas nos daremos cuenta de que el ayuno que Dios quiere tiene una connotación bastante particular. Así el profeta Isaías nos dice: “Este es el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer los yugo, dar la libertad a los quebrantados, arrancar todo yugo” (Is 58,6). El ayuno que Dios nos pide es vivir una vida en clave solidaria y compasiva, es decir, compartir la suerte de los otros. En Cuaresma nos preparamos para celebrar y recordar como Dios en Jesucristo tomó hasta las últimas consecuencias la realidad humana hasta la muerte, y una muerte de cruz. Ayunar es compartir la vida hasta el extremo, hasta dar la vida por los demás. Algunos textos para el tiempo de Cuaresma Quisiera proponer algunos textos para meditar en este tiempo de Cuaresma. Ellos están pensados para ser meditados progresivamente. Pueden realizarse Lectio Divina, Liturgias de la Palabras o Penitenciales o simplemente ser meditados en la Oración Personal. Son textos que se proclamarán en la Semana Santa. Servirán de preparación a esta celebración. “La Creación del hombre y de la mujer” Gn 1,26-27. Dios nos creó del polvo de la tierra y nos dio su espíritu. Nuestra realidad es frágil pero está alimentada por el aliento de vida del mismo Dios. Este texto se lee en la Vigilia Pascual. “La Pascua” Ex 12,1-14. A pesar de que vivimos bajo la esclavitud del pecado, Dios nos libera continuamente. El pasa (Pascua) por nuestro lado ofreciéndonos gratuitamente la salvación. Este texto se lee en la Misa de la Cena del Señor (Jueves Santo). Salmo 51 (50) “Miserere”. El hombre que se sabe pecador no duda en recurrir al perdón de Dios. Dios nos devuelve la vida. Este salmo avanza desde el reconocimiento del pecado hasta la acción de gracias. Salmo cuaresmal. “Las Tentaciones de Jesús” (Mt 4,1-11). El desierto es el lugar de la Prueba, pero también del encuentro con Dios. ¿Qué tentaciones experimentamos? ¿Qué podemos aprender de Jesús que superó las tentaciones? “Dios resucitó a Jesús” (Filipenses 2,6-11). Este himno cristológico que Pablo coloca en la carta a Filipos nos dice que Jesús se entregó hasta la muerte de cruz por amor al género humano para luego ser resucitado por Dios. La Iglesia debe fatigarse en darse a los otros porque sabe que la Resurrección es promesa verdadera. Que esta Cuaresma sea un verdadero tiempo de conversión personal y eclesial. Que podamos experimentar la Salvación que está próxima y que las Fiestas Pascuales de este año sean un renacer con Cristo Muerto y Resucitado. Dicen que la Iglesia no se debe de meter en Política. Pero resulta imposible que una institución tan grande, en todos los sentidos, como la Comunidad Eclesial se desinterese de la vida y el desarrollo de la Polis, que es, en esencia, la tarea política. Sin olvidar que Polis, más que los edificios y organismos que forman la ciudad, la conforman los ciudadanos. Es decir, no meterse en Política significa, realmente, desinteresarse de los ciudadanos, dejarlos al albur de los profesionales de la cosa pública, “res publica”, de ahí, República. La Iglesia no se mete en política para cuidar de los ciudadanos, como tales, sino de sus fieles, que lo son además de ciudadanos, y mas allá de esa consideración.
Pero voy a ir concretando: al decir Iglesia, nos referimos, y sobre todo, los medios de comunicación se refieren, a la Jerarquía de la Iglesia, o, alargando el campo, a los clérigos como dirigentes, coordinadores, -pastores, los llama el Nuevo Testamento y la tradición- de todo el cuerpo eclesial. Y una de las tareas primordiales de los pastores es cuidar, defender, y alimentar a sus ovejas, conduciéndolas a parajes donde los pastos sean abundantes, sanos, y no estén envenenados. Así que podemos gritar con el profeta, “¡Ay de los pastores que no cuidan y defienden a sus ovejas!”. Tenemos multitud de textos en el Antiguo Testamento, (AT), que describen la especial dedicación, el especialísimo cuidado que los pastores tienen por las ovejas, cansadas, enfermas, desvalidas, embarazadas, o por los corderillos que van perdiendo la fuerza por los caminos. Es decir, la Sagrada Escritura muestra, de manera explícita e inequívoca, lo que en tiempos modernos se ha dado en denominar como la “opción preferencial por los pobres”, por los más desvalidos e indefensos, por los que la sociedad va poniendo, día a día, ante nuestros ojos, en riesgo de exclusión. La Iglesia no puede tolerar, sin protestar, sin alzar su voz, la injusticia, el desprecio de un porcentaje cada vez más alto de personas empujadas a una situación que significa, realmente, un riesgo de exclusión. En España este porcentaje ronda, peligrosamente, el 25% de la Población. Como tampoco puede callarse ante la corrupción política, que, como proclama el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, en su número 18 : “compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones». La Jerarquía de la Iglesia española se ha metido en política, especialmente para influir en los procesos legislativos, siempre que ha encontrado, o le ha parecido encontrar, motivos que significaran algún grave quebranto para su moral oficial. El caso es descubrir si la moral de los obispos es, o no, o muy, o muy poco, parecida, a la del Evangelio. Y no solo ha protestado, sino que lo ha hecho en la calle, como ahora afea el partido en el poder, el PP, a otro partido, Podemos, el que lo haga, aunque solo sea una estrategia con la que cuenta. Los señores obispos salieron a la calle contra la primera, y necesarísima, ley del divorcio, contra la de despenalización del Aborto, contra la tentativa de la asignatura “Educación para la Ciudadanía”, contra la ley de igualdad, contra la ideología de Género, contra el matrimonio homosexual, y otras muchas leyes que contradecían, según ellos, la moral oficial del Magisterio de la Iglesia. Lo verdaderamente curioso es que el Evangelio no dice nada de esos temas. Así que a muchos fieles nos sorprende, y hasta puede llegar a escandalizarnos, que temas que se mencionan, ¡y cómo!, en el Evangelio, y en la Sagrada Escritura, los obispos no se hayan pronunciado, y hayan dejado que sus fieles se fueran hundiendo en la miseria, con leyes no solo injustas, sino nada provechosas para la mayoría de la población. Así hemos contemplado sobrecogidos el clamoroso silencio episcopal ante la inicua ley de la “Reforma laboral”, que hace posible, además de los despidos baratísimos, muy buenos para la Economía de mercado, es decir, para los poderosos empresarios y grandes multinacionales, par la prima de riesgo y esas zarandajas interesantísimas para la mayoría de nuestros trabajadores, que hace posible, digo, una lectura estadística inicua, aumentando el índice que empleados, es decir, rebajando el índice de desempleo, con trabajadores contratados para una semana, -evento que ostenta un buen porcentaje en la estadística- o etiquetados como empleados con unas pocas horas. Nos encantaría a los católicos-cristianos que nuestros pastores denunciasen proféticamente estos abusos. Hace tiempo que no oímos, o leemos, en los medios de comunicación, la expresión “alarma social”, a pesar de que ante nuestros ojos se están produciendo actuaciones que si no son muestras evidentes de abuso de poder, y de ejercicio muy poco, o nada, democrático del mismo, muestran suficientes indicios para poder ser así catalogados. En los últimos días, el ministro de Justicia, el fiscal general, el presidente de la región de Murcia, los fallos del tribunal de Mallorca, la desfachatez con la que el PP trata a Ciudadanos, y la exhibición de actuaciones que pueden ser catalogadas de todo, menos de modélicas en la esencial igualdad de trato que se merecen todos los ciudadanos, podrían hacer que nuestros obispos, por fin, elevasen la voz ante la auténtica y nada exagerada situación de alarma social. Vamos a terminar por dar toda la razón al columnista gráfico de El País , “El Roto”, que firmó hace unos días el siguiente pensamiento: “todos somos iguales ante la ley; … ante las sentencias, ¡NO!”. La palabra es una abreviatura del latinajo quadragesimam diem. Cuaresmal, por tanto, es sinónimo de cuadragesimal por el número de días elegidos para la maduración en la fe hecha vida ante el acontecimiento venidero más tarde de la Pascua. Es un tiempo de conversión, de cambio, de revisión de vida que significa orientarnos a producir efectos en nuestra tolerancia y misericordia.
La liturgia de este tiempo ha cambiado poco desde el Concilio Vaticano II, pero la sociología que nos envuelve a los fieles y la teología actualizada, han convertido a estas semanas en otra historia. Los carnavales han tomado la calle y los cristianos constatamos que ya no tenemos el viento de popa que tan cómodamente nos llevaba entre penitencias y ritos. La conversión es ahora una tarea que nos descoloca ante la indiferencia generalizada frente al fenómeno religioso. La cuaresma actual parece un anacronismo ante la desconexión social con la fe y con el propio carnaval, que en algunos sitios ya se alarga hasta penetrar en la primera semana de Cuaresma. Recuerdo la anécdota de unos cristianos de Namibia cuando fueron invitados por la iglesia Evangélica a visitar Alemania. No podían dar crédito a lo que veían: la enorme diferencia entre el nivel de vida alemán comparado con la raquítica expresión religiosa de la asamblea dominical luterana. No entendían que, a más bienes recibidos, hubiese menos actitud generosa y agradecida a Dios, origen de todo lo bueno. Cuando el ser humano cree que tiene todo el mérito de lo logrado, entonces sobra la conversión y la cuaresma. “¿Por qué rezáis tan poco con lo bien que os va?” fue la interpelación de estos africanos ante la paupérrima expresión de fe que vieron en sus hermanos en la fe alemanes. La Cuaresma de hoy es más que nunca tiempo de cambio esperanzado así como una oportunidad para aflorar las contradicciones y repensarlas a la luz del evangelio. Convertirse es vivir lo que decimos creer. Por tanto, el signo de no comer carne los viernes ha perdido fuerza y puede ser incluso poco religioso si a la hora de comer pescado lo convertimos en una hipocresía insoportable; pensemos en las salchichas y el rodaballo. Los signos que nos transforman pasan por otros caminos que hagan de la cruz diaria (miserias personales, orgullos, envidias, egoísmos varios, dolores sobrevenidos…) un lugar de transformación personal en amor luminoso para nosotros y para quienes nos rodean, ansiosos como están de ver y de que alguien les muestre el Camino y el sentido de esta vida. He dicho bien: convertirnos en amor que nos ilumine a nosotros primero, claro que sí, para iluminar después a los demás. Si no nos queremos y nos aceptamos como nos quiere y acepta el Padre, ¿cómo vamos a dar a los demás de lo que nos falta? Eso hizo Jesús de Nazaret y por eso se retiraba a orar para nutrirse de luz y de fortaleza. Por eso creo que la alegría tiene sitio en la Cuaresma pues todo intento de transformación a mejor lleva aparejado la esperanza, y esta es una virtud teologal que se fundirá en el día del Resucitado. Que todo siga igual no tiene sentido. Por tanto, es la madurez cuaresmal la que se impone trabajar para ser la mejor posibilidad de uno mismo y con los demás. Esta es la batalla silenciosa y difícil que debemos afrontar durante estas semanas en medio de nuestras dificultades personales y de un escenario materialista asfixiante. Pero si pensamos en el Maestro, no lo tuvo mejor en aquella sociedad teocrática más asfixiante todavía. Y además, tenemos a su ejemplo. ¡¡Feliz singladura cuaresmal de la mano del Espíritu!! En un artículo anterior trate el tema del lenguaje religioso atendiendo sobre todo a los problemas planteados por lo que Richard Rorty bautizó como giro lingüístico del pensamiento moderno [1]. Aquí lo doy por supuesto y tatar de tocar dos temas complementarios: el suscitado por el programa de la desmitologización defendido por el escriturista protestante Rudolf Bultmann, y el más hondo y englobante que nace de la magnitud del cambio causado por la entrada de la Modernidad [2].
1. La alerta de la desmitologización 1.1 La necesidad del cambio "No se puede usar la luz eléctrica y el aparato de radio, o echar mano de modernos medios clínicos y módicos cuando estamos enfermos, y al mismo tiempo creer en el mundo de espiritas y milagros del Nuevo Testamento"[3]. Esta frase, que impresiona por su contundencia, no fue escrita ayer por uno de los nuevos ateos, sino hace ya bastantes años, el año 48 del siglo pasado, por uno de los grandes exégetas cristianos, el alemán Rudolf Bultmann. Y no la escribió para atacar a la fe cristiana, sino para defender su vigencia, aunque, eso sí, llamando a la necesaria y urgente actualización en el modo de comprenderla y anunciarla. Fue lo que el llama el problema de la desmitologización. No hace falta estar de acuerdo en todo con él, demasiado influido por un fuerte radicalismo exegético y por un claro reduccionismo teológico (muy marcado por el concepto de autenticidad en la filosofa de Heidegger) para comprender la seriedad del desafío y la justicia de su llamada de atención. En el agudo y profundo prólogo a la traducción francesa de su pequeño e influyente libro sobre Jesús, Paul Ricoeur señala bien sus límites, pero también sus méritos irrenunciables [4]. Hace una distinción, tan obvia como fundamental, entre dos niveles. Cuando su lectura invade los dominios de la ciencia, confiriendo valor de solución científica a la cosmología primitiva de la cultura bíblica la concepción de un mundo estratificado en tres pisos: cielo, tierra, infierno, poblado de poderes sobrenaturales que descienden aquí abajo desde allá arriba, el mito debe ser pura y simplemente eliminado (383). Pero el mito es algo distinto de una explicación del mundo, de la historia y del destino; expresa, en términos de mundo, o ms bien de ultra-mundo o segundo mundo, la comprensión que el ser humano hace de sí mismo en relación con el fundamento y con el límite de su existencia [5]. Por eso, ante el mito, de lo que verdaderamente debe tratarse es de interpretar su intención genuina, eliminando las explicaciones objetivantes, y buscando en cambio lo que revela acerca del sentido último de la existencia. Confrontados pues con la envoltura mítica en la que en ocasiones viene presentado el mensaje del Nuevo Testamento, es necesario tomar muy en serio la necesidad de una traducción que vaya al fondo de lo que allí se nos revela. Nada será más opuesto a esto que una banalización que, sin estudio serio ni meditación profunda, se quedase en un barniz superficial. Ya sea despreciando todo y tirando el niño con el agua sucia de la bañera, o ya sea con una acomodación puramente formal, pudiendo llegar al ridículo de una anécdota que ya he contado: en cierta ocasión o por casualidad a un locutor radiofónico que, pretendiendo modernizar el mensaje de la Ascensión, tuvo la brillante ocurrencia de describir a Cristo como el divino astronauta. 1.2 La seriedad del desafío Ante expresiones como esa, cuando se supera una cierta e irremediable sensación de ridículo, surge enseguida la sospecha de estar ante un problema muy grave. El ejemplo muestra, en efecto, como la urgencia de la reinterpretación en la comprensión y expresión de la fe enlaza con el enorme cambio cultural que desde la entrada de la Modernidad ha sacudido las raíces ms hondas del pensamiento y de la expresión de la experiencia cristiana. Porque resulta evidente que la descripción neotestamentaria no encaja en la nueva visión de un mundo que no tiene ya un arriba ni un abajo, que no se divide en lo terrenal (imperfecto, mutable y corrupto) como opuesto a lo supralunar o celestial (impoluto, circular, perfecto y divino). Por eso, intentar, como en la anécdota, forzar el encaje mediante un superficial ajuste linguístico, lleva al absurdo; y, lo que es peor, confirma la acusación, tan extendida, de que la religión pertenece irremediablemente a una mitología pasada. Y, una vez alertados, basta una simple mirada para comprender que no se trata de un caso aislado, sino que el problema afecta profundamente al marco mismo de las formulaciones en que se expresan las grandes verdades de nuestra fe. ¿Quién, a la vista de los datos proporcionados por la historia humana y la evolución biológica, es capaz de pensar hoy el comienzo de la humanidad a partir de una pareja perfecta, en un paraíso sin fieras y sin hambre, sin enfermedades y sin muerte? Ms grave aún: quién, siendo incapaz, como toda persona normal, de golpear a un niño para castigar una ofensa de su padre, puede creer en un dios que será capaz de castigar durante milenios a miles de millones de hombres y mujeres, sólo porque sus primeros padres lo desobedecieron comiéndose una fruta prohibida? Esto puede parecer una caricatura, y lo es en realidad; pero todos sabemos que fantasmas iguales o parecidos habitan de manera muy eficaz el imaginario religioso de nuestra cultura. Y la enumeración podrá continuar, en asuntos, si cabe, ms graves. As, por ejemplo, se sigue hablando con demasiada facilidad de un dios que castigara por toda una eternidad y con tormentos infinitos culpas de seres tan pequeños y frágiles como, en definitiva, somos todos los humanos. O que exigió la muerte de su Hijo para perdonar nuestros pecados; y grandes teólogos, desde Karl Barth a Jrgen Moltmann y Hans Urbs von Balthasar, no se recatan de hacer afirmaciones que recuerdan demasiado aquellas teologías y aquella predicación que hablaban de la cruz como el castigo con el que Deus descargó sobre Jesús su ira hacia nosotros [6]... Bien sabemos que bajo estas expresiones palpita una honda experiencia religiosa, y que, incluso, con esfuerzo y buena voluntad, resulta posible llegar a entenderlas de una manera ms o menos correcta. Pero será pastoral y teológicamente suicida no ver que el mensaje que de verdad llega a la gente normal es el sugerido por el significado directo de esas expresiones, puesto que las palabras significan dentro del contexto cultural en el que son pro. De otro modo, se incurre en lo que alguien llamó con acierto una traición semántica[7], que acaba haciendo inútil y aun contradictorio el recurso a procedimientos hermenéuticos, artificios oratorios o refinamientos teológicos, para lograr una significatividad actual, pretendiendo al mismo tiempo conservar palabras y expresiones que son deudoras del contexto anterior. Como en esos diques cuya estructura ha cedido ya a la presión de la riada, los muros de contención y los remedios provisionales son incapaces de contener la hemorragia de sentido provocada por las numerosas y crecientes rupturas del contexto tradicional. O se renueva la estructura, o el resultado sólo puede ser el desbordamiento y la catástrofe. Como queda dicho, será lamentable que, por culpa de ciertas exageraciones por parte de Bultmann y de ciertos alambicamientos teológicos de muchos críticos, se descuidase su grito de alerta. Piénsese que, por mucho que lo diga el libro de Josué, ninguno de nosotros es capaz de creer que el sol se mueve alrededor de la tierra; y si a nuestro lado alguien se cae al suelo por un ataque epiléptico, no podemos creer que la causa fue un demonio, aunque que así se pensase en tiempo de Jesús, o, mejor, aunque así lo dijese culturalmente por supuesto el mismo Jesús. Afirmar esto no implica de ningún modo negar el contenido religioso ni el valor simbolice (Bultmann hablaba de significado existencial) de esas narraciones. Lo que se cuestiona no es el significado, sino la aptitud de aquellas expresiones para vehicularlo en el nuevo contexto. Digámoslo con un ejemplo concreto: la creación del ser humano en el capítulo 2 del Génesis sigue conservando todo su valor religioso y toda su fuerza existencial para una lectura que trate de ver ahí la relación única, íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a diferencia de la que mantiene con las demás criaturas. Pero para verlo así, resulta indispensable traspasar la letra de las expresiones. Por el contrario, si nos mantenemos en querer leer en esos textos, de evidente carácter mítico, una explicación científica del funcionamiento real del proceso evolutivo de la vida, todo se convierte en un puro disparate [8]. De hecho, sabemos muy bien que durante casi un siglo, en este caso concreto, la fidelidad a la letra se convirtió en una terrible fábrica de ateísmo, haciendo verdad la advertencia paulina de que la letra mata, mientras que el Espíritu vivifica (2 Cor 3,6). 2. La Modernidad como cambio de paradigma cultural Pero reducir el problema a la desmitologización será minimizarlo, porque su necesidad se enmarca en el proceso ms amplio y profundo de cambio de paradigma cultural, que, afectando al conjunto de la cultura, modifica profundamente la función del lenguaje. Resulta obvio que eso lleva consigo la urgencia de una remodelación y una retraducción del conjunto de conceptos y expresiones en que culturalmente se encarna la fe. 2.1 La hondura y la transcendencia de la mutación cultural La afirmación es grave y comprometida. No cabe desconocer que tomarla en serio implica para el cristianismo una reconfiguración profunda muchas veces incómoda e incluso dolorosa de los hábitos mentales, de los usos linguísticos y de las pautas piadosas. Basta pensar en un dato simple y evidente: la inmensa mayora de los conceptos y buena parte de las expresiones en que nos llega verbalizada la fe en la piedad y en liturgia, en la predicación y en la teología pertenecen al contexto cultural anterior a la Ilustración. Tienen por tanto sus raíces vitales en el mundo bíblico, fueron reconfiguradas culturalmente durante los cinco o seis primeros siglos de nuestra era, y recibieron su formulación más estable a lo largo de la Edad Media. Posteriormente hubo, desde luego, actualizaciones; pero sobre todo en el catolicismo, por su mayor control magisterial tuvieron por lo general un marcado carácter restauracionista (neo-escolástica barroca y decimonónica, neo-tomismo y reacción antimodernista). La situación se agrava más todavía por el hecho de que el cambio moderno no se produjo en la evolución pacífica de un avance lineal, sino como una transición violenta. La caída de la cosmovisión antigua produjo a muchos la sensación de haber sido engañados, de que era preciso reconstruirlo todo de nuevo. Las reacciones fueron sin duda excesivas muchas veces; pero marcaban una tarea ineludible: la cultura, y por lo mismo la religión, en la medida en que era solidaria con ella, no podan seguir hablando el mismo lenguaje. No era posible continuar ni con la lectura literalista de la Biblia ni con la concepción ahistórica del dogma. Para la teología, la tarea parecía inmensa, y no pueden extrañar las reacciones defensivas y el estilo mayoritariamente restauracionista. El resultado fue un claro atraso histórico, que agrava la situación. Por suerte, el Vaticano II, al proclamar la urgencia del aggiornamento, reconoció la necesidad de la renovación y abrió oficialmente las puertas para ponerla en marcha. Aun mas, el peso de las dificultades se hizo sentir, y el miedo a lo nuevo frenó muchas iniciativas. Por fortuna, aunque a corto o medio plazo no cabe todavía esperar soluciones suficientemente satisfactorias, el nuevo pontificado de Francisco, retoma con vigor evangélico la fecunda sementera del Concilio. Si hasta entonces poco se hablaba de invierno eclesial, todo indica que, como en las higueras evangélicas, se anuncia una nueva primavera. 2.2 La posibilidad de cambio Por eso hoy estaría fuera de lugar una actitud resignada y pesimista. Cuando con cierta perspectiva se piensa en los profundos cambios ocurridos sobre todo a partir del Concilio, si se está atento a los procesos de fondo que se van dando en la vida eclesial y se palpa la acogida cordial y llena de ilusionada esperanza suscitada por el nuevo papa, no resulta difícil percibir avances muy importantes. Queda mucho por hacer, ciertamente, pero la percepción profunda de esta mutación fundamental y la necesidad de continuarla constituyen ya una fuerte presencia en el ambiente general. Las resistencias son fuertes, incluso por parte de personalidades eclesiásticas, que deberían ser las primeras en apuntarse a la renovación. Pero la misma extrañeza que produce su inconsecuencia tan rígida y fiel al magisterio papal cuando todo parecía discurrir conforme a su ideología religiosa y, por otro lado, la movilización eclesial que se está generando en los ambientes ms sanos del cristianismo, muestran que esas resistencias perdieron protagonismo y tienen en contra el viento del Espíritu. También en este caso se realiza el principio enunciado por Holderlin de que donde aparece el peligro, allí crece igualmente la salvación. Por dos razones fundamentales: porque la percepción del desajuste obliga a la claridad, y porque la nueva situación trae consigo posibilidades específicas, sólo desde ella perceptibles y realizables. La magnitud del cambio, en efecto, permite ver mejor la estructura del problema: justamente la mutación cultural que nos impide tomar a la letra el relato de la Ascensión es la misma que nos permite liberar de su esclavitud literal el significado permanente de su significado profundo. La imposibilidad de ver el relato como una ascensión material nos deja en libertad para buscar su intención auténticamente religiosa. Operación no fácil ni sencilla, ciertamente, puesto que entre la forma y el contenido no se trata de una relación extrínseca, ni siquiera como la que se da entre el cuerpo y el vestido. El significado no existe nunca desnudo, en estado puro, sino que está siempre traducido en una forma concreta: no leer la Ascensión como un subir en la atmósfera, significa necesariamente estar leyéndola ya en el marco de otra interpretación. Con todo, resulta posible la distinción, y resulta muy importante comprenderlo y afirmarlo, pues únicamente desde ahí nace la legitimidad del cambio y la libertad para emprenderlo. Vale la pena aclararlo con un ejemplo, tomando como referente el agua y su figura (no su fórmula), en lugar del cuerpo y su vestido. No existe nunca la posibilidad de tener la figura del agua en estado puro: siempre tendrá la forma del recipiente vaso o botella, jarra o palangana que la contenga. Si no nos gusta una figura, podemos cambiarla, pero sólo a condición de substituirla por otra: la que impone el nuevo recipiente. Con todo, distinguimos bien entre el agua y sus figuras; y comprendemos que se puede cambiar de recipiente, sin que por eso deba cambiar la identidad del agua. Desde luego, en todo transvasamiento existe siempre el peligro de perdidas y derrames; pero, si no queremos que el agua se estanque y se corrompa, la alternativa no está en conservarla siempre en el mismo sitio, sino en cuidar que el traslado resulte integro, sin disminución del contenido. Con las limitaciones de todo ejemplo, algo parecido sucede con la fe y sus expresiones. La fe no existe nunca en estado puro, sino siempre en el seno de una interpretación determinada. Pero si ha de vivir en la historia, no puede quedar estancada en un tiempo determinado, sino que debe atravesarlos todos, adaptándose a sus necesidades y aprovechando sus posibilidades. Lo cual implica a la vez libertad y modestia. Modestia, porque parece claro que ninguna poca puede pretender que su interpretación es nica o definitiva, ni siquiera la mejor: nuestras actualizaciones son siempre provisionales. Pero libertad también, porque, precisamente por eso, toda poca tiene derecho a su interpretación. Justamente porque la fe quiere ser agua viva, la manera de conservarla no es represarla en un depósito muerto, sino construir con afecto y respeto, para que nada se pierda, pero también con valentía y creatividad, para que no se estanque ni corrompa cauces siempre nuevos por los que fluya adelante, fecundando los tiempos y las culturas. 2.3 Los caminos del cambio Esto es tan serio, que rompe de por s la sacralización de cualquier configuración expresiva de la fe, incluida la primera, no digamos la medieval. Ni siquiera en la Escritura está la experiencia cristiana en estado puro, sino traducida ya a los esquemas culturales de su tiempo y a las teologías de los diversos autores o comunidades: el mismo Jesús hablaba y pensaba dentro de su marco temporal, que no es ni puede ser el nuestro. De hecho, la inevitabilidad de este hecho se hizo notar, de manera francamente impresionante, ya en los mismos orígenes. Porque, cuando se piensa un poco, no resulta difícil comprender la magnitud de la transformación que supuso traducir no sólo a la lengua, seno también a la cultura griega, cargada de intelectualismo filosófico, el mensaje evangélico, formulado en arameo y nacido en una mentalidad simbólica y decididamente funcional. En la actualidad, la revolución exegética, rompiendo la prisión fundamentalista del literalismo bíblico y la renovación patrística, haciendo ver la historicidad del dogma y el amplio margen de legítimo pluralismo teológico, puso al descubierto de manera irreversible la apertura intrínseca de la comprensión de la fe. Lo cierto es que, a pesar de las hondas resistencias restauracionistas, se han abierto grandes posibilidades no sólo para la ruptura de esquemas obsoletos, sino también para la búsqueda de nuevas fórmulas y expresiones. La floración de la teología que siguió al Concilio, imprevisible y casi impensable poco antes, muestra que la fecundidad de la Palabra sigue viva, capaz de fecundar el futuro. Inicialmente el cambio exigido por la nueva cultura no resultó, ni podía resultar, fácil. De hecho, provocó una de las crisis ms graves en la historia del cristianismo. Afrontarla supuso, a pesar de las resistencias, molestias y represiones, un coraje de tal transcendencia, que Paul Tillich, siguiendo a Albert Schweitzer, llegó a afirmar que quizás a lo largo de la historia humana ninguna otra religan tuvo la misma osada ni asumió un riesgo parecido [9]. Por eso nunca agradeceremos bastante el aire fresco que gracias a ello entró en la Iglesia. Y ningún agradecimiento mejor que el de continuar la empresa, tratando de llevarla a su plena consecuencia. Lo que en definitiva se nos pide, por estricta fidelidad al dinamismo de la fe, es trabajar en la búsqueda de una interpretación y de su correspondiente lenguaje, que rompiendo moldes culturales que ya no son los nuestros, hagan transparente el sentido originario para los hombres y mujeres de hoy. La nueva situación no se limita a arrojar claridad sobre el problema, sino que ofrece también nuevas posibilidades para afrontarlo. La misma conciencia de la necesidad del cambio supone ya una ayuda enorme, porque convoca a la utilización de todos los recursos de la hermenéutica moderna. Por algo estamos en la edad hermenéutica de la teología [10], y no como recurso ocasional, sino por profunda convicción, puesto que la experiencia religiosa, precisamente por la dificultad que ofrece la transcendencia de sus referentes, pide profundizar al máximo el ejercicio de la interpretación. No es casualidad que Friedrich Schleiermacher esté en las raíces de la hermenéutica moderna; y, yendo más allá, Richard Schffler indicó con razón que, ya desde los griegos, la religión constituye históricamente la matriz y el modelo de toda crítica [11] . La nueva cultura no sólo ofrece el instrumento formal de la hermenéutica, como instrumento para la interpretación renovada de lo recibido. Ofrece igualmente algo acaso ms importante: al abrir campos inditos a la comprensión humana, rampla el espacio del intellectus fidei (la comprensión de la fe) y aumenta los recursos para expresarlo y hacerlo accesible a la sensibilidad actual. Piénsese, por ejemplo, en las brechas que en la incomprensión ambiental del fenómeno religioso abrieron teologías como las de la esperanza, de la política y de la liberación, gracias a que supieron aprovechar los medios ofrecidos por el análisis social. Y en otro sentido, cabe valorar también el aporte que viene desde la ciencia psicológica; que muchas veces su entrada resulte conflictiva, como en el caso Jacques Pohier o en el de Eugen Drewermann, no invalida la constatación, sino que la confirma, pues indica que toca puntos sensibles y bien reales [12]. Desde aquí puede recibir ayudas fecundas y purificadoras un campo tan sensible e importante como el de la moral, que, cada vez más consciente de su autonomía, tiene delante de sí la urgente y delicada tarea de clarificar su verdadera relación con la teología; en definitiva, con la religión [13]. En general, es importante aprender a valorar cada vez más el hecho de que el auténtico progreso cultural, lejos de ser una amenaza para la fe, constituye un fuerte enriquecimiento. De hecho, la historia reciente muestra claramente que una alianza crítica con aquella parte de la cultura que busca lo verdaderamente humano (y por eso mismo, divino) fue siempre beneficiosa para las iglesias: písense, por ejemplo, en la tolerancia, la democracia o la justicia social. En una palabra, si ante la cuestión estructural el lenguaje religioso ha de buscar su renovación acudiendo sobre todo a los hondos recursos de la tradición bíblica, del diálogo de las religiones y de la experiencia religiosa e incluso mística, en lo que respecta al desafeo cultural son principalmente las ciencias humanas las que han de ser aprovechadas. Y no cabe duda de que una apertura generosa y una utilización al mismo tiempo crítica y valiente ofrece ricas posibilidades para ir afrontando la difícil pero irrenunciable tarea de la retraducción del cristianismo que postula nuestra situación cultural. Pregón de Cuaresma
Con la celebración del Miércoles de Ceniza, comenzamos una nueva Cuaresma. Tiempo de gracia, de conversión y de misericordia, por parte del Padre bueno que constantemente invita a sus hijos al banquete de la Pascua. Pues, Cuaresma es un caminar con alegría y jubilo hacia Pascua, la resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección. Pero, ¿cómo conducirse por este camino que durante cuarenta días nos lleva a la Pascua? Y, ¿qué provisiones tomar para llegar a resucitar con Cristo y vivir en plenitud la vivencia pascual? Debemos conducirnos con dignidad, esa dignidad que nos viene de ser lo que somos: hijos e hijas de Dios, amados del Padre desde toda la eternidad, salvados en su Hijo. Desde esta convicción y certeza caminaremos con gozo y los obstáculos y dificultades del camino podrán ser superados; porque no caminos solos, sino con Aquel que es nuestro Camino: Jesús. En él pongo toda mi esperanza, él es mi fortaleza, mi energía y dinamismo que me lleva a caminar con paso firme y ligero a su lado; siempre mirando hacia adelante, sin volver la vista atrás, apoyando mis pasos sobre sus pasos. ¿Qué provisiones poner en mi mochila para este camino de cuarenta días? La primera condición es que mi mochila tiene que estar muy ligera de peso para que no sea un obstáculo al caminar. Entonces mi primera disposición es la sobriedad. De qué sobriedad se trata: sobriedad en tus deseos, pensamientos, sueños y fantasías. La sobriedad te lleva a revenir a tu propia realidad concreta, y esto pasa por la conversión. ¡Déjate convertir! Evangelizar las zonas más profundas de tu corazón; es decir, deja que la gracia de la cuaresma entre en ti y te reconstruya desde el interior. Seguro que, si logras hacer esta experiencia, tu caminar será más ligero y rápido, tu alegría mayor y tu esperanza infinita. La sobriedad te lleva a la verdad. Vivir en verdad, hacer la verdad en tu vida. “la verdad os harás libres” (Jn 8, 32). Y, ¿qué es la verdad? La verdad es Cristo, conocer a Cristo nos lleva a hacer la verdad en nuestra vida, pues no podemos conocer a Cristo y vivir en la mentira, en el pecado, el desorden, la esclavitud de tantos ídolos como nos acechan. La cuaresma, ante todo, tiene que llevarte a un mayor conocimiento de Jesucristo, a rechazar con energía todo ídolo que se te presente y se anteponga al amor a Jesús y a vivir en verdad y libertad. El conocimiento de Jesús te lleva al amor y el amor a la identificación. La cuaresma tienen que ayudarnos, a nosotros los cristianos, a identificarnos cada vez más con Cristo, y a partir de esta identificación podremos vivir esta muerte y resurrección que nos conduce a la Pascua. Desde este conocimiento, amor e identificación con Jesús; las cuatro características propias de cuaresma serán la necesidad del: desierto, la oración, el ayuno y la limosna; en nuestro lenguaje actual, el compartir, el ayudar a nuestros hermanos necesitados, manifestada de mil maneras…. Desierto: Vivir el desierto no como una ascesis sin alma, sino como una necesidad para estar asolas con Aquel que se me ama y quiere entablar una relación de amor conmigo: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,4). Retirarse al desierto como necesidad de escucha amorosa y de estar a solas con Dios. Descubrir la mística del desierto, no quedarse solamente en la austeridad que implica el desierto, ésta es real, pero la mística es superior. Oración: La oración es el fruto del desierto, “acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración” dirá Teresa de Jesús. El desierto nos conduce a la escucha, la escucha al amor y el fruto del amor es la oración que transforma y une con el ser Amado. La oración que le agrada al Señor, es la oración de un corazón sosegado, acallado, unificado; abierto a acoger su Presencia y a vivir en su intimidad. No todos podemos retirarnos al desierto como lugar geográfico para orar; pero si podemos retirarnos, y debemos retirarnos, al desierto de nuestro propio interior. Pues el desierto no es la ausencia de las personas, sino la presencia de Dios. Y orar es vivir en su presencia. Ayuno: El ayuno es esencial en el seguimiento de Jesús, y también para vivir una relación, justa y armoniosa entre mi yo y las cosas. No dejándome poseer por ellas ni tampoco quererlas poseer. La justa relación con las cosas, y los alimentos, consiste en reconocer con gratitud su valor, su necesidad, y como dice san Ignacio de Loyola. “Las cosas se usan tanto en cuanto me ayudan al fin perseguido”. El saber privarse, sentir la necesidad y hasta el hambre material, nos lleva a la libertad y a valorar las cosas que Dios ha creado para nuestra necesidades; y a pensar en tantos hermanos nuestros como carecen de lo más esencial, en parte por el mal uso que hacemos de los recursos de la naturaleza; del acaparamiento y la posesión desmesurada. Ahí tendría que ir orientado nuestro ayuno. Y siendo muy importante esta orientación del ayuno material, él debe de conducirnos mucho más lejos, a ese otro ayuno del yo que es el que realmente nos quita la libertad, nos esclaviza y nos impide ver al hermano con amor. Como le pasó al rico de la parábola de Lázaro (Lc 16, 19-31). Su pecado no está en que fuese rico, sino en que ignoró a su hermano en necesidad. Vivía al margen de Dios y como consecuencia no reconoció a su hermano. El papa Francisco en su mensaje de Cuaresma dice: “toda persona es un don”. El ayuno de mi yo me lleva a reconocer el tú de mi hermano, y juntos caminar hacia la Pascua. Compartir: el compartir nos lleva al despojo, a la generosidad, a la pobreza evangélica; y, sobre todo, a tener en cuenta al hermano más necesitado. Quien sabe compartir nunca se empobrece, antes bien, se enriquece con creces. La sagrada Escritura nos lo certifica; pero también la vida misma. “El que siembra escasamente, escasamente cosechará; y el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará. Cada uno dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9,6-7). Quiero terminar con las palabras del papa Francisco en su mensaje de Cuaresmas: “El cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor”. Y si crezco en la amistad con el Señor, creceré también en el amor a mi hermano, y unidos celebraremos la Pascua, la plenitud de la vida cristiana. Se nos ha insistido hasta la saciedad que la cuaresma era un tiempo de examen de conciencia para descubrir nuestros fallos, para concienciarnos de que habíamos ofendido a Dios, para sentirnos pecadores. Una vez que descubrimos que estábamos enfangados en la mierda, pedir a Dios que nos sacara de ella y si Dios era reacio a perdonarnos, ahí estaba la muerte de Jesús que nos daba derecho a ese perdón. Pasada la alegría de sentirnos perdonados, llegaba la angustia de volver a fallar. Así año tras año.
La cuaresma es un tiempo privilegiado para analizar la trayectoria humana de nuestra vida y descubrir que, con demasiada frecuencia, nos equivocamos, dando pasos que nos alejan de la meta. No tiene mucho sentido que nos paremos a analizar la piedra en la que tropezamos, ni si nos hemos alejado un paso o un kilómetro. Se trata de tomar conciencia de dónde nos encontramos y desde ahí, enderezar nuestros pasos hacia la meta. De lo dicho se desprende, que más importante que mirar hacia tras mortificándonos por los pasos mal dados, es descubrir donde está la meta y comenzar a andar en esa dirección. Lo importante es tomar conciencia clara de donde está la meta. Pero resulta que no puedo saber donde está porque nunca estuve allí. Aquí puede venir en nuestro auxilio la experiencia de otros seres humanos que sí se aproximaron a ella. Para nosotros los cristianos, el hombre que más cerca estuvo de ella es Jesús, por eso es nuestro guía. Las tentaciones de Jesús y las nuestras, nos advierten de la necesidad de esfuerzo para llegar a la meta. Los animales disponen de un piloto automático que les conduce en todo momento a su propia meta. Al ser humano se le han entregado los mandos de la nave y no tiene más remedio que dirigirla él. No podemos conducir un vehículo manteniendo fijo el volante. Tampoco nadie puede conducirlo por nosotros, ni siquiera Dios. Las dos primeras tentaciones pretenden convertir a Jesús en oprimido u opresor, a cambio de pan, poder o gloria. Tanto oprimir a otro como dejarse oprimir son ofertas satánicas. La opresión es el único pecado, porque es lo único que nos impide ser humanos. Vamos a analizar las tentaciones de Jesús en lo que tienen de común con las trampas que el placer, con apariencia de bien, tiende a todos los hombres. A nadie se le ocurrirá hoy tomar el relato del Génesis como un hecho histórico. El pecado de Adán es un mito ancestral. Esto no quiere decir que sea simplemente mentira. El mito, en sentido estricto, es un intento de explicar conflictos vitales del ser humano, que no se puede entender de una manera racional. El relato de Adán y Eva intenta explicar el problema del mal, y lo hace partiendo de las categorías de aquel tiempo. Tampoco el relato de las tentaciones es una crónica de sucesos. Jesús se retiró muchísimas veces al “desierto”. Se trata de resumir todas las pruebas que tuvo que superar a lo largo de su vida. En Jesús la tentación tiene una connotación especial, porque se plantea conforme a su situación personal. La talla de su humanidad tiene que darla en relación con la tarea que se le ha encomendado: cómo desarrollar su mesianismo. Los posibles tropiezos al recorrer su camino mesiánico, se relatan condensados en un episodio al comienzo de su vida pública, pero resumen la lucha que tuvo que mantener durante toda su vida. A Jesús no le tentó ningún demonio. La tentación es algo inherente a todo ser humano. Por eso es el mejor argumento a favor de su humanidad. Quien no se haya enterado de que la vida es lucha, tiene asegurado el más estrepitoso fracaso. No se trata de una elección entre el bien y el mal. El ser humano no es el lugar de lucha de dos fuerzas contrarias: el Espíritu y el diablo, el Bien y el Mal. Esa alternativa no es real porque el mal no puede mover la voluntad. Se trata de discernir lo bueno y lo malo, más allá de las apariencias. La lucha se plantea entre el bien auténtico y el aparente. El plantear una lucha contra el mal no tiene ni pies ni cabeza. Una vez que descubro que algo es malo para mí, no tengo que hacer ningún esfuerzo para vencerlo. Las tres tentaciones de Jesús no son zancadillas puntuales que el diablo le pone. Se trata de contrarrestar una inercia que, como todo ser humano, tiene que superarla. Ni el placer sensible, ni la vanagloria, ni el poder, pueden ser el objetivo último de un ser humano. El poder y las seguridades, como fundamento de una relación con Dios quedan excluidos. El poder podía haber dado eficacia a su mesianismo, pero no llevaría la libertad al hombre. La salvación tiene que llegar al hombre desde dentro de sí mismo. No necesitamos ningún enemigo que nos tiente. Somos lo bastante complicados para meternos solitos en esos berenjenales. La tentación es inherente al ser humano, porque en cuanto surge la inteligencia y tiene capacidad de conocer dos metas a la vez, no tiene más remedio que elegir. Como el conocimiento es limitado, puede equivocarse y, adhiriéndose a lo que creía bueno, se encuentra con lo que es malo. Si esto no lo tenemos claro, pondremos el fallo en la voluntad que elige el mal, lo cual es imposible. Si el problema no está en la voluntad, no se podrá resolver con voluntarismo. Aquí está una de las causas de nuestro fracaso en la lucha contra el pecado. Si el problema es de entendimiento, solo se podrá resolver por el conocimiento. Mi tarea será descubrir lo que es bueno o es malo para mí. Ese “para mí”, se refiere a mi verdadero ser, no al yo egoísta e individualista. Ni siquiera podemos esperar de Dios que me saque del dilema. En nuestra sociedad tendemos a considerar como bueno lo que la mayoría acepta como tal. El esfuerzo por alcanzar una verdadera humanidad es todavía una actitud de minorías. A través de la historia humana, han sido muy pocos los que han manifestado con su vida una plenitud humana. La mejor prueba es que los consideramos seres extraordinarios. La mayoría de los mortales nos contentamos con vivir cómodamente sin valorar el esfuerzo por llegar a ser algo más. Aquí el valor de la democracia queda muy relativizado. El “está escrito”,repetido por tres veces, tiene un profundo significado. Adán y Eva pretendieron ser ellos los dueños del bien y del mal, es decir, que sea bueno lo que yo determine como tal y que sea malo lo que yo quiero que lo sea. Es la constante tentación de todo ser humano. Cuando Jesús repite por tres veces: “está escrito”, reconoce que no depende de él lo que está bien o lo que está mal, está determinado, no por una voluntad externa de Dios, sino por la misma naturaleza del ser. Meditación-contemplación Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu. La verdadera conquista de lo humano, se consigue en el interior. Solo lejos del bullicio, del ruido y de la vorágine de los sentidos te puedes encontrar contigo mismo y dilucidar tu futuro. No te dejes engañar por los cantos de sirena. Son cada vez más y con más poder de seducción. Pero la fuerza del Espíritu, siempre será mayor, Y, si te dejas guiar, te conducirá a la plenitud. El fin de semana en la casa rural prometía ser intenso. El departamento de recursos humanos había organizado un curso sobre “Liderazgo y estilo empresarial”; asistían el director general y las personas más representativas de la empresa.
El objetivo era profundizar en todo aquello que debía convertir a cada asistente en una persona segura, agresiva y triunfadora. Y, sobre todo, entregada en cuerpo y alma a la empresa. Eva sabía bien lo que podía significar este fin de semana en su vida. Cada vez que había asistido a un curso de este tipo había ascendido un poco más en el escalafón. El “estilo empresarial” se había hecho carne de su carne y estaba a punto de lograr el puesto de directora regional, con el consiguiente aumento de sueldo. El sábado la formación fue tan intensa que acabó rendida. Salió a tomar el fresco. Tenía un rato de descanso antes de la cena. El sol se ponía tras la montaña. Empezó a caminar, absorta, por un pequeño sendero que llevaba a la cumbre. No conocía la zona y se fue alejando más y más de la casa rural. Sentía que, de este modo, se alejaba también de las tentaciones que le acechaban allí. El director general le había dicho: - Esta noche nos vemos. Eva sabía que, tras la cena y las copas, tendría que someterse a sus deseos. Cuando se ponía de rodillas ante él, tenía asegurados viajes y joyas. ¡Recibía tanto a cambio de satisfacer sus caprichos! Había algo en la mirada del director que le desagradaba profundamente, pero no tenía valor para enfrentarse a él ni negarse a sus deseos. Absorta en sus pensamientos, se fue adentrando en una zona rocosa que se hacía cada vez más escarpada, hasta que se dio cuenta de que no podía retroceder por el mismo camino. Cayó la noche. En medio de la oscuridad, tanteando entre las piedras, dio un traspié y rodó varios metros por la ladera de la montaña, hasta acabar en un lugar que parecía un pequeño barranco. Al ponerse en pie sintió un dolor tan fuerte que no podía caminar. Durante un buen rato gritó con todas sus fuerzas, pidiendo auxilio, pero sus gritos se perdieron en medio de un silencio sepulcral. No tenía ninguna posibilidad de volver a la casa rural. Se acurrucó junto a un árbol, en postura fetal, temiendo que fuera la peor noche de su vida. Quizá la última. Pero no fue así. El hambre, la sed, la soledad y el miedo fueron dando paso a una experiencia sobrecogedora: el cielo, plagado de estrellas, era como un manto que le cubría. Y, en medio de la oscuridad, empezó a percibir su vida con una claridad inusitada. Se descubrió esclava de algunas personas y de muchas cosas. Se dio cuenta de que la vanidad y la codicia le habían ido enredando y ahora estaba totalmente atrapada. Veía con claridad el alto precio que había ido pagando para conseguir la imagen que tenía. El cielo estrellado era como una pantalla que le ayudaba a recordar escenas de su vida, desde su infancia. Recordó que había descuidado la relación con sus abuelos y con la gente del pueblo porque le parecían pobres e ignorantes; ahora se daba cuenta de cuanto les debía. Había dejado a un lado el voluntariado que llenó de sentido su adolescencia y juventud. Había renunciado a sus sueños sobre la familia, y solo vivía experiencias puntuales en las que estaba más presente el alcohol que el amor. Apenas había estado en contacto con la naturaleza porque lo consideraba una pérdida de tiempo. Había dejado a un lado a Dios, porque ella se bastaba para conducir su propia vida… Se despertó con las primeras luces del alba y el canto de los pájaros. Se arrastró como pudo hacia un reguero cercano; con el cuenco de su mano fue llevándose a la boca el agua fresca y transparente. Recordó que así bebía cuando era pequeña, en el manantial que había en el prado de sus abuelos. Comió algunas frambuesas salvajes. Se sintió profundamente agradecida a la naturaleza, que le ofrecía estos pequeños placeres, gratuitos y al alcance de su mano. De repente, oyó que un helicóptero sobrevolaba la zona y gritó con todas sus fuerzas, agitando con fuerza sus brazos. La vieron. Por megafonía le dijeron que estuviera tranquila, que un equipo se acercaría a rescatarla. Se arrodilló. Oró. Dio gracias a Dios. No sólo porque le salvaban la vida, sino porque la noche en el barranco le había salvado de perder su dignidad y le había permitido recuperar los valores que había ido perdiendo. De vuelta hacia la casa, con la pierna entablillada, le dijeron: - Ha tenido usted mucha suerte. Hay fieras en esta zona y podía haber muerto esta noche. - He pasado buena parte de la noche luchando contra las fieras que hay en mi interior, sobre todo contra la ambición y la cobardía, –respondió Eva con aplomo–. La lucha ha sido dura pero he vencido. Los miembros del equipo de rescate se miraron y uno de ellos dijo en voz baja: - Pobrecilla, después de una noche en este barranco, herida, es normal que diga tonterías. El director general, al verla, le dijo al oído: - Cuando te recuperes, nos vemos. El encuentro con sus compañeros fue apoteósico. Tras agradecer las muestras de cariño, Eva les dirigió unas palabras. - He logrado un buen puesto en esta empresa renunciando a muchos de mis principios. Mi sueldo ha ido creciendo en la misma medida en la que yo he dejado a un lado mis valores para hacerme a imagen y semejanza de lo que me pedían. Desde hace años he sucumbido a todas las tentaciones que se me presentaban, incluso he sucumbido a los deseos del director general. Se detuvo unos momentos. Le dirigió una mirada que todos comprendieron. Él se puso rojo y miró hacia otro lado, incapaz de sostener la mirada de Eva. Ella prosiguió. - Ayer vine a este lugar para aprender a ser una ejecutiva agresiva y adquirir herramientas para triunfar. He pasado la noche en el barranco, sobrecogida por la belleza de las estrellas y experimentando mi fragilidad. He visto con claridad que no quiero que el centro de mi vida sean ni este trabajo, ni los viajes ni las joyas. Me voy de la empresa. Os deseo que también cada uno de vosotros veáis vuestra vida “desde algún barranco” y Dios os ayude a recordar todo lo bueno que habéis perdido por el camino. Se subió al helicóptero. En tierra quedaban un grupo de hombres y mujeres mirando hacia lo alto, impactados al ver cómo Eva había roto sus ataduras y volaba hacia otro horizonte. Cuaresma es como el barranco en el que, tomando distancia de nuestra vida diaria, podemos ver con más claridad las tentaciones que nos enredan y esclavizan cada día. El primer domingo de Cuaresma se dedica siempre a recordar el episodio de las tentaciones de Jesús. El relato más antiguo, el de Marcos, es muy breve y misterioso. Mateo y Lucas lo completaron con las tres famosas tentaciones que todos conocemos, y que empalman con el episodio del bautismo, en el que la voz del cielo proclama: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco». ¿Cómo entiende Jesús su filiación divina? ¿Cómo un salvoconducto para pasarlo bien y triunfar? Todo lo contrario. Inmediatamente después marcha al desierto, y allí va a quedar claro cómo entiende su filiación.
Primera tentación Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: «(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3). En la experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios. En el caso de Jesús, el tentador se deja de sutilezas y va a lo concreto: «Si eres Hijo de Dios, di que las piedras éstas se conviertan en panes». Jesús no necesita quejarse de pasar hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino también de todo lo que diga Dios por su boca». La enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es la visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios. Segunda tentación La segunda tentación (tirarse desde el alero del templo) también se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante. El tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre. Lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios. Por eso parece más exacto decir que la tentación consiste en pedir a Dios pruebas que corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrados a esto, pero es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1-7), Gedeón (Jue 6,36-40), Saúl (1 Sam 10,2-5) y Acaz (Is 7,10-14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea. Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11-12 («a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra»), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: «No tentarás al Señor tu Dios» (Dt 6,16). La frase del Dt es más explícita: «No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá (Tentación)». Contiene una referencia al episodio de Números 17,1-7. Aparentemente, el problema que allí se debate es el de la sed; pero al final queda claro que la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: «¿Está o no está con nosotros el Señor?» (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina. Jesús no es así. Su postura supera con mucho incluso a la de Moisés. Tercera tentación La tercera tentación, a tumba abierta por parte del tentador, consiste en la búsqueda del poder y la gloria, aunque suponga un acto de idolatría. No es la tentación provocada por la necesidad urgente o el miedo, sino por el deseo de triunfar. Jesús rechaza la condición que le impone Satanás citando Dt 6,13. Para Mt, Jesús en el desierto es lo contrario de Israel en el desierto. En la época del desierto, el pueblo sucumbió fácilmente a las pruebas inevitables de la marcha: hambre, sed, ataques enemigos. Dudaba de la ayuda de Dios, se quejaba de las dificultades. Jesús, nuevo Israel, sometido a tentaciones más fuertes, las supera. Y las supera, no remontándose a teorías nuevas ni experiencias personales, sino a las afirmaciones básicas de la fe de Israel, tal como fueron propuestas por Moisés en el Deuteronomio. Los judíos contemporáneos de Mateo y de su comunidad no tienen derecho a acusar a su fundador de no atenerse al espíritu más auténtico. Jesús es el verdadero hijo de Dios, el único que se mantiene fiel a Él en todo momento. El problema de la historicidad El relato de Mt nos obliga a preguntarnos si se trata de hechos históricos o ficticios. Porque el diálogo con el tentador, el viaje a la ciudad santa y el otro a una montaña altísima no parecen tener nada de histórico. Es interesante recordar que el cuarto evangelio no contiene un episodio de las tentaciones, pero habla de ellas a lo largo de la vida de Jesús. La más fuerte es la del poder, en el momento en que los galileos quieren nombrar a Jesús rey. Y tentaciones muy parecidas en su contenido, no en la forma, se repiten al final de la vida de Jesús, en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz» (Mt 27,40). Estas tentaciones reflejan otro dato de gran interés: los tentadores son los hombres, no Satanás. Resumen La tentación es un hecho real en la vida de Jesús, a la que se vio sometida por ser verdadero hombre. Mt ha recogido este tema para dejarnos claro desde el principio cómo entiende Jesús su filiación divina: no como un privilegio, sino como un servicio. En el fondo, las tres tentaciones se reducen a una sola: colocarse por delante de Dios, poner las propias necesidades, temores y gustos por encima del servicio incondicional al Señor, desconfiando de su ayuda o queriendo suplantarlo. Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y nuestro grado de interés por Dios. Sensibilidad es capacidad de vibrar
Si tuviéramos que resumir en una sola palabra lo que es común a la sensación, al sentimiento y a la emoción, esa palabra sería “vibración”. En todos esos casos, nuestro cuerpo vibra a diferente intensidad, según lo que se halla en juego. Un cuerpo vivo es un cuerpo vibrante, tanto en el registro “positivo” (agradable) como en el “negativo” (doloroso); una persona “viva” es la que se halla en contacto consciente con lo que bulle en su interior. Sensibilidad es, pues, capacidad de vibrar, pero esa capacidad es deudora de la historia psicológica del sujeto, del “color” y de la intensidad de los fenómenos que han quedado registrados en ella. Como consecuencia de esa historia, la sensibilidad ha podido quedar congelada/endurecida, hipersensible o armoniosamente vibrante. Ante el sufrimiento emocional reiterado, en el niño se activa un automático mecanismo de defensa, por el que endurece su cuerpo, entrecorta la respiración –que pasa de ser diafragmática a torácica- y se sitúa en la cabeza, poniendo en marcha un funcionamiento cerebral caracterizado por la “rumiación”. En ese proceso, su sensibilidad queda congelada o endurecida; se ha reducido, minimizado o incluso prácticamente anulado la capacidad de sentir. El sufrimiento emocional reiterado provoca también heridas que dejan huella en el psiquismo, convirtiéndose en “focos” de perturbación, que generan en la persona una hipersensibilidad exagerada o, en el otro extremo, una sensibilidad congelada o bloqueada. En ambos casos, el sujeto tenderá a reaccionar de una manera habitualmente desproporcionada ante los diferentes estímulos de la vida cotidiana. Cuando la historia afectiva del niño ha sido “sana”, la sensibilidad se halla en condiciones favorables para poder vibrar de un modo ajustado, reflejando adecuadamente –en el “doble registro”, placentero o doloroso- la vivencia de la persona que, siempre en contacto con sus sentimientos, se percibe vibrante y armoniosa. En el estado de rigidez (o congelación), el cuerpo se encuentra igualmente rígido y es la mente la que asume un papel protagónico. En el de hipersensibilidad, el cuerpo participa de la misma inquietud y la persona se vive “a flor de piel”. En ambos casos, la persona se halla lejos de lo mejor de sí y, esclava de sus miedos y/o defensas, sufre los vaivenes emocionales, alternando momentos de caos con otros de rigidez. Se requiere una sensibilidad mínimamente sana y vibrante para que la persona pueda acceder a su dimensión más profunda, donde encontrarse con su propio centro integrador. Al anclarse en él, tanto la mente como la sensibilidad dejan de monopolizar el funcionamiento de la persona, situándose ambos en el lugar que les corresponde dentro del conjunto unificado del psiquismo humano. |
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