Siempre he creído en la utopías, en la posibilidad real de cambiar el mundo. Siempre ha prevalecido en mí un espíritu inconformista y rebelde ante los atropellos, las injusticias, las manipulación y la indecencia. Parafraseando a Einstein, siempre he creído que la indiferencia es más dañina que la maldad. Pero les diré una cosa: sufro un profundo desencanto. Estoy harto de tanta hipocresía, indigencia moral y estupidez. Estoy harto de ser un ingenuo. Estoy harto de ideales elevados, de defender, a mi manera, causas nobles y justas que no siempre me atañen.
Ya no puedo con tanta miseria y enredo político. Ya no confío en ninguna ideología para enderezar el caótico rumbo del mundo. Yo creía que la democracia era la panacea que podía arreglar los males de la humanidad, pero, ya ven, por ejemplo, el guirigay que tenemos en nuestro país con el Gobierno que padecemos, con la justicia politizada, con la corrupción impune y asfixiante, con el vodevil independentista y con los decepcionantes partidos en la oposición y en la inopia. Y, para colmo, ¿qué decir de esa cosa monstruosa que la democracia ha parido en Estados Unidos? Quizá no sea tan saludable profundizar en el porqué de las cosas, ni sufrir desvelos por los problemas del mundo. Quizá sea más juicioso dedicarse a sestear y dejar que el mundo ruede a su antojo siguiendo su diabólica inercia.
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