Al acabar el año, el Papa Francisco dirigió su habitual alocución a la Curia vaticana, pero esta vez, tras unas palabras de gratitud por su trabajo, lanzó una dura advertencia sobre las 15 enfermedades que amenazan a la Curia. Muchos se alegraron de estas proféticas palabras de Francisco que recuerdan las invectivas de Jesús contra los escribas y fariseos…
Pero al acabar su alocución Francisco dijo que todo ello también se podía aplicar a los individuos de la Iglesia, a las comunidades, a las curias episcopales, a las parroquias, a las congregaciones religiosas y a los movimientos eclesiales. Más aún, aunque las advertencias de Francisco se apoyan en la fe cristiana y se dirigen a miembros de la Iglesia, creemos que sus líneas fundamentales tienen una validez más amplia y se pueden aplicar también a los dirigentes de la sociedad civil: a los líderes políticos y sociales, a los dirigentes del estamento militar y policial, a los funcionarios de justicia, a las autoridades académicas y universitarias, a los médicos, a los empresarios y profesionales del comercio, a los científicos y técnicos, a los jefes de sindicatos y agrupaciones cívicas, a los diversos movimientos sociales y populares, deportivos etc. Enumeremos brevemente lo esencial de estas 15 enfermedades que amenazan tanto a la vida eclesial como a la vida cívica y política: el sentirse inmortales, inmunes a toda crítica, indispensables, cayendo en la patología del poder; el excesivo activismo con detrimento de otras dimensiones humanas necesarias; la fosilización mental que conduce a falta de sensibilidad humana ante los problemas de los demás, que impide llorar con los que lloran y reír con los que ríen; la excesiva planificación y funcionalidad burocrática; la mala coordinación con otros grupos; el Alzheimer espiritual que lleva olvidar las raíces de la propia identidad y a ser esclavos de los ídolos que nosotros mismos fabricamos; la rivalidad y la vanagloria; la esquizofrenia existencial que produce una doble vida y lleva a la hipocresía; los chismes y murmuraciones de los demás; el divinizar a los jefes esperando su benevolencia; la indiferencia ante los problemas de los demás; la arrogancia y rigidez adusta; el ansia de acumular bienes materiales; el mantener un círculo cerrado de poder; el exhibicionismo y la búsqueda de poder. Parece ser que después de la alocución de Francisco a la curia del Vaticano sólo hubo algunos tímidos aplausos. Probablemente a muchos líderes políticos, cívicos y religiosos tampoco les agradarán estas palabras, pues ordinariamente solemos culpar de los males a los demás y defendemos nuestra inocencia. Pero estas sabias advertencias y autocríticas ¿acaso no son necesarias y saludables para el bien de toda la sociedad? ¿Será que nos sentimos intocables e inmunes a toda crítica? En este caso el diagnóstico de Francisco sería bien certero…
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En primer lugar recordaré que el cristianismo no es una religión. Las religiones son obras del hombre. Y, en general, de un hombre primitivo y asustado. Lo explica muy bien el libro, indispensable para quien quiera meterse en el mundo de la experiencia religiosa de manera amena y clara, “Lo Santo”, de Rudolf Otto. El ser humano busca fuera de los pequeños límites de su mundo la explicación de fenómenos que lo atemorizan y hasta lo sobrecogen, y que, con toda evidencia, no son producidos por él mismo. Sobre todo los fenómenos de la naturaleza, especialmente los más nocivos, violentos y catastróficos. Entonces invoca ferviente, e interesadamente, a esos seres que, con el tiempo, fueron llamados dioses. Y, por si éstos fueran peligrosos, sanguinarios o sádicos, procuraban aplacarlos con ofrendas y sacrificios. Todavía nos llama la atención, y nos sobrecoge, la honestidad con la que ofrecían y sacrificaban lo mejor que tenían, el varón primogénito.
La revelación en el judaísmo, que seguirá en el Cristianismo, no es una iniciativa humana, no va de abajo<>arriba, sino al revés, de arriba<>abajo. Los hebreos pagaron el precio de ser los pioneros en esa especie de pacto con Dios, la Alianza, pero sus esquemas continuaban teñidos de los gestos y ritos religiosos de todos los pueblos vecinos, si bien purificados con la ayuda de la Revelación que su Dios, único y poderoso, iba silenciosamente comunicándoles por medio de sus profetas, líderes, y escritores. Por eso mantenían los sacrificios, el sacerdocio ritual, y los intercambios con Dios, que a veces ellos, los judíos, entendían con negocios, con el clásico “do ut des”, (doy para que me des). El Jesús de los evangelios cambia radicalmente ese panorama. Los apóstoles, al principio, no se enteraron, pero con la llegada providencial de Pablo la Iglesia primitiva no ofrece otro sacrificio sino el incruento, -por lo tanto, no verdadero sacrificio, a no ser que la sangre de Jesús en la cruz se considere como la sangre de la Eucaristía-, que es la explicación de una buena tradición teológica-; y no acepta otro sacerdocio que el único y eterno de Cristo, del que todos los bautizados participamos. Hay otra realidad fundamental en las religiones: para ensalzar el poderío y la fuerzas sobre la misma naturaleza de los seres divinos, los líderes religiosos, y después nos lo cuentan los escritores y postas de esas comunidades humanas, imaginan todo tipo de acontecimientos, y de signos fantásticos, llenos de seres angélicos, buenos o malos, y de prodigios portentosos. Y hay que atender que estos sucesos no son específicos del mundo bíblico, del Antiguo (AT) y Nuevo Testamento (NT), sino de todas las religiones, cuanto más primitivas, más. Por eso he hablado en al título de este artículo de infantilismo. Y, algo sorprendente para mí, que este sentimiento infantil haya sobrevivido hasta el siglo XXI, cuando ni es específico, ni concordante con las coordenadas de la fe cristiana. Lo más increíble para mí es que este sentimiento típicamente “religioso” lo mantengan, a capa y espada, y con fervor, presbíteros de la Santa Madre Iglesia, y muchos obispos. (Notaréis que escribo siempre presbítero o cura, esta palabra nada peyorativa, sino muy noble y apropiada al servicio de sanar o curar, y no sacerdote); porque aunque muchos no lo quieran admitir, el tardío reconocimiento, a partir del final del siglo IV, del sacerdocio ministerial en los servidores litúrgicos de la Iglesia, fue un terrible paso atrás, del que todavía estamos sufriendo las consecuencias. E intentaré explicar por qué. Converso con algunos clérigos amigos venidos estos días desde Roma. Me cuentan del entusiasmo de las bases católicas por la figura y la cercanía de Francisco, de su carisma personal, de sus planteamientos reformistas. Me cuentan también de las resistencias que se advierte en las altas esferas: los cardenales que pierden privilegios, los obispos que son llamados públicamente a ser servidores y no opresores, de los funcionarios de Curia que deben salir de sus rutinas, sus abusos y sus hábitos poco acordes con la humildad y la libertad del evangelio.
Ha sido una gracia eclesial que personajes discutidos como los cardenales Bertone y Sodano, por nombrar solamente dos de los más conspicuos, hayan hecho mutis por el foro en estos dos años de pontificado. Sin ellos en primer plano toda la iglesia pudo respirar mejor. Pero su ocultamiento sin duda no es pasividad. En la lógica humana (es parte sustancial en una iglesia llamada a ser santa pero construida sobre elementos humanos) se supone cierta indignación, cierta resistencia, cierto descontrol sicológico, que acompaña a todo aquel que se siente desplazado. Quien lo padece se imagina que es humillación. Y esa condición es la más ausente en las categorías de las autoridades de Roma hasta hace poco omnipotentes. Y de ahí a pequeños complots, hay solamente un paso pequeño. Por eso preocupa que Bertone haya aparecido estos días en escena nuevamente para advertir el peligro de algún atentado terrorista contra el Papa. ¿Qué datos tiene? ¿Qué información secreta? ¿Qué alerta divina le ha llegado desde lo alto? No lo dice. Es cierto que el Papa siempre es un blanco buscado (nunca más acertada la frase) por cuanto fanático anda por el mundo. Lo experimentó Juan Pablo II cuando fue herido a bala en la misma plaza del Vaticano. Pero el rencor fanático no siempre proviene de los que son abiertamente adversarios. También se incuba en el seno de la misma familia (¡lo ha experimentado el pontificado tantas veces en su historia!). Es de esperar que la advertencia de Bertone no sea una señal distractiva. Acompañemos a Francisco con la oración y estemos atentos. Hay que ser sencillos como los pájaros pero astutos como las serpientes. Lo sabemos los cristianos de base. También los desplazados del poder en la Curia romana. “Debemos estar claros desde el principio de que la fe cristiana y la actuación de la Iglesia siempre han tenido repercusiones socio-políticas. Por acción o por omisión, por la connivencia con uno u otro grupo social los cristianos siempre han influido en la configuración socio-política del mundo en que viven. El problema es cómo debe ser el influjo en el mundo socio-político para que ese influjo sea verdaderamente según la fe”.
“Como en otros lugares de América Latina después de muchos años y quizás siglos han resonado entre nosotros las palabras del Éxodo: “He oído el clamor de mi pueblo, he visto la opresión con que le oprimen” (Ex 3,9). Estas palabras de la Escritura nos han dado nuevos ojos para ver lo que siempre ha estado entre nosotros, pero tantas veces oculto, aun para la mirada de la misma Iglesia”. “El constatar estas realidades y dejarnos impactar por ellas, lejos de apartarnos de nuestra fe, nos ha remitido al mundo de los pobres como a nuestro verdadero lugar, nos ha movido como primer paso fundamental a encarnarnos en el mundo de los pobres”. “Ahí hemos encontrado a los campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni luz en sus pobres viviendas, sin asistencia médica cuando las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Ahí nos hemos encontrado con los obreros sin derechos laborales, despedidos de las fábricas cuando los reclaman y a merced de los fríos cálculos de la economía. Ahí nos hemos encontrado con madres y esposas de desaparecidos presos políticos. Ahí nos hemos encontrado con los habitantes de tugurios, cuya miseria supera toda imaginación, y viviendo el insulto permanente de las mansiones cercanas”. “En ese mundo sin rostro humano, sacramento actual del siervo sufriente de Jahvé, ha procurado encarnarse la Iglesia de mi Arquidiócesis. Hemos hecho el esfuerzo de no pasar de largo, de no dar un rodeo ante el herido en el camino, sino de acercarnos a él como el buen samaritano”. “Es una novedad en nuestro pueblo que los pobres vean hoy en la Iglesia una fuente de esperanza y un apoyo a su noble lucha de liberación. La esperanza que fomenta la Iglesia no es ingenua ni pasiva. Es más bien un llamado desde la palabra de Dios a la propia responsabilidad de las mayorías pobres, a su concientización, a su organización -en un país en que, unas veces con más intensidad que otras, éste está legal o fácticamente prohibida-”. “La esperanza que predicamos a los pobres es para devolverles su dignidad y para animarles a que ellos mismos sean autores de su propio destino. En una palabra, la Iglesia no sólo se ha vuelto hacia el pobre sino que hace de él el destinatario privilegiado de su misión”. “La Iglesia no sólo se ha encarnado en el mundo de los pobres y les da una esperanza, sino que se ha comprometido firmemente en su defensa. Las mayorías pobres de nuestro país son oprimidas y reprimidas cotidianamente por las estructuras económicas y políticas de nuestro país. Entre nosotros siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel. Existen entre nosotros los que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país”. “Estos textos de los profetas Amós e Isaías no son voces lejanas de hace muchos siglos, no son sólo textos que leemos reverentemente en la liturgia. Son realidades cotidianas, cuya crueldad e intensidad vivimos a diario. Las vivimos cuando llegan a nosotros madres y esposas de capturados y desaparecidos, cuando aparecen cadáveres desfigurados en cementerios clandestinos, cuando son asesinados aquéllos que luchan por la justicia y por la paz”. “En esta situación conflictiva y antagónica, en que unos pocos controlan el poder económico y político, la Iglesia se ha puesto del lado de los pobres y ha asumido su defensa. No puede ser de otra manera, pues recuerda a aquel Jesús que se compadecía de las muchedumbres. Por defender al pobre ha entrado en grave conflicto con los poderosos de las oligarquías económicas y los poderes políticos y militares del Estado”. “Pero lo más importante es observar por qué ha sido perseguida. No se ha perseguido a cualquier sacerdote ni atacado a cualquier institución. Se ha perseguido y atacado a aquella parte de la Iglesia que se ha puesto del lado del pueblo pobre y ha salido en su defensa. Y de nuevo encontramos aquí la clave para comprender la persecución a la Iglesia: los pobres. De nuevo son los pobres los que nos hacen comprender lo que realmente ha ocurrido. Y por ello la Iglesia ha entendido la persecución desde los pobres. La persecución ha sido ocasionada por la defensa de los pobres y no es otra cosa que cargar con el destino de los pobres. La verdadera persecución se ha dirigido al pueblo pobre, que es hoy el cuerpo de Cristo en la historia. Ellos son el pueblo crucificado, como Jesús, el pueblo perseguido como el siervo de Jahvé. Ellos son los que completan en su cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo. Y por esa razón, cuando la Iglesia se ha organizado y unificado recogiendo las esperanzas y las angustias de los pobres, ha corrido la misma suerte de Jesús y de los pobres: la persecución”. *** [1] Recopilación ofrecida por Jaume Flaquer de textos extraídos de un Discurso de Oscar Romero para la recepción del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Lovaina (2-2-1980), y editado por la revista Selecciones de Teología Agradable sorpresa la que lanzó la pasada desde Valencia el cardenal Cañizares. El púrpurado pone a su archidiocesis en estado de diezmo. Pide un diezmo, pero no para la Iglesia, como se hacía siempre, sino para los pobres. Más aún, quiere que su diócesis dé ejemplo y encabece la manifestación del diezmo para los preferidos de Cristo.
Un bello gesto del cardenal valenciano. Que predica y da trigo. Y se compromete a entregar a los más desfavorecidos el 10% del presupuesto de la diócesis (13 millones): 1,3 millones de euros. Una cantidad que puede crecer sensiblemente, si se unen a la ola del diezmo todos los curas, frailes, monjas y fieles cristianos. Con su arzobispo a la cabeza. Es evidente que por mucho dinero que se recaude con el diezmo, no se va a solucionar el problemas de la pobreza. Pero puede sumar un granito de arena más. Y lo más importante del gesto es la fecundidad simbólica que encierra. En primer lugar, el diezmo para los pobres de Cañizares coloca a Valencia en sintonía con el papa Francisco. Y, además, uno de los prelados más importantes del país se alinea abiertamente y sin condiciones con Francisco y pone su reloj a la hora vaticana. Escenifica públicamente que la Iglesia española quiere pasar del 'doctrina-doctrina' al 'primero Evangelio y después doctrina'. Una Iglesia que se faja en lo social. Una Iglesia que da muestras reales y simbólicas de estar atenta al sufrimiento dd la gente y mostrar entrañas de misericordia. Y lo hace nada menos que el prelado español que antes de irse a Roma como ministro de Liturgia del Vaticano pasaba por ser el guardián de las esencias y de la doctrina en España. ¿Se ha convertido Cañizares? ¿Ha regresado convertido de Roma? Es evidente que sí. Es evidente que comulga y conecta a fondo con las claves y con las insistencias de Francisco. Al contrario de otros muchos obispos españoles que están a la expectativa y no mueven ficha, esperando que lo de Francisco sea una tempestad de verano, Cañizares se sube con todas las consecuencias al carro del papa. ¿Conseguirá arrastrar a los demás obispos, especialmente a los más conservadores? Sería un gran servicio a la Iglesia española. De la mano de un clérigo que vuelve por donde solía y regresa a la línea eclesial postconciliar, que tanto contribuyó a implantar en la realidad eclesial española de aquella época, junto a sus colegas y amigos del Instituto de Pastoral de Madrid, como Casiano Floristan, Julio Lois, Jesús Burgaleta o Juan de Dios Martín Velasco. Lo lógico y lo deseable sería que a la iniciativa del diezmo de Valencia se sumasen todas las diócesis de España en una decisión aglutinada y coordinada por la CEE. Ganarían los pobres y ganaría la Iglesia. La noticia se disparó: desde el “blanquísimo” New York Times hasta el nada progresista La Nación se interesaron en hacer eco de una declaración de martirio en el Vaticano. ¿Desde cuándo la congregación para los Santos y sus aburridos decretos marca la agenda mediática? Bueno, se trata de Monseñor Romero, el eco no podía ser menor. La alegría encontró muchos murmullos y comenzó a despertar discursos.
3 de febrero de 2015 es el día de la imposible oficialización: el Papa Francisco firma el decreto que dice que Romero es Mártir por odio a la fe, allanando así el camino a su santificación. En poco más de un mes se cumplen los 35 años del asesinato y tendremos un marco privilegiado para que muchas palabras sean dichas desde infinidad de rincones sobre Oscar Arnulfo Romero, su vida, su muerte y su legado. “Llamativamente” esas palabras vendrán en su mayoría de hombres-poderosos. Entonces quizás sea necesario, volver a mirar a “Monse” para no perdernos entre tanto discurso panfletario que se viene, y así rumear La palabra, sus palabras, los clamores… Romero tiene la palabra Hoy como hace 35 años, le es negada la voz a las mayorías en El Salvador. Hace más de 35 años los cuchicheos después de las masacres militares fueron el humus para una organización que enfrentó la locura asesina del poder en El Salvador (con sus millones venidos desde “el Norte”). Hoy los murmullos en los pasajes, tienden puentes en medio de la locura de la violencia de las pandillas, hacen posible la solidaridad en una escala invisible para cualquiera que mire desde afuera y desde arriba. Son millones de susurros que forman clamores en pequeñas casas, que se vuelven templos, lugares de encuentro, de oración, de lucha cotidiana contra el peso de la muerte. Allí el santo de América tiene un altar profundo en el corazón de las mayorías, lejos de los formales delantales del poder. Los palabreros de hoy, sean pobres o diplomáticos adinerados, hablan negando la palabra de los otros, de las otras, de las mayorías. Estos que hablan excluyendo, viven con los oídos cerrados, con el corazón sin grietas. Sean de la Ranfla, de la conferencia episcopal o del gobierno de turno, hablan sin escuchar, mandan mandando. Pero hubo otro palabrero, el Santo de América, el palabrero de Dios. Monse habló y su voz encarnó La Palabra de subversiva vida desde los clamores de las mayorías. A Monse le gustaba decir que había que ser “micrófono de Dios”, y detrás de esto descubrimos una profunda metodología popular: Monse hablaba escuchando, funcionaba como una caja de resonancia para los dolores, esperanzas y luchas de un pueblo crucificado. “El pueblo es mi profeta” una vez nos dijo, y ante muchas chuleadas otro día dijo también, “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. Parece claro entonces, que la profecía de Monse, su fe profunda en “cambiar este sistema de raíz” no venía del catecismo, ni de la doctrina de la Iglesia: su fe mas onda venia de ser transparencia de los sentires del pueblo, de ser eco de sus devenires, de haber echado su suerte con ellos, con ellas. Su muerte martirial fue la consumación de esa cruz compartida. En el pueblo: el lugar del Santo de América Monse lo dijo antes de ser asesinado: “Si me matan resucitaré en el pueblo Salvadoreño”. No dijo en la “santa” iglesia católica, no dijo en la jerarquía y su coro de ángeles, dijo “en el pueblo”. Parece que él si tenía claro quienes tienen la palabra para hablar de Dios: los pobres, el pueblo históricamente oprimido frente a los que ganan explotando. Ahí la resurrección del profeta, es sangre fecunda que salva, que da aliento, que conforta y que vuelve a Dios. Y ahora resulta más fácil comprender que cuando lo llaman mártir por “odio a la fe”, lo que debemos entender es que es mártir por odio al pueblo: mataron a Monse para masacrar al pueblo[1], para dejar de escuchar el eco de los gritos de los muertos en la voz del profeta, lo mataron por odio a la fe en un mundo nuevo, por odio al pueblo. Miguel Cavada, 2010. Foto de la UCA. “Hay de mi si hablo y no hablo de Monseñor Romero” Era marzo de 2010, un hombre peladito, con barba y barbijo daba clases en el Centro Monseñor Romero (UCA). Cada día yo buscaba el micrófono que amplificaba su voz gastada, como comida por el tiempo, como dolida por los años. Este buen hombre era Miguel Cavada, el hombre que más amó y que más conoció la palabra del Santo de América, en mi opinión. Miguel era uno de los hijos más bonitos de una tradición de palabreros que habían nacido del martirio del Profeta. Tengo que recurrir a mi historia para desplegar este punto: a mis 15 un compañero de bachillerato me habló de un hombre que quiso reinventar la Iglesia y lo mataron, cuando tenía 20 viaje por América Latina y las comunidades de fe que visitábamos hacían eco de un Santo “de este lado del mundo”, cuando llegué a El Salvador una mujer llamada Carmen me llevó a la casa de Monse y me explicó que “Los del reino no acumulamos”, cuando fui a la tumba del Santo conocí un grupo de mujeres que cuidaban la memoria y la subversiva esperanza en tiempos de dictadores como Sáenz Lacalle. Y finalmente al llegar a la UCA y recibir clases con Miguel, entendí la profundidad del legado de “caja de resonancia” de las esperanzas más arraigadas del pueblo: estando en clases y sin voz Miguel nos contó que su esposa le había dicho esa mañana que mejor deje de dar clases que su garganta no estaba en condiciones, y él le respondió, “Como voy a dejar de ir si Romero es la voz de los sin voz”. Así gastó su voz Miguel, haciéndonos escuchar homilías de Monse y platicándolas, mostrándonos que el único camino para una educación que nos salve es el método popular que confía en la palabra del otro, de la otra. Así se gastó Miguel la vida, visitando comunidades y jugando, haciendo eco de la voz del Santo y de las voces del pueblo, que al final son la misma cosa. Así como se confunde el aire que baila por dentro de un caracol y el sonido que nace de él, del mismo modo los clamores del pueblo, La palabra de vida y las denuncias de Romero se hicieron una. Miguel fue testigo, así lo vivió y así lo murió. Quizás por eso su lapida rece: “Hay de mi si hablo y no hablo de Monseñor Romero”. La más preciosa tradición Volver a Monse, será volver a Jesús, volver a los pobres del evangelio, volver a las mayorías que claman en cruz continua. Esta es la preciosa tradición del carpintero de Nazaret, del mensajero de Ciudad Barrios, del guitarrero de Miguel: hablar escuchando, construir jugando, soñar caminando. Ni los teólogos de este lado del mundo, ni la gran iglesia podrán vivir la fiesta del Santo de América, su verdadera Pascua, sin volver a escuchar a los pobres, sin confiar profundamente en la revelación que nace de los susurros de las mayorías. Ahí se esconde los secretos que los poderosos de este mundo no pueden conocer (Lc 10,21), ahí está la verdad de la buena noticia, el abrazo que nos salva en comunidad. ¡Que viva San Romero de América! ¡Que sea su gloria del pobre que vive! ¡Que los susurros de Dios sigan abriendo grietas entre los gritos del poder! ¡Que viva La Palabra, sus palabras, los clamores! ¡Que viva el pueblo, único palabrero de Dios! Aumentan los suicidios entre jóvenes indígenas en Estados Unidos y entre inmigrantes en Europa.
Para un número creciente de jóvenes indios norteamericanos y canadienses, el suicidio es la única salida que encuentran ante una vida que para ellos ha perdido significado. Los suicidas representan el 1% de todas las muertes en Norteamérica, pero la realidad es que cada 40 segundos se suicida una persona en el mundo y cada tres, otra lo intenta, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Es la segunda causa de fallecimiento de los jóvenes, tras los accidentes de tráfico. Le siguen las personas muy ancianas que ya no se soportan ante una enfermedad discapacitante o de dolor insoportable creyéndose una carga para los demás, cuando no es sino el rechazo de una soledad insoportable. Muchos suicidas han sucumbido a la desesperanza, más que a la desesperación. Como sucede con muchas personas que mueren en “accidentes” de tráfico o víctimas de toxicomanías, o en enajenaciones que a tantos llevan a engrosar las filas de ejércitos, de guerrillas o de mafias urbanas. Pálidas alternativas para unas vidas a las que no han encontrado un sentido, el suyo, no el impuesto por una sociedad, una religión, otra ideología, o por una presión ambiental insoportable para quienes ya no pueden dialogar ni con ellos mismos. Esta denuncia de la OMS quiere cambiar las actitudes sociales que consideran el tema como un tabú del que no conviene hablar. Como si fuera algo vergonzante, no sólo para el protagonista sino para su familia y para su entorno. Como lo fueron las enfermedades de transmisión sexual, la esquizofrenia, el alcoholismo, la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales o con familiares próximos, o como la depresión. El descubrimiento de los fármacos antidepresivos hizo descender las cifras de suicidio en muchos países. El elevado número de suicidios entre los indígenas se da no sólo en Estados Unidos y de Canadá sino en muchos otros países del continente americano. Pero en el norte han acometido el estudio de esta plaga silenciosa que hay que tratar como una epidemia. Cuentan mucho el desarraigo y la estructura desintegrada de muchas culturas autóctonas tradicionales. Mientras estas hecatombes se producían en los países empobrecidos del Sur, parecían no afectarnos en las antiguas metrópolis. Ahora producen alarma social en las capitales de países africanos y asiáticos, y no afecta sólo a las personas hacinadas en barrios marginales sino que es una de las mayores afecciones entre la población universitaria. Jóvenes que han alcanzado ese estadio sostenidos por sus familias y comunidades como esperanza salvadora para todos, no soportan la presión y sucumben recurriendo a la droga, a la depresión y al suicidio. Los instintos ya no le indican al hombre lo que tiene que hacer, y las tradiciones no le muestran lo que debe de hacer, hasta el punto de que muchas personas ya no saben lo que quieren hacer. De ahí, el hacer sólo lo que los demás quieren o empeñarse en querer lo que hacen los demás, formas ambas enajenantes en la sumisión o en el conformismo. Pero el fenómeno que se atribuía al desarraigo en las inhumanas ciudades de los países descolonizados, lo llevan consigo muchos emigrantes que sucumben ante el desgarramiento entre lo que soñaron en sus lugares de origen y la realidad que encuentran en los paraísos donde no eran esperados ni se sienten queridos. La epidemia del suicidio se gesta en una sociedad excluyente, en unas formas de vida aceleradas, deshumanizadas, en las que todo parece poder comprarse, en dónde la búsqueda del placer como único fin da el salto a una búsqueda de poder como única forma de supervivencia. En nuestros días, muchos no necesitan ni el cielo como recompensa ni el infierno como castigo, sino saberse queridos y respetados aquí y ahora, en primer lugar por nosotros mismos Vivir con voluntad de sentido, porque no se trata de dar sentido a la vida o de aceptar el que nos impongan, sino de descubrirlo en nosotros mismos. Para eso necesitamos ayuda y apoyarnos solidariamente, no sólo en los demás sino en las instituciones sociales que tienen su razón de ser en la felicidad y el bienestar de los ciudadanos. En la que la educación debe ser el motor fundamental que nos ayude a descubrir en cada situación el desafío para asumir la responsabilidad que nos corresponde. Ser uno mismo significa aceptarse y quererse para actuar con responsabilidad, aunque el suicidio suponga para muchos, en palabras de Erasmo de Roterdam, “una forma de manejar el cansancio de la vida”. |
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