En primer lugar recordaré que el cristianismo no es una religión. Las religiones son obras del hombre. Y, en general, de un hombre primitivo y asustado. Lo explica muy bien el libro, indispensable para quien quiera meterse en el mundo de la experiencia religiosa de manera amena y clara, “Lo Santo”, de Rudolf Otto. El ser humano busca fuera de los pequeños límites de su mundo la explicación de fenómenos que lo atemorizan y hasta lo sobrecogen, y que, con toda evidencia, no son producidos por él mismo. Sobre todo los fenómenos de la naturaleza, especialmente los más nocivos, violentos y catastróficos. Entonces invoca ferviente, e interesadamente, a esos seres que, con el tiempo, fueron llamados dioses. Y, por si éstos fueran peligrosos, sanguinarios o sádicos, procuraban aplacarlos con ofrendas y sacrificios. Todavía nos llama la atención, y nos sobrecoge, la honestidad con la que ofrecían y sacrificaban lo mejor que tenían, el varón primogénito.
La revelación en el judaísmo, que seguirá en el Cristianismo, no es una iniciativa humana, no va de abajo<>arriba, sino al revés, de arriba<>abajo. Los hebreos pagaron el precio de ser los pioneros en esa especie de pacto con Dios, la Alianza, pero sus esquemas continuaban teñidos de los gestos y ritos religiosos de todos los pueblos vecinos, si bien purificados con la ayuda de la Revelación que su Dios, único y poderoso, iba silenciosamente comunicándoles por medio de sus profetas, líderes, y escritores. Por eso mantenían los sacrificios, el sacerdocio ritual, y los intercambios con Dios, que a veces ellos, los judíos, entendían con negocios, con el clásico “do ut des”, (doy para que me des). El Jesús de los evangelios cambia radicalmente ese panorama. Los apóstoles, al principio, no se enteraron, pero con la llegada providencial de Pablo la Iglesia primitiva no ofrece otro sacrificio sino el incruento, -por lo tanto, no verdadero sacrificio, a no ser que la sangre de Jesús en la cruz se considere como la sangre de la Eucaristía-, que es la explicación de una buena tradición teológica-; y no acepta otro sacerdocio que el único y eterno de Cristo, del que todos los bautizados participamos. Hay otra realidad fundamental en las religiones: para ensalzar el poderío y la fuerzas sobre la misma naturaleza de los seres divinos, los líderes religiosos, y después nos lo cuentan los escritores y postas de esas comunidades humanas, imaginan todo tipo de acontecimientos, y de signos fantásticos, llenos de seres angélicos, buenos o malos, y de prodigios portentosos. Y hay que atender que estos sucesos no son específicos del mundo bíblico, del Antiguo (AT) y Nuevo Testamento (NT), sino de todas las religiones, cuanto más primitivas, más. Por eso he hablado en al título de este artículo de infantilismo. Y, algo sorprendente para mí, que este sentimiento infantil haya sobrevivido hasta el siglo XXI, cuando ni es específico, ni concordante con las coordenadas de la fe cristiana. Lo más increíble para mí es que este sentimiento típicamente “religioso” lo mantengan, a capa y espada, y con fervor, presbíteros de la Santa Madre Iglesia, y muchos obispos. (Notaréis que escribo siempre presbítero o cura, esta palabra nada peyorativa, sino muy noble y apropiada al servicio de sanar o curar, y no sacerdote); porque aunque muchos no lo quieran admitir, el tardío reconocimiento, a partir del final del siglo IV, del sacerdocio ministerial en los servidores litúrgicos de la Iglesia, fue un terrible paso atrás, del que todavía estamos sufriendo las consecuencias. E intentaré explicar por qué.
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