Viste cómo son los recuerdos. Se agolpan desordenadamente, a veces se atropellan entre sí o se unen en caprichosas cadenas despertando sentidos nuevos…
Recuerdo a mi papá, pegando casi ceremonialmente en mi ventana del sexto piso, para que se viera bien desde mi cama, la calcomanía que proclamaba “El silencio es salud”. Acaso como respuesta a mi avidez de niña que todo quería saberlo… Recuerdo, confusamente, gente de verde por las calles, “Algo habrán hecho” escrito en las paredes y mi pregunta, tal vez sólo respondida así: “El silencio es salud”… Nos enseñaron a callar. No a hacer silencio… Recuerdo los gritos firmes, “¡Silencio, alumnos!”, que indicaban en los patios el momento de “reunión” para desencontrarnos a la voz de un discurso o frente a la Bandera. Más bien, tendrían que habernos dicho “¡Cállense!”. Porque eso pedían. Acallen las voces, no digan, no se digan nada… Recuerdo el llavero, mis iniciales imponentes en metal plateado e imprenta mayúscula, y se me antoja que lo mismo dicen, ¡“SH”!… Nos enseñaron a callar. No a hacer silencio. Recuerdo, hace ya varios años, desde mi trabajo como psicóloga, la mujer, cincuenta y tantos, artesana, abusada por su padre en la infancia, con quien conversamos largamente acerca de una de sus obras más preciadas, los “monos de la sabiduría”, que no ven, no escuchan, no hablan… Y cómo esa misma artesanía presidió desde la mesa, muchos meses después, la entrevista familiar en la que su secreto a voces se desató, y permitió hablar a otros de lo que habían visto y oído, y padecido… Y recuerdo hace algunas semanas, once años, sobrepeso creciente de todos los reclamos que se traga, y la hermana de siete, “mutismo selectivo”, y padres con los que no se puede dialogar, encerrado cada uno en su propio discurso cerrado y perfecto… Nos enseñaron a callar. No a hacer silencio. Me llevó años diferenciar lo uno de lo otro. Dimensionar mis largas experiencias de callarme frente al fuego o al camino de las hormigas, como espacios de silencio activo. Descubrir que el silencio que ve, escucha, contempla, verdaderamente “es salud”, aunque cueste reconocer como válida una consigna mancillada. Ese silencio que nos impulsa a conectarnos con el misterio. Donde el otro, lo otro, se abre a nuestras manos amorosas que buscan desmenuzarlo respetuosamente, como la tierra que se abre a la acción del agua para ser más fértil. El silencio nos permite escuchar. Registrar en la hondura de nosotros mismos, lo que late y vibra. Es necesario acallar algunas voces, para sintonizar con aquello que es de por sí sonoro, que nos resuena en el centro de nuestra identidad, como esos sueños que “piden pista” para lanzarse a volar de una vez… El silencio nos permite escucharnos mutuamente. Estar abiertos a la palabra del otro, o a su gesto que aún no toma forma expresa, atender a su necesidad y a su misterio, encontrar esa onda en la que podemos vibrar juntos, sostenernos, revelarnos “a puro corazón” lo que las palabras no llegan a decir… El silencio nos confronta con la realidad. Nos aguza el oído y la sensibilidad frente a las verdades tantas veces sepultadas, de esas que eternizan la injusticia… Es cierto que el silencio a veces nos resulta temible. Caer en la cuenta de mí misma, de la vida del otro o de su sobrevivir, de la situación comunitaria, no es gratuito. No es lo mismo que seguirle huyendo, que nunca haberme dado por enterada. Aunque después la decisión sea seguir haciéndome la sorda, lo que escuché en lo profundo de esa contemplación deja sus huellas. Ese silencio resulta peligroso sobre todo para el opresor de turno. Porque los que “hemos visto y oído”, tendemos a sentirnos impelidos a hablar, a gritar si es necesario, para proclamar lo que descubrimos en esa tarea de exploración intensa. Porque “no hay nada oculto que no deba ser revelado”, y el silencio nos sumerge en lo oculto… Tanto en lo escondido en lo profundo, como en lo que maliciosamente se invisibiliza, para que no sea detectado… La verdad, una vez descubierta, nos empuja a hacer opciones. Por eso, nos enseñaron a callar. Y cada vez es más notorio cómo nos impiden hacer silencio. Vivimos sumergidos en el ruido, en la imagen; ya ni yendo en el colectivo, que solía ser tiempo privilegiado de reflexión, es fácil desprenderse de las pantallas del “Infotrans” o de la radio a todo volumen… Siempre hay algo para mirar, para oír, para “protegernos” de ver y escuchar en serio… Es tiempo de hacer silencio. Para contemplar. Ponernos en la misma temperatura. Frente a estas circunstancias que, si nos detenemos en ellas, no pueden dejar de sacudirnos y “con-movernos”. Y nos impulsan a “movernos con”. A proclamar a voces lo que nos indigna y lo que nos exige esta realidad. A ser testigos de esta vida que nos alienta, que nos duele. Hagamos silencio, para poder pronunciarnos… Si nos sacamos las vendas de los ojos y los tapones de los oídos, las mordazas casi saltan solas…
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En Holanda: “Desde 1945, entre 10.000 y 20.000 menores fueron víctimas de agresiones que oscilaron entre la violación (un millar) y los tocamientos no deseados. Ocurrió en internados, orfelinatos, colegios y seminarios, y los autores fueron unos 800 religiosos adultos. Al menos 105 de ellos siguen vivos
La Conferencia Episcopal holandesa y la Asociación de Órdenes Religiosas pidieron perdón por “la lacra de los abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia católica”. “Nunca debió suceder. Padres y niños depositaron su confianza en nosotros y hemos fallado”, dijo el arzobispo de Utrecht, Willem Eijk. Eso fue a media tarde. Apenas unas horas antes, Wim Deetman, presidente de la comisión que lleva su nombre, encargada de investigar los abusos, había descrito un panorama desolador”. La cita es parte del texto de una noticia -una más de las tantas sobre el mismo tema- divulgada en todos los periódicos del mundo nada menos que en vísperas de la Navidad del 2011. Obispos, arzobispos, cardenales, el Papa, toda clase de autoridades religiosas, no atinan más que a pedir perdón por faltas cometidas a ciudadanos de diversas naciones. En verdad, no se trata sólo de pecados (ausencia de la presencia de Dios en el ser) sino de delitos, vale decir, transgresiones penadas por la Ley en todos los países civilizados. De más está decir que el prestigio del sacerdocio católico –aunque paguen justos más que pecadores- está por los suelos. No pocos son los padres de familia dispuestos a no confiar la educación de sus hijos a curas católicos. Incluso ya están siendo exhibidos filmes donde los sacerdotes aparecen como símbolos de aberrantes perversiones sexuales. Quien lo iba a pensar. Cuando Almodóvar presentó su film “La mala educación”, fue vilipendiado en los medios vaticanos. Hoy estamos viendo, en cambio, como la realidad supera a la ficción. Son tantos las casos de transgresiones llevadas a cabo por sacerdotes que resulta imposible seguir hablando de hechos aislados. Ha llegado entonces la hora de decirlo –con todas sus letras y en voz muy alta– la Iglesia Católica está enferma. Una disociante patología sexual la recorre de punta a cabo. Estamos frente a un mal –la palabra la utilizo en dos sentidos: religioso y clínico- que no puede ser lavado ni con simples peticiones de perdón ni con sinceros reconocimientos de culpa. Se trata de uno que hay que –aunque parezca ironía tratándose de curas- curar (sanar). Y ese mal tiene su origen, es mi opinión, en el propio celibato eclesiástico. Entiéndase: no estoy diciendo que el celibato sea “en sí” el mal; estoy diciendo que el mal se origina desde la institución del celibato, es decir, desde el momento cuando la Iglesia, quizás por motivos históricamente justificados, intentó regular la energía genital de sus huestes. Voy a fundamentar enseguida esa opinión Los orígenes históricos del celibato se remontan al año 305 d.C. (Concilio de Elvira) Las razones de su implantación no pueden, luego, ser separadas del contexto signado por el desmoronamiento del imperio romano el que no sólo fue institucional sino también cultural y, sobre todo, moral. La Iglesia, en esas condiciones, hubo de cerrar filas alrededor de hombres cuya misión era la de servir de ejemplo en medio de la más caótica barbarie. A esa razón fue agregada otra no menos importante: impedir que los bienes de la Iglesia fueran convertidos en patrimonios, familiares y hereditarios (Concilio de Nicea, 324 d.C.). Hay, y no por último, una tercera razón, y es la que predomina todavía en círculos eclesiásticos: separar a los sacerdotes de la vida doméstica a fin de que dediquen todo su tiempo a la causa de Dios. Idea que en cualquier caso no es cristiana. Como muchos otros atributos del cristianismo, ella proviene del mundo griego. Dedicar tiempo a la filosofía (amor por el saber) era para los griegos un medio para vincularse con el más allá mediante el pensamiento dialógico. Las tareas domésticas, por muy importantes que fueran, no deberían ser ejercidas por filósofos. Como es sabido, Platón llevó esa idea al extremo cuando fundó las Academias en cuyos interiores solo convivían hombres dedicados al pensamiento, a las artes y al saber. Las órdenes religiosas y los primeros conventos de la cristiandad surgieron a imagen y semejanza de las Academias platónicas. Huelga decir que los fundamentos teológicos del celibato eclesiástico son muy débiles. Eso explica por qué la mayoría de sus defensores ha intentado forzar las palabras de Jesús de acuerdo a una muy mala interpretación de un pasaje del Evangelio según Mateo. Es el siguiente: “Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, cometerá adulterio; y el que se casa con la repudiada, cometerá adulterio. – Le dijeron sus discípulos: -Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse. Entonces él les dijo: -No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado. Hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba.” (19: 9-12) El párrafo de Mateo contiene dos partes. En la primera, Jesús, de acuerdo a la más estricta tradición judía, defiende los derechos de la mujer en la familia. En la segunda, cuando se refiere a los eunucos (personas desgenitalizadas) lo hace en términos literales y simbólicos a la vez. Primero, hay según Jesús, seres no sexualizados y lo son por naturaleza. Segundo, hay quienes han llegado a serlo por las circunstancias de la vida. Y tercero, hay quienes han llegado a serlo al haber trasladado su energía amatoria hacia Dios. Estos son los menos: los iluminados, los santos, los que han visto la luz del cielo antes de morir. Pero, léase bien: en ningún caso Jesús exigió a sus discípulos que asumieran la tercera alternativa, la de ser eunucos espirituales, como una obligación a cumplir en esta vida. ¿Cómo puede exigir entonces la Iglesia a sus sacerdotes algo que jamás exigió Jesús a sus discípulos? ¿No estamos frente a un “clásico” pecado de soberbia? Iluminados que han abandonado sus bienes para dedicarse a sublimes misiones ha habido muchos. Seres para quienes la sexualidad ocupa un lugar muy secundario frente a un ideal superior de vida, los podemos encontrar en artistas, filósofos e incluso en científicos, tanto o más que en las religiones. Pero ninguno ha alcanzado ese estadio destruyendo su propia materia sino siguiendo, desde su materia, el mandato de una naturaleza espiritual, o de acuerdo a Jesús: como un don que viene del cielo. Esa naturaleza espiritual, imposible de imponer a nadie, es la que ha intentado imponer la Iglesia a sus sacerdotes. Razón por la cual los delincuentes sexuales –religiosos o no- son, como ocurre en toda delincuencia, hechores pero también víctimas. Víctimas de un rigorismo sexual frente al cual, por ser humanos, no están preparados la gran mayoría de los sacerdotes. Ni siquiera los de “el nombre de la rosa” de Umberto Eco. Si el sentido de la abstención sexual era liberar el tiempo para que fuera dedicado a Dios, hay que convenir que, siendo la intención buena, ha ocurrido todo lo contrario. Pues si pensamos en términos de economía temporal hay que preguntarse ¿Cuánto tiempo gasta un sacerdote en aventar sus deseos sexuales? ¿En atormentarse por poluciones involuntarias? ¿Cuántas penitencias para castigar el simple recuerdo de los sueños eróticos? ¿Cuánta mortificación cuando en ausencia de la piel de una mujer el deseo aparece frente a un muchachito lampiño? El sexo y el hambre son deseos del cuerpo. Ambos sirven a la perpetuación de la vida, algo que no puede ser contrario al deseo de Dios, que es la vida misma. Si ponemos a un ser humano –el ejemplo es hoy muy válido- al borde de la inanición: ¿puede en esas condiciones pensar en Dios? Con el sexo ocurre lo mismo: frente a la ausencia del objeto, el deseo sólo sabe crecer, hasta convertirse en patológica obsesión. La abstención del objeto del deseo tiene como efecto aumentar el deseo del objeto. Eso lo sabe cualquier sicoanalista de mediana formación. Mientras más prohibido el deseo, más fuerte será su llamado. Lo dijo Sócrates muy bien: “el ser desea lo que no tiene porque si lo tuviera no lo desearía”. Y mientras menos se tiene, más grande será el deseo. Luego, si el objeto del deseo es interdicto, el deseo buscará objetos sustitutivos. Ese será –lo sabemos desde Freud- el momento de la “perversión”. La perversión (o desvío) emerge justamente ahí donde aparece la prohibición. La perversión es el deseo que se estrella contra el muro de la prohibición y busca salida a través de los menos imaginados acueductos. Si el deseo se dirige a Dios, es divino. Si el deseo se dirige al humano, es humano. Pero lo humano en el ser es condición de su divinidad, del mismo modo que la materia es condición del espíritu. A partir del amor hacia lo humano podemos pre-sentir el amor hacia lo divino. Nunca ocurrirá al revés. Lo superior sólo puede existir sobre la base de lo inferior pero lo inferior puede seguir existiendo sin lo superior. Quien niega la materialidad del ser niega por lo mismo la potencia de su espiritualidad. El espíritu, hay que reiterarlo, no es la negación de la materia, pero la materia es condición del espíritu. Eso lo entendió muy bien la doctrina cristiana cuando nos habla de la resurrección de los cuerpos: ¿No es también ese el sentido de la revelación del Nazareno cuando nos dijo que el vino es su sangre y el pan su cuerpo? La negación del cuerpo es, por lo mismo, la negación del alma. Es pecado. El celibato obligatorio, como negación del placer que nos da la reproducción de la vida es, por lo tanto, pecado. Y el pecado sólo puede producir pecado (ausencia de la presencia de Dios en el ser) Pero el pecado no existe sin el conocimiento del pecado –lo sabemos desde Adán y Eva- es decir, por la prohibición que lo da a conocer. Esa es, por lo demás, una de las tesis centrales del fundador del cristianismo: el apóstol Pablo. “¿Es la ley pecado? Jamás sea eso cierto. Pero yo no habría llegado a conocer el pecado si no hubiera sido por la ley, y no hubiese conocido la codicia si la ley no hubiese dicho: “No debes codiciar”. Mas, el pecado recibiendo incentivo por medio del mandamiento, obró en mí toda clase de codicia, porque aparte de la ley, el pecado estaba muerto. De hecho yo estaba vivo en otro tiempo aparte de la ley; mas cuando llegó la ley, el pecado revivió pero yo morí” (Romanos 7: 7-8-9) La ley mediante la prohibición nos da a conocer el pecado y por eso mismo el deseo del pecado. El deseo prohibido se transforma así en patológica obsesión. Esa es la que vive la Iglesia Católica de nuestro tiempo. Al negar al deseo sexual la Iglesia no desexualizó a sus contingentes. Todo lo contrario: los hipersexualizó. Casi no hay, efectivamente, institución más sexualizada que la Iglesia Católica. La Iglesia ha terminado por convertirse así, en un sinónimo de la sexualidad. Y eso no puede ser. Esa no es la Iglesia que necesitamos. La Iglesia Católica fue, es, y quizás será, uno de los pilares sobre los cuales reposa el pensamiento moral, filosófico y político de esa unidad no geográfica que es Occidente. Más allá de sus históricos extravíos, que han sido muchos, la propia idea de Occidente no habría sido posible sin la Iglesia. Quiero decir: la democracia y la libertad necesita de instituciones que resguarden ese tesoro acumulado desde los días en que el cristianismo histórico emergió de la convergencia que se dio entre la sabiduría moral de los judíos, el pensamiento lógico de los griegos, y la legalidad republicana de los romanos. Dicho rol resguardador ha sido cumplido por la Iglesia Católica. Por eso es que no solo los católicos necesitamos de la Iglesia. El mundo de la libertad necesita una Iglesia libre de obsesiones, sean sexuales o no. Necesitamos también sus sacerdotes. Algunos han sido mártires, otros santos. Ocurre lo mismo en las artes: hay miles de pintores, pero como Leonardo o Miguel Ángel no hay muchos. Esa es la razón por la cual ningún mártir, ningún santo, podrá sustituir el rol que cumplen abnegados sacerdotes (y monjas) en los más remotos rincones del planeta. Nadie exige, por lo tanto, que los curas sean mártires o santos; tampoco superhombres elevados hacia el cielo sobre las ruinas de sus propios cuerpos. Pero sí requerimos de profesionales de la fe; es decir, seres que profesan una vocación con eficiencia, responsabilidad, y en este caso, como profesores que enseñen la palabra de Cristo en su literalidad, en su significado y en su sentido. Más no se les puede pedir a los curas: son seres humanos, como tú y yo. Más no pidió tampoco Jesús a sus discípulos. El amor es lo único en el mundo que no puede comprarse con dinero. La única gran riqueza que pertenece verdaderamente a cada persona. El único recurso capaz de volvernos inteligentes y verdaderamente humanos.
Resulta muy raro que estudiemos tantas cosas consideradas como vitales y que nos eduquemos tan poco en el amor. De esa fuerza asombrosa origina nuestra vida, pero demasiado a menudo crece en nosotros como una planta salvaje que, por falta de cuidados, se vuelve loca, muere o mata. Creo con todas mis fuerzas que solo el amor permite crecer y evolucionar y que solo el amor es verdaderamente científico. Solo el amor es moderno y revolucionario. Solo el amor desarrolla y cura. Solo el amor nos vuelve justos, libres y humanos. Solo el amor da vida y ganas de vivir. Solo el amor nos hace felices. Solo el amor civiliza. Si, por ejemplo, en la tierra queda todavía alguna esperanza para los pobres (que no son cantidad menor en la humanidad), esa esperanza se encuentra en el amor. El amor no cuesta un centavo. Genera ideas, suscita audacia, estimula la creatividad, crea iniciativas y hace crecer alas. El amor lleva a realizar cosas aparentemente imposibles, a superar las más duras pruebas y a sufrir todo, hasta la misma muerte, salvo las cadenas. El amor no humilla jamás, no miente jamás y jamás comete injusticias. Cuando se tiene amor no se conoce ni el orgullo, ni la vergüenza. Uno no se siente ni superior ni inferior. El amor todo lo ilumina y todo lo embellece. El amor da fuerza y valor, elimina el miedo, transforma en valles fértiles los desiertos y convierte a todos los seres humanos en ciudadanos del universo. Todo es posible para todos aquellos y aquellas que aman. Nada raro que hombres y mujeres que han hecho una profunda experiencia espiritual, sostengan con total seguridad que Dios es Amor. Dicen que si el mundo está lleno de sufrimientos y de muerte no es porque no haya Dios, y tampoco porque Dios no sea Amor, sino porque los humanos no hemos hecho del amor la razón de nuestra vida. En nuestra escala de valores, el dinero, el poder, el saber, el hacer y el placer ocupan el primer lugar, mientras que el amor por los demás viene siempre en último lugar. Pedimos amor para nosotros mismos, pero damos muy poco. ¡Cómo asombrarnos entonces de que la tierra esté tan llena de males y de injusticias! Nuestro mundo pone ciegamente sus esperanzas en la ciencia y la tecnología para hacerse cada vez más libre y asegurarse un glorioso porvenir, pero pareciera que adonde el progreso material avanza, bien a menudo la capacidad de amar retrocede y nuevas esclavitudes surgen. No hay duda de que la ciencia y la tecnología son las grandes alas del navío del porvenir pero la única energía capaz de impedir que el mundo se dirija a su propia destrucción no podrá ser más que el amor. El amor es el futuro del mundo. ¿No será acaso el amor aquella famosa “perla del dragón” que los antiguos chinos perseguían en su incansable búsqueda de la inmortalidad? ¿No será acaso esa “verdadera naturaleza” escondida en el fondo de nosotros mismos, de la que esos sabios hablaban con tanto fervor? ¿No será acaso la sustancia de ese “verdadero yo” que buscan tanto la moderna sicología como todas las espiritualidades? ¿No sería acaso el amor ese “tesoro” del que Jesús dice que vale la pena cualquier sacrifico para lograrlo? (Mt 13, 44-45) Se diría que en el amor es allí donde cada persona se encuentra a sí misma en los planos individual y colectivo, y allí donde encuentra el Dào, o sea el sentido de la vida. Y que en el amor está el gran secreto de la evolución y de la historia, y, por qué no, la clave del misterio mismo de Dios y de la inmortalidad. Solo el amor es verdaderamente joven y… eterno. Es y será siempre el mayor poder del mundo y su única riqueza verdadera. Prácticamente al inicio de su evangelio, Marcos nos ofrece un sumario, en el que parece querer sintetizar la obra de Jesús, subrayando su actividad sanadora, su dimensión orante y la comprensión de su misión como anuncio de la Buena Noticia (eso significa la “predicación”).
Jesús fue un sanador o, por decirlo con un térmico técnico, un “taumaturgo” (literalmente, “hacedor de milagros”). En un nivel de conciencia mágico o incluso mítico, el taumaturgo era considerado como un mago, alguien poseedor de poderes especiales o que, gracias a la ayuda sobrenatural, podía realizar acciones portentosas que no estaban al alcance del común de los humanos. Precisamente por haberse vinculado el “milagro” con la “magia”, en el nivel racional de conciencia, todos los hechos considerados “milagrosos” son puestos en cuestión y, frecuentemente, considerados falsos, invención de unos pocos y objeto de la credulidad de la mayoría. Desde nuestra perspectiva parece que es posible adoptar una actitud más ajustada: existe un nivel de realidad que escapa a nuestra mente consciente y que, sin embargo, no es reducible a la magia ni a la ingenua credulidad de la gente. Progresivamente vamos aprendiendo a ser más humildes ante la realidad. Si la ciencia nos dice que apenas vemos el 4% de la realidad de la que ella puede dar razón –existiría un 23% de materia oscura y otro 73% de energía oscura-, ¿qué credibilidad podemos dar a nuestros sentidos y a nuestra mente cuando salimos del pequeñísimo espacio que ella puede controlar? Simultáneamente, es también la propia ciencia la que empieza a hablarnos del poder de la mente sobre la materia. Algo que no debería ya extrañarnos, si tenemos en cuenta que todo lo que existe no es sino energía en diferentes niveles de “condensación”: determinadas actitudes mentales y vitales, desde el amor hasta la autosugestión, pueden “canalizar” la energía de una forma determinada y provocar reacciones que resultan incomprensibles para el grado de conocimiento del que hoy disponemos. Por citar un solo caso: si las investigaciones de Masaru Emoto han demostrado que un simple pensamiento puede modificar el “dibujo” de la estructura de las moléculas del agua, ¿cómo dudar del impacto de nuestros pensamientos y sentimientos en el mundo que nos rodea? (M. EMOTO, Mensajes del agua. La belleza oculta del agua, La Liebre de Marzo, 11ª edición, 2010; pueden también consultarse diversas páginas web, comentando esos experimentos). En lo que se refiere a nuestro tema, si bien los relatos de milagro han sido, en su mayoría, elaborados (y “magnificados”) en forma de catequesis por la primera comunidad cristiana, parece claro que Jesús realizaba obras que llamaban la atención y que eran consideradas “milagrosas” por sus contemporáneos. De hecho, en el evangelio se afirma que el debate no estaba centrado en torno a si el maestro de Nazaret obraba prodigios, sino en la discusión sobre a qué habría que atribuirlos: al poder de Dios o a fuerzas demoníacas por las que estaría poseído (Marcos 3,22). La lectura que los propios evangelios hacen de ello se resume en una sola expresión: “Toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos” (Lucas 6,19). A mi entender, eso es la definición de que lo está llamado a ser todo cuerpo: un “cuerpo espiritual”, es decir, un cuerpo que comunica una fuerza sanadora, como “canal” por el que fluye la Vida en beneficio de todos. Hablar de la fuerza que salía de su cuerpo, significa reconocer la transparencia, la verdad, la profundidad, la unificación y la bondad amorosa del propio Jesús, cauce limpio del Amor en una conciencia de Unidad. Según el texto, Jesús alimentaba su vida en la oración. Si tenemos en cuenta que lo que estamos comentando es un “sumario”, podemos concluir que el hecho de “levantarse de madrugada y marcharse al descampado a orar” era algo habitual en él; formaba parte de su actividad cotidiana. La “noche” y el “descampado” –el silencio que precede al nacimiento del nuevo día- han sido siempre buscados por aquellas personas que deseaban vivir conectadas con su Anhelo más profundo, con su “maestro interior”. Todos tenemos experiencia de la multitud de “voces”, externas e internas, que nos bombardean constantemente, hasta el punto de correr el riesgo de convertirnos en marionetas de unas y otras. Cuando esto nos ocurre, sobrevivimos en una superficialidad vacía o quedamos enredados y reducidos a pensamientos inestables y egocentrados. Necesitamos del silencio, que no es sólo ausencia de ruidos externos –si bien esto lo puede facilitar-, sino, sobre todo, acallamiento de nuestro “murmullo interno” y del protagonismo de nuestro ego. Javier Melloni lo ha expresado de una forma inspirada: "El silencio comienza por ser una práctica y acaba convirtiéndose en un estado. Porque el silencio no es ausencia de ruido, sino ausencia de ego. Acallar el ego significa pasar de una perspectiva autocentrada y depredadora a una actitud receptiva y reverente ante la realidad. Este cambio de perspectiva opera como una espaciosidad que se abre entre nosotros permitiendo que se haga transparente la Presencia que todo lo sostiene". Ese Silencio nos pone en contacto inmediato con lo que realmente somos. Por eso –quien lo experimenta, lo sabe-, es fuente de libertadinterior, de compasión y de creatividad. El Silencio es la Quietud de donde todo brota, tal como cantan estos versos atribuidos al maestro Lao-Tsé (siglo VI a.C.), de quien se suele decir que es el autor del Tao te Ching: Treinta radios convergen en el eje de la rueda, pero es su vacío el que la hace útil. Se recoge arcilla y se modela la vasija, pero es su vacío el que la hace útil. Se abren puertas y ventanas al edificar una casa, y es el vacío interior el que la hace útil. Así, el Ser nos da el Servicio y el No–Ser da la utilidad. Para terminar, quiero ofrecer una sencilla “guía” para ejercitarnos en la práctica: Escucha el silencio… Percibirás enseguida los ruidos que te rodean… Pero permanece atendiendo al silencio, y notarás cómo los ruidos caen en ese vacío. Vendrán pronto pensamientos… Pero permanece atendiendo al silencio, y notarás cómo los pensamientos caen también en ese vacío: un pensamiento es mucho menos que ese puro estar despierto y atento. Sigue escuchando el silencio…: ningún concepto, ninguna imagen, sólo silencio… Vuelve a esa práctica, una y otra vez… Recuerda que los evangelios no son crónicas de sucesos. Son teología narrativa. No tiene ninguna importancia que las palabras de Jesús sean exactamente las que él pronunció; ni que los hechos narrados hayan acontecido así, en un momento y lugar determinado.
Lo importante es el mensaje que quieren trasmitirnos y que seamos capaces de traducirlo a nuestro lenguaje, siempre relativo, de manera que lo podamos entenderlo hoy. Para ello es imprescindible que nos coloquemos en el ambiente de aquella época y conozcamos las características de aquella cultura. Es lo que intento. CONTEXTO Seguimos en el primer día de la actuación de Jesús. Marcos intenta perfilar a grandes rasgos y con firmes trazos, la figura de Jesús. Se trata de un montaje programático, para dejar muy clara la manera habitual que tenía Jesús de desarrollar su ministerio. No podemos desligar la perícopa que hemos leído hoy de la del domingo pasado. Ambas forman un todo teológico progresivo, que empieza en el lugar de oración del pueblo, la sinagoga, y termina orando solo en descampado. Allí revive la experiencia de Dios, que le permite hablar y actuar con autoridad. EXPLICACIÓN El paso de la sinagoga a la casa, y después a la calle, nos dice que Jesús lleva la salvación a todos los lugares en donde se desarrolla la vida y a todas las personas que tienen necesidad de liberación. Con toda naturalidad se nos habla de la suegra de Pedro, aunque nunca se hable de la esposa. En aquella sociedad era impensable el estado de soltero, y Jesús nunca cuestionó las normas existentes con relación a la sexualidad, al matrimonio o a la familia. Las mujeres se casaban a los 12 - 13 años; los hombres a los 14 – 15. Recordad que no formaban una familia aparte, sino que seguían integrados en el clan. La media de vida era de 35 - 40 años. Si no se casaban a esa edad, no tenían tiempo de educar a sus hijos hasta que se casaran. Los cambios que después se produjeron en la doctrina sobre la sexualidad, no se pueden vender como cristianismo. “La cogió de la mano y la levantó. La palabra katekeito para decir “estaba postrada”, puede significar enfermedad o muerta, en cualquier caso, escasa de vida. También para decir que la levantó, Marcos empleahgeiren, que puede significar levantar o resucitar. Está claro el sentido que quiere dar Marcos a las dos palabras. “Se le pasó la fiebre y se puso a servirles”. Jesús cura para que la mujer pueda servir. En el mundo griego, el servicio (diakonía) se consideraba una deshumanización. En las primeras comunidades cristianas, era el signo de seguimiento de Jesús. El verbo que se utiliza en griego es dihkonei = servía. Los cristianos eligieron precisamente la palabra “diakonía” para expresar el nuevo fundamento de las relaciones humanas en la comunidad. El mismo Jesús dirá que no ha venido a ser servido, sino a servir. “Al anochecer...” Nos está indicando que los que se admiraban de las palabras y obras de Jesús, no habían superado la dependencia de la Ley, que era la causa de la opresión. Al ponerse el sol terminaba el sábado, y la obligación de descanso. Por lo tanto, ya podían ellos llevar a los enfermos y Jesús curar, sin faltar al primer precepto de la Ley. “Cura a muchos y expulsa muchos demonios”. Todos buscan a Jesús para ser curados. Aquí debemos hacer una profunda reflexión. En todos los evangelios se comienza con un éxito espectacular de la predicación de Jesús. Más tarde se verá que no les interesa nada más que ese beneficio material de ser atendidos en sus necesidades. “Se marcha a descampado y allí se puso a orar”. Es muy significativo que en muchos lugares de los cuatro evangelios se diga que Jesús se retiró a orar. "Se levantó de madrugada, se fue a un descampado y allí se puso a orar". "Pasó la noche en oración". "Por la mañana estaba allí sólo". Es la clave de la vida de Jesús. Esta necesidad de la oración echa por tierra nuestra concepción mitológica de la figura de Jesús. Si era la segunda persona de la Trinidad, si era Dios entendido literalmente, ¿qué necesidad tenía de orar? O ¿se trataba de un paripé para enseñar a los otros lo que tenían que hacer, aunque él no lo necesitara? No, realmente lo necesitaba como verdadero ser humano que era. Descubrir lo que era su Abba para él, fue la clave de su espiritualidad. El desierto es siempre el lugar del mal. En el desierto, Jesús lucha contra las fuerzas del mal. La oración, tal como nosotros la queremos entender, se debía desarrollar en el monte, que es el lugar donde habita Dios. El domingo pasado decía el evangelio que hablaba con autoridad, no como los letrados. La clave está en este descubrimiento continuado de la presencia de Dios en él. A pesar de la absorbente actividad, encontraba tiempo para estar a solas consigo mismo y cargar las baterías. Los evangelios nos dicen que también iba al templo, pero el verdadero encuentro con Dios lo realizaba a solas y en medio de la naturaleza. “¡Todo el mundo te busca!” En el relato encontramos tres exageraciones intencionadas: todo el mundo te busca; la población entera; todos los enfermos y poseídos. Los discípulos están en la misma dinámica que la gente. No quieren que su Maestro pierda la ocasión de afianzar su prestigio. Pero Jesús sabía muy bien lo que tenía que hacer: “Vámonos a otra parte…”. En el principio del relato se habló por dos veces de su enseñanza (didach). El escrito más antiguo del cristianismo lleva ese título: “didaje” Ahora nos dice que ha venido para predicar (khruxw, de donde vienekerigma, concepto clave de la primera comunidad). No es su objetivo presumir y arrollar con un éxito espectacular. El evangelio es buena noticia, pero no siempre la buena noticia coincide con lo que la gente espera. Deja entrever que la búsqueda es sólo interés egoísta. APLICACIÓN Todos los evangelios empiezan constatando la euforia de la gente en el seguimiento de Jesús. Pero poco a poco, se va apoderando de ellos, primero la decepción, después el abandono, y finalmente la oposición total. En Juan, este proceso se escenifica de manera genial en un solo capítulo. En el cap. 6, después de la multiplicación de los panes, quieren hacerle rey por la fuerza, y terminan abandonándole todos diciendo: “Duras son estas palabras, ¿quién puede hacerle caso?” El por qué de esta actitud es claro: Todos se apuntan a los aspectos liberadores de la enseñanza de Jesús. Están encantados de ser curados, de ser liberados, de ser queridos. Lo malo empieza cuando se descubren las exigencias del mensaje: tienes que curar al otro, tienes que servir, tienes que amar… Si tomásemos conciencia del por qué se produjo este cambio en la gente, tal vez empezásemos a comprender dónde falla nuestro cristianismo. La respuesta está en el relato de la curación de la suegra de Pedro. Jesús cura para que seamos capaces de servir. Esto es precisamente lo que no nos gusta del mensaje. Cuando Jesús va dejando claro que Dios no es un tapagujeros, que su predicación lo que persigue es cambiar las actitudes fundamentales del ser humano y convertirle en libre servidor en vez de opresor del otro, la gente empieza a sentirse incómoda y le abandona sin contemplaciones. El evangelio no habla en ningún caso de resignación ante cualquier clase de dolor, sea físico, sea psíquico, sea moral. Pero no identifica la salvación con la supresión del dolor. Todo lo contrario, afirma expresamente que la verdadera salvación puede alcanzarla todo hombre a pesar del mal que nos rodea (bienaventuranzas). Siempre que se pueda, se debe suprimir, pero la victoria contra el mal no está en suprimirlo, sino en evitar que te aniquile. Toda verdadera teología es liberadora, pera esa liberación no siempre coincide con la eliminación del opresor. Aun permaneciendo el opresor, el oprimido puede ser libre y plenamente humano. Suprimido el opresor, puede ser sustituido por cualquiera de los que antes fueron oprimidos. La solución al problema vital del hombre no puede venir de fuera, la tenemos que encontrar dentro. Sólo un conocimiento de lo hondo del ser nos descubrirá lo que somos. El hombre tiene que aceptar sus limitaciones. Pero solo lo conseguirá descubriendo que esas limitaciones no le impiden alcanzar su plenitud. Conocerme a mí mismo es conocer a Dios como fundamento de mi propio ser. Ser fiel a sí mismo es la única manera de ser fiel a Dios. El gran fallo del cristianismo fue convertir la buena noticia liberadora del evangelio en una religión. La buena noticia de Jesús consistió en liberar al ser humano de todo lo que le impide ser él mismo, incluida la religión. El organigrama de una religión, nos da seguridades y nos sumerge en la ilusión de ser algo absoluto. Jesús no ha venido a resolver los problemas materiales de los hombres, ni a liberarle de las limitaciones de su naturaleza, sino a enseñarnoscómo podemos ser libres a pesar de los problemas y aunque no se resuelvan. Hay problemas que no tienen solución, pero una vida más humana siempre es posible. Meditación-contemplación Se levantó de madrugada, se fue a descampado y allí se puso a orar. El mensaje no puede ser más claro. No puede haber espiritualidad sin verdadera contemplación. No se trata de “rezar”, sino de fundirse con el Abba. …………………… No es suficiente rezar ni meditar. Lo que te cambiará será la contemplación, Que es la conexión con lo Absoluto que hay en ti. Lo importante no es la cantidad, sino la intensidad de la conexión. …………. Si hacemos pasar una corriente por un hilo enrollado en una barra de acero, un instante de conexión a la corriente es suficiente para que la barra quede imantada. …………. Conseguir la conexión puede llevar hora, días o años. Quedar impregnados de Dios es cuestión de un instante. Seguimos con la "lectura continua" del Evangelio de Marcos, en el principio de la predicación, por Galilea. Se nos vuelve a dar una síntesis de la teología del autor. Marcos alterna la predicación con las curaciones. Jesús predica y cura: el Salvador salva iluminando con la Palabra, dando a conocer a Dios, y peleando contra los males que aquejan a los hombres.
Recordamos que Jesús revela al Padre no solamente con lo que dice, sino con lo que hace. En él vemos a Dios, cómo se porta Dios, cómo es, porque Jesús está lleno del Espíritu, porque “Dios estaba con Él”.. En el texto de hoy encontramos varios episodios distintos: § Sigue sucediendo todo en SÁBADO, al salir de la Sinagoga. § Parece que aún no hay más discípulos que Simón, Andrés, Santiago y Juan. § Simón y Andrés viven juntos, en casa de Simón, que está casado: su suegra vive también en la casa. La suegra está enferma, se lo dicen a Jesús. Jesús la toca y la cura. Y ella se pone a servirles. § Al atardecer (cuando ya ha pasado el Sabbat) le traen todos los enfermos y endemoniados de la ciudad. Jesús cura a muchos, incluso endemoniados. § Al amanecer, Jesús se va, él solo, al campo, a orar. § La gente le busca, los discípulos le encuentran y le reprochan su escapada. Pero Jesús no quiere volver: no se trata de curar a todo Cafarnaún, sino de recorrer Galilea predicando el Reino. Y así lo hace: predica y cura por toda Galilea. Todo esto es parte de un conjunto que empezó el domingo pasado con la predicación y curación en la Sinagoga. Parece como si el evangelista estuviese lanzando como mensaje: § No sólo oficialmente en la Sinagoga, sino en todas partes. § Curando por compasión, por "hacer el bien" § Sin ser limitado por lo que la gente desea, sino siguiendo su misión, encontrada en la oración. Una vez más, se nos desafía a hacer teología desde la razón o desde la contemplación de Jesús. Hay cientos de "explicaciones", mejor diríamos intentos de explicar el problema del mal. Parten de la razón, de la conveniencia o no de que Dios haga una u otra cosa... según nuestra lógica. Pero nuestra lógica termina en el antiguo aforismo de Heráclito: O quiso y no pudo, o pudo y no quiso. y en cualquiera de los dos casos, no es Dios. La presentación del evangelio nos vuelve, una vez más, al planteamiento "existencial" de la Buena Noticia. La imagen es sobrecogedora, y conviene que pongamos a trabajar nuestra imaginación: “toda la ciudad” de Cafarnaún a las puertas de la casa de Jesús, poniendo en primera fila a todos sus enfermos: y Jesús que no da abasto a curar y a echar demonios. Y la imagen se amplía: Jesús recorre Galilea predicando y curando. Así que Jesús no nos da explicación alguna de por qué sufre el ser humano sino que parte de una noción de persona humana como "sufriente". Y tampoco explica por qué el Creador ha hecho las cosas tan mal (a nuestra manera de entender) sino que muestra qué hace Dios respecto al sufrimiento: curar. Mirando a Jesús agotado de predicar y curar tenemos una imagen de la divinidad y de la humanidad, y de la iglesia. La humanidad sufre, Dios trabaja para curar del sufrimiento; los que hemos aceptado la Misión de Jesús nos hemos comprometido a librar del sufrimiento a todos los que podamos. Y tenemos que renunciar a la explicación del problema. No lo sabemos, porque La Palabra no lo ha dicho. Y así, creemos en El Padre, no porque podemos explicar el mal del mundo, sino a pesar del mal del mundo. Ese mal, oscura fuerza a la que Jesús llamaba "el poder de las tinieblas", está íntimamente sembrado en lo más profundo del ser humano, y el mismo Jesús, inocente de pecado alguno, lo sufre. Si es humano, estará sometido al mal. Jesús crucificado es para nosotros un triple mensaje: § Ante todo, la humanidad indiscutible de Jesús. Es humano, sufre: sufre lo normal de la vida, y más que eso: la calumnia, la tortura, la muerte humillante.
La fe en Jesús, por lo tanto, da la vuelta al problema, profundizándolo y llevando la solución al terreno de la praxis cristiana: el mal no es el castigo de Dios sobre el hombre: el mal es la condición humana, el pecado, el sufrimiento, la maldad, el dolor. De eso quiere salvar Dios al hombre. Este es Jesús: Dios trabajando con los hombres, "hecho pecado", "hecho todo con todos"... para salvar. Esto, exactamente esto, es nuestra definición de ser humano, dada desde Jesús: el crucificado en camino hacia la resurrección; el que padece el mal, pero lucha contra él, hacia la liberación. Y ésta es la definición de los cristianos: los que quieren empeñar su vida en liberar a los hombres del mal, empezando por sí mismos, porque esa es la voluntad del Padre, salvar a sus hijos del mal. Se libra del mal el hombre que libera su espíritu de la esclavitud del pecado ("todo el que comete pecado es esclavo del pecado"). Es la más íntima de las liberaciones. Libra del mal todo aquél que ayuda a liberar de la ignorancia, del hambre, de la injusticia, de los pecados, de la enfermedad, de todas las esclavitudes. Esta es una magnífica manera de iluminar todos los trabajos de todos los humanos: el sentido profundo, el más profundo, de todo lo que hacemos, es ayudar a todos a liberarse de sus esclavitudes, de sus limitaciones, de sus ignorancias... y yo soy el primero que me voy liberando al ayudar. "Creemos en el Padre incomprensible, que no por Padre deja de ser incomprensible y no por incomprensible deja de ser Padre". Creer en Dios no es fácil: es siempre un riesgo, una apuesta, un acto de confianza. Hemos hecho un acto de fe en Jesús. Nos fiamos de él, aunque no entendamos muchas cosas. Nos gustaría que las cosas fueran de otra manera. Pensamos que, puesto que no son como a nosotros nos parece que deberían ser, Dios es injusto o no hay Dios. Este es el momento de recordar la extraordinaria frase de Pablo: yo lo único que sé es Cristo, y Cristo crucificado. Otros buscan prodigios o sabidurías. Yo sé sólo Cristo crucificado, creo que es la Palabra, y vivo según esa Palabra. AL AMANECER En la segunda parte del evangelio de hoy se presenta una escena entrañable, que bien habría merecido leerse ella sola un domingo. Jesús ha dormido con sus discípulos en casa de Simón y Andrés. Cuando los primeros pájaros despiertan al alba, Jesús se levanta en silencio, pasa con cuidado entre los cuerpos tendidos en sus esteras, sale al exterior y, todavía en la penumbra del amanecer, sale al campo - ¿a la playa quizá? – a encontrarse con el Padre. Será esta una costumbre habitual de Jesús. Aparece en varios lugares en los evangelios. Incluso a veces se pasa la noche entera en oración. Jesús necesita de la oración, necesita encontrarse a solas con el Padre. No pierde la presencia de Dios durante el día, continuamente está levantando el corazón en breves plegarias, continuamente está viendo a Dios en todas las cosas, hablando de Dios a toda la gente, pero su espíritu necesita estarse a solas con el Padre, y lo encuentra al amanecer, mientras los demás duermen. Jesús, ser humano como nosotros, nos muestra una de nuestras necesidades más olvidadas: quedarnos a solas con el Padre, para escuchar, para refrescar, para tranquilizar, para coger fuerzas. “Las relaciones personales como la amistad y el amor son dinámicas, están siempre en continuo cambio. Esto significa que pueden crecer, estancarse o morir”. (¡Bendito sea encontrar una frase así en un texto de catequesis escolar!)
La muerte a veces sobreviene de repente, nos sorprende con su cachetazo rotundo que duele y despabila. Inesperada siempre aunque sea nuestra única certeza, nos sacude, conmueve las grandezas, los planes, las seguridades. Desbarata y replantea, nos reordena con su desorden. Provoca la lucha-duelo con el desconcierto, con el límite y la finitud y nos devuelve a tierra, al mundo de los mortales. Nos torna más realistas, y puede empujar al coraje, ya que es ahora o nunca… Otras veces, asoma entre la bruma; la vamos viendo perfilarse sin saber si es o parece: se va develando en detalles nimios, va tomando forma de a poco, se arma como rompecabezas y en algún momento ya está allí, inapelable. Y la reconocemos, obvia, y mirando atrás registramos las señales que nos había venido dejando. Lo que va muriendo de a pasitos nos ofrece la oportunidad de un duelo progresivo, de ir cerrando los puntos del tejido de a uno, para que ninguno se escape y la trama no se deshilache más adelante. Otras veces, la ignoramos, nos hacemos los tontos para no verla. Forzamos la mirada, para intentar sostener como sobreviviente lo que ya ha perdido la vitalidad, lo que se gastó. Mantenemos fantasías con respirador artificial, en coma cuatro, sólo para impedirnos la experiencia de muerte. Cuando caemos en la cuenta el olor a podrido nos voltea… Ese tipo de muerte necesita del empujón final, que haga caer del todo lo que ya no es. Esta primavera pasada me sorprendió una plantita, a la que arranqué las últimas hojas amarronadas sin mucha expectativa pero sabiendo que habían perecido, y eran sólo apariencia. Quedó casi totalmente rala, un único rojizo recuerdo de lo que había sido; sensación de desolación que me invadía. Y a los pocos días, donde hubo cinco hojas brotaron dieciséis, y hoy de ésas surgen otras nuevas, el verde intenso puja por debajo de lo que era seco, lo más vivo desaloja progresivamente a lo más muerto. Hay estructuras que nos resultaron muy cálidas y nutritivas, que nos regalaron su potencia, que nos permitieron crecer. Fueron indispensables en algún momento y cumplieron su función. No pudieron ser recreadas o necesitan cambiar categóricamente de forma, como la flor que debe caer para que el fruto ocurra. Conservar lo muerto, nos mata. Así, terrible, terminante; lo muerto debe ser eliminado. Debemos expulsar la placenta, para que el parto acabe y podamos gozar de lo que viene. Con gran profundidad, algunas etnias entierran la placenta en lugar sagrado. Para honrar la vida que entregó, sosteniendo y alimentando al bebé, debe terminar cuando su ciclo lo indica, no extenderse más allá forzadamente. Y dejar el lugar vacío, para que la vida siga fluyendo –desocupar el vientre para que se produzca la leche, que el recién nacido siga hallando la nutrición necesaria. Así son nuestros procesos humanos, exhalar para volver a inspirar, vaciarnos para que el hueco invite a la novedad. Una propuesta para este tiempo… hacer lugar, sacando del medio lo gastado en nosotros. Atrevernos a arrancar las hojas marchitas. “Desembarazarnos” de lo que sobra, de las fantasías que ocupan lugar, para que los sueños nos embaracen, nos hagan fecundos, preparen el parto. "El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres..." (Lc 4,18-19) Reconocí de inmediato las palabras de Isaías, pronunciadas con un inconfundible acento galileo por aquel rabbí para mí desconocido, pero cuya presencia había despertado enorme expectación en el pueblo. Yo estaba también de paso en Nazaret, adonde no había vuelto desde que, años atrás, había marchado a Jerusalén. Fui allí enviado por mi padre, fervoroso fariseo, para que estudiara en una escuela rabínica y llegara a ser lo mismo que él: un especialista en la Ley. Su sueño era verme convertido en un maestro del saber, lo cual me daría según él una influencia y un prestigio que nunca alcanzaría por otros caminos. Estaba pasando los mejores años de mi juventud dedicado a escudriñar las Escrituras y sometido a una disciplina que se me había ido volviendo cada vez más insoportable. No me pesaban tanto las horas de estudio como la sensación creciente de que las enseñanzas que recibía y trataba de asimilar, caían sobre mí como una carga agobiante que me asfixiaba. Las discusiones entre nuestros maestros y sus interpretaciones de la Torah (613 preceptos, de ellos 248 mandamientos positivos y 365 prohibiciones...) eran tan enrevesadas, que yo tenía cada vez más la sensación de vivir oprimido bajo un yugo parecido a la esclavitud que vivieron nuestros padres en Egipto, y me sentía atrapado dentro de una red tejida con los hilos sutilísimos de disquisiciones y prescripciones. Tanta angustia acumulada degeneró en una enfermedad y tuve que regresar a Séforis, mi pueblo natal; cuando estuve un poco mejor, mis padres me sugirieron que fuera a pasar unos días a Nazaret para que me distrajera en casa de unos parientes. La situación en que me encontraba hizo que las palabras de Isaías que estaba leyendo aquel forastero llegaran hasta mí como una ráfaga de luz: si la tarea del Mesías esperado, pensé, iba a ser la de sanar, liberar y dar buenas noticias a los pobres ¿por qué vivíamos abrumados y ciegos, encerrados en los calabozos y prisiones que nosotros mismos nos construíamos? Traté de imaginar lo que para mí sería una buena noticia: que alguien me hablara de un Dios que no exige sometimiento de siervos ni se complace en acumular sobre nosotros leyes, normas y obligaciones, un Dios que viene a nuestro encuentro a aligerarnos de cargas y a liberarnos de yugos; un Dios sanador de heridas y reparador de brechas; un Dios cuyos rasgos fueran aquellos con los que se reveló a nuestros Padres: el amor compasivo y fiel, el perdón y la gratuidad. Cuando concluyó la lectura del fragmento que había elegido, el rabbíenrolló de nuevo el libro, se lo entregó al jefe de la sinagoga y se sentó. Me di cuenta con sobresalto de que había omitido (¿voluntariamente?) las palabras sobre “la venganza de nuestro Dios”. Los demás debían haberlo notado también y esperaban expectantes, con los ojos fijos en él, la explicación que debía seguir. Y entonces él dijo lo que nadie entre los presentes hubiéramos esperado escuchar: –Hoy, en presencia vuestra, se ha cumplido toda esta Escritura. Lo miré con asombro. ¿Qué significaba aquel hoy? ¿Se estaba atreviendo a proclamar que habían llegado los tiempos mesiánicos? ¿Se estaba presentando como portador de alegría y liberación ante aquellos de nosotros que nos reconociéramos pobres, ciegos y prisioneros? Si era así ¿de dónde le venía aquella autoridad, aquella firmeza serena que daba a sus palabras la consistencia de la roca? Pero sobre todo ¿no estaba anunciándome en aquel preciso momento que el Dios que deseaba encontrar se estaba aproximando a mí, que estaba descendiendo con su luz hasta el abismo de tinieblas en que me encontraba? Me sentía sobresaltado y confuso pero no tuve ocasión de seguir pensando: había murmullos entre los asistentes y una mujer comentó a mi lado a media voz: –¡Pero si es Jesús, el hijo de José y de María, mis vecinos! Ante mi expresión de ignorancia, me explicó: –Hace un tiempo se marchó fuera y anda por ahí, sin domicilio fijo, rodeado de un grupo de desarrapados y anunciando la venida de no sé qué reino que está a punto de llegar... Y finalmente murmuró con sorna: – También dicen que cura enfermos y echa demonios, veremos si consigue hacerlo aquí también... El tal Jesús había seguido hablando, pero apenas pude escuchar sus palabras finales porque se perdieron a causa del griterío: unos se habían puesto de pie vociferando y haciendo gestos de amenaza y los más furiosos se acercaron a él y, agarrándolo por los brazos, lo empujaron fuera de la sinagoga. Bajé la escalera conteniendo el aliento, porque conocía la violencia del carácter galileo y me temía lo peor. Vi que lo tenían rodeado y sujeto y que, entre insultos, pretendían arrastrarle monte arriba, posiblemente para despeñarle desde lo alto. Pero, de pronto él sacudió los hombros con decisión e, inexplicablemente, los que le tenían agarrado lo soltaron y se fueron retirando mientras él, tranquilamente, caminaba entre ellos y se dirigía hacia una casa de la parte baja de la ladera que debía ser la suya. No volví a verlo, pero en los días siguientes y mientras duró el revuelo, me enteré de muchos rumores que circulaban acerca de él. Las noticias de lo que hacía se divulgaban de boca en boca y mucha gente, sobrecogida, decía: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16), y hablaban con admiración de los signos que realizaba, semejantes o mayores a los de algunos antiguos profetas. Ahora ha pasado mucho tiempo y pertenezco al grupo de los que, después de su resurrección, seguimos empeñados en continuar haciendo, en memoria suya, lo mismo que él hizo: anunciar libertad a los cautivos y luz a los que viven en sombras y aprendiendo a ser como él portadores de la buena noticia. De aquella noticia que llegó hasta mí, inundándome de júbilo, una mañana de sábado en la sinagoga de un pueblo perdido llamado Nazaret. El 4 de enero del 2011, un joven tunecino, Mohamed Bouazizi, se prende fuego y desencadena el gran incendio de la “Primavera árabe”.
En las iglesias se habla mucho de luz, luz por aquí, luz por allá, velas por todas partes. Ninguna fiesta importante se celebra sin derroches de luz. Pero, en todo el año, no se dedica un solo pobre domingo a la justicia o a la liberación, como si la luz, la justicia y la liberación fueran enemigas. En todos los tonos se canta que Jesús es la Luz y que nosotros somos luz también. Esto es hermoso y muy cierto; sale derechito del evangelio(Juan 8, 12; 12, 46; Mateo 5, 14-16). Pero, como es sabido, “ser luz” significa algo más que servir de lamparita para el santísimo o de antorchas para la procesión. Es más que un adorno para ceremonias de lujo. Para Juan, es luz el que ama a su hermano (1Juan 2,10); el amor que nos tenemos unos a otros, esto es lo que alumbra al mundo. Pero… a la insaciable máquina financiera que le está devorando el alma a la humanidad y la vida al planeta ¿qué es lo que le va a parar el carro: la llamita de nuestro amor fraterno? Paradojalmente, a nuestro amor fraterno a menudo le falta “lucidez”… No brilla por su realismo, su robustez, su pujanza, su audacia, porque le falta fuego. Y ¿qué mejor fuego que una férvida pasión por la justicia y la liberación? “Tu LUZ surgirá como la aurora” si rompes las cadenas de la injusticia, si liberas a los oprimidos y acabas con todo yugo, si compartes el pan, el techo y la ropa con el pobre y no vuelves la espalda al hermano. “Tu LUZ brillará en las tinieblas y tu oscuridad se volverá como la claridad del mediodía” si no tienes más gente explotada en tu casa, si das de comer al hambriento y si sacias al oprimido (Isaías 58, 6-10). Para Isaías, el gran profeta de la Luz, el amor al hermano implica romper las cadenas de todas las formas de esclavitud. Fraternidad, justicia y liberación son inseparables y forman juntas la luz para la humanidad. Para una teología que soñara con cosas muy místicas, aquello podría oler más a azufre que a incienso, pero no importa. Nosotros siempre hemos pensado que la mejor teología es la que hace más felices a los pobres. Pues ésa fue la teología de Jesús (Lucas 6, 21). Los pobres, “los nadie”, son los que entienden ciertas cosas que Dios oculta a los entendidos (Lucas 10, 21). Jesús lo sabía porque él mismo era pobre. Por cierto, en el evangelio, la luz siempre viene de abajo: nace en un establo, muere en una cruz y vuelve a surgir con mil fuegos de una tumba vacía. “He venido a traer fuego a la tierra…” (Lucas 12, 49). |
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