“Las relaciones personales como la amistad y el amor son dinámicas, están siempre en continuo cambio. Esto significa que pueden crecer, estancarse o morir”. (¡Bendito sea encontrar una frase así en un texto de catequesis escolar!)
La muerte a veces sobreviene de repente, nos sorprende con su cachetazo rotundo que duele y despabila. Inesperada siempre aunque sea nuestra única certeza, nos sacude, conmueve las grandezas, los planes, las seguridades. Desbarata y replantea, nos reordena con su desorden. Provoca la lucha-duelo con el desconcierto, con el límite y la finitud y nos devuelve a tierra, al mundo de los mortales. Nos torna más realistas, y puede empujar al coraje, ya que es ahora o nunca… Otras veces, asoma entre la bruma; la vamos viendo perfilarse sin saber si es o parece: se va develando en detalles nimios, va tomando forma de a poco, se arma como rompecabezas y en algún momento ya está allí, inapelable. Y la reconocemos, obvia, y mirando atrás registramos las señales que nos había venido dejando. Lo que va muriendo de a pasitos nos ofrece la oportunidad de un duelo progresivo, de ir cerrando los puntos del tejido de a uno, para que ninguno se escape y la trama no se deshilache más adelante. Otras veces, la ignoramos, nos hacemos los tontos para no verla. Forzamos la mirada, para intentar sostener como sobreviviente lo que ya ha perdido la vitalidad, lo que se gastó. Mantenemos fantasías con respirador artificial, en coma cuatro, sólo para impedirnos la experiencia de muerte. Cuando caemos en la cuenta el olor a podrido nos voltea… Ese tipo de muerte necesita del empujón final, que haga caer del todo lo que ya no es. Esta primavera pasada me sorprendió una plantita, a la que arranqué las últimas hojas amarronadas sin mucha expectativa pero sabiendo que habían perecido, y eran sólo apariencia. Quedó casi totalmente rala, un único rojizo recuerdo de lo que había sido; sensación de desolación que me invadía. Y a los pocos días, donde hubo cinco hojas brotaron dieciséis, y hoy de ésas surgen otras nuevas, el verde intenso puja por debajo de lo que era seco, lo más vivo desaloja progresivamente a lo más muerto. Hay estructuras que nos resultaron muy cálidas y nutritivas, que nos regalaron su potencia, que nos permitieron crecer. Fueron indispensables en algún momento y cumplieron su función. No pudieron ser recreadas o necesitan cambiar categóricamente de forma, como la flor que debe caer para que el fruto ocurra. Conservar lo muerto, nos mata. Así, terrible, terminante; lo muerto debe ser eliminado. Debemos expulsar la placenta, para que el parto acabe y podamos gozar de lo que viene. Con gran profundidad, algunas etnias entierran la placenta en lugar sagrado. Para honrar la vida que entregó, sosteniendo y alimentando al bebé, debe terminar cuando su ciclo lo indica, no extenderse más allá forzadamente. Y dejar el lugar vacío, para que la vida siga fluyendo –desocupar el vientre para que se produzca la leche, que el recién nacido siga hallando la nutrición necesaria. Así son nuestros procesos humanos, exhalar para volver a inspirar, vaciarnos para que el hueco invite a la novedad. Una propuesta para este tiempo… hacer lugar, sacando del medio lo gastado en nosotros. Atrevernos a arrancar las hojas marchitas. “Desembarazarnos” de lo que sobra, de las fantasías que ocupan lugar, para que los sueños nos embaracen, nos hagan fecundos, preparen el parto.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Ayuda al Blog que publica todos los días diferentes áreas, queremos seguir publicando
EL BLOGEl blog es uno dedicado al análisis en general de muchos puntos desde la ópica teológica. La meta es impulsar el estudio amplio y profundo de la fe y de la razón, siendo ambos elementos fundamentales de la vida. SABES QUE PUEDES HACER COMENTARIOS A LAS REFLEXIONES O ENSAYOS TEOLOGICOS QUE APARECEN EN EL BLOG, SI PUEDES INTENTALO...
Archivos
Septiembre 2022
Categorias |