Viste cómo son los recuerdos. Se agolpan desordenadamente, a veces se atropellan entre sí o se unen en caprichosas cadenas despertando sentidos nuevos…
Recuerdo a mi papá, pegando casi ceremonialmente en mi ventana del sexto piso, para que se viera bien desde mi cama, la calcomanía que proclamaba “El silencio es salud”. Acaso como respuesta a mi avidez de niña que todo quería saberlo… Recuerdo, confusamente, gente de verde por las calles, “Algo habrán hecho” escrito en las paredes y mi pregunta, tal vez sólo respondida así: “El silencio es salud”… Nos enseñaron a callar. No a hacer silencio… Recuerdo los gritos firmes, “¡Silencio, alumnos!”, que indicaban en los patios el momento de “reunión” para desencontrarnos a la voz de un discurso o frente a la Bandera. Más bien, tendrían que habernos dicho “¡Cállense!”. Porque eso pedían. Acallen las voces, no digan, no se digan nada… Recuerdo el llavero, mis iniciales imponentes en metal plateado e imprenta mayúscula, y se me antoja que lo mismo dicen, ¡“SH”!… Nos enseñaron a callar. No a hacer silencio. Recuerdo, hace ya varios años, desde mi trabajo como psicóloga, la mujer, cincuenta y tantos, artesana, abusada por su padre en la infancia, con quien conversamos largamente acerca de una de sus obras más preciadas, los “monos de la sabiduría”, que no ven, no escuchan, no hablan… Y cómo esa misma artesanía presidió desde la mesa, muchos meses después, la entrevista familiar en la que su secreto a voces se desató, y permitió hablar a otros de lo que habían visto y oído, y padecido… Y recuerdo hace algunas semanas, once años, sobrepeso creciente de todos los reclamos que se traga, y la hermana de siete, “mutismo selectivo”, y padres con los que no se puede dialogar, encerrado cada uno en su propio discurso cerrado y perfecto… Nos enseñaron a callar. No a hacer silencio. Me llevó años diferenciar lo uno de lo otro. Dimensionar mis largas experiencias de callarme frente al fuego o al camino de las hormigas, como espacios de silencio activo. Descubrir que el silencio que ve, escucha, contempla, verdaderamente “es salud”, aunque cueste reconocer como válida una consigna mancillada. Ese silencio que nos impulsa a conectarnos con el misterio. Donde el otro, lo otro, se abre a nuestras manos amorosas que buscan desmenuzarlo respetuosamente, como la tierra que se abre a la acción del agua para ser más fértil. El silencio nos permite escuchar. Registrar en la hondura de nosotros mismos, lo que late y vibra. Es necesario acallar algunas voces, para sintonizar con aquello que es de por sí sonoro, que nos resuena en el centro de nuestra identidad, como esos sueños que “piden pista” para lanzarse a volar de una vez… El silencio nos permite escucharnos mutuamente. Estar abiertos a la palabra del otro, o a su gesto que aún no toma forma expresa, atender a su necesidad y a su misterio, encontrar esa onda en la que podemos vibrar juntos, sostenernos, revelarnos “a puro corazón” lo que las palabras no llegan a decir… El silencio nos confronta con la realidad. Nos aguza el oído y la sensibilidad frente a las verdades tantas veces sepultadas, de esas que eternizan la injusticia… Es cierto que el silencio a veces nos resulta temible. Caer en la cuenta de mí misma, de la vida del otro o de su sobrevivir, de la situación comunitaria, no es gratuito. No es lo mismo que seguirle huyendo, que nunca haberme dado por enterada. Aunque después la decisión sea seguir haciéndome la sorda, lo que escuché en lo profundo de esa contemplación deja sus huellas. Ese silencio resulta peligroso sobre todo para el opresor de turno. Porque los que “hemos visto y oído”, tendemos a sentirnos impelidos a hablar, a gritar si es necesario, para proclamar lo que descubrimos en esa tarea de exploración intensa. Porque “no hay nada oculto que no deba ser revelado”, y el silencio nos sumerge en lo oculto… Tanto en lo escondido en lo profundo, como en lo que maliciosamente se invisibiliza, para que no sea detectado… La verdad, una vez descubierta, nos empuja a hacer opciones. Por eso, nos enseñaron a callar. Y cada vez es más notorio cómo nos impiden hacer silencio. Vivimos sumergidos en el ruido, en la imagen; ya ni yendo en el colectivo, que solía ser tiempo privilegiado de reflexión, es fácil desprenderse de las pantallas del “Infotrans” o de la radio a todo volumen… Siempre hay algo para mirar, para oír, para “protegernos” de ver y escuchar en serio… Es tiempo de hacer silencio. Para contemplar. Ponernos en la misma temperatura. Frente a estas circunstancias que, si nos detenemos en ellas, no pueden dejar de sacudirnos y “con-movernos”. Y nos impulsan a “movernos con”. A proclamar a voces lo que nos indigna y lo que nos exige esta realidad. A ser testigos de esta vida que nos alienta, que nos duele. Hagamos silencio, para poder pronunciarnos… Si nos sacamos las vendas de los ojos y los tapones de los oídos, las mordazas casi saltan solas…
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