Pentecostés era una fiesta judía que se celebraba a los cincuenta días de la Pascua. Nosotros, los cristianos, celebramos la venida del Espíritu-Ruah (hebreo). Culmina así, el ciclo pascual. Pero, ¿cómo hablar hoy del Espíritu en un mundo globalizado que nos invita a vivir desde fuera, donde lo atractivo está fundamentalmente en el exterior? Incluso para los que nos decimos cristianos, ¿cómo se comunica Dios en nuestras comunidades? ¿Y en mí? ¿Somos capaces de percibirlo? ¿Lo reducimos a una fiesta más?
A veces en nuestra Iglesia nosotros también cerramos las puertas, quizá por miedo al futuro, al cambio, a equivocarnos o sencillamente porque “siempre ha sido así”. ¿Qué miedos crees que nos atenazan como Iglesia? Sin embargo, es el Espíritu el que nos convoca, el que nos trae su paz, el que nos une y permanece en medio de nosotros y hace que permanezcamos unidos más allá de nuestras diferencias. Él es el que viene a nuestras vidas, se comunica a la Iglesia y también a cada persona. En este tiempo de pandemia que llevamos soportando más de un año ya, hemos vivido además, por circunstancias obvias, la ausencia de la Comunidad cristiana que da soporte, aliento y apoyo fraterno en cuantas celebraciones compartimos la fe, la vida y la esperanza; o esos momentos de silencio y oración que nos ayudan a desvelar permanentemente el Misterio de Dios en nosotros, en mí, en los demás, en el universo. Cuando vivimos en comunión con ese Misterio desde dentro, ¿qué actitudes me refuerza y cuáles me invita a dejar?, ¿qué resistencias frenan o dificultan la irrupción del Espíritu-Ruah en mí? ¿Soy capaz de ponerme en acción o me pueden la pasividad o la pereza? Porque no son dos ámbitos contrapuestos lo interior y lo exterior. Sino que ambos son el reflejo de la irrupción del Espíritu en cada uno/a. Si hemos descubierto la abundancia y el derroche de dones que se nos da por pura gratuidad, “lo demás se dará por añadidura”. Si hemos acogido y experimentado en lo más íntimo de nuestro ser, aun de manera callada, sencilla y humilde, el misterioso proceder de Dios-Espíritu, nos daremos cuenta de que Él sigue actuando en mí, en todo ser humano (incluso antes de que yo/ tú mismo empezara/s a existir) “porque desde el principio estáis conmigo” y nos impulsa a la misma meta: “porque el Espíritu os guiará hasta la verdad plena”. Que no es otra meta que vivir la mejor Humanidad, el Amor como fundamento de mi ser, “porque te he visto latiendo en los bancales, favoreciendo, urdiendo… porque me enseñas a ser en lo que era, a olvidar mis estiajes en esta primavera... porque es llegado el tiempo del que ama”… (José G. Nieto), y así confluir, biológica y espiritualmente, en la íntima unión con la Divinidad. San Pablo, en la Carta a los Gálatas, les recuerda algo de plena actualidad: “El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, disponibilidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (5,16-25). Lo exterior, lo interior forman parte de una misma realidad impregnada de bondad, belleza, armonía, amistad, equilibrio, conciliación, relación, unificación… Porque eso y no otra cosa es el plan de Dios para sus criaturas desde los orígenes (recuérdese el bellísimo relato de la Creación) y, me atrevería a decir, que el sueño de plenitud de todo ser humano en todas las religiones. ¿Cómo concretarlo, hoy, con los pies en la tierra? Jesús nos dejó un proyecto de Felicidad: las Bienaventuranzas. Hoy, podemos recrearlas en este nuevo Pentecostés: Felices quienes, ante un hecho imprevisto, un grave diagnóstico, una ruptura dolorosa, se ponen en manos del Espíritu para afrontar con confianza/fe esa etapa incierta, difícil. Felices quienes reconocen sus errores, debilidades, desalientos y “aun con las puertas cerradas por miedo...” salen de sí mismos y se dejan impulsar por el Espíritu. Felices quienes despejan de puertas y ventanas obstáculos, prejuicios, quejas, pesimismos e inconvenientes y dejan entrar la luz del Espíritu que lo baña todo. Felices quienes, a pesar de la edad, la experiencia, los batacazos… reviven la novedad del Espíritu y no se quedan aferrados al pasado sino que prosiguen su camino cada día. Felices quienes saben sacar provecho de la historia, con sus etapas de esplendor y oscuridad, ni mejores ni peores que otras, dejando atrás estereotipos, mitos, tópicos y construyen, renovados por el Espíritu, las pequeñas historias de cada día tan llenas de amor, de esperanza, de utopía. Felices quienes se dejan cautivar por la mirada limpia, los dones recibidos y la intuición-certeza del encuentro con Dios-Espíritu, aun sin saberlo, y todo ello de manera fugaz, imperceptible, íntima, cotidiana. Felices quienes dan su tiempo, sus talentos, su carisma y, al mismo tiempo, saben acoger los de los demás en un intercambio fecundo y libre de dones, capacidades, habilidades y virtudes. Felices quienes saben rastrear las huellas del Espíritu, seguir su dinamismo con humildad y atención constante a sus intuiciones e inspiraciones. Felices quienes se arriesgan a vivir con actitud de apertura, servicio y encuentro, anticipando la salvación y siendo signo de la misma en la corresponsabilidad y en el compartir. Felices porque sabiéndonos hijos/as de Dios, continuamos siendo ascuas en la lumbre no relumbrones fatuos, luz desde dentro, zarza ardiente en los desiertos de la vida, mesa en la que compartimos pan y vino, cuerpos inflamados por tu Espíritu que nos gloriamos en este nuevo Pentecostés de celebrar todo “lo que Dios ha hecho con nosotros” porque “abres tu mano y sacias de favores a todo ser viviente” (Sal 145, 15-16). ¡Shalom!
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Somos tan independientes que hemos llegado a un grado de descomposición social poco visto… No hace falta que Dios nos castigue, nos castigamos más que lo suficiente nosotros mismos. “¡En río revuelto ganancias de pescadores!” Eso salta a la vista actualmente: parece que cada cual agarra lo más que puede de donde puede… Por eso ‘no existen los independientes’: nadie es una isla. Más bien todos somos responsables de todos y de todo lo que pasa, pero preferimos ‘las tinieblas y la oscuridad a la luz’, no queremos ver que somos cobardes, cómplices y encubridores de nuestra propia realidad.
En la Asamblea nocional abundan los independientes. ‘Independientes’, los que robaron las medicinas destinadas a combatir el coronavirus. ‘Independientes’, los que aprueban leyes contra los trabajadores y a favor de la explotación laboral. ‘Independientes’, los que votan a favor de la injusticia y la mentira bajo la argucia de que los ricos nos van a salvar. ‘Independientes’, los que se van de la bancada del gobierno porque ‘el barco hace agua por todas partes’ y no les vale su imagen si quieren volver a presentarse a algún cargo público. ‘Independientes’, los que se aprovechan de su puesto para robar descaradamente en el IESS (Instituto de Seguridad Nacional), en los Ministerios, en las empresas y hasta en el quiosco de la esquina. Las redes sociales abundan de denuncias desde el presidente hasta el portero de la escuela… Somos la vergüenza internacional y vamos de mal en peor. ¿Quién no ha escuchado ‘Yo no me meto en política’ o ‘No me interesa lo que pasa’? Pero sí, exigimos ser bien tratados, aparentamos, damos coimas al policía, alabamos a los corruptos, invocamos a Dios que sabe lo que hace y todo lo tiene controlado… ¡Qué hipocresía la nuestra! El país se va a la ruina, pero “¡Aquí no pasa nada!” Aumentan la pobreza y el desempleo, aumentan la desconfianza y la preocupación, aumentan la mentira y la falsedad, aumentan la angustia y la amargura de los jóvenes que no saben adónde acudir para encontrar trabajo y seguridad para su futuro o sus estudios o su dignidad. ‘Miramos por otro lado’ bajo el pretexto que todo el mundo roba y la crisis es global. La pandemia está cayendo de maravilla a los que nos gobiernan y nos emplean: logran saquearnos más fácilmente que en tiempos normales. Y lo que viene se vislumbra como más de lo peor. Al nivel eclesial han desaparecido los profetas, los Proaños, los Luna Tobar, los Muñoz Vega… Unos escriben por aquí, otros pocos gritan por allá. Todos contra la corrupción, pero nadie para denunciar y enfrentar las causas de la corrupción que se ampara del sistema neoliberal… porque ‘no hay que meterse en política’. ¡Independientes! Y las cosas siguen iguales y peores. ¿Cuándo se entenderá que todos somos interdependientes, interconnectados, interrelacionados? La pandemia nos lo demuestra: nadie se escapa de esta gripe. Lastimosamente las y los que están con pocas defensas o con enfermedades no resisten y mueren. Un país es un solo cuerpo: lo bueno que se hace en cualquier parte beneficia a todos, como lo malo que uno hace o encubre afecta también a todos. Po eso estamos como estamos: demasiado mal… y sin saber hasta cuándo. Pero lo podemos saber y cambiarlo si empezamos a dejar de ser ‘independientes’, cobardes, cómplices, encubridores, corruptos; si comenzamos a reconocer que lo más mínimo que hacemos en bien o en mal repercute sobre el conjunto del Ecuador; si llamamos ‘pan lo que es pan y mentira lo que es mentira’; si comprendemos que somos el resultado de los que hacemos individual y colectivamente; si buscamos vivir como humanos y no como arrastrados, borregos y burros; si decidimos ser amables , fraternos, justos, incorruptibles; si nos unimos para cooperar en la ayuda y el compartir entre vecinos, la solidaridad entre generaciones; si nos organizamos para vivir más sana y fraternalmente; si somos convencidos que la felicidad es el fruto de la amistad y generosidad entre todos; si creemos que Dios nos necesita para construir un mundo donde todos quepamos y que para eso nos ha dado los talentos que todos tenemos, muchas veces lastimosamente escondidos o enterrados como tesoros en nuestra propia miseria. Tenemos el gobierno que nos merecemos y somos el país que presentamos al mundo, porque así hemos permitido que sean. Si cambiamos personalmente, no habrá cualquier gobierno que nos mal gobierne ni país que nos avergüence, porque el gobierno lo elegimos nosotros y el país somos la suma de todas y todos. “¡Que nuestro sí sea sí y nuestro no, no!” Hoy más que nunca, por la pandemia, la crisis global y esta catástrofe de país con sus terribles consecuencias, se nos exige más que nunca sellar un nuevo pacto social donde lo de todos necesita de nuestro respaldo consciente y decidido, un pacto a la manera de los dos personajes bíblicos Rut y Noemí, diciéndose la una a la otra: “Donde tú vayas, iré yo; y donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, allí también quiero morir y ser enterrada yo. Que el Señor me castigue como es debido si no es la muerte la que nos separe”… porque todas y todos somos Rut y todas y todos somos Noemí. «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades» (Papa Francisco, EG 49).
Me cuesta cuando cometo algún error al salir al encuentro de alguien y salgo accidentado. Pero es mil veces preferible esa caída que permanecer en lo que se ha dicho siempre aferrado a la seguridad de ideas dogmáticas. Tiendo a seguridades. Pero pienso que hoy necesitamos salir, arriesgar, atrevernos, ser oveja negra que se escapa fuera del vallado. El Evangelio requiere nuevas y atrevidas formas. He leído el “el libro “la vecina de Jesús” de Toño Casado y se lo he dejado muchas personas. Se lee con mucho gusto y se asimila mejor que los grandes tochos de teología. Por mil caminos necesitamos salir a la sociedad y anunciar el evangelio con osadía, creatividad, originalidad. Repitiendo siempre lo mismo aburrimos a los oyentes. Ya lo dice el papa Francisco. Me dicen muchas personas que se aburren porque repetimos siempre las mismas ideas y las mismas palabras en la Eucaristía. Ciertamente no voy a inventar yo “mi eucaristía” pero sí que puedo cambiar expresiones, formas… que la hagan más inteligible y cercana. Hace dos años que he descubierto a Ariel Álvarez Valdés y estoy inmensamente feliz porque me va ayudando a descubrir y entender la Palabra. Y tengo inteligencia para saber leerlo y entenderlo con sentido común y con la ayuda de mis creencias. Tenemos la suerte de disponer de muchos YouTube. Y disfruto enormemente escuchando por ejemplo a Melloni. Me van suponiendo una renovación y una profundidad en mi vida y en mi fe. Pienso que no está reñida la creatividad y la renovación con el meollo del contenido. Pero son formas nuevas de ver la presencia de Dios en la vida y su Mensaje. Qué rico si lo hacemos en comunidad. Nos compartimos nuestras experiencias, visiones, interpretaciones. Y si es preciso, rectificamos o avanzamos. La oveja se escapa del rebaño y sale un momento a los alrededores y ahí se encuentra la riqueza de unos pastos, a los que no se había acercado nunca. Luego comparte con las demás ovejas esos pastos. Es cierto que, en alguna ocasión, he quedado herido y manchado. Pero ahí está la riqueza de la renovación y del cambio, de la comunidad y sobre todo, si llego a los peñascos, tranquilo, que el Buen Pastor, Jesús, con su evangelio me ayuda a volver a su rebaño. Pero con la experiencia de ser oveja libre. Cuando era niño, pensaba y creía como niño, ahora intento vivir una Fe Adulta. Me he permitido tomar este título de un excelente libro de Juan Antonio Estrada, para encabezar, en clave cristiana, una sencilla reflexión sobre un tema que en ciertos ambientes goza de gran actualidad: la concepción de Dios en clave panteísta.
Para plantearla, vamos a partir del diálogo entre Tomás, Felipe y Jesús recogido en el capítulo 14 del evangelio de Juan. “Le dijo Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?» Jesús le dijo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» … Felipe le dijo: «Señor, muéstranos el Padre, y eso nos basta». Jesús le dijo:«¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» …” Se puede abrazar el Dios de Parménides, de Platón, de Aristóteles, de Descartes, de Spinoza, de Kant, de Hegel, de Voltaire, de Einstein, o cualquier otro (o ninguno), pero quien confía en Jesús y se plantea la pregunta por Dios, le mira a él y le escucha a él como mejor forma de conocerle. Como decía Ruiz de Galarreta: «Buscamos a Dios porque nuestra naturaleza lo necesita, y lo encontramos porque Él nos sale al encuentro. Para los cristianos, ese lugar de encuentro entre Dios y el hombre es Jesús. Dios se manifiesta en Jesús, un hombre, y el quicio fundamental de nuestra fe es creer en Jesús, visibilidad de Dios, sin poner en duda su humanidad». Cuando vemos a Jesús enseñar, sabemos que Dios es Palabra que nos muestra el camino; luz para que no tropecemos. Cuando vemos que se le remueven las entrañas ante el sufrimiento ajeno, sabemos que Dios es misericordioso y que se puede contar con Él como con un Padre. Cuando le vemos dar esperanza a los desesperanzados, sabemos que es Viento que nos empuja; que nos anima a seguir adelante. Cuando le vemos curar, sabemos que es nuestro aliado contra el mal. Cuando le vemos rodeado de míseros, enfermos y lisiados, sabemos que tiene predilección por los pobres, por los humildes. Cuando le vemos cenar con pecadores, sabemos que Dios no los considera culpables, sino necesitados… Pero no solo son sus hechos. Jesús también nos habló de Dios, aunque siempre con parábolas, con analogías, sin pretender definirle o abarcarle, sino limitándose mostrar cómo es para nosotros. Y lo comparó con un sembrador que siembra a boleo, con un pastor que conoce a sus ovejas, con un padre que sale todos los días al camino a esperar al hijo ausente… y con una madre; la mejor de sus parábolas. Es evidente que esta concepción de Dios choca frontalmente con el espectáculo atroz del mal en el mundo, y que solo la fe en Jesús nos permite creer en ella contra toda evidencia racional. No se cree en Abbá porque sea lógico, porque explique el origen del universo, porque aclare el problema del mal, porque la razón lo demuestre… La única forma de llegar a Abbá es a través de la fe que a cada uno le merezca Jesús. Jesús se sintió Hijo, y nos invitó a orar llamándole Abbá y pidiendo lo importante: que sus criterios reinen en este mundo porque son los únicos que nos pueden salvar; que se haga su voluntad porque su voluntad es nuestro bien; que tengamos el pan de cada día; el material y el espiritual, pues de ambos estamos necesitados; que aprendamos a perdonar para ser dignos Hijos suyos. Que nos libre del mal, pues nuestras fuerzas son escasas y el mal nos puede… Y éste es el Dios de Jesús, Abbá, que nos muestra el camino y nos invita a llenar nuestra vida trabajando por el Reino, es decir, por lo importante; por los hambrientos, por los sedientos, por los oprimidos, por los marginados, por las víctimas… y ojalá seamos capaces de no equivocarnos; de situar en primer lugar lo importante y relegar todo lo irrelevante al lugar que le corresponde. En la historia de la humanidad ha sido recurrente el afán por llevar a los otros la propia “verdad”, en la convicción de que se trataba de la verdad absoluta. A partir de la creencia de estar en posesión de la verdad -incluso de ser depositarios de la verdad divina o revelada por el mismo Dios-, se embarcaban en la tarea de extenderla por todo el mundo, creyendo hacer el mejor servicio a la humanidad.
Esa creencia -característica del nivel mítico de consciencia-, que identifica el “mapa mental” del grupo propio con la verdad absoluta, se halla en el origen del proselitismo en cualquiera de sus formas. A lo largo de la historia, la actitud proselitista se ha movido desde una cierta tolerancia -particularmente, mientras el grupo se hallaba en minoría con respecto a la sociedad general- hasta la condena y la persecución de quienes, resistiéndose a adoptar la creencia “oficial”, eran tachados de “herejes” o “blasfemos”. Y todo ello se hacía desde la “buena fe” de quienes, como los inquisidores, ordenaban quemarlos, con el fin de “salvar sus almas”. El error de base no era otro que la absolutización de la propia creencia -recogida en afirmaciones del tipo: “la nuestra es la única religión verdadera”, o “fuera de la iglesia no hay salvación”-, que confundía la verdad con un concepto, sobre la idea de que la mente era capaz de contenerla. Hoy somos más conscientes de que la mente solo puede operar con objetos, por lo que únicamente se mueve en el mundo de sus propias construcciones mentales. Somos más conscientes de que la mente no puede atrapar ni poseer la verdad. Desechada su pretensión de poseer la verdad, caemos en la cuenta de que no puede tener sino perspectivas y opiniones, con las cuales elabora conceptos y “mapas mentales” con los que se maneja. Lo menos inadecuado que puede suceder es que tales mapas “apunten” hacia la verdad de la manera menos engañosa. La verdad no es un concepto ni una creencia. No puede ser poseída. Nadie la “tiene”. Lo cual no significa que no exista. Esta “nueva” creencia, particularmente extendida en muchos ámbitos de la postmodernidad, ha dado como resultado la cultura de la posverdad, poblada de fake news y de mentiras, cuyo único objetivo es sostener los intereses de quienes las propagan. Todo esto no conduce -tal como estamos padeciendo en la actualidad- sino al narcisismo, al relativismo vulgar y, más tarde, al nihilismo extremo. La verdad es. No puede ser poseída, pero nos sostiene. De hecho, todos nosotros estamos habitados por un “anhelo de verdad”. Pero la verdad no es un concepto ni una creencia -como pensaban nuestros antepasados-; la verdad es una con la realidad; la verdad es lo que es. ¿Qué es, para mí, la verdad? La imagen de Jesús subiendo al cielo ha sido bastante representada por los artistas, y la tenemos incorporada desde niños, además de formar parte de nuestra profesión de fe. Alguno podría imaginar que esta escena se encuentra en los cuatro evangelios. Sin embargo, el único que la cuenta es Lucas, y por dos veces: al final de su evangelio y al comienzo del libro de los Hechos.
Los cuarenta días. El evangelio de Lucas y los otros evangelistas no dice nada de este período de 40 días entre la resurrección y la ascensión. ¿Por qué lo introduce Lucas en el libro de los Hechos? ¿Qué quiere decirnos? El número 40 se usa en la Biblia para indicar plenitud, sobre todo cuando se refiere a un período de tiempo. El diluvio dura 40 días y 40 noches; la marcha de los israelitas por el desierto, 40 años; el ayuno de Jesús, 40 días… Se podrían citar otros muchos ejemplos. En este caso, lo que pretende decir Lucas es que los discípulos necesitaron más de un día para convencerse de la resurrección de Jesús, y que este se les hizo especialmente presente durante el tiempo que consideró necesario, para terminar también de instruirlos sobre el Reino de Dios. La comida de despedida. Se centra en la orden de Jesús de permanecer en Jerusalén hasta que reciban el Espíritu Santo. Algo parecido había escrito Lucas en el evangelio: «Quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de una fuerza de lo alto». Aquí queda más clara la referencia al Espíritu Santo, preparándonos para la próxima fiesta de Pentecostés. La expansión del evangelio frente a la preocupación política. Se supone que el grupo se pone en marcha hacia el monte de los Olivos, porque más tarde se dirá que «se volvieron a Jerusalén desde el monte de los Olivos». Al llegar allí los discípulos manifiestan su preocupación puramente política: la restauración del reino de Israel. Su pregunta le sirve a Jesús para volver la atención a lo realmente importante: la venida del Espíritu, que les dotará de fuerza para extender el evangelio desde Jerusalén hasta el confín de la tierra. Estas palabras resumen lo que contará el libro, que anuncia la llegada del evangelio a Samaria, la costa, los paganos de Cesarea, Antioquía de Siria, actual Turquía, Grecia, terminando en Roma (que algunos consideran «el confín del mundo»). Apenas terminado de decir esto, Jesús es arrebatado e, igual que se contaba de Hércules, una nube lo oculta. Mientras los discípulos miran al cielo se les aparecen dos personajes vestidos de blanco que les hablan de la vuelta definitiva de Jesús. La ascensión. Con respecto al relato del evangelio se advierten notables diferencias. En el evangelio, Jesús bendice antes de subir al cielo (en Hch, no). En Hechos, una nube oculta a Jesús (en el evangelio no se menciona la nube). En el evangelio, los discípulos se postran (en Hch se quedan mirando al cielo). En el evangelio vuelven a Jerusalén; en Hch se les aparecen dos personajes vestidos de blanco. Si el mismo autor, Lucas, cuenta el mismo hecho de formas tan distintas, significa que no podemos quedarnos en lo externo, en el detalle, sino que debemos buscar el mensaje profundo. La idea de la ascensión resulta chocante al lector moderno por dos motivos muy distintos: 1) no es un hecho que hayamos visto; 2) se basa en una concepción espacial puramente psicológica (arriba lo bueno, abajo lo malo), que choca con una idea más perfecta de Dios. Precisamente por esta línea psicológica podemos buscar la explicación. Desde las primeras páginas de la Biblia encontramos la idea de que una persona de vida intachable no muere, es arrebatada al cielo, donde se supone que Dios habita. Así ocurre en el Génesis con el patriarca Henoc, y lo mismo se cuenta más tarde a propósito del profeta Elías, que es arrebatado al cielo en un carro de fuego. Interpretar esto en sentido histórico (como si un platillo volante hubiese recogido al profeta) significa no conocer la capacidad simbólica de los antiguos. Sin embargo, existe una diferencia radical entre estos relatos del Antiguo Testamento y el de la ascensión de Jesús. Henoc y Elías no mueren. Jesús sí ha muerto. Por eso, no puede equipararse sin más el relato de la ascensión con el del rapto al cielo. Es preferible buscar la explicación en la línea de la cultura clásica greco-romana. Aquí sí tenemos casos de personajes que son glorificados de forma parecida tras su muerte. Los ejemplos que suelen citarse son los de Hércules, Augusto, Drusila, Claudio, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Estos ejemplos confirman que el relato tan escueto de Lucas no debemos interpretarlo al pie de la letra, como han hecho tantos predicadores, sino como una forma de expresar la glorificación de Jesús. Sentarse a la derecha de Dios como imagen del triunfo (Efesios 1,17-23) La segunda lectura es muy interesante para interpretar rectamente la fiesta de hoy. No habla de la ascensión de Jesús al cielo, pero se explaya hablando de su triunfo con una imagen distinta: está sentado a la derecha de Dios, por encima todo y de todos. Subir y sentarse a la derecha de Dios, insistiendo en la misión (Marcos 16,15-20) Las dos primeras lecturas han usado dos imágenes distintas para hablar de la glorificación de Jesús: ser llevado al cielo y sentarse a la derecha de Dios. Aquí, en el penúltimo párrafo, se unen ambas: «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios». Una forma muy humana de hablar, pero habitual en la Biblia. Jesús subió triunfalmente al cielo y ahora sigue ocupando la máxima dignidad junto a Dios Padre. Pero el evangelio concede más importancia aún al tema de la misión de los apóstoles, como se advierte comparándolo con la 1ª lectura. En Hechos, los discípulos muestran una vez más su preocupación política por la restauración del reino de Israel, y Jesús desvía la atención hacia la próxima venida del Espíritu Santo, que les dará fuerzas para ser sus testigos en todo el mundo. En Marcos, el tema de la misión se trata en cinco puntos: 1) Orden de ir al mundo entero a proclamar la buena nueva. 2) Esa noticia puede ser aceptada o rechazada, pero con consecuencias muy distintas en cada caso. 3) Se mencionan las señales que acompañarán a los misioneros: expulsión de demonios, don de lenguas, inmunidad ante ataques de serpientes, curaciones. Estas señales recuerdan lo que se cuenta en el libro de los Hechos de los Apóstoles a propósito de Pablo. 4) En Hechos, la reacción de los discípulos es quedarse embobados mirando al cielo. En Marcos, se ponen en marcha de inmediato a pregonar el evangelio por todas partes. 5) En Hechos se habla de la fuerza del Espíritu Santo que acompañará a los apóstoles. En Marcos, «el Señor cooperaba y confirmaba el mensaje con las señales que lo acompañaban». Por eso, la Ascensión o triunfo de Jesús no es motivo para quedarse mirando al cielo. Hay que mirar a la tierra, al mundo entero, en el que los discípulos de Jesús debemos continuar su misma obra, contando con la fuerza del Espíritu y la compañía continua del Señor. ¿Qué estamos celebrando? Es la pregunta que debemos hacernos hoy. Nos va a costar Dios y ayuda superar la visión física, corpórea y chata de la Ascensión, que venimos aceptando durante demasiados siglos. Nos encontramos con el problema de siempre: confundir la realidad con el relato mítico. La Ascensión no es más que un aspecto de la cristología pascual. Resurrección, Ascensión, glorificación, Pentecostés, constituyen una sola realidad, que está fuera del alcance de los sentidos. Esa realidad no temporal, no localizable, es la más importante para la primera comunidad y es la que hay que tratar de descubrir.
Hoy tenemos conocimientos suficientes para intentar una interpretación más acorde con lo que los textos nos quieren trasmitir. No podemos seguir pensando en un Jesús subiendo físicamente más allá de las nubes. Para poder entender la fiesta de la Ascensión, debemos volver al tema central de Pascua. Estamos celebrando la Vida, pero no la biológica sino la divina. Esa Vida no está sujeta al tiempo, por lo tanto no hay en ella acontecimientos, es eterna, plena e inmutable. Solo teniendo en cuenta estas sencillas verdades, podremos comprender adecuadamente lo que estamos celebrando este domingo. Mateo no sabe nada de una ascensión. Juan no habla de ascensión, pero en la última aparición, Jesús dice a Pedro: “si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Está claro que para volver, primero tiene que irse. El final canónico de Marcos, que leemos hoy y fue añadido a mediados del s. II, nos dice que Jesús sentó a la derecha de Dios. Solo Lucas nos habla de ascensión: “se separó de ellos y fue elevado al cielo”. En Hechos nos cuenta, con todo lujo de detalles, la subida de Jesús al cielo. Relatos de raptos eran frecuentes en la literatura clásica. Tito Livio, en su obra histórica sobre Rómulo dice: “Cierto día Rómulo organizó una asamblea popular junto a los muros de la ciudad para arengar al ejército. De repente irrumpe una fuerte tempestad. El rey se ve envuelto en una densa nube. Cuando la nube se disipa, Rómulo ya no se encontraba sobre la tierra; había sido arrebatado al cielo”. Tenemos otros ejemplos: Heracles, Empédocles, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Todos siguen el mismo esquema. El AT cuenta el rapto de Elías. También se habla de la asunción de Henoc en (Gen 5, 24). El libro eslavo de Henoc, escrito judío del siglo primero después de Cristo, describe el rapto de Henoc: “Después de haber hablado Henoc al pueblo, envió Dios una fuerte oscuridad sobre la tierra que envolvió a todos los hombres que estaban con Henoc. Y vinieron los ángeles y cogieron a Henoc y lo llevaron hasta lo más alto de los cielos. Dios lo recibió y lo colocó ante su rostro para siempre”. Nada nuevo bajo el sol. La palabra “cielo” es muy utilizada en religión. La repetimos dos veces en el Padrenuestro, dos en el Gloria y tres en el credo. Arrastra una amplia gama de significados desde la cultura griega y de todo el Oriente Medio. La complejidad de las concepciones del mundo físico en aquella época explica los innumerables matices que encontramos en el “cielo” teológico. No es fácil dilucidar qué sentido se quiere dar a la palabra en cada caso. En el bautismo de Jesús, el cielo se rasgó y lo divino bajó hasta él. Cuando termina su ciclo vital, el cielo se rompe para que Jesús vuelva a traspasar el límite de lo terreno, para entrar en él. Un dato muy interesante, que nos proporciona la exégesis, es que las más antiguas expresiones de la experiencia pascual que han llegado hasta nosotros, sobre todo en escritos de Pablo, están formuladas en términos de exaltación y glorificación, no con la idea de resurrección y menos aún de ascensión. En el AT encontramos abundantes textos que hablan del siervo doliente, machacado por los hombres, pero reivindicado por Dios. Esta fue la base de la idea de glorificación con la que se quiso expresarse la experiencia pascual. Lo que celebramos no está en el tiempo, pertenece al hoy como al ayer, no hace referencia a un pasado. Son realidades que están hoy en nuestra propia vida. Puedo vivirlas como las vivieron los discípulos. El hombre Jesús se transforma definitivamente, alcanzando la meta suprema. Se hace una sola realidad con Dios. Nosotros necesitamos desglosar esa realidad para intentar penetrar en su misterio, analizando los distintos aspectos que la integran. La Ascensión quiere manifestar que llegó a lo más alto, pero no en sentido físico. La verdadera ascensión de Jesús empezó en el pesebre y terminó en la cruz cuando exclamó: "consumatum est". Ahí terminó la trayectoria humana de Jesús y sus posibilidades de crecer. Después de ese paso, todo es como un chispazo que dura toda la eternidad. Pero había llegado a la plenitud total en Dios, precisamente por haberse despegado (muerto) de todo lo que en él era caduco, transitorio, terreno. Solo permaneció de él lo que había de Dios y por tanto se identificó con Dios totalmente. Esa es también nuestra meta. El camino también es el mismo de Jesús: despegarnos de nuestro ego. La experiencia pascual consistió en ver a Jesús de una manera nueva. El haber vivido con él, el haber escuchado lo que decía y visto lo que hacía, no les llevó a la comprensión de su verdadero ser. Estaban demasiado pegados a lo externo, y lo que hay de divino en Jesús no puede entrar por los sentidos. Su desaparición les obligó a mirar dentro de sí, y descubrir allí lo que había vivido Jesús. Solo entonces ven al verdadero Jesús. Seguimos apegados a una imagen terrena de Jesús que nos impide descubrir su verdadero ser. Para comprender la ascensión debemos tener en cuenta el descenso. Jesús bajo a los infiernos, “descendit ad ínferos” es decir a lo más bajo. Solo desde ahí su puede hacer el ascenso total y definitivo. Desde lo más bajo a lo más alto. Pero no recuperando el estado anterior sino permaneciendo en la Nada identificado con el Todo. No aceptamos ese descenso definitivo porque no está de acuerdo con las pretensiones de nuestro ego. Es la experiencia de todos los místicos. Para llegar a serlo todo debes convertirte en Nada. Jesús no bajó a los infiernos como triunfador. Esa es la imagen mítica que se tenía de muchos personajes antiguos. Jesús bajó realmente a lo más bajo con su muerte. La muerte en la cruz no era una forma más de deshacerse de una persona que molesta. Era un intento en toda regla no solo de matar a la persona sino de hacerla desaparecer. Se trataba de aniquilarlo en el sentido etimológico de la palabra. Convertirle en nada. Era un castigo tan rotundo que eliminaba todo recuerdo del ajusticiado. No tiene ningún sentido pensar que después de condenarlo a la cruz, se permitiera enterrarlo con todos los honores. Ni embalsamamiento ni sepulcro nuevo ni guardas custodiando el sepulcro tienen ningún sentido. No hubo ningún sepulcro ni vacío ni lleno. A los crucificados se les echaba en una fosa común sin enterrarlos para que los comieran las aves y los animales carroñeros. No dejaban ninguna posibilidad para que el muerto fuera recordado, mucho menos honrado y agasajado. Ese descenso es la culminación de su ser. No fue una estrategia sino el signo de su aniquilamiento e identificación absoluta con Dios. Meditación Hoy nos fijamos en la meta a la que Jesús llegó, que es, al mismo tiempo, el punto del que partió. Todos hemos salido del Padre y hemos llegado al mundo. Todos tenemos que dejar el mundo y volver al Padre. Ese Padre está en lo más hondo de nuestro ser. Si me empeño en buscarlo en otra parte, encontraré al ídolo. Hace tiempo, una familia invitó a un buen hombre de pueblo, al que le gustaba mucho el teatro, a ver una obra en el mejor teatro de la ciudad. El edificio era grandioso y la puesta en escena extraordinaria. El hombre estaba emocionado.
A la salida le preguntaron qué le había parecido la obra, y dijo: - A decir verdad, casi no me he enterado de qué trataba la obra, porque me he quedado embelesado mirando el decorado. Algo similar puede ocurrirnos con el evangelio de este domingo. Nos imaginamos a Jesús como un superhéroe que atraviesa las nubes y asciende al cielo. Quizá recordemos a Elías, que fue arrebatado al cielo y a otros seres mitológicos. En el mejor de los casos, pensaremos que también nosotr@s subiremos al cielo y, como el buen hombre del pueblo, nos habremos quedado tan content@s con el decorado. ¿Nos mueve y conmueve el mensaje? a) Somos enviad@s a proclamar el evangelio a todo el mundo. Eso también implica denunciar las malas noticias que se abren paso actualmente y ocultan la Buena Noticia. Por ejemplo: se bendice a los animales, y a las fieras (sobre todo el día de san Antón), se bendicen edificios, empresas, automóviles, campos, etc., y está prohibido bendecir el amor que se profesa una pareja homosexual. ¿Qué evangelio se está predicando con esta actitud? b) La fe, aunque sea pequeña como una semilla, tiene tal fuerza y vitalidad que nos empuja a enfrentarnos al mal y vencerlo. Un mal que hace tanto daño como las serpientes o el veneno. A diario constatamos la fuerza que tienen las comunidades cristianas, movidas por la fe, cuando luchan contra el mal. Pero, muchas veces, la fe es un potencial adormecido incluso en las comunidades. c) La fe nos ayuda a desarrollar la capacidad de comunicación con quienes enmudecen por el dolor, o les han callado a golpes; nos empuja a dialogar con quienes no saben expresarse por falta de autoestima, o se han quedado mudos de espanto. Aunque no sepamos otros idiomas, la Ruah nos ayuda a hablar lenguas nuevas, por ejemplo, la lengua de la mirada que acoge sin juzgar, la lengua de las manos que sostienen y dan fuerza o la lengua de los pies que acompañan, aunque sea en silencio, cuando hablamos idiomas distintos. d) Echar demonios, en el nombre de Jesús, es creer firmemente que vivimos procesos en los que tomamos conciencia de “los demonios” que nos habitan y aprisionan, los nombramos y descubrimos que tenemos fuerza y herramientas para vencerlos, porque somos personas únicas, preciosas y amadas incondicionalmente por el buen Dios. Además, formamos parte de redes humanas que nos sostienen y con las que sostenemos. Jesús pasó haciendo el bien y tocando a los intocables de su tiempo. ¿De qué sirve celebrar la fiesta de la Ascensión si pedimos que se levanten muros para que los migrantes no compartan nuestro bienestar? ¿Cómo podemos ir a la Eucaristía si no queremos que “toquen” nuestra vida las personas que son, piensan o viven de modo diferente? ¿De qué sirve hablar de la Ascensión de Jesús si no ayudamos a quienes están tirados en el barro, para que tengan unas condiciones que les permitan “ascender” a la condición de seres humanos con todos sus derechos? ¿De qué sirve que hoy pongamos el acento en lo importante que es ir a evangelizar otros países si muchas de nuestras iglesias están casi vacías y dentro de poco tendrán telarañas, por no cambiar todo lo necesario para que vuelvan a ser hogares de puertas abiertas, como lo fueron antaño? Acaba el evangelio de hoy diciendo que el Señor cooperaba con señales, es decir, colaboraba con quienes se fueron a predicar la Buena Noticia, cuando Jesús ya no estaba físicamente entre ellos. Así lo experimentaron las primeras comunidades y así nos lo transmite el evangelista Marcos. Hoy, Jesús sigue enviándonos, cooperando y ofreciéndonos señales. ¿Las percibimos o estamos embobad@s contemplando el decorado? Pero esa tarde fue especial. Tratar de recoger en unas líneas es imposible, tanto como transmitir un paisaje maravilloso con una foto de móvil barato: los matices, las expresiones de las caras, el trabajo aportado de cada uno, sencillo y profundo.
¡Chapeau! hermanxs de comunidad online que el sábado hicimos nuestra celebración del Tiempo de Pascua. Éramos 31 personas de todas las regiones de España, Bélgica, y dos religiosas de Colombia. Íbamos “admitiendo” a nuestro templo virtual a cada uno con rostro y nombre, sencillo, sonrientes, entrando y saludando, presentándonos para los que no nos conocíamos. La primera rueda fue decir quiénes éramos y brevemente como estábamos. Un poco tímidos al principio, varias personas más expertas iniciaron su compartir con cercanía y profundidad; algo se puso en marcha. Había vida, había experiencias, había palabra compartida. Nadie presidía, solo una sencilla coordinación para indicar los tiempos y los diferentes movimientos de la celebración. Todos a una, en un silencio que impresionaba iniciamos el compartir escuchando con toda el alma a la persona que, rompiendo la timidez, compartía su reflexión breve del Evangelio del domingo. El texto se preparó con tiempo. Sabíamos que ese día sería especial no por la buena música o buena homilía del de turno (bien escaso), sino que sería especial porque sería “fruto de nuestro humus- realidad y nuestro trabajo”, en igualdad, con delicadeza, comunicado y acogido como Palabra de Dios hecha carne en los educadores, médicos, administrativos, políticos, amas de casa, diseñadora gráfica con hijos propios y adoptados… de diferentes edades y circunstancias vitales. Me impactó la capacidad de transmitir cómo la Palabra ilumina nuestras realidades. No era teórico. Parecía que Jesús iba a “pedir ser admitido” en la pantalla en cualquier momento porque si Él se hace presente cuando ve gente que da la vida, ese era su momento, y lo fue. ¡Uf!!!, como un susurro en el gemido del dolor que cada uno llevamos con más o menos gracia. Vi sufrimiento en los educadores -de profes de Universidad a maestros, pasando por secundaria- un año especialmente complicado, han salido muchos problemas serios en los chavales, en sus familias: desempleo, covid, falta de perspectiva de futuro… Las sanitarias agotadas, demasiado trabajo, a veces desorganización, sentirse desbordadas para también acoger a una población crispada por la situación… Otros esperanzados porque sus ONGS caseras o nuevos partidos políticos van cobrando fuerza por su sensibilización con la realidad del planeta y las consecuencias a nivel socio-económico y sobre todo “humano”. Varias personas agobiadas por mayores a su cargo además de trabajo, familia…emocionalmente afectadas por tanta vulnerabilidad. Y el eterno comentario sobre la iglesia, que no voy a repetir. Dicen que no encuentran a posibles obispos en nuestro país. Yo el sábado vi a laicos, laicas y religiosas capaces de ello y mucho más. Gente que se forma, que trabaja, que tiene profesiones comprometidas, y que tienen o no familia, pero que intentamos estar ahí, donde respira la vida. Yo les daría a la mayoría la autoridad para acompañar comunidades, como en los inicios del cristianismo. Ellas y ellos, sin báculos, con la consagración del bautismo, ejerciendo un mano a mano con el Resucitado. Sin pagas, sin púrpuras, sin templos, con el evangelio en el corazón y una comunidad que acompaña y a quien acompañar. Le decíamos a una religiosa que había invitado a varias amigas, organiza algo en tu área, acompaña a estas personas hambrientas de espiritualidad y comunidad. No nos amedrentemos porque no nos sintamos preparados. Es un error que los laicos se dediquen a leer y leer comentarios de otros, pero que a la hora de compartir, piensen que no tienen nada que decir. No podemos desmerecer al Resucitado que todos los días, nos espera en la orilla de nuestra vida con unos peces asados y una gran sonrisa para que recobremos el aliento y le sigamos donde la vida nos conduce porque, como nos decía el domingo, él nos sigue. Él permanece en nosotrxs y nos sigue donde vayamos, porque él sí se fía de nosotros. La iglesia no, por ser mujeres, laicos… nos desautorizan, pero el Señor resucitado nos llama por nuestro nombre y nos sigue en nuestras tareas. Ese modelo de iglesia tradicional, está terminando porque ya no refleja el espíritu del nazareno. Él también cogía la copa de vino, del buen vino de la vida y lo compartía con su gente. Y eso hicimos, cada uno en su casa, teníamos la copa preparada, algunos de zumo de uva por respeto a procesos de desintoxicación, y la levantamos emocionados y nos sentimos Uno. Cuando al final pedíamos por las necesidades fue gracioso descubrir que la mayoría dábamos gracias, ¡claro! cuando estás a gusto, ves más lo que te sobra que lo que te falta. De verdad que nuestra pantalla-casa- templo no se vacía, todos queremos repetir y acercar a amigas y a hijos… así fue al principio. ¡Una pasada de sencillez y profundidad! Gracias El gnosticismo es una religión parásita que anida en el seno de otras religiones y las coloniza; y esto, aparentemente ajeno a nosotros, es algo de lo que no se libraron las primeras comunidades cristianas. Pablo tuvo que emplear lo mejor de sí mismo para luchar contra él, y venció, pero las comunidades joaneas lo sufrieron de tal modo, que muchas de ellas saltaron hechas trizas, refugiándose parte de sus seguidores en las comunidades paulinas, y abrazando otros el gnosticismo neto.
Años más tarde, los teólogos cristianos sienten la necesidad de hacer del cristianismo algo más culto, más acorde con la tendencia de la época, y lo dotan de una base conceptual que toman de la filosofía griega, y de unas leyes que toman del derecho romano. Quieren resaltar el poder de Dios por encima de su amor, y rescatan, de la religión de los judíos, al Dios juez justísimo que premia a los justos y castiga a los impíos. Finalmente, se consolida un cuerpo de doctrina y unos ritos, que relegan a un discreto segundo plano la fascinante figura de Jesús. Olvidan el origen, y el resultado es que ya nunca se vuelve a hablar de Abbá (sino de la primera persona de la santísima trinidad), que la buena noticia se convierte en mala (el fuego del infierno), que las comunidades cristianas dejan de ser fértiles y contagiosas, y que la Iglesia, antes perseguida, adopta maneras imperiales y se convierte en perseguidora. Ya a finales del siglo veinte, se da un fenómeno religioso capitaneado por los llamados “científicos cristianos” que, aparte de su actividad científica, manifiestan públicamente sus creencias y formulan sus propias opiniones teológicas. Entre ellos podemos destacar a Ian Barbour, John Polkinghorne y Arthur Peacocke. Centran su obra en tratar de comprender, definir o justificar a Dios desde la ciencia, y propugnan una “teología natural” que encuentre en la ciencia la demostración de la existencia de Dios. Afortunadamente, esto no fue a más. En la actualidad está de moda ponderar las filosofías orientales y prescindir de toda intermediación o guía en la búsqueda de Dios; lo cual posiblemente esté muy bien, pero entraña el riesgo de perdernos en el laberinto enmarañado de nuestra psique —razón por la cual, en oriente, la Dhyana, o meditación pura, se circunscribe en la práctica a las élites religiosas recluidas en los monasterios—, o de enredarnos en metafísicas estériles que ni nos interpelan ni nos ayudan a vivir. Pero el mayor riesgo es que acabemos ignorando a Jesús y al Dios de Jesús, Abbá; que dejen de seducirnos sus sentimientos, su libertad de acción y de juicio, su falta de prejuicios, su valentía, su compromiso con cualquiera, con todos, su consecuencia hasta llegar a la cruz, sus acciones poderosas… su estilo único que le llevó a hacer la mejor teología con las cosas más sencillas… Que olvidemos su concepción revolucionaria de Dios plasmada en las parábolas, o su propuesta de felicidad recogida en las bienaventuranzas, o su invitación a dar sentido a nuestra vida trabajando por el Reino, o su inversión escandalosa de buenos y malos, de primeros y últimos, o su concepto de pecado y su aceptación de los pecadores, o su exhortación a dar, a perdonar, a no juzgar, a no condenar, a rogar por nuestros enemigos, a ser luz, ser sal, a derramar nuestros talentos… a no huir de la realidad humana, sino dar pleno sentido a toda realidad humana. Decía Ruiz de Galarreta que todo lo que necesitamos para vivir con sentido está dicho en Jesús, pero parece que Jesús se nos queda periódicamente obsoleto y corremos a buscar sucedáneos que lo sustituyan. Pero él siempre ha vuelto y siempre volverá porque Dios estaba con él… ¿O ya no? |
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