La celebración ayer de la última cena, la celebración hoy de la muerte y la celebración mañana de la resurrección, son tres aspectos de una misma realidad: La plenitud de un ser humano que llegó a identificarse con Dios que es Amor. Este es el punto de partida para que cualquier ser humano pueda desarrollar su verdadera humanidad. Pero el amor es la meta a la que llegó Jesús y a la que tenemos que llegar nosotros. Ese amor es lo más dinámico que podemos imaginar, porque es el motor de toda acción humana.
El recuerdo puramente litúrgico de la muerte de Jesús, sin un compromiso de mantener en nuestra vida las mismas actitudes que le llevaron a la muerte, es un folclore vacío de contenido. Otro peligro, que nos acecha en esta celebración, es caer en la sensiblería. Tal vez no podamos sustraernos a los sentimientos ante la descripción de una muerte tan brutal. El peligro estaría en quedarnos ahí y no tratar de vivir lo que estamos celebrando. Nos importan los datos históricos, pero solo como medio de descubrir la cristología que en ellos se encierra: Jesús es para nosotros el modelo de lo humano y de lo divino. No podemos presentar la muerte de Jesús como el colmo del sufrimiento. La vida de Jesús se desarrolló con relativa normalidad y con una cierta comodidad. Los sufrimientos duraron solo unas horas. Millones de personas, antes y después de Jesús, han sufrido mucho más en cantidad y en intensidad. No podemos seguir hablando de sus sufrimientos como si fueran los únicos. Fue una muerte cruel, sin duda, pero no podemos presentarla como el paradigma del dolor humano. El valor de la muerte de Jesús no está en el dolor, sino en la motivación de esa muerte, en la actitud de Jesús y de los que lo mataron. Tenemos que superar la idea de que “murió por nuestros pecados”. El autor de la carta a los hebreos, (que seguramente no es de Pablo) lo que intenta es hacer ver a los judíos, que ya no tenía sentido el repetir los sacrificios que habían sido la base de su culto, porque ya estaba cumplida en Jesús toda la labor de mediación. Esta idea es posible, solo desde la perspectiva del Dios del AT que exige el pago por nuestros pecados. Este Dios no tiene nada que ver con el Dios de Jesús, que nos ama a todos siempre e infinitamente y que, si pudiera tener alguna preferencia, sería para con los débiles o los pecadores. ¿Por qué le mataron? ¿Por qué murió? Si no hacemos esta distinción, entraremos en un callejón sin salida. Le mataron porque el Dios que él predicó no coincidía con la idea que los judíos tenían de su Dios. El Dios de Jesús no es el soberano que quiere ser servido, sino Amor absoluto que se pone al servicio del hombre. Esta idea de Dios es demoledora para todos aquellos que pretenden utilizarlo como instrumento de dominio. Ningún poder establecido puede aceptar ese Dios, porque no es manipulable ni se puede utilizar en provecho propio. Esta idea de Dios es la que no pudieron aceptar los jefes religiosos judíos. Este Dios nunca será aceptado por los jefes religiosos de ninguna época. Jesús murió por ser fiel a sí mismo y a Dios. No se puede separar las respuestas a las dos preguntas. Jesús, como todo ser humano, tenía que morir, pero resulta que no murió, sino que le mataron. Esto último, tampoco hace de su muerte un hecho singular. La singularidad de esa muerte hay que buscarla en otra parte. La muerte de Jesús no fue un accidente, sino consecuencia de su manera de ser y de actuar. Creo que en la aceptación de las consecuencias de su actuación está la clave de toda la vida de Jesús. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para comprender que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. El hecho de que le mataran, podía no tener mayor importancia, pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones que la vida, nos da la verdadera profundidad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra. Las palabras y los gestos de Jesús en la última cena, sobre el servicio total a los demás, pueden significar la más elevada toma de conciencia de Jesús sobre el sentido de su vida. Tal vez en ese momento, cuando ya era inevitable su muerte, descubrió el verdadero sentido de una vida humana. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios y puede decir: "Yo y el Padre somos uno". Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de “gloria”, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. ¿Qué tuvo que ver Dios en la muerte de Jesús? El gran interrogante que se plantea sobre esa muerte recae sobre Dios. No podemos pensar que planeó su muerte, ni que la exigió como pago de un recate por los pecados, ni que la permitió o la esperó. La paradoja está en que podemos decir que Dios no tuvo nada que ver en la muerte de Jesús, y podemos decir que fue precisamente Dios la causa de su muerte. Si pensamos en un Dios que actúa desde fuera, nada de lo que digamos en relación con esa muerte tiene sentido. Si pensamos que Dios era el motor de toda la vida de Jesús, de sus actitudes y de sus decisiones, entonces Él fue la causa de que Jesús fuera a la muerte. Según todas las apariencias, Dios abandonó a Jesús a su suerte cuando le pedía a gritos que le ayudara. ¿Cómo podemos armonizar su silencio con la cercanía en el momento de morir? Aquí está la clave de comprensión del misterio Pascual. Dios no abandonó por un momento a Jesús para después revindicarlo. Dios estuvo con Jesús en su muerte. Porque fue capaz de morir antes que fallarle, demuestra esa presencia de Dios como en ningún otro momento de su vida. En la entrega total se identificó con Dios y lo hizo presente. Cualquier otro intento de demostrar la presencia de Dios en Jesús es ilusorio. Intentemos comprender el significado que tuvo su muerte para él y para nosotros. Su muerte es el reflejo de su actitud vital. En ella podemos encontrar el verdadero sentido de su vida. Se trata de una muerte que manifiesta la verdadera Vida. No se trata de la muerte física, sino de la muerte del “ego”, que hizo posible una entrega total a los demás. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no nos exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro “yo” sigue siendo el centro, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús y tampoco su resurrección. Nosotros tenemos que separar la vida, la muerte y la resurrección de Jesús para intentar entenderlas, pero solamente las podremos entender si descubrimos la unidad de las tres. La muerte fue consecuencia inevitable de su vida, pero en esa muerte estaba ya la gloria. La trayectoria humana de Jesús terminó alcanzando la más alta meta: desplegar al máximo su humanidad, alcanzando y manifestando la plenitud de divinidad. Si no tenemos presente esto, nunca descubriremos lo que tiene de acicate para nosotros el darnos cuenta que un ser humano, en todo semejante a nosotros, pudo llegar a esa meta. Nota: por motivos de salud pública, en medio de la pandemia por el virus Covid-19, están prohibidos los actos de culto en numerosos países. Por si alguien unirse a una celebración de la Semana Santa, facilitamos el enlace con el audio correspondiente al Viernes Santo, que se grabó el año pasado en la casa de espiritualidad de las Javerianas de Galapagar: Pincha aquí para escuchar la Eucaristía. Meditación Celebramos la muerte porque es Vida es sí misma. Ninguna resurrección es necesaria. La VIDA ha estado siempre en él. Descubrirla en nosotros es la clave, Para que no nos asuste cualquier muerte. Y vivamos desde ahora mismo aquella Vida. Para profundizar Muerte y vida son dos caras de la misma moneda En el fondo, lo que importa es la moneda Que participa de las dos y las integra Nuestra limitación nos impide verlas al mismo tiempo Al fijarnos en una, olvidamos la otra Esta limitación distorsiona la Realidad Nos impide superar los contrarios En la muerte está la Vida plena Nada tiene que suceder para alcanzarla Hoy es día de gloria no de pena No tenemos que esperar a un tercer día para vivir la plenitud que celebramos Jesús no necesita resurrección alguna Su muerte está fundida con la Vida No hay antes y después en su andadura El vivir en el tiempo nos traiciona e impide la experiencia de lo eterno Somos eternidad y somos Vida aunque en un frágil cuerpo confinada Lo limitado de mi ser no consigue borrar la huella firme de lo eterno La misma Vida de Jesús está ya en ti Descúbrela y despliega su grandeza No esperes a mañana, despierta ya a la Vida Toda la eternidad está en tu mano Lo absoluto escondido en lo efímero Lo divino germinando en lo humano
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La liturgia de este día se centra en el recuerdo de la cena: el lavatorio de los pies y las palabras y gestos que dieron lugar a la eucaristía. Ni los evangelistas, ni los exégetas se ponen de acuerdo si fue o no fue una cena pascual. No tiene mayor importancia, porque para nosotros lo esencial está en lo que va más allá del rito judío de la cena pascual. Esta Pascua no es ya la pascua de los judíos. Es curioso que los tres evangelistas, que narran la institución de la eucaristía, no hablen del lavatorio de los pies, y Juan, que narra el lavatorio de los pies, no dice nada de la institución de la eucaristía.
Tampoco sabemos el sentido exacto que quiso dar Jesús a aquellos gestos y palabras. La protesta de Pedro deja claro que, en aquel momento, los discípulos no entendieron nada. Sin embargo, el recuerdo de lo que Jesús hizo en la última cena se convirtió muy pronto en el sacramento de nuestra fe. Y no sin razón, porque en esos gestos, en esas palabras, está encerrado lo que fue Jesús durante su vida y todo lo que tenemos que llegar a ser nosotros como cristianos. Por eso, la liturgia de hoy es de las más densas de todo el año. Debemos tomar conciencia de la importancia de los que celebramos, como la toma el evangelista Jn cuando hace esa grandiosa obertura: “Consciente Jesús de que había llegado su “hora”, la de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, les demostró su amor en el más alto grado. Pero no es menos sorprendente el final del relato: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el “Maestro” y el “Señor”; y decís bien, porque lo soy. Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, sabed que también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. Comenzamos por el lavatorio de los pies. No porque sea más importante que la eucaristía, sino porque espero que esta reflexión nos ayude a comprenderla mejor. En ese gesto, Cristo está tan presente como en la celebración de la eucaristía. Lavar los pies era un servicio que solo hacían los esclavos. Jesús quiere manifestar que él está entre ellos como el que sirve, no como señor. Lo importante no es el hecho físico, sino el simbolismo que encierra. La plenitud de Jesús como ser humano está en el servir a los demás. Fijaos que ese profundo simbolismo es lo que se quiere manifestar en el evangelio de Juan. El más espiritual y místico de los evangelistas, el que más profundiza en el mensaje de Jesús, ni siquiera menciona la institución de la eucaristía. Sospecho que la eucaristía se había convertido ya en un rito mágico y formal, vacío de contenido, y Juan quiso recuperar para la última cena el carácter de recuerdo de Jesús como don, como entrega. Jesús denuncia la falsedad de la grandeza humana que se apoya en el poder o en el dominio de los demás, pero proclama que la verdadera plenitud humana está en parecerse a Dios, que se da siempre y a todos sin condiciones ni reservas. Poco después del texto que hemos leído, dice Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Esta es la explicación definitiva que da Jesús a lo que acaba de hacer. Para el que quiere seguir a Jesús, todo queda reducido a esto: ¡Amaos! No dijo que debíamos amar a Dios, ni siquiera que debíamos amarle a él. Tenemos que amar a los demás, eso sí, como Dios ama, como Jesús amó. Una eucaristía celebrada como una devoción más, que comienza y termina en la iglesia, no es la eucaristía que celebró Jesús. Debemos hacer un verdadero esfuerzo por superar la tentación de seguir oyendo misa y comprometernos en la celebración de la eucaristía. En este relato del lavatorio de los pies, no se dice nada que no se diga en el relato del pan partido y del vino derramado; pero en la eucaristía corremos el riesgo de quedarnos en una visión espiritualista y abstracta que no afecta a mi vida concreta. La presencia real de Cristo en el pan y en el vino, entendida de una manera estática y física, nos ha impedido durante siglos descubrir el aspecto vivencial del sacramento y dejarnos al margen de la verdadera intención de Jesús al compartir esos gestos con sus discípulos. Tenemos que hacer un esfuerzo por descubrir el verdadero significado de la eucaristía a la luz del lavatorio de los pies. Jesús toma un pan y mientras lo parte y lo reparte les dice: esto soy yo. Recordemos que “cuerpo” en la antropología judía del tiempo de Jesús, quería decir persona, no carne. Como si dijera: meteos bien en la cabeza que yo estoy aquí para partirme, para dejarme comer, para dejarme masticar, para dejarme asimilar, para desaparecer dando mi propio ser a los demás. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos, es decir, que da Vida a todos, que saca de la tristeza y de la muerte a todo el que me bebe. Eso soy yo. Eso tenéis que ser vosotros. Por haber insistido exclusivamente en la presencia real de Cristo en la eucaristía, nos acercamos al sacramento como a una realidad misteriosa, pero que no tiene valor de persuasión, no me lleva a ningún compromiso con los demás. La presencia real, por el contrario, debía potenciar el verdadero significado del gesto. Nos debía de recordar en todo momento lo que Jesús fue y lo que nosotros, como cristianos, debemos ser. El haber cambiado este sentido dinámico, por una adoración, ha empobrecido el sacramento hasta convertirlo en algo aséptico, que nada me exige y nada me motiva. Lo que Jesús quiso decirnos en estos gestos es que él era un ser para los demás, que el objetivo de su existencia era darse; que había venido no para que le sirvieran, sino para servir, manifestando de esta manera que su meta, su fin, su plenitud humana, solo la alcanzaría cuando llegara a la donación total en la muerte asumida y aceptada. Solo un Jesús des-trozado puede ser asimilado e integrado en nuestro propio ser. Descubrir que destrozarnos, para que nos puedan comer, es también la meta para nosotros, es el primer objetivo de un seguidor de Jesús. Pero de esto hablaremos mañana, Viernes Santo. Juan no menciona la eucaristía en el relato de la última cena, pero en el c. 6 encontramos la explicación de lo que es la eucaristía. “Yo soy el pan de Vida”. “Quien viene a mí, nunca pasará hambre; el que cree, nunca pasará sed”. Queda claro que comer el pan y beber literalmente la sangre, no es más que un signo (sacramento) de la adhesión a Jesús, que es lo importante. Se trata de identificarse con su manera de ser hombre al servicio de los demás hasta deshacerse por ellos. El mayor peligro que tenemos hoy los cristianos es acercarnos al sacramento como medio de unirnos a Dios, olvidándonos de los hombres. Dice más adelante: “El Padre que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me “come” vivirá por mí”. No hay una explicación más profunda de lo que significa este sacramento. Jesús tiene la misma Vida de Dios, y todo el que le siga tendrá también esa misma Vida definitiva, que no se verá alterada por la muerte biológica. Para hacer nuestra esa Vida, tenemos que aceptar la “muerte” a todo lo que hay en nosotros de caduco, de terreno, de transitorio, de individualismo, de egoísmo. Sin esa muerte, nunca podrá haber Vida. No se trata de renunciar a nada, sino de conseguirlo todo. Nota: por motivos de salud pública, en medio de la pandemia por el virus Covid-19, están prohibidos los actos de culto en numerosos países. Por si alguien unirse a una celebración de la Semana Santa, facilitamos el enlace con el audio correspondiente al lavatorio de pies del Jueves Santo, que se grabó el año pasado en la casa de espiritualidad de las Javerianas de Galapagar: Pincha aquí para escuchar la Eucaristía. Meditación Jesús, al lavar los pies, hace una tarea de esclavo; Manifiesta con ello su entrega sin límites. En esa entrega está su plenitud humanidad divina. Solo en el don total está nuestra plenitud. La única gloria será servir al otro. Si pretendemos potenciar nuestro ego, la cagamos. Para profundizar Hoy va de AMOR. ¡Para volverse loco! Los mil significados de la palabra nos despistan La misma religión nos ha metido por callejones sin puerta de salida Con el AMOR, Jesús apuntó al infinito Y quedamos mirando al simple dedo El primer cristianismo lo vio claro Usó el término “ágape” con un significado novedoso aplicable solo a Dios que nos identifica con Él. El Amor del que hablamos es Dios mismo. Ni hay sujeto que ame ni hay amado. No hay nada fuera de Él. No hay relación. En Él todo queda unificado, no confundido Lo poco que entendemos nos asusta. No queremos ni hablar de sumergirnos en el agujero negro de la Luz y la Vida. Merodeamos en el horizonte de sucesos sin dejarnos caer en lo absoluto que haría nuestra meta irreversible. Si no mantengo el ego, no lo acepto. La salvación que espero es potenciarlo. Ahora veréis por qué falla el mensaje. El evangelio está sin estrenar. No es aceptable. Lo hemos manipulado hasta la nausea. Dios no es “caritas” sino “ágape”, UNIDAD absoluta, que nos permite seguir siendo sin ego. Amar no es ir al otro sino al UNO. La compasión solidaria de Jesús se hace gesto y signo sacramental en la Eucaristía. La Eucaristía es la máxima expresión del “darse” de Cristo y de su gratuidad incondicional. Por eso, como ha dicho el papa Francisco, “no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles (EG 47). Si en la Pascua judía el signo de la acción liberadora de Dios es la sangre y el sacrificio, en la Última Cena lo es el cuerpo partido y repartido de Jesús, accesible a todos y todas como alimento básico para la vida del mundo. Del mismo modo la Eucaristía no es algo “accidental” en la existencia de Jesús, sino que fue gestándose a lo largo de toda su vida y conduciéndole hacia la entrega total en sus palabras, en sus gestos y encuentros con la gente, especialmente con la más herida y vulnerada.
En el contexto cultural contemporáneo a Jesús el imaginario del banquete mesiánico (Is 25, 6-10) como el gran signo de la irrupción de la novedad de Dios en la historia tenía mucha fuerza entre los creyentes judíos. Por eso Jesús desde la experiencia inclusiva del amor compasivo del Abba, lo va a historizar y radicalizar tanto con sus parábolas (Mt 22,4) como con sus hechos: practicando una comensalidad abierta (Lc 15,2). Sus comidas con pecadores, publicanos y prostitutas inauguran un nuevo orden cuyo centro es el amor y la compasión más que la ley y las tradiciones excluyentes. Esta práctica de Jesús sitúa en condiciones de igualdad a todos los seres humanos en su accesibilidad Dios y a los bienes de la tierra. Por eso algunos teólogos y teólogas afirman que a Jesús le mataron por su forma de compartir la mesa y por con quienes eligió hacerlo. Las comidas de Jesús quiebran la imagen de un Dios sólo para selectos y revelan aun Dios cuyo ser y hacer es misericordia en acción, compasión solidaria, cercanía e identificación con los y las excluidas. Pero la Ultima Cena de Jesús no es tampoco una de tantas comidas de Jesús, sino que tiene un carácter de “memorial” de “testamento”. Jesús es consciente que en torno a él se va cerrando un cerco y busca la intimidad con sus discípulos para compartirles los secretos de su corazón y para ratificar su deseo de entrega, de seguir adelante en la misión que el Abba le ha encomendado. Por eso La Última Cena es un compendio de lo que ha sido la vida de Jesús. Su originalidad radica también en que Jesús es el “anfitrión” y se presenta a la vez como “el que sirve”, algo absolutamente inusual en la mentalidad judía donde quienes servían en las comidas eran las mujeres, y los esclavos. Al hacerlo Jesús ocupa su lugar. Este mismo sentido es el que expresa el texto del Lavatorio. El testamento que Jesús nos deja a sus seguidores y seguidoras es el servicio. Este Jesús “agachado”, con jofaina y toalla en mano, rompe la dialéctica del amo y del esclavo y nos revela a un Dios identificado con los últimos, sirviendo desde abajo, sustentando, igualando, desde ese lugar, ahí, e inaugurando desde ahí la horizontalidad del Reino. Es tan provocador este gesto, en el que alguien ha dicho que «Jesús se mujerizó», y que en la imaginería religiosa apenas se recoge. El arte ha reproducido escenas de Jesús en las que aparece presidiendo la Eucaristía, sin embargo, hay muy pocas en las que Jesús aparece agachado y lavando los pies a sus discípulos, ocupando el último lugar. Esa actitud y ese gesto continúan escandalizándonos. No hay nada más opuesto al servicio vivido al estilo de Jesús que el servilismo. El primero cuestiona toda forma de poder-dominación, de abuso y de desigualdad en las relaciones personales sociales y estructurales. Es un acto de libertad y de dignidad. El servilismo, por el contrario, idolatra el poder y a quien lo representa y constituye un acto de sumisión acrítica, por parte de quien lo realiza y de opresión por parte de quien lo permite. Sin embargo, a menudo los cristianos y cristianas lo confundimos. Celebrar el Jueves Santo es comprometernos a vivir eucarísticamente identificándonos con la persona de Jesús y su proyecto como servidores y servidoras de la fraternidad y la sororidad humana. “Haced esto en memoria mía”, es seguir actualizando la existencia al modo de Jesús, desde el servicio y contra toda forma de servilismo o poder dominación que genera violencia y exclusión. Por eso la Eucaristía no es un rito sino una dinámica existencial y celebrarla actualizar su memoria transformadora en nuestro mundo, por eso nunca es un tranquilizante, sino más bien un riesgo. ¿A qué riesgos nos invitan hoy nuestras Eucaristías? ¿Cómo hacer histórico hoy el lavatorio de Jesús en nuestros ambientes? Siempre me ha parecido que en Semana Santa hay demasiadas celebraciones. Que llenamos el día con celebraciones, unas litúrgicas y otras, devocionales.
Este año parece que no vamos a tener esas celebraciones. No me gustaría que tratemos de rellenar el tiempo con ritos, ceremonias y actos litúrgicos a través de la tele. Hago una propuesta, que yo creo que nos puede venir bien. Dediquemos el tiempo, primero a atender a los enfermos o vivir la enfermedad, si nos toca. Y, si estamos libres, hagamos silencio. Sí, silencio. Encuentro a nuestra iglesia llena de palabras, cantos… Dedicamos poco rato a la contemplación. Parece una gran tormenta que lo lleva todo por delante o una de esas lluvias de primavera, con chubascos y enseguida sale el sol. Necesito silencio. Escuchar, acoger, orar, contemplar. Que nos hable Dios, o mejor -Él ya nos habla- acoger sus palabras, mensajes. Una de las cosas positivas que nos trae la pandemia es el silencio en las calles. Necesitamos dejarnos asombrar, ad-mirar cada realidad y aprender a interpretar la vida. Dios no necesita que le alabemos ni que le pidamos perdón. Dios nos pide vivir con intensidad su presencia, su acción, su vida en nosotros. No necesitamos verle físicamente para estar con Él. Me dan mucho miedo las tormentas, los aluviones. No calan nada y lo arrastran todo. Prefiero las lluvias tranquilas. Y ya el colmo, es una buena nevada. Esa sí que cala. En los actos religiosos y litúrgicos corro el peligro de la rutina, de la prisa: seguir los ritos y oraciones ¿Cuánto tiempo dedicamos al silencio activo? No para pensar sino como el terreno para acoger el agua, dejarnos mojar y empapar. Íbamos como sociedad por un camino, por un estilo de vida, por un “progreso” y de repente, nos han cortado ese camino. ¿Qué vamos a hacer ahora? Yo de momento, pararme y tratar de escuchar creativamente. No le pido a Dios que pare la pandemia porque eso no le toca a Él, sino que sepamos vivir esta enfermedad en profundidad. Estoy aprovechando a leer la biblia estos días y me sorprendo: el pueblo siempre está en dificultades y soñando con la liberación. Pero aprendiendo la vivencia de la prueba, del desierto, del fracaso. Lo comentaba ayer con un compañero y me insinúo la conveniencia de leer poesía en la vida. Ahí afloran los sentimientos sobre las costumbres. Y LAS ACCIONES. La liturgia tiene estos días unas LECTURAS, SALMOS, HIMNOS y CÁNTICOS FENOMENALES. Intentaré servirme de ellos. Y si puedo, hasta con la ventaja de hacerlo con canto gregoriano. Tú hablas y nosotros, tus hijos, escuchamos... Una furgoneta familiar anuncia pan caliente por las calles de una aldea tranquila; una primavera silenciosa se da a conocer alrededor de nuestro caserío con bocina mucho más discreta. El pájaro no necesita claxon para compartirnos que construye feliz nueva morada. Las nubes no dejan de bailar al son de un viento ya templado. La vida no se ha detenido, sólo un breve paréntesis para permitirnos a nosotros y nosotras sumar los mejores materiales para el ancho nido planetario, construir nueva y más solidaria Tierra, encarnar olvidada esperanza y poderosa primavera.
Los mutuos y elogiosos aplausos no se detengan. El miramiento por el otro se perpetúe. “En su día no reuní valor suficiente para marchar a África y ahora África ha venido a mí…”, nos comparte, igual de feliz que el pájaro, una valiente y entregada enfermera amiga. En realidad, África nos ha llegado a todos y, como decía el lehendakari, éste es el momento en que podemos dar lo mejor de nosotros mismos. Éste es el momento de la entrega grande y sincera que siempre habíamos aguardado y que ahora de repente, con estos pelos cargados de canas, con este apego de mullida butaca, se nos brinda... Ahora que marcha ese amago de invierno, el mayor problema sería que el corazón unido se enfriara, que ya no hiciéramos sabroso bizcocho para toda la escalera, que dejáramos de cantar poderosas "arias" en los balcones de unas ciudades sin "Covi 19". El único error sería que el vecino volviera a ser extraño, que todo de nuevo como en el pasado, antes que ese coronavirus omnipresente irrumpiera en nuestras vidas y vocabulario. Ojalá toda esta crisis represente un parteaguas. Se impone el "antes y después", la fractura con todo lo caduco o lo que es lo mismo lo antiguo, lo separado, lo insolidario. El gran fallo sería que el desafío del virus no revirtiera en positivo. El mayúsculo error sería no aprovechar esta preciosa crisis para dar un gran salto en nuestra conciencia colectiva. El final fatal sería que a la postre nada hubiera cambiado; que una vez el virus controlado (nos cuesta utilizar la palabra vencido para un ser vivo), las distancias no cayeran; que después de haber vivido la lúgubre separación, los más sólidos tabiques no se desplomaran; que las fronteras de todo orden no desaparecieran. El virus ha hecho que aflorara la inconsciencia de haber permanecido tanto tiempo separados, ha evidenciado cuánto nos necesitamos los unos a los otros. El precio pagado no sea en balde. “Volveremos a juntarnos...”, “Romperemos ese metro de distancia entre tú y yo...” “Ya no habrá una distancia…”, no sean sólo frases bonitas que saltan raudas de móvil en móvil. Podamos hacer todo ello realidad. Que no sean sólo canciones que casi automáticamente nos aprestamos a compartir con nuestros contactos y grupos de whasap. Podamos encarnar lo que a toda velocidad tecleamos. Nada nos ha unido como este bichito que en realidad no era “chino”. Le hemos mirado a los ojos y no los tiene rasgados, como proclama Trump. Se ha hecho presente por doquier, porque no había otra forma de relegar esa otra pandemia mucho más peligrosa y letal de la separatividad. Hoy la liturgia comienza con el recuerdo de la entrada “triunfal” en Jerusalén. Es muy difícil precisar el sentido exacto que pudo dar Jesús a la entrada en Jerusalén de ese modo tan peculiar. Seguramente no coincidió con la interpretación que le dieron sus discípulos y la gente que le seguía. Cuando se fijaron por escrito estos relatos, ya habían pasado cuarenta o cincuenta años, y sus seguidores habían cambiado radicalmente la comprensión de Jesús. En estos textos se han mezclado datos históricos, prejuicios sobre el Mesías y tradiciones del AT sobre otra clase de mesianismo que no era el oficial.
Con los datos que tenemos no podemos pensar en una entrada “triunfal”. Si era política, no lo hubiera permitido el poder romano. Si era religiosa, no lo hubiera permitido el poder religioso. Ambos tenían medios más que suficientes para actuar contra una manifestación masiva. Mucho más en Pascua, que era momento de máxima alerta política y religiosa. No cabe duda de que algo pasó históricamente, pero no debemos imaginarlo como un acto espectacular sino como un acto profético desplegado por pocas personas. De hecho todos los grupos de peregrinos llegaban en ambiente festivo: ¡Que alegría cuando me dijeron…! Seguramente se trató de una muestra de adhesión por parte del pequeño grupo que acompañaba a Jesús, a los que posiblemente se unieron otros que venían de Judea y Galilea. Recordemos que la subida a la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupos numerosos, en los que se manifestaba el júbilo por acercarse a la ciudad santa y al Templo. Los gritos son intentos de dar una explicación a lo que estaba ocurriendo. Lo mismo los mantos y ramos expresan la actitud de los que seguían a Jesús. La inmensa mayoría del pueblo estuvo siempre del lado de los jefes. Estos son los que piden la muerte de Jesús. No tiene sentido insistir en que el mismo pueblo que lo aclama hoy como Rey, pida el viernes su crucifixión. Tampoco podemos minimizar el número de los seguidores de Jesús. Los evangelios nos dicen que en varias ocasiones los dirigentes no se atrevieron a detenerle en público por el gran número de seguidores. El hecho de que lo detuvieran de noche con la ayuda de un traidor, indica el miedo de los dirigentes. Pasión y muerte de Jesús Pocos aspectos de la vida de Jesús han sido tan manipulados como su muerte. Llegar a pensar que a Dios le encanta el sufrimiento humano y que por lo tanto no solo hay que aceptarlo, sino buscarlo voluntariamente, ha sido tal vez la mayor tergiversación del Dios de Jesús. Desde esta perspectiva, es lógico que se pensara en un Dios que exige la muerte de su propio hijo para poder perdonar los pecados de los seres humanos. Esta idea es la más contraria a la predicación de Jesús sobre Dios que pudiéramos imaginar. 1º La muerte de Jesús no fue ni exigida, ni programada, ni permitida por Dios. El Dios de Jesús no necesita sangre para poder perdonarnos. Seguir hablando de la muerte de Jesús como condición para que Dios nos libre de nuestros pecados, es la negación más rotunda del Dios de Jesús. Esa manera de explicar el sentido de la muerte de Jesús no nos sirve hoy de nada, es más, nos mete en un callejón sin salida. La muerte de Jesús, desvinculada de su predicación y de su vida, no tiene el más mínimo valor o significado. 2º La muerte en la cruz no fue el paso obligado para llegar a la gloria. El domingo pasado veíamos que la muerte biológica no quita ni añade nada a la verdadera Vida. Con Vida plena puede uno estar muerto, y en la misma muerte biológica puede haber plenitud de Vida. Jesús murió por ser fiel a Dios. Jesús quiso dejar claro que seguir amando, como Dios ama, es más importante que conservar la vida biológica. No murió para que Dios nos amara, sino para demostrar que ya nos ama, con un amor incondicional. A Jesús le mataron porque estorbaba a aquellos que habían hecho de Dios y la religión un instrumento de dominio y opresión de los más débiles. La muerte de Jesús no se puede separar de su profetismo, es decir, de su denuncia de la injusticia; sobre todo la que se ejercía en nombre de la Ley y el templo. Su opción por los pobres y excluidos fue su mensaje fundamental. Esta actitud, defendida en nombre de Dios, resultó inaguantable para los que sólo buscaban su interés y mantener sus privilegios. Al demostrar que, para él, el amor era más importante que la vida biológica, Jesús nos enseña el camino hacia la Vida definitiva que no es afectada por la muerte física. Ese camino nos lleva a la plenitud humana, que no está en asegurar nuestro “ego”, ni aquí ni en un más allá, sino en alcanzar la plenitud del amor que nos identifica con Dios. Amando como Dios ama potenciamos nuestro verdadero ser y lo llevamos al máximo de sus posibilidades. La única cualidad exclusiva del hombre es la capacidad de entrega. Tenemos que descubrir la presencia de ese Dios en nuestro sufrimiento, en nuestra misma muerte. No podemos seguir buscando nuestra plenitud en el triunfo y en la gloria. La prueba de esta incomprensión es que seguimos preguntando: ¿Por qué tanto sufrimiento y tanta muerte? ¿Dónde está el Dios Padre? Seguimos pensando que el dolor y la muerte son incompatibles con Dios. Un Dios que no nos dé seguridades no nos interesa. Un Dios que no garantice la permanencia del yo egoísta no nos interesa. Está claro que una parte de nosotros está con los dirigentes judíos y no quiere saber nada del dolor y de la muerte. “No quiero cantar ni puedo...” Otra parte de nosotros se siente atraída por ese hombre que viene a manifestar la verdadera Vida y que en ese camino hacia la plenitud, no da ninguna importancia a la vida terrena. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que Jesús tiene razón, que el único camino hacia la Vida es aceptar la muerte. Pero despegarnos de nuestro “yo” sigue siendo una meta inalcanzable. Si tomamos conciencia de que Jesús llegó al grado máximo de humanidad cuando fue capaz de amar por encima de la muerte, descubriremos dónde está la verdadera Vida. El secreto está en descubrir que no puede haber Vida si no se acepta la muerte. También la muerte física, pero sobre todo la muerte a nuestro “ego” individualista. Jesús nos enseña que estamos aquí para deshacernos de todo lo que hay en nosotros de terreno, de caduco, de material, para que lo que hay de Divino se manifieste en Unidad-Amor. A través de discursos racionales, por muy brillantes que estos sean, nunca podré entender el mensaje de Jesús. Solamente profundizando en lo más hondo de mí mismo, llegaré a comprender el sentido profundamente humano de mi existencia. Lo paradójico es que cuando descubra mi verdadera humanidad, entenderé lo que tengo de divino y se producirá la unidad de todo mi ser. En la recuperación de la unidad de lo que no era más que un dualismo maniqueo, encontraré la verdadera armonía, paz y felicidad. Nota: por motivos de salud pública, en medio de la pandemia por el virus Covid-19, están prohibidos los actos de culto en numerosos países. Por si alguien quiere vivir de esta forma virtual la celebración dominical, facilitamos el enlace con el audio de la Eucaristía correspondiente al Domingo de Ramos (ciclo A), que se grabó hace tres años. Meditación Escucha con atención la Pasión, pero ve más allá del relato. Deja que te empape el misterio de la VIDA, manifestado en Jesús. Su muerte es el signo inequívoco del amor absoluto. La VIDA es más fuerte que la muerte en Jesús y en todo el que la viva. La VIDA está ya en ti, pero puede que no la hayas descubierto. Aprovecha estos días para ahondar en tu propio pozo y descubrirla. Para profundizar Vivir lo que vamos a celebrar no es tan sencillo Llevamos tanto tiempo acomodándolo Que resulta imposible llenarlo de sentido Entra Jesús triunfante y va a la muerte Pero nadie aceptamos que es muerte de verdad Y la hemos convertido en un salvoconducto Para alcanzar la gloria que es lo nuestro Esa necesidad de gloria es concesión al ego Que de manera astuta se sale con la suya La muerte por amor es la meta absoluta Aniquilado el ego, solo queda lo eterno Ni Jesús entregado necesita otra gloria Ni nosotros encontrar otra meta Si el Dios de Jesús hubiera organizado el calendario Solo había una fiesta: la del Viernes Jesús allí consuma su carrera Y allí alcanza la Gloria pues no hay otra Dar otra gloria a Jesús es engañarnos Dos mil años y aún vivimos en la inopia Entregarme sin esperar un premio Será mi meta pues he llegado al límite Seguir buscando cinco pies al gato Será frustrante pues solo tiene cuatro Si intentas comprender lo que has leído Es que aún estás muy lejos de vivirlo No rumies más y quédate en silencio Tal vez descubras la esencia de lo humano El coronavirus ha conseguido lo que no lograron guerras civiles o mundiales en algunos países católicos desde hace tiempo: que no se celebre la procesión de los Ramos. Es el primer acto de la liturgia de este domingo, que recuerda la entrada solemne (y suicida) de Jesús en Jerusalén. Parafraseando a Geza Vermes, «el acto más temerario en el momento más inadecuado».
La segunda parte de la liturgia no tiene ese carácter alegre y festivo. Se centra en la lectura de la Pasión según Mateo, precedida de dos textos que pretenden desvelar su sentido. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento y muerte de Jesús? ¿Termina todo en el fracaso? Sufrir para poder consolar (Isaías 50,4-7) Un profeta anónimo, al que los cristianos identificamos con Jesús, cuenta parte de su experiencia. Ha recibido la misión de «transmitir al abatido una palabra de aliento». En el momento que vivimos, al menos en España, todos necesitamos esa palabra que nos anime en medio de tanta muerte, enfermedad y sufrimiento. Pero la experiencia de este profeta es que, para poder animar al que sufre, él mismo tiene que sufrir. Y acepta ese destino de inmediato: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos». Humillarse para ser como cualquier otro (Filipenses 2,6-11) Frente a la tentación tan frecuente de presumir, de aparentar ser más de lo que somos, Jesús no hace alarde de su categoría divina y se despoja de su rango. Dice Pablo que de ese modo «pasó por uno de tantos». En realidad, se colocó en el escalón más bajo, ya que se rebajó incluso a la muerte más vergonzosa que existía en el imperio romano: la muerte en cruz. Sufrir y humillarse para triunfar Las dos primeras lecturas terminan con la certeza del triunfo. «Mi Señor me ayudaba… sé que no quedaré avergonzado», dice el poema de Isaías. «Dios lo levantó sobre todo» y hará que todos adoren y alaben a Jesús, termina Pablo. Con esta certeza de la victoria debemos terminar la lectura de la Pasión y enfocar nuestros propios sufrimientos. La Pasión según san Mateo Como ocurre en otros momentos de la vida pública, los evangelios no coinciden en todos los detalles de la pasión. Teniendo especialmente en cuenta los episodios que añade o modifica Mateo, podemos distinguir los siguientes aspectos en su relato:
El domingo de Ramos nos sitúa de nuevo en los últimos días de la vida de Jesús. El relato de la mujer que, en Betania unge la cabeza de Jesús con perfume (Mt 26, 6-13), introduce y señala de forma anticipada los énfasis que en el evangelio de Mateo orientan la narración de los hechos acaecidos en Jerusalén. El mesianismo que anuncia su entrada en Jerusalén se va progresivamente definiendo hasta convertirse en el del siervo de Yahvé, un mesianismo que se aleja de los triunfalismos, de los hechos milagrosos para definirse desde el servicio, la entrega, la confianza y la fidelidad.
En primer lugar, nos encontramos con una mujer. Las figuras femeninas en los relatos de la pasión tienen un valor central, ellas son las testigos privilegiadas de todo lo que acontece en esos días y su testimonio será central para sostener la fe de las primeras comunidades cristianas. Una mujer anónima unge la cabeza de Jesús con un perfume muy caro. Este gesto gratuito y audaz supone un acto profético (Mt 26, 12) que anuncia el desenlace de la historia, pero también denuncia la hipocresía de una sociedad que se escandaliza por gestos como el de esta mujer, pero permite y alienta el egoísmo de muchos para su propio beneficio. En contraste con la actuación de esta mujer está la de Judas que traiciona al maestro por unas pocas monedas. Ella, al derramar el perfume, está demostrando su fe en Jesús y el valor de su entrega. Judas, al vender al maestro por dinero, escenifica su desconfianza en el proyecto de Jesús y quiere darle fin. Otra mujer, la esposa de Pilato, es capaz de descubrir que Jesús es un hombre justo. Los acontecimientos que se desarrollan tras el prendimiento de Jesús actualizan las palabras del profeta Isaías cuando describe al siervo de Yahvé. El siervo de Yahvé es el justo por excelencia porque entrega su vida por el bien de todos/as y pone toda su confianza en el Dios que los sostiene (Is 50, 4-7). La mujer del dignatario romano, una mujer gentil, testimonia la inocencia de Jesús al contrario de lo que hace su esposo que duda y de las autoridades judías que lo condenan. Por último, Mateo señala que un grupo importante de mujeres, que habían seguido a Jesús desde Galilea contemplan desde lejos la crucifixión y muerte de Jesús. Ellas, discípulas del maestro, permanecen cerca de él hasta el final. Sienten miedo, impotencia y dolor, pero no huyen. Su camino creyente les posibilitará hacer la experiencia del encuentro de Jesús resucitado. En segundo lugar, la memoria de fe. A lo largo del relato de la pasión se alza con fuerza la llamada a hacer memoria, a recordar como un modo de fortalecer la esperanza y confiar en la acción salvadora de Dios. Las palabras de Jesús que concluyen el relato de la unción en Betania (Mt 26, 13) invitan a recordar a la mujer y el gesto que ha hecho. Ella y su acción encarnan la Buena Noticia del Reino, pero lo hacen, no con un entusiasmo ingenuo sino con el realismo de quien conoce las dificultades, y sabe que el camino no es fácil. Los episodios que se narran a continuación muestran con crudo realismo esa verdad. Por eso, recordarla a ella y a su gesto implica incorporarla a la memoria pasionis, al camino de Jesús que abrazaba el abismo de la impotencia y la muerte para poder ofrecer su salvación a todo ser humano sin distinción (Filp 2, 6-11). Jesús vuelve a invitar a hacer memoria en la cena con sus discípulos y discípulas la víspera de su muerte. Toma el pan y el vino para expresar a través de ellos su entrega y su renuncia, su fidelidad y la gratuidad que brota de su existencia. En el pan y el vino seguimos actualizando nuestra fe y nuestro seguimiento, conscientes de que el camino no es fácil porque la cruz es locura, injusticia y, con frecuencia, la esperanza se quiebra y parece abrirse una ventana al absurdo. Por eso es necesario recordar, hacer presente la Buena Noticia, ungir la vida con el perfume de la profecía. Al final, la invitación es hacer memoria de la esperanza que sostienen nuestra fe. En los momentos difíciles que nos toca vivir, quizá, el miedo y la desconfianza puedan oprimir nuestro corazón, pero como las mujeres que ungieron y acompañaron a Jesús en sus últimos días en Jerusalén hoy seguimos llamadas y llamados a acompañar la cruz, a sostener la esperanza, a ungir la vida para que la Buena Noticia del Reino siga tendiendo un lugar en el mundo. Que en estos tiempos recios la experiencia pascual fortalezca nuestro caminar y sea luz y sentido para cada uno de nosotros y nosotras. Una de las afirmaciones de mayor contundencia que han formulado sociólogos contemporáneos para describir nuestro mundo actual es que el mayor pecado de nuestro tiempo no es la maldad, sino la indiferencia.
A la maldad se la ve venir y se pueden crear anticuerpos para combatirla; la indiferencia convierte “al otro” en un ser invisible del que no sólo se ignora todo, sino que se rehúye cualquier conocimiento que pudiera conducir a adquirir algún tipo de compromiso. Al tiempo que las nuevas generaciones han ido olvidando las consecuencias de las guerras que ni conocieron ni sufrieron, se ha ido gestando un tipo de egoísmo demoledor que comienza parcelando el espacio geográfico, bien sea por razones étnicas, económicas, culturales, idiomáticas o de cualquier otra índole... Los efectos de tres guerras devastadoras, dos de alcance mundial y una fraterna en España, en la primera mitad del siglo XX, fueron un acicate para que los líderes occidentales se plantearan crear otro tipo de sociedad mejor que la anterior bajo el paraguas de dos conceptos fundamentales: democracia y derechos humanos. Ambos conceptos impulsaron la creación de una sociedad más solidaria, más inclusiva, fomentando lo que se ha conocido como el Estado de bienestar. La modernidad dio paso a la posmodernidad y ésta configuró la falacia de la posverdad para disfrazar sus grandes mentiras y, al tiempo que las nuevas generaciones han ido olvidando las consecuencias de las guerras que ni conocieron ni sufrieron, se ha ido gestando un tipo de egoísmo demoledor que comienza parcelando el espacio geográfico, bien sea por razones étnicas, económicas, culturales, idiomáticas o de cualquier otra índole, para terminar levantando barreras no sólo ideológicas sino físicas, que le aísle “del otro”, que ha dejado de ser hermano para convertirse en enemigo; en el mejor de los casos, se trata de hacer al otro invisible. En cualquier caso, se trata de no permitir que, “el otro”, nos invada con sus problemas. La configuración de esta sociedad posmoderna tendrá que conjugar conceptos nuevos sin dejar de lado los antiguos que, aunque estén en desuso en buena medida, siguen siendo válidos, como son democracia, solidaridad y derechos humanos, a la par que se despoja de ese virus conocido como individualismo que ha infectado la sociedad contemporánea. Un nuevo concepto, aunque no nuevo, sino en desuso, es espiritualidad, que no es equivalente a religiosidad, aunque en ocasiones puedan ir de la mano. Un nuevo y profundo sentido de espiritualidad que contenga una nueva dosis de misticismo, capaz de crear un nuevo paradigma que transforme la indiferencia hacia el otro en visibilidad y ayude a derribar las barreras que impiden reconocerle como hermano. Lo nuevo no es bueno por el hecho de ser algo diferente, sino por absorber la verdad recibida y añadirle la esencia de lo nuevo que sea capaz de enriquecerla. La meditación nos ayudará a descubrir las viejas verdades. En nuestro mundo occidental, especialmente en el entorno protestante, resulta complicado identificar el concepto espiritualidad, mucho más si lo hermanamos con misticismo. Gandhi vinculaba la espiritualidad al silencio. “Nuestra vida, decía Gandhi, es una prolongada y ardua búsqueda de la verdad; y para alcanzar la cima más elevada, el alma requiere reposo interior”. Y en un mundo con tanto ruido, no resulta sencillo optar por el silencio. Un silencio para poder escucharnos a nosotros mismos, para tomar conciencia del otro y para llegar a escuchar a Dios. Un silencio creativo que nos pone en comunicación con la naturaleza, que ayuda a meditar lo que se dice y lo que se calla, que hace que no se pronuncie nunca una palabra de más. El propio Gandhi decía: “La fe no existe para ser predicada, sino para ser vivida”. Sobra tanto ruido que acompaña a las religiones animadas por el propósito de hacerse oír. Con frecuencia ciframos nuestro interés en buscar novedades con las que saciar nuestra curiosidad, atender nuestras apetencias u ofrecer nuestra verdad a los demás, sea el que fuere. El profeta invitaba a interesarse por los caminos y las verdades antiguas, aparte de que, frecuentemente, lo que llamamos novedad no es otra cosa que verdades olvidadas. Lo nuevo no es bueno por el hecho de ser algo diferente, sino por absorber la verdad recibida y añadirle la esencia de lo nuevo que sea capaz de enriquecerla. La meditación nos ayudará a descubrir las viejas verdades. Por el contrario, con frecuencia, propuestas novedosas insustanciales ocultan viejos paradigmas con valor inmutable. El antídoto de la indiferencia es la fraternidad. Algo nada novedoso. Un paradigma antiguo que arranca del inicio de los tiempos. La posmodernidad religiosa rechaza los mitos como algo antiguo y busca otras fórmulas para aproximase y expresar la verdad. De nuevo cabe reformular la pregunta ¿qué cosa es verdad? ¿La que nosotros percibimos de forma individual o la colectiva que ha ido reconfigurándose a lo largo del tiempo? Lo antiguo queda integrado y superado en lo nuevo, no desechado. Lo cierto es que las verdades más profundas únicamente alcanzamos a explicarlas mediante mitos que es la forma de explicar lo inexplicable. Así es que seguimos necesitando los mitos para poder referirnos a ciertas verdades. La primera de esas verdades es aceptar que no somos sujetos únicos. Olvidar esa verdad, ignorar que los sentimientos y sensaciones del otro son equiparables a los nuestros, conduce a perder la genuina perspectiva de nuestra existencia. Necesitamos superar el sentimiento de que somos sujetos únicos, porque ese sentimiento es el que nos incita a hacer nuestra la propuesta edénica de que podemos ser semejantes a Dios. Ese es el pecado original, creernos únicos. El antídoto, comprender que o nos salvamos todos o no se salva nadie. Todos los males tienen su inicio en la ruptura de la fraternidad entre Caín y Abel que desemboca en la ruptura de la humanidad tratando de construir una torre que les introduzca en un ámbito prohibido. El camino de regreso está en recomponer las relaciones fraternas, admitiendo y promoviendo la existencia y los derechos del otro a nuestro propio nivel. Nos toca vivir una experiencia única a nivel mundial con motivo del coronavirus Covid-19. La humanidad entera está implicada. Los hay que no lo entienden o no lo quieren entender y parecen rechazar que forman parte de un todo. Son aquellos que a nivel personal o, incluso, a nivel colectivo, han creído que podrían zafarse de esta situación, pero la realidad es pertinaz y nos ha colocado a unos en situaciones críticas de infección y a otros confinados en sus viviendas o recluidos en recintos especiales, esperando poder librarse de esta pandemia. El mensaje es claro: o ponemos los medios para intentar librarnos todos o nos alcanza a todos. O nos amamos en tiempos de esta cólera especial, recuperando la fraternidad humana, o perecemos todos. O salimos de nuestros pequeños refugios religiosos y montamos una Gran Fraternidad Universal y tratamos de salvarnos todos, o no hay salvación para nadie. Y una vez salvados, preguntar por las sendas antiguas de la espiritualidad transreligiosa, aquella que supera incluso los límites escasos de las religiosidades pacatas, propiciando una fraternidad universal que abrace a toda la humanidad. Cada uno en su casa, pero todos en una casa común. Cada segundo, nuestra gran industria produce toneladas de gases de efecto invernadero. El mundo tiene tos seca, fiebre y problemas respiratorios... Está intoxicado. El cáncer está enlatado en nuestras casas. Los peces nacen con dos cabezas, los pájaros con dos picos y un montón de gente muere como moscas. Como borrachos inveterados, nos acostumbramos a esas cosas. No les damos mucha bolilla. Decimos que no son más que "efectos colaterales" de una economía pujante. Lo que se necesita no es mermar el crecimiento económico, sino acrecentarlo más y más. Sólo así se resolverán los problemas y vendrá el fin de la pobreza. ¡Qué bendición!
Pero el coronavirus maldito ha llegado. Todas las fronteras están cerradas, el mercado de valores está en picada, el precio del petróleo está cayendo. El flagelo planetario de un turismo loco se está enterrando en el féretro de lujo de los grandes cruceros... Las misas se suspenden. El Vaticano se cierra. Céline Dion se calla, y se hace el amor con guantes... Durante este tiempo, las "guerras justas" con el fin de proteger los intereses de la "mayor" civilización de todos los tiempos, no se detienen. Detrás de la poca ayuda a las naciones menos favorecidas, y ciertos esfuerzos de solidaridad o caridad que a menudo aprovechan más a los donantes que a los beneficiarios, matamos a todo dar, violamos, torturamos, devoramos poblaciones vulnerables; aplastamos, ignoramos o marginalizamos un sinnúmero de inocentes, mujeres, niños, pueblos nativos y personas de color... Y practicamos la corrupción en una escala metafísica. Este sistema que adoramos con fervor (porque lo identificamos con la paz...), el que alimentamos con nuestras oraciones, nuestro dinero, nuestra generosidad y todo el amor de nuestros corazones, causa miles de millones de crímenes incalificables. Sin embargo, este sistema nos parece "normal"; no genera movilizaciones planetarias ni manifestaciones mundiales, ni medidas de emergencia. A todos nos tiene anestesiados. Pero ahora el bicho malo que no había sido programado, ese coronavirus pernicioso, se infiltra subrepticiamente en las perillas de las puertas, en los pañuelos, en los palillos de dientes, en los pedos, en los besos, en las escuelas, en el metro, en los aviones, en los estadios e innumerables templos, grandes y pequeños, donde nos apiñamos para halagar, adorar y "estimular" nuestros mejores delirios; sin preaviso se mete en todas partes y lo arruina todo. En artículos generalmente serios, los devotos sugieren que mientras esperamos la vacuna de salvación contra este desagradable virus, podríamos volver a nuestras prácticas de antaño como prender velas, rezar novenas, etc. (menos lo del agua bendita, no hace falta decirlo...). Sin embargo, si hemos sido capaces de echar a perder al mundo, también tenemos el poder de rehacerlo, y para mejor. Este poder no radica en las velas o los rosarios sino en nuestras neuronas y en las venas de nuestro corazón. Ha llegado el momento de descender allí... De las grandes catástrofes del pasado, hemos aprendido al menos que para la reconstrucción, Hitler, Stalin o personajes como Trump no son los mejores guías. Tampoco nuestras viejas religiones. Hagamos una guerra despiadada contra el malvado Coronavirus ya que es necesario, pero, por favor, no olvidemos la otra pandemia que es mucho más grave. La más antigua, más vivaz y más duradera de todas: la de un mundo extremadamente rico que desde siempre enriquece a los ricos y condena a la mayoría de la humanidad a una escasa supervivencia y a una muerte prematura cierta. Este es el verdadero flagelo que hay que combatir; es la ciencia que tenemos que desarrollar y la religión que debemos practicar. |
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