Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar. (Juan 13, 21)
Los y las creyentes que nos entendemos como seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret, especialmente los católicos, vivimos estos días lo que por siglos hemos denominado la semana santa; en las corrientes protestantes se celebra sobre todo el triduo pascual. Las conmemoraciones litúrgicas son una manera específica y propia de vivir el tiempo cíclico que siempre han vivenciado las grandes tradiciones y civilizaciones antiguas. Como las generaciones presentes no hemos vivido otras grandes pandemias de la humanidad, este año vivimos estos días de manera distinta, inédita. Los vivimos en medio de un gran dolor y sufrimiento, en medio de una pasión que atraviesa el orbe; un dolor colectivo que nos llama a hermanarnos más allá de cualquier diferencia, que nos grita que nuestro destino es un solo. La liturgia no trata de “representar” o hacer una memoria racional y distante, la liturgia no tendría que ser un conjunto de rituales eternamente repetidos sin una fuerza actuante en el presente. Este año, la televisión puede ayudar, pero indiscutiblemente no es el medio ideal para las celebraciones. Cuando vivimos la liturgia de lo que se trata es de vivenciar con todo el ser, aquello que conmemoramos. Megan McKenna nos invita: Esta semana seremos crucificados en nuestro corazón y en nuestra alma, daremos gloria a Dios con Jesús, viviremos de nuevo nuestro bautismo y renovaremos nuestras promesas… Es el momento de que experimentemos una conmoción, seamos arrancados de las garras del mundo y nos convirtamos con una profundidad cada vez mayor a la explosión del Reino de Dios en nuestro mundo. Esta semana la palabra y el poder de la cruz deben convertirse en parte de nuestra carne y sangre, para que Dios pueda insuflar de nuevo su Espíritu en el mundo. (Megan McKenna: LA CUARESMA DÍA A DÍA. Ed. Sal Terrae – Bilbao 1999) Se nos llegó pues esta semana santa, en medio de cuarentenas y confinamientos mundiales, pero sobre todo en medio de sufrimientos, dolores y muerte; en mitad de una enfermedad que no podemos y no sabemos controlar ni reducir. Por tanto la vivimos con la mayor vulnerabilidad vivida por los seres humanos en muchos siglos. Y esto le da un nuevo sentido a la conmemoración de estos días. Han circulado por las redes sociales unos versos (tipo coplas) que dicen: ¿Qué el Cristo este año no sale? si está vestido de blanco, de azul en los hospitales… Tal vez no haya procesiones con imágenes talladas pero ya ves, Cristo sale al encuentro de tu ser, en mil rostros escondido, sin cirios y sin campanas… Estos versos son la realidad de esta semana santa del 2020. Viviremos unos días de reflexión, sintiendo a nuestra puerta la miseria del mundo, el dolor de cientos de miles de hombres y mujeres, la intemperie que habita nuestra condición humana. “Santa”, es decir una semana consagrada a la Divinidad, una semana sagrada en la que el Dios de Jesucristo nos habla especialmente, nos habla desde su silencio. La contemplación de estos días: el dolor de la humanidad indefensa, nos descubrirá especialmente el sentido de la universalidad de la pasión de Jesús de Nazaret. El sentido del Siervo Sufriente: Traicionado, juzgado injustamente, torturado, asesinado alevosamente… Ese siervo sufriente que se identificó con los débiles y vulnerables y que por ello mismo padeció la persecución y el calvario. En esta semana consagrada miremos de frente el dolor. A través del dolor de Jesús miremos y vivamos en nuestro interior, en nuestro cuerpo… el dolor de hombres y mujeres caminantes de historia. El dolor de los hambrientos y sin pan, de los y las desempleados, de quienes a diario son tratados injustamente, son dejados de lado e ignorados; de tantas soledades dispersas por el mundo, de angustias sin respuesta, de caminos sin manos en las cuáles apoyarse… Sintamos el dolor de los y las enfermas por esta pandemia que nos azota y por la pandemia de la desigualdad y la injusticia: No aceptemos esta semana ni nunca, que el 1% de los ricos del mundo acumule el 82% de las riquezas del conjunto de la humanidad. Miremos a la cara este dolor del mundo, que Jesús de Nazaret lo conforte, que su muerte injusta lo cuestione. Miremos también el dolor misterioso: ese del que no podemos descubrir sus causas, ni sus salidas. Ese dolor congénito a la condición humana que nos hace llorar. Ese dolor que grita a Dios por su silencio, que pregunta y se angustia… ese dolor que cuestiona la vida. Ese dolor de Job… Ese dolor que no podemos manejar… Semana santa consagrada desde el interior de nuestros corazones… Semana que terminará con la luz y la esperanza. De momento, atravesemos este túnel que hoy nos ofrece el mundo.
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Es esclarecedor que en los relatos pascuales Jesús solo se aparece a los miembros de la comunidad. O como es el caso de hoy, a la comunidad reunida. No hace falta mucha perspicacia para comprender que están elaborados cuando las comunidades estaban ya constituidas. No tiene mucho sentido pensar, como sugieren los textos, que el domingo a primera hora de la mañana o por la tarde ya había una comunidad establecida. Los exégetas han descubierto algo muy distinto.
“Todos lo abandonaron y huyeron”. Eso fue lo más lógico, desde el punto de vista histórico y teológico. La muerte de Jesús en la cruz perseguía precisamente ese efecto demoledor para sus seguidores. Seguramente lo dieron todo por perdido y escaparon para no correr la misma suerte. La mayoría de ellos eran galileos, y se fueron a su tierra a toda prisa. La muerte en la cruz no pretendía solo matar a la persona sino borrar completamente su memoria. Hoy tenemos claro que en el origen del cristianismo, existieron dos comunidades, una en Judea (Jerusalén) y otra en Galilea. La de Jerusalén, parece ser que sustentada por sus familiares más cercanos y la de Galilea por sus discípulos que se volvieron a su tierra, decepcionados por la muerte de su maestro. Las dos siguieron trayectorias distintas y tenían muy diversas maneras de interpretar a Jesús. Más tarde surgió la de Pablo, que no procedía de ninguna de las dos y que se desarrolló en la diáspora. Él mismo afirma que lo que enseña lo aprendió por revelación. Cómo se fueron estructurando esas primeras comunidades es una incógnita. Ese proceso de maduración de los seguidores de Jesús no ha quedado reflejado en ninguna tradición. Los relatos pascuales nos hablan ya de la convicción absoluta de que Jesús está vivo. Es una falta de perspectiva histórica el creer que la fe de los discípulos se basó en las apariciones. Los evangelios nos dicen que para “ver” a Jesús después de su muerte, hay que tener fe. El sepulcro vacío, sin fe, solo lleva a la conclusión de que alguien lo ha robado y las apariciones, a pensar en un fantasma. Esa experiencia de que seguía vivo, y además, les estaba comunicando a ellos mismos Vida, no era fácil de comunicar. Antes de hablar de resurrección, en las comunidades primitivas, se habló de exaltación y glorificación, del juez escatológico, del Jesús taumaturgo, de Jesús como Sabiduría. Estas maneras de entender a Jesús después de morir, fueron condensándose en la cristología pascual, que encontró en la idea de resurrección el marco más adecuado par explicar la vivencia de los seguidores de Jesús. En ninguna parte de los escritos canónicos del NT se narra el hecho de la resurrección. La resurrección no puede ser un fenómeno constatable empíricamente. La experiencia pascual sí fue un hecho histórico. Cómo llegaron los primeros cristianos a esa experiencia no lo sabemos. En los relatos se manifiesta la dificultad del intento de comunicar a los demás esa vivencia, que está fuera del tiempo y el espacio. Fueron elaborando unos relatos que intentan provocar en los demás lo que ellos estaban viviendo. Para ello no tuvieron más remedio que encuadrarlos en el tiempo y el espacio que por sí no tenía. Reunidos el primer día de la semana. Jesús comienza la nueva creación el primer día de una nueva semana. La práctica de reunirse el domingo se hizo común muy pronto entre los cristianos. Los que seguían a Jesús, todos judíos, empezaron a reunirse después de terminar la celebración del Sábado, que seguían manteniendo como buenos judíos. Al reunirse en la noche, era ya para ellos el domingo. El texto se ve que estaba ya consolidado el ritmo de las reuniones litúrgicas. Se hizo presente en medio sin recorrer ningún espacio. Jesús había dicho: “Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Él es para la comunidad fuente de Vida, referencia y factor de unidad. La comunidad cristiana está centrada en Jesús y solamente en él. Jesús se manifiesta, se pone en medio y les saluda. No son ellos los que buscan la experiencia sino que se les impone. Después de lo que habían vivido, era imposible que pensaran en Jesús vivo. Los signos de su amor (las manos y el costado) evidencian que ese Jesús que están viendo es el mismo que murió en la cruz. Este es el objetivo de todos los relatos pascuales. Lo que ven no es un fantasma ni una elucubración o alucinación mental de cada uno. El miedo, que les había atenazado al ser testigos de su muerte en la cruz, desaparece. Ahora descubren que la verdadera Vida nadie puede quitársela a Jesús ni se la quitará a ellos. La permanencia de las señales, indica la permanencia de su amor. La comunidad tiene la experiencia de que Jesús comunica Vida. “Sopló” es el verbo usado por los LXX en Gn 2,7. Con aquel soplo se convirtió el hombre barro en ser viviente. Ahora Jesús les comunica el Espíritu que da la verdadera Vida. Queda completada así la creación del hombre. "Del Espíritu nace espíritu" (Jn 3,6). Ahora toman conciencia de lo que significa nacer de Dios. Se ha Hecho realidad, en Jesús y en ellos, la capacidad para ser hijos de Dios. La condición de hombre-carne queda transformada en hombre-espíritu. La aclaración de que Tomás no estaba con ellos prepara una lección magistral para todos los cristianos. Separado de la comunidad, es imposible llegar a la experiencia de un Jesús vivo; está en peligro de perderse. Solo cuando se está unido a la comunidad se puede ver a Jesús, porque solo se manifiesta en el amor a los demás, que sería imposible si no hay alguien a quien amar. Nadie puede pensar en un amor intimista que pudiera existir sin hacerse efectivo en los demás. Cuando los otros le decían que habían visto al Señor, le están comunicando la experiencia de la presencia de Jesús, que les ha trasformado. Les sigue comunicando la Vida, de la que tantas veces les había hablado. Les ha comunicado el Espíritu y les ha colmado del amor que ahora brilla en la comunidad. Jesús no es un recuerdo del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos. De todos modos queda demostrado que los testimonios no pueden suplir la experiencia personal. A los ocho días, es decir, en la siguiente ocasión en que la comunidad se vuelve a reunir, quiere dejar claro que Jesús se hace presente en cada celebración comunitaria. El día octavo es el día primero de la creación definitiva. La creación que Jesús ha realizado durante su vida, el día sexto, y que tiene su máxima expresión en la cruz, llega a su plenitud en la Pascua. Tomás se ha reintegrado a la comunidad, allí puede experimentar la presencia de Jesús y el Amor. ¡Señor mío y Dios mío! La respuesta de Tomás es tan extrema como su incredulidad. Se negó a creer si no tocaba sus manos traspasadas. Ahora renuncia a la certeza física y va mucho más allá de lo que ve. Al llamarle Señor y Dios, reconoce la grandeza, y al decir mío, el amor de Jesús y lo acepta dándole su adhesión. Naturalmente Tomás no es una persona concreta sino un personaje que representa a cada uno de los miembros de la comunidad que duda y supera esas dudas. Dichosos los que crean sin haber visto. Todos tienen que creer sin haber visto. Lo que se puede ver no hace falta creerlo. Lo que Jesús le reprocha es la negativa a creer el testimonio de la comunidad. Tomás quería tener un contacto con Jesús como el que tenía antes de su muerte. Eso ya no es posible. Solo el marco de la comunidad hace posible la experiencia de Jesús vivo pero desde una perspectiva completamente nueva. Se trata de una presencia que renueva la persona. Meditación Sin experiencia pascual, no hay cristiano posible. si no vivimos lo que vivió Jesús no le conocemos. Es necesario un proceso de interiorización de lo aprendido sobre Jesús El difícil paso, que dieron los discípulos de Jesús, es el paso que tengo que dar yo, del conocimiento teórico de Jesús, a la vivencia interna de que me está comunicando su misma VIDA. Todas las apariciones de Jesús resucitado son peculiares. Incluso cuando se cuenta la misma, los evangelistas difieren: mientras en Marcos son tres las mujeres que van al sepulcro (María Magdalena, María la de Cleofás y Salomé), y también tres en Lucas, pero distintas (María Magdalena, Juana y María la de Santiago), en Mateo son dos (las dos Marías) y en Juan una (María Magdalena, aunque luego habla en plural: «no sabemos dónde lo han puesto»). En Mc ven a un muchacho vestido de blanco sentado dentro del sepulcro; en Mt, a un ángel de aspecto deslumbrante junto a la tumba; en Lc, al cabo de un rato, se les aparecen dos hombres con vestidos refulgentes. En Mt, a diferencia de Mc y Lc, se les aparece también Jesús. Podríamos indicar otras muchas diferencias en los demás relatos. Como si los evangelistas quisieran acentuarlas para que no nos quedemos en lo externo, lo anecdótico. Uno de los relatos más interesantes y diverso de los otros es el del próximo domingo.
Un relato con dos partes y un epílogo (Jn 20,19-31) Lo que cuenta Juan se divide en dos partes, separadas por ocho días, y el final de su evangelio (al que más tarde se añadió otro final, el c.21). Lo que ocurre al anochecer del primer día de la semana contiene un clímax y un anticlímax. El clímax lo representa la aparición de Jesús, que transforma el miedo de los discípulos en alegría, y el don del Espíritu Santo. El anticlímax, la reacción incrédula de Tomás, que no estaba presente en aquel momento y su exigencia de unas pruebas claras para creer en la resurrección de Jesús. No olvidemos que Tomás fue el que dijo, cuando Jesús decidió ir a curar a Lázaro: «Vamos también nosotros y muramos con él». Tomás quiere mucho a Jesús, pero la otra vida no entra en su perspectiva. Al cabo de ocho días se presenta de nuevo Jesús y se dirige especialmente a Tomás, que nos representa a todos nosotros, para darle y darnos la gran lección: «Dichosos los que creen sin haber visto». El epílogo insiste en la finalidad del evangelio. Todo lo escrito, que podría haber sido mucho más, pretende que creamos «que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él». Este mensaje de fe y vida resulta muy adecuado en estos momentos, cuando estamos tan rodeados de noticias de enfermedad y muerte. Las peculiaridades de este relato de Juan
Las dos primeras lecturas le quitan la razón a Tomás cuando piensa que para creer hace falta una demostración personal y científica. Las dos hablan de personas que creen en Jesús resucitado y viven de acuerdo con esta fe sin pruebas de ningún tipo. La primera, de Hechos, ofrece un cuadro espléndido, quizá demasiado idílico, de la primitiva comunidad cristiana. Que en medio de numerosas críticas y persecuciones un grupo de gente sencilla desee formarse en la enseñanza de los apóstoles, comparta la oración, los sentimientos y los bienes, es algo que supera todo expectativa. Estas personas creen, sin necesidad de prueba alguna, que Jesús ha resucitado y las salva. La segunda, tomada de la Primera carta de Pedro, alaba a Dios por su gran misericordia y destaca la fe de la comunidad en medio de diversas pruebas. Para terminar con unas palabras que también serían una gran lección para Tomás y lo son para nosotros: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y trasfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación». Jesús, el crucificado, ha salido a nuestro encuentro, está vivo, en medio de nosotros. Esta experiencia ha cambiado nuestra vida, somos personas nuevas, distintas… porque “hemos visto al Señor”.
Hoy se nos regala un texto evangélico que podemos leer en primera persona sin mucho esfuerzo. Juan nos hace descubrir en estas dos escenas, como en todas las que llamamos de “apariciones”, una experiencia profunda de los apóstoles, la experiencia que sostiene su fe: Jesús, el que había muerto, ha salido a su encuentro, está vivo en medio de ellos. Esta experiencia ha cambiado su vida, son personas nuevas, distintas… porque “han visto al Señor”. Esta experiencia de encuentro es fundamental para los primeros cristianos, y lo es también para nosotros. ¿No narra este evangelio, de alguna forma, nuestro caminar hasta el encuentro con Jesús vivo a nuestro lado? En estos días en los que hemos aprendido a mirar hacia dentro y reflexionar, en que nos hemos preguntado tantas cosas, en los que hemos parado y hemos estado solos tantos ratos, seguro que nos va a costar muy poco descubrir que cada uno de nosotros somos miembros de esta comunidad y, con frecuencia, cada uno de nosotros somos Tomás. ¿A quién no le resulta familiar eso de estar en casa, con las puertas cerradas porque…? Sí, ese “#yo me quedo en casa,” tan repetido estos días, acompaña aún nuestro “Aleluya”. Y me quedo en casa con muchos miedos, con mucho dolor, con muchas inseguridades y preocupaciones por la propia vida y la de los míos, por el trabajo, por los proyectos, los sueños... Y nos preguntamos: ¿ahora qué? Una experiencia semejante es la de los discípulos. Jesús ha muerto, lo han matado, todo se perdió, ¿que les va pasar? su vida peligra, no ven futuro... ¡y tienen tantos miedos! Y los miedos nos cierran, a ellos y a nosotros. Nos cerramos, nos paralizamos, perdemos toda perspectiva y capacidad de reaccionar. ¿No es una experiencia que compartimos? “Y en esto…”, sin que nosotros sepamos cómo, Jesús se hace presente. Está en medio de la casa y de nuestras vidas, aunque las puertas sigan estando cerradas. Y a nosotros, cómo a ellos, nos cuesta reconocerle y miramos pasmados, asombrados... ¿De verdad eres tú? Pero nosotros te vimos clavado en la cruz, muerto en la cruz… Nosotros te creíamos muerto, ya no pensábamos encontrarte más, fíjate en todo lo que está pasando, estamos tan tristes… Y Jesús con una ternura y paciencia sobrecogedoras les muestra las manos, las heridas, “sus marcas” y los saluda. Nada de reproches ni de preguntas sobre su miedo y falta de fe. Les habla, nos habla, para tranquilizarlos y darles su Paz. Y entonces le reconocen y todo cambia. La alegría, que es expansiva e invita a abrir puertas y ventanas, se apodera de ellos, casi no les cabe en el corazón. La razón, la suya y la nuestra: ¡Hemos visto al Señor! Jesús hace un gesto muy significativo para ellos y para nosotros hoy: sopla sobre ellos. Ya lo sabemos, el aliento de Dios es signo de vida (Gen 2, 7) ¡Cómo valoramos estos días no tener dificultades para respirar, sentir que el aire llena nuestros pulmones! Para un enfermo de coronavirus es como volver a la vida, estar curado… Y con este gesto Jesús les da su Espíritu, el que les comunica una vida nueva, el que les va a consolidar en la alegría, esa alegría que nadie ya les podrá quitar, el que les empuja y sostiene en esta nueva misión encomendada por Jesús: salid, id, predicad, perdonad... La comunidad ha quedado transformada. La experiencia profunda de haber descubierto que Jesús está vivo y está con ellos en el centro de su comunidad, es definitiva. Ya están preparados para todo, ya no tienen miedo. Ya son en verdad discípulos del Resucitado. ¿No hemos sentido eso nosotros alguna vez? ¿No nos hemos sentido transformados sin saber muy bien cómo, después de una experiencia fuerte en la que el Señor se ha hecho presente? A veces oímos a alguien decir: soy otra persona... después de esto en mi vida hay un antes y un después. El encuentro personal con el Resucitado es el fundamento de nuestra fe, muy bien lo sabían las primeras comunidades que aún vivían en medio de persecuciones, pero que “habían visto al Señor”. Sí, nosotros también somos esa comunidad. Pero resulta que, entonces y ahora, falta uno... alguien que no está cuando llega el Señor, cuando pasa algo decisivo para la comunidad… Y al que falta le suele pasar lo que a Tomás, que el testimonio de los demás no le sirve para creer: “Si no veo y no meto mi dedo...” Y ocurre algo que nos sorprende, Jesús vuelve. Vuelve porque falta uno, ya nos lo había dicho con aquella oveja que se perdió y era solo una entre cien (Lc 15, 4-6). Vuelve, buscando al que no estaba y le llama por su nombre: ¡Tomás! Vuelve y le dice: trae tu dedo. Le enfrenta con su situación, con sus dudas, con su manera desconfiada de ser... Y Tomás no solo comprueba que es Jesús. Se encuentra cara a cara, corazón a corazón, con Él. Con quien desde ese momento, será “su Señor y su Dios”. Tras la experiencia de Tomás, en la que podemos vernos reflejados, termina el evangelio diciendo cómo Jesús se acuerda de nosotros, de ti y de mí, de los que creemos “sin haber visto” y nos llama dichosos, bienaventurados. Es verdad, no somos de esa primera generación. No hemos “comido y bebido con Él”. Pero también hemos sentido que, cómo a Tomas, el Señor nos ha llamado y nos ha dicho, trae tu dedo, trae tu dolor, trae tu fracaso... Y algo se nos ha movido por dentro y caemos en la cuenta de que solo Él es nuestro Dios y Señor, nuestro Salvador. Porque encontrarse con Él no es solo verle con los ojos, es abrirse a reconocerlo en tantas presencias en las que él nos espera y transforma nuestra vida. Por eso, porque somos capaces de decir: “Señor mío y Dios mío” somos bienaventuradas, somos bienaventurados. Antes no utilizábamos esta palabra. A la hora de definir acciones de protesta, las llamábamos manifestaciones, resistencia civil, huelgas, boicot… pero si analizamos estas y muchas otras actividades reivindicativas necesitamos nombrar con una palabra una misma fuerza y lucha creativa a través de la dignidad y de la autenticidad. No es un término nuevo: el jainismo ha usado ahimsa (término original de noviolencia) como noción religiosa desde el s. VIII a.C. Sin embargo, tal y como la comprende, no solo incluye la acción directa, sino en especial una manera de vivir sin dañar a ningún ser vivo, lo que hoy en día llamamos noviolencia holística: un tipo de noviolencia ética (basada en principios) que transforma todas las decisiones cotidianas hacia una vida sin agresión (adoptando el vegetarianismo, el pacifismo…).
Hay también otra forma de noviolencia ética, la sociopolítica, que sin necesidad de integrar completamente la no-agresión en cada decisión, fundamenta la manera de transformar los conflictos en una premisa: los medios deben incluir el fin deseado. La semilla debe incluir el árbol. La paz no puede alcanzarse agrediendo, porque no será paz verdadera ni definitiva. Finalmente, existe una noviolencia que podría ser utilizada incluso por personas que no son pacifistas (es decir, aquellas que creen que la violencia puede ser un medio necesario en algunos casos). Se trata de la noviolencia pragmática, que utiliza estas estrategias ante los conflictos básicamente porque resulta más eficaz (tal y como demuestran las investigadoras Chenoweth y Stephan con «Why Civil Resistance Works», un estudio de 323 conflictos internacionales donde los resultados noviolentos doblan la eficacia de los violentos). La posición pragmática, pues, utiliza la noviolencia como simple método o herramienta de lucha. Las tres noviolencias (la holística, la sociopolítica y la pragmática) reducen el grado de violencia de los conflictos, pero solo en las dos primeras la noviolencia se interioriza en principios. Este punto resulta esencial para tener incidencia no solo sobre unos hechos concretos, sino también y permanentemente en las personas, que son las que protagonizarán en el futuro otros conflictos. La vida está llena de conflictos, y esto es bueno porque ante ellos avanzamos, crecemos y nos llegamos a conocer mejor. Pero es necesario aprender a transformarlos (no huir de ellos, porque empeoran), y a hacerlo sin violencia (porque la violencia siempre termina con más destrucción). La noviolencia, pues, ofrece este camino de desbloqueo de los conflictos, bajo el horizonte de diálogo y reconciliación. Quizás a estas alturas podemos empezar ya a responder a la pregunta «¿de qué sirve la noviolencia?». Como cristianos, seguidores de un Jesús que rechazó sistemáticamente el uso de la violencia para cambiar la realidad (Mt 5,44-48; Jn 7,53-8,11; Mt 26,52-54; Jn 18,22-24…), y que ofreció estrategias noviolentas ante las injusticias (ved el Cuaderno 207), sería deseable que pudiéramos abrazar la noviolencia ética (sea holística o sociopolítica) para que cambien nuestras actitudes de raíz, los principios más profundos con los que solemos vivir. Así lo pidió el papa Benedicto XVI en su discurso del Ángelus el 18 de febrero de 2007, cuando afirmó: «Para los cristianos, la noviolencia no es un simple comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser persona, la actitud de quien está convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad». Y diez años más tarde lo coronó el papa Francisco en el Mensaje para la 50ª Jornada Mundial de la Paz, íntegramente dedicado a la noviolencia: «Ser hoy verdaderos discípulos de Jesús significa también aceptar su propuesta de noviolencia». Esta noviolencia inherente al creyente ha sido recientemente ejemplificada por un buen número de católicos en los EE.UU., indignados por las políticas migratorias. Una de las acciones directas fue realizada el pasado 18 de julio, cuando se reunieron en el césped del Capitolio de Washington grupos de acción y oración que, después de discursos contra el trato inhumano a los migrantes, entraron en la rotonda del edificio para rezar el rosario con fotografías de niños muertos en la frontera con México a manos de autoridades gubernamentales, y formando una cruz humana en el suelo. La actuación tuvo repercusión mundial, porque la policía del Capitolio acabó por detener a 70 personas. La acción noviolenta ante las políticas migratorias también la hemos vivido en el Mediterráneo, donde ante el egoísmo de la Unión Europea, barcos como Open Arms (a cargo de Òscar Camps) o Sea Watch 3 (a cargo de Carola Rackete) se han atrevido a desobedecer leyes injustas para salvar más vidas y llevarlas a un puerto seguro. Vemos, pues, como una mirada al mundo en perspectiva nos desvela, de hecho, una noviolencia ya latiendo y fortaleciendo sociedades vulnerables, colectivos víctimas de opresiones, o ciudadanías enteras política y económicamente ahogadas por sus representantes. Naturalmente es muy difícil encontrarla en estado puro, como los minerales. Pero todo esfuerzo noviolento sustituye a otro violento, que habría sido mucho más destructivo. Démonos cuenta, por ejemplo, de cómo la desobediencia civil de las mujeres en Irán para entrar en los campos de fútbol o para quitarse el velo (como Nasrin Sotoudeh, condenada a 33 años y medio de cárcel y a 148 latigazos por defender pacíficamente los derechos de las mujeres en el país), emplea la noviolencia para la lucha por sus derechos. Estos casos se conocen por los medios, tejiendo sinergias y alianzas entre organizaciones y activistas, conciencian y mueven la rueda de esfuerzo e indignación noviolenta canalizada hacia más acciones y presión insostenible para el sistema injusto. Desde esta clave podemos también fijarnos en los movimientos contra el cambio climático que Greta Thunberg ha alentado desde desobediencias minúsculas a unas horas de clase para manifestarse en la plaza, hasta masivos actos de protesta en más de 1.600 ciudades de todo el mundo, con millones de personas creando escenificaciones, reivindicando decisiones políticas y concienciando a los medios de la necesidad de una relación más sostenible con la Creación. O podríamos hablar de las manifestaciones pacíficas, representaciones y reivindicaciones de colectivos LGTBI en Rusia, empleando la lucha noviolenta por sus derechos a pesar de detenciones, torturas y asesinatos de activistas… Y ciertamente un ejemplo paradigmático hasta el momento ha sido Hong Kong, donde después de la terrible represión que siguió al Movimiento de los Paraguas en 2014, colectivos enteros han aprendido la lección y han mejorado las técnicas noviolentas maravillando a los activistas de todo el mundo: «moverse como el agua», sin acampar en lugares fijos; evitar funcionar con líderes, aplicando ya la democracia participativa a la cual aspiran; protestas «de código abierto» con redes sociales donde votar los próximos movimientos y organizarse; sustituir el Telegram por tecnologías más efectivas en las manifestaciones, como el bluetooth AirDrop de los Apple; la invención de un lenguaje de signos propio, con el que organizan el suministro de recursos dentro de las multitudes; la subvención por micromecenazgo, abriendo la participación al mundo entero; técnicas para evitar estampidas que la policía provocaba con elementos contundentes como porras eléctricas; modos de neutralizar bombas lacrimógenas… En definitiva, así como en la guerra se ha invertido durante milenios tantísimas cantidades de dinero para desarrollar y perfeccionar armas y técnicas efectivas, la noviolencia se encuentra también en un proceso de aprendizaje que, a pesar del retraso, promete unos modos de transformación de los conflictos mucho más humanizantes, originales y centrados en cambiar al que agrede, no en destruirlo. ¿De qué sirve, pues, la noviolencia? Sirven ―o no sirven― las herramientas, pero los principios no dependen de la utilidad sino de la bondad. Aquello que vertebra y fortalece la interioridad resulta necesario en sí mismo. Los cristianos nos acercamos al estilo de Dios en la medida que practicamos la noviolencia de Jesús. Podemos experimentar con ella e iniciar cambios para implementarla en el día a día (sugerimos algunas propuestas en este nuevo proyecto), para que sea la lógica de Dios y no la nuestra la que cambie relaciones y conflictos. ¿Cómo hablar de Resurrección en medio de esta situación que estamos viviendo? ¿Cómo entonar un Aleluya desde el drama del sufrimiento, del caos, de la muerte, de la noche de tantos duelos personales y colectivos, en un mundo paralizado y paralizante? Sobran palabras y quizá un silencio es la mejor respuesta. Pero la fe cristiana siempre ha sentido la responsabilidad de hacer una lectura creyente de los acontecimientos en un diálogo profundo con la realidad. Nuestra fe es exigente y radical porque nos pide ver más allá del drama humano. No hay más que ver la historia de Jesús y su desenlace. La fe cristiana es una posición ante la vida que no busca un consuelo narcótico, sino que sostiene la raíz de la existencia revelando que hay algo más que el drama humano y que puede ser traspasado y liberado.
El Evangelio de este Domingo inicia el penúltimo capítulo de Juan en el que se hace evidente la luz, la vida y la verdad que ha ido tejiendo todo el mensaje joánico. Narra la experiencia de tres referentes en el origen de nuestra fe: María de Magdala, Pedro y Juan. Son tres personas, pero no se representan a sí mismas porque presuponen tres prototipos de formas diferentes de acceder al mensaje de la Resurrección. El texto ya nos sitúa en una nueva era: “El primer día de la semana” Ya no es el Sabbat el día religioso, hay una superación de la visión judía de la revelación de Dios y que va apuntando hacia una nueva Alianza entre la humano y lo Divino. María va muy de mañana al sepulcro, casi antes del amanecer. Estamos ante un símbolo que nos revela que, en el punto más oscuro de la noche, cuando la noche ya no puede ser más noche, justo el instante siguiente es ya el amanecer; nace la luz y algo nuevo asoma a la consciencia humana. El sepulcro es el símbolo de la muerte, de lo que ha perdido sentido, es el llanto y el drama humano hecho realidad. Jesús no está en la tumba vacía, sin embrago, puede ser una prueba negativa de su nueva existencia. María es capaz de leer un signo lleno de misterio y al mismo tiempo de esperanza: la piedra está quitada e interpreta que se han llevado el cuerpo de Jesús. Su reacción no es paralizante, va corriendo a contarlo y a abrir una nueva perspectiva de los hechos. Pedro, que representa la autoridad, y Juan que representa el vínculo de amor con el Maestro, van corriendo juntos para ver qué está pasando. Dice el Evangelio que llega antes Juan, quizá porque está liberado del peso de la institución y va centrado en lo esencial que va dirigiendo su vida. Se asoma al sepulcro y no entró. Seguramente no necesitaba ya más signos que lo que su inspiración profunda le iba revelando. Pedro sí entró y comienza una descripción exhaustiva de lo que allí había. Signos, signos y signos. La mente humana necesita evidencias, necesita medir, necesita espacio, tiempo, formas, contar, separar, controlar. Pero también la mente humana es capaz de procesar una novedad que conecta con otra realidad profunda que no entra en las categorías tangibles. El evangelio de hoy nos sitúa ante una realidad que trasciende la evidencia física y la apertura a mirar de una manera diferente; nos conduce a una nueva visión de la vida. Hasta entonces, narra el Evangelio de Juan, no habían entendido que Jesús resucitaría y vencería a la muerte. Nos encontramos ante la savia que va regando los vasos conductores del cristianismo que no se detiene en los límites humanos, sino que los amplía y trasciende. Es muy fácil creer en la Resurrección como dogma (si lo dicen los elegidos con tanta contundencia será verdad) recitarlo en el Credo, ponerlo como bandera de nuestra religión, esperar al fin de nuestra vida biológica para vivir con esa ilusión. Puede, incluso, darnos seguridad y tener cierto control en la ruta a la que vamos caminando. Lo realmente difícil es vivir la resurrección en el aquí y ahora, no vivirla como un premio sino como un nuevo modo de existencia, encontrar pequeños signos en la vida ordinaria que nos hablan de esa conexión con otra consciencia de la que también está hecho el ser humano. El Cielo y la Tierra en unidad, inseparables, la luz y la tiniebla, la muerte y la vida cohabitando en nuestro escenario vital. Un mensaje que nos habla de que la esencia humana es atemporal, no necesita signos, no tiene espacio, no tiene límites, sólo LUZ en un movimiento permanente hacia la plenitud. ¡¡¡FELIZ PASCUA!!! Este viernes santo es ciertamente especial. Recordamos la pasión y muerte de Jesús en un contexto en el que la muerte de muchos nos rodea de cerca o por lo menos no demasiado lejos.
La liturgia nos propone incorporarnos esta semana, como recordatorio vital, a la pasión de Jesús. ¿Qué puede significar para nosotros este viernes hacer memoria de la tortura y muerte de un hombre justo? ¿Quiénes lo han acompañado en este camino? ¿Cómo lo han hecho? Los distintos personajes que propone el evangelio de Juan viven este itinerario hacia la cruz de manera diversa, cada uno según sus posibilidades y en función ya de una misión concreta. Los discípulos Judas y Pedro aparecen, en la narración, desde una óptica muy difícil de entender. Judas lidera patrullas, guardias, soldados… y es el traidor. Pero Pedro también está bastante desorientado. ¿Qué hace Pedro con una espada? ¿Por qué corta la oreja derecha a un soldado? ¿A qué viene este uso de la violencia en este discípulo y potencial líder de la Iglesia? ¿Qué ha entendido Pedro después de tanto tiempo de seguimiento de Jesús para actuar así? Y su modo de actuar no mejora a continuación: niega a Jesús tres veces. Ante la escena de Pedro cortando la oreja, Jesús lo detiene y cura al soldado. Pero la explicación que da para no iniciar una batalla no deja de ser misteriosa: “El cáliz que me da el Padre, ¿no lo voy a beber?” Jesús entiende el devenir de su historia, aun cuando está llena de dolor y brutalidad, como parte de la voluntad de Dios. El cáliz representa la pasión y Jesús había dicho a Santiago y a Juan que ellos podrían participar de él. El cáliz evidentemente tiene un fuerte talante eucarístico y posiblemente el evangelista hace aquí una alusión a la sangre de Jesús en su acepción eucarística pero también vital y existencial de la entrega de la vida. Esta doble dimensión recuerda que la participación en el cuerpo de Cristo implica una vida que llegue hasta sus extremos en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Por otro lado, otro grupo formado por María (la madre de Jesús), la hermana de la madre, María de Cleofás y María Magdalena, aparecen como la nueva comunidad de fe que se reúne al pie de la cruz (Jn 19,25), y que recibe la sangre y el agua que brotan del costado, signo de la Iglesia sacramental. Comunidad de cuatro mujeres que se mantienen firmes y reunidas en torno a su Señor. El modelo de relación por excelencia es ahora de filiación en la que María, la madre, ocupa lugar privilegiado. Y el espacio ahora señalado para las comunidades, está bajo el “techo del discípulo amado”, como símbolo de mutua acogida del discípulo y la madre (Jn 19,27). Las otras mujeres se mantienen firmes en la compañía y el seguimiento y los evangelios sinópticos cuentan que son las que se acercarán prontamente al sepulcro. Magdalena ocupará un lugar privilegiado en los relatos que siguen a continuación inaugurando el anuncio del “amanecer” que comienza por sus palabras dirigidas a Pedro y a un discípulo amado, quienes seguirán sus pasos. Hemos señalado distintas vivencias del seguimiento de Jesús en su pasión. Y ha habido muchas otras maneras a lo largo de los siglos, a la que nos incorporamos, cada uno de manera personal y en función de la misión específica que hemos ido descubriendo en nuestra vida. En este tiempo en que la pasión de muchos se hace presente, recuperar nuestra misión concreta en torno al dolor, al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte recobra importancia. Estar desorientado buscando por la fuerza soluciones imposibles, acompañar y cuidar el cuerpo de los moribundos, reformular las relaciones con los más cercanos… son algunas de las actitudes posibles. No alejarse es la clave. Las dos frases más repetidas por la iglesia en este domingo son: “Cristo ha resucitado” y “Dios ha resucitado a Jesús”. Resumen las afirmaciones más frecuentes del Nuevo Testamento sobre este tema.
Sin embargo, como evangelio para este domingo se ha elegido uno que no tiene como protagonistas ni a Dios, ni a Cristo, ni confiesa su resurrección. Los tres protagonistas que menciona son puramente humanos: María Magdalena, Simón Pedro y el discípulo amado. Ni siquiera hay un ángel. El relato del evangelio de Juan se centra en las reacciones de estos personajes, muy distintas. María reacciona de forma precipitada: le basta ver que han quitado la losa del sepulcro para concluir que alguien se ha llevado el cadáver; la resurrección ni siquiera se le pasa por la cabeza. Simón Pedro actúa como un inspector de policía diligente: corre al sepulcro y no se limita, como María, a ver la losa corrida; entra, advierte que las vendas están en el suelo y que el sudario, en cambio, está enrollado en sitio aparte. Algo muy extraño. Pero no saca ninguna conclusión. El discípulo amado también corre, más incluso que Simón Pedro, pero luego lo espera pacientemente. Y ve lo mismo que Pedro, pero concluye que Jesús ha resucitado. El evangelio de san Juan, que tanto nos hace sufrir a lo largo del año con sus enrevesados discursos, ofrece hoy un mensaje espléndido: ante la resurrección de Jesús podemos pensar que es un fraude (María), no saber qué pensar (Pedro) o dar el salto misterioso de la fe (discípulo amado). Los relatos de los próximos días de Pascua nos ayudarán a alcanzar la tercera postura. Las dos primeras lecturas En ella se mueven las otras dos lecturas de este domingo (Hechos y Colosenses) que afirman rotundamente la resurrección de Jesús. Hay algo que une estas dos lecturas tan dispares: a) las dos mencionan los beneficios de la resurrección de Jesús para nosotros: el perdón de los pecados (Hechos) y la gloria futura (Colosenses); b) las dos afirman que la resurrección de Jesús implica un compromiso para los cristianos: predicar y dar testimonio, como los Apóstoles (Hechos), y aspirar a los bienes de arriba, donde está Cristo, no a los de la tierra (Colosenses). ¿Por qué espera el discípulo amado a Pedro? Es frecuente interpretar este hecho de la siguiente manera. El discípulo amado (sea Juan o quien fuere) fundó una comunidad cristiana bastante peculiar, que corría el peligro de considerarse superior a las demás iglesias y terminar separada de ellas. De hecho, el cuarto evangelio deja clara la enorme intuición religiosa del fundador, superior a la de Pedro: le basta ver para creer, igual que más adelante, cuando Jesús se aparezca en el lago de Galilea, inmediatamente sabe que “es el Señor”. Sin embargo, su intuición especial no lo sitúa por encima de Pedro, al que espera a la entrada de la tumba en señal de respeto. La comunidad del discípulo amado, imitando a su fundador, debe sentirse unida a la iglesia total, de la que Pedro es responsable. Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir. Y él fue consciente de ello. Él era el agua viva, dice a la Samaritana, Él había nacido del Espíritu, como pidió a Nicodemo; Él vive por el Padre; Él es la resurrección y la Vida. Ya en ese momento, cuando habla con sus interlocutores, está en posesión de la verdadera Vida. Eso explica que le traiga sin cuidado lo que pueda pasar con su vida biológica. Lo que verdaderamente le interesa es esa VIDA (con mayúscula) que él alcanzó durante su vida (con minúscula). La experiencia pascual de sus seguidores consistió en darse cuenta de esta realidad en Jesús.
No debemos entender la resurrección como la reanimación de un cadáver. Un instante después de la muerte, el cuerpo no es más que estiércol. Los sentimientos que nos unen al ser querido muerto, por muy profundos y humanos que sean, no son más que una relación psicológica. Esos despojos no mantienen ninguna relación con el ser que estuvo vivo. La muerte devuelve al cuerpo al universo de la materia de una manera irreversible. La posibilidad de reanimación es la misma que existe de hacer un ser humano partiendo de un montón de basura. Eso no tiene sentido ni para los hombres ni para Dios. Jesús sigue vivo, pero de otra manera. Debo descubrir que yo estoy llamado a esa misma Vida. A la Samaritana le dice Jesús: el agua que yo le daré se convertirá en un surtidor que salta hasta la Vida eterna. A Nicodemo le dice: Hay que nacer de nuevo; lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es Espíritu. El Padre vive y yo vivo por el Padre, del mismo modo, el que me asimile vivirá por mí. Yo soy la resurrección y la Vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. Jesús no habla para un más allá, sino en presente. ¿Creemos esto? Jesús había conseguido, como hombre, la plenitud de Vida del mismo Dios. Porque había muerto a todo lo terreno, a su egoísmo, y se había entregado por entero a los demás, llega a la más alta cota de ser posible como hombre mortal. Este admirable logro fue realizable, después de haber descubierto que esa era la meta de todo ser humano, que ese era el único camino para llegar a hacer presente lo divino. Esta toma de conciencia fue factible, porque había experimentado a Dios como Don. Una vez que se llega a la meta, es inútil seguir preocupándose del vehículo que hemos utilizado para alcanzarla. La liturgia de Pascua nos está diciéndonos que, en cada uno de nosotros, hay zonas muertas que tenemos que resucitar. Nos está diciendo que debemos preocuparnos por la vida biológica, pero no hasta tal punto que olvidemos la verdadera Vida. Nos está diciendo que tenemos que estar muriendo todos los días y al mismo tiempo resucitando, es decir pasando de la muerte a la Vida. Si al celebrar la resurrección de Jesús no experimentamos nosotros una nueva Vida, es que nuestra celebración ha sido simple folclore. Aunque tengamos partes muertas, todos estamos ya en la Vida que no termina. Nota: por motivos de salud pública, en medio de la pandemia por el virus Covid-19, están prohibidos los actos de culto en numerosos países. Por si alguien quiere vivir de esta forma virtual la celebración dominical, facilitamos el enlace con el audio de la Eucaristía correspondiente al Domingo de Resurrección (ciclo A), que se grabó hace tres años: Pincha aquí para escuchar la Eucaristía. Meditación Resurrección y Vida expresan la misma realidad. En la medida que haga mía la Vida, Estoy garantizando la resurrección. No te preocupes de lo que va a ser de ti en el más allá. Lo importante es vivir aquí y ahora esa VIDA. Todo lo demás ni está en tus manos ni debe importarte. Para profundizar ¿Puede resucitar el que está vivo? Jesús no estuvo muerto ni un instante Cambiemos el concepto de esa VIDA y cambiará la idea de la Pascua No hay sombra en un objeto si no le da la luz Podemos vivir en la sombra sin descubrir la luz Podemos vivir en la luz aun sabiendo que la sombra está a la vuelta No podemos separar la muerte de la Vida pero podemos olvidarnos de una de ellas No hay que pasar la muerte para vivir la Vida como nos han contado tantas veces La Vida es ya mi ámbito, aunque no la descubra La pascua no es un tiempo, es un estado en el que todos permanecemos siempre Muerte y resurrección caminan de la mano Y nunca pueden separarse del todo Jesús había resucitado antes de muerto No lo pudieron sospechar sus seguidores La experiencia pascual obró el milagro y fue una bendición para nosotros Gracias a ellos sabemos que está vivo y que esa misma Vida está en nosotros Si solo nos fijamos en él, seguimos muertos La Pascua atañe a cada uno en lo más hondo No hay nada que esperar cuando lo tienes todo Busca dentro de ti lo que celebras y todo cambiará radicalmente Decíamos al principio de la cuaresma que no se podía entender ese tiempo litúrgico sin tener presente la Pascua. Hoy, al celebrar la resurrección de Jesús, damos sentido a todo ese tiempo de preparación para este acontecimiento. Naturalmente, no se puede resucitar si antes no se ha muerto, pero debemos tener en cuenta que en toda muerte ya está presente la Vida, es decir la resurrección. Tal vez sea este aspecto el más complicado para nosotros hoy. Por eso no podemos conformamos con celebrar externamente lo que sucedió a Jesús hace dos mil años. Solo viviendo lo que él vivió celebraremos la pascua.
Los símbolos de esta vigilia son fuego y agua como principios de la vida biológica. Esta es la primera clave para entender lo que estamos celebrando en la liturgia más importante de todo el año. Del fuego surgen dos cualidades sin las cuales no hubiera podido surgir la vida que conocemos: luz y calor. El agua es el elemento fundamental para formar un ser vivo. El 80% de cualquier ser vivo, incluido el hombre, es agua. Recordar, y renovar nuestro bautismo, es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. Hoy el fuego y el agua simbolizan a Jesús porque le recordamos como Vida. En el prólogo del evangelio de Jn dice: “En la Palabra había Vida y la Vida era la luz de los hombres”. La vida que hoy nos interesa no es la física (bios), ni la psíquica (psiques), sino la espiritual y trascendente. Por no tener en cuenta la diferencia entre estas vidas, nos seguimos armado un lío con la resurrección. La vida biológica no tiene importancia en lo que estamos tratando. “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. La biológica y la psíquica tienen importancia solo porque son la que nos capacitan para alcanzar la espiritual. Solo el hombre que es capaz de conocer y de amar puede acceder a la Vida divina. Nuestra conciencia individual tiene importancia solo como instrumento, como vehículo para alcanzar la Vida definitiva. Lo que celebramos esta noche es la llegada de Jesús a esa plenitud de Vida. Jesús, como hombre, alcanzó la más alta cota de esa Vida. Posee la Vida definitiva que es la misma Vida de Dios. Esa Vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y psicológica, porque es lo que nosotros podemos descubrir por los sentidos. Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir su divinidad. Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de experiencia pascual. Para los apóstoles, como para nosotros, se trata de una vivencia interior. A través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren los seguidores de Jesús que tiene que estar él VIVO. Solo a través de la convicción personal podemos aceptar nosotros la resurrección. Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso, en esta vigilia tiene tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. El cristiano debe estar constantemente muriendo y resucitando. Muriendo a lo terreno y caduco, al egoísmo, y naciendo a la verdadera Vida. Tenemos una concepción estática del bautismo que nos impide vivirlo. En tal día a tal hora, han hecho el signo sobre mí, pero lo significado es tarea de toda la vida. Todos los días tengo que estar haciendo mía esa Vida. |
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