“Queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. Con esta frase, Santiago y Juan han pasado a la historia como dos inconscientes que no comprendieron el estilo de vida de Jesús, aunque habían convivido unos años con Él.
Algo semejante nos ocurre a nosotros y a las comunidades eclesiales. ¿Estamos libres de la ignorancia que tenían los dos hermanos? ¿No nos vemos reflejad@s en esa petición? ¿Cómo es nuestra oración de petición? ¿Es un abandono confiado en las manos del Abbá? ¿O hacemos bullying al mismísimo Dios porque queremos que haga lo que le pedimos? ¿Nos sentimos “señores” de nuestra vida y de nuestra historia, y no le cedemos ese puesto ni a Dios? ¿Con qué convencimiento decimos “que se haga tu voluntad…” en el Padrenuestro? El protocolo, en tiempos de Jesús y ahora, destaca dos lugares de honor: a la derecha y a la izquierda del personaje principal. ¿Queremos salir siempre en el selfie con Jesús? ¿Queremos figurar en determinados puestos y que se reconozcan nuestros méritos y compromisos? ¿Cómo pide nuestro ego su alimento cotidiano? El evangelio de hoy nos pone frente a la actitud de estos dos hermanos como si fueran un espejo que nos muestra lo que somos y nuestros deseos más profundos e inconfesables. Los otros diez apóstoles se indignaron. Como nos indignamos nosotr@s cuando presenciamos escenas semejantes. Estamos hech@s del mismo barro. Tenemos la misma raíz humana que los apóstoles, la misma naturaleza herida. Además, hemos perdido algo muy valioso: la corrección fraterna. Jesús corrigió a los doce y les hizo tomar conciencia de la realidad política y religiosa en la que vivían: los poderosos eran opresores, no servidores. Las autoridades romanas y el sanedrín eran buena muestra de ello. Los dos hermanos habían dejado sus barcas para formar parte de proyecto del Reino… y ahora querían imponerle a Jesús su propio proyecto y subir en el escalafón. En el curso de esa corrección, Jesús les pregunta ¿“sois capaces de…”? A Santiago y Juan no se les ocurre responder desde su fragilidad, sino desde su soberbia: ¡Podemos! El tiempo demostró que de lo único que fueron capaces, cuando llegó el momento de dar testimonio en la pasión, fue de esconderse como ratas para no perder la vida. Como ellos, puede que nos creamos capaces de muchas cosas, y deseemos tener más poder. Pero hay que ser una gran persona para que el ejercicio del poder no se nutra con la savia de los siete pecados capitales (avaricia, soberbia, lujuria, envidia, ira, gula, pereza…) Miremos el panorama de quienes detentan el poder en el ámbito político, eclesial, familiar, laboral etc. y saquemos conclusiones. Y ojalá no quedemos fuera del “mea culpa”, en la parte que nos corresponde. Poder y servicio deberían estar íntimamente entrelazados, pero habitualmente son como dos caras de una moneda: no es posible verlas al mismo tiempo. Cuando Santiago, Juan y sus diez compañeros estaban mirando la cara del poder, Jesús les ayuda a dar la vuelta a la moneda y fijarse en la riqueza del servicio. Por eso, este evangelio nos invita también a revisar seriamente cómo comprendemos y vivimos el servicio en la Iglesia y en las iglesias. Servir… ¿a quién? ¿Cómo? ¿A cambio de qué? Servir no es hacer las tareas que la otra persona puede hacer, pero no las hace por comodidad. Servir no es vivir con sumisión ni permitir que pisoteen la dignidad. Junto a la tolerancia cero en la pederastia, ojalá lleguemos a tolerancia cero en el servilismo en el ámbito eclesial. Es cuestión de caminar en esta dirección. Finalmente, el evangelio nos invita también a preguntarnos: ¿pedimos sentarnos en su gloria y gestionar nuestro puesto en el Reino, tras la muerte? Hay una teología que atufa, basada en los premios, merecimientos y enchufes. Esa teología nos invita a razonar de este modo: por si acaso no entran todos en la gloria…, asegurémonos un buen puesto lo antes posible. Recordemos a Dios todo lo que le hemos dado, para que no lo olvide, y nos guarde un puesto de honor. Repitamos ritos y oraciones que tienen promesa de vida eterna. Si es así, ¡somos hij@s de Zebedeo!
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