Para lo que hay que ver, que no vemos, no sirve graduarse la vista ni limpiar con suavidad las gafas manchadas por el trajín de la vida.
Para lo que hay que ver, los sentidos se experimentan escasos: ni gustan, ni oyen, ni tocan, ni huelen, ni ven. Para lo que hay que ver, como vieron los que Le vieron antes de dejar de ver, hay que mirar con los ojos del corazón que, aunque ciegos, no dejan de mirar, y siempre ven. Para cambiar la mirada y volver a ver, hay que permanecer ciegosante el oscuro sepulcro al amanecer; como Magdalena y las otras mujeres. Para volver a ver hay que derramar lágrimas, que limpien de polvo y tierra nuestros ojos, recobrando así el genuino brillo de los ojos de los niños. Para volver a ver hay que dejarse vencer por la sorpresa e invadir por la alegría; hay que reconocer el sonido de tu nombre y asumir la misión de comunicar a otros lo que todavía no ven. Y sentir el calor de brasas y el olor a pan y pescado invitando a la mesa al amanecer. Para lo que hay que ver, ya no nos sirven los ojos. El camino de la Pascua no se experimenta por lo que los ojos ven sino por la temperatura del corazón percibiendo lo que los ojos no ven. (Las palabras en cursiva son de las lecturas de la Octava de Pascua)
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