Empezaremos por situar este texto en su contexto: el evangelista sitúa la escena inmediatamente después de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, al estilo de los reyes y vencedores. La gente le aclama, pero él va montado en un asnillo.
Poco después, Juan nos presenta el lavatorio de los pies, ese gesto escandaloso que Jesús transformó en bienaventuranza: “Felices vosotros si practicáis estas cosas” (Juan 13, 17). Tenemos dos polos bien distantes: la multitud que le aclama y Pedro que pone en cuestión el lavatorio de los pies, al verle de rodillas, con un delantal. Y en medio, el texto de hoy, en el que se intercalan varias frases que nos hacen perder el hilo conductor. Vamos a dejar a un lado esas frases para ir directamente al contenido. Entre los que habían subido al templo de Jerusalén, en la fiesta de la Pascua, había algunos griegos que querían ver a Jesús. ¿Nos presenta el evangelista Juan un hecho histórico? Es poco probable. Ninguno de los tres evangelios sinópticos dice que los griegos se acercaran a Jesús o lo buscaran. Sin embargo, muchos años después de la muerte de Jesús, cuando Juan escribió su evangelio, el cristianismo se estaba extendiendo por Grecia. En esa época sí había hombres y mujeres griegos muy interesados en la persona y el mensaje de Jesús. “Queremos ver a Jesús” expresaría el deseo y la búsqueda de esas personas que se acercaron a las comunidades cristianas, tiempo después de la muerte y la resurrección. Curiosamente, el evangelista nos dice que Andrés (hermano de Pedro) y Felipe son los que ayudaron a los griegos a acercarse a Jesús. Estos dos apóstoles se dedicaron a evangelizar el mundo griego. Por tanto, no es casualidad que el evangelio de Juan los cite a ellos y no a otros apóstoles. Es un mensaje con rasgos de teofanía: el contenido fundamental del texto de hoy nos habla de glorificación, tanto del Hijo del hombre como del Padre, expresando la profunda unidad entre los dos. Para Jesús, el camino hacia esa glorificación es duro y expresa cómo se siente: su alma está agitada. El texto recuerda bastante la escena del Tabor. Para sugerirnos la presencia del Misterio se utilizan categorías judías: un trueno o un ángel. Es decir, algo o alguien que está más allá de nuestro ámbito, de lo que podemos controlar o dominar. Algo que remite al firmamento, a la esfera de lo divino y de la naturaleza. A diferencia del mensaje catequético del Tabor, no son tres varones privilegiados, sino todas las personas que rodean a Jesús, quienes están invitadas a experimentar la glorificación. En los juicios, quien formulaba las acusaciones era el personaje central, el que cobraba mayor protagonismo. De la habilidad de este acusador dependía el resultado del juicio. El evangelio de hoy ofrece una clave teológica muy importante: el acusador (el príncipe del mal) va a ser expulsado. Las primeras comunidades ya no deben temer, la acusación es sustituida por la misericordia. Como repite el evangelista, una y otra vez, acojamos la luz que nos permite ver esta diferencia, y vivir en consecuencia. ¿Cuál es el sentido de las frases que quedan intercaladas en el texto? Una referencia a la experiencia diaria: Jesús, al predicar, ponía ejemplos de todo aquello que sus oyentes percibían con los cinco sentidos, de todo aquello que era significativo en su vida. Hoy, nos presentan el ejemplo del grano de trigo que es fecundo solo después de caer en tierra y morir. Tras romperse y pudrirse, un solo grano se convierte en espiga que lleva en su interior la fecundidad de docenas de nuevos granos. En otros textos de la Escritura se alude a esta “muerte” de todo lo que se sembraba, por ejemplo la parábola del sembrador (Marcos 4, 3-8.26-27) o este texto sobre la resurrección: “¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo? ¡Necio! Lo que tú siembras no germina si no muere. …” (1ª Corintios 15, 35-36) Tanto para los judíos como para los griegos era un escándalo que alguien muerto en una cruz pudiera dar fruto y ser exaltado, elevado a la gloria. O que la vida de los martirizados, a causa de su fe, diera fruto. Sin duda, la imagen del grano de trigo despertaría la esperanza, en medio de las duras persecuciones de aquellos tiempos. Hoy, es bueno que recordemos tanto la fecundidad de las pequeñas muertes de cada día, (como recordaba san Francisco de Sales) como la fecundidad de quienes han muerto por vivir las bienaventuranzas o arriesgan cada día su vida. Necesitamos traducir: El evangelista ha intercalado también esta frase: “El que se ama a sí mismo se pierde y el que se aborrece (odia) a sí mismo en este mundo conservará su vida en la vida eterna” ¡Qué explicaciones tan extrañas se han dado sobre este texto en las homilías! ¡Cómo han condicionado antaño algunos comportamientos patológicos en la vida religiosa! Jesús utilizó muchas veces frases que hacían pensar, que ayudaban a romper los esquemas mentales de la gente de su tiempo y les facilitaban el abrirse a algo nuevo. Pongamos un ejemplo actual: Si alguien se aferra a mantener costumbres antiguas, que ya no tienen sentido, alegando que “siempre se ha hecho así” les podemos preguntar: ¿por qué cuando enfermas acudes a los médicos y aceptas lo que la medicina moderna y la tecnología punta te ofrecen, en lugar de tomarte una pócima del tiempo de tus antepasados? Hay frases, ejemplos y parábolas que nos ayudan a poner en cuestión nuestros esquemas mentales. En la primera lectura el profeta Jeremías nos dice que Dios escribirá la ley en nuestros corazones y entendemos que es una imagen. Aborrecerse a sí mismo es otra imagen, que va más allá de lo que dice el texto a primera vista. ¿Podemos amar a los demás sin amarnos a nosotros mismos? ¿Podemos cuidarles si nos aborrecemos? ¿Tenemos equilibrio sicológico cuando nos odiamos, o ese odio muestra alguna patología? ¿A dónde nos conduce la interpretación literal de esta frase, si no tenemos en cuenta las aportaciones de la historia de la sicología y de la espiritualidad? Esta frase merecería un estudio exegético ella sola. Es arriesgado intentar traducirla con las claves de hoy, pero vamos a intentarlo: Cuando nos nutrimos de amor propio nos destruimos; cuando alimentamos nuestro ego y vivimos ensimismad@s (en- sí-mism@) perdemos la vida, porque el alimento del ego nos envenena, nos enferma y nos conduce a muchas formas de muerte. Por el contrario, en el seguimiento de Jesús, al de-vivirnos, al entregar la vida y perderla poco a poco, vamos recibiendo la plenitud de la Vida. ¿Quién es el príncipe de este mundo? En los juicios tenía mucha importancia la persona que formulaba las acusaciones. El evangelio de hoy ofrece una clave teológica muy importante para las primeras comunidades: el acusador (el príncipe del mal) va a ser expulsado. La acusación es sustituida por la misericordia. Como veíamos en el evangelio del domingo pasado, ahora se trata de acoger la luz que nos permite ver esa diferencia, y vivir en consecuencia.
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