No hay cosa más obvia que el aire. Asumimos su lugar en nuestras vidas sin cuestionamiento alguno. Ni siquiera nos preguntamos por él. Simplemente está, lo damos por hecho. (Como tantas otras cosas indispensables, lo detectamos en su ausencia).
No registramos cómo permanentemente nos llena y nos vacía, se acompasa al ritmo del cuerpo, espera y empuja contracciones y dilataciones. No captamos su circulación por todos los rincones, su llegada a cada célula para otorgarle el oxígeno que necesita para alimentarse. No tenemos a la vista su intercambio misterioso con la sangre, a la que le entrega esa vitalidad gaseosa que iremos convirtiendo en energía y sustancia. Es un “proceso pasivo” que se realiza en “automático”, en la complicidad callada de nuestra biología con el cosmos. Sin embargo, con los años vamos comenzando a ponerle obstáculos. A achicar las vías de acceso. A respirar sólo desde la garganta. A trabar su movimiento, estrechándonos. Utilizamos una pequeña parte de nuestra capacidad pulmonar, no nos dejamos inundar por él, tememos que nos ahogue. Se me ocurre que algo así nos ocurre con el Espíritu; la ruaj, el aliento de Dios que despierta nuestro barro. Es tan parte de nuestra identidad que no lo reconocemos; y desciende sobre nosotros insaciable, nos atraviesa en todo momento. Vínculo tan natural, tan primario que pasa desapercibido. Y del mismo modo, el espíritu de la humanidad, el tesoro de lo colectivo madurado por los siglos -la riqueza de la raza humana y la diversidad de las razas-, que nos habita y nos excede. Vieron cómo son los gases… cuanto más espacio disponible, más se expanden… Si le hacemos lugar, irá tomándonos de a poco, cautivando nuestra interioridad, nutriéndonos. Y empujará desde adentro, reclamando más aún, expandiendo la capacidad de recepción. Querrá anidar en lo más hondo, sostenida la caja torácica “desde el vientre”. Y si aceptamos acogerlo, retenerlo el tiempo suficiente, fecundará… El viento es simplemente aire en movimiento. Sólo si lo dejamos atravesar con sentido nuestro cuerpo, se hace palabra -canto y profecía-. Somos instrumento; el espíritu se pronuncia a sí mismo a través nuestro, se hace logos, verbo encarnado… Dios “necesita” de nuestra humanidad disponible, para hacerse otro Cristo, “palabra de dios en la lengua del hombre”. Y somos también ese sello peculiar, esa faceta de su infinito que se manifiesta cuando nos pronunciamos. El espíritu colectivo, al surcarnos, entra en diálogo creativo con lo que somos, y de allí emerge una palabra única, nunca antes declarada, un anuncio absolutamente original. A esos pronunciamientos estamos invitados. A alzar una voz propia que ayude a sostener la marcha del pueblo. Voz que es propia y es de todos…
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