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"Ver" el Misterio por: Enrique Martínez Lozano

1/5/2012

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La conciencia mítica presentó este relato como una historia de dioses venidos de fuera. La lectura literalista lo convirtió en una “anécdota” pastoril. La misma repetición, cada Navidad, hizo de él una rutina acostumbrada.

Parece necesario superar esas estrecheces para acoger la admirable hondura que encierra esa escena que, en su nivel profundo o espiritual, habla de todos nosotros.

Se habla de unos pastores, de un pesebre, de un recién nacido con sus padres, de una mujer que “guarda” un secreto, de gloria y alabanza a Dios… Toda la escena quiere introducirnos en un Silencio admirado y agradecido, pleno de luz y de alabanza.

La sencillez del relato es la otra cara de su profundidad ilimitada. Su objetivo no es contarnos un hecho histórico, una simple anécdota ocurrida a algunas personas en Belén. No transmite unos datos con los que nuestra mente quede entretenida (más aún, es opinión común entre los exegetas que, probablemente, Jesús no nació en Belén).

Se trata, por tanto, de una invitación a ahondar en el Misterio que ahí se expresa. Todo está ahí. Y, de la misma manera, todo es ahora. Pastores, pesebre, recién nacido…: cuando sabemos ver, descubrimos que todo está lleno de la Presencia que es, atemporal e ilimitada.

La Presencia o el Misterio no es una realidad separada, al margen de las cosas, ni siquiera “al lado” de ellas. Es su propia Mismidad. Por ese motivo, los pastores, el pesebre, el recién nacido… representan a la realidad entera: somos nosotros mismos, es todo lo que nos rodea en este preciso momento, son todos los seres… Como dice el libro de la Sabiduría, “todo lleva tu aliento divino” (12,1).

Sólo hace falta “ver”. Ahora bien, los maestros nos recuerdan que, si queremos ver con claridad, necesitamos calmar la mente. La identificación con la mente constituye un velo opaco que, al fraccionar y separar la realidad, la deforma absolutamente, y nos hace tomar como real lo que no es más que una proyección de ella misma.

La mente, por su propia naturaleza, es separadora: cosas, acontecimientos, personas, Dios…, todos son vistos como “entes” aislados. Porque la mente no puede verlos de otros modo. Eso explica que la primera creencia del yo sea precisamente la de considerarse un ser separado… y que viva, en consecuencia, a partir de su “programa” favorito: la defensa y el ataque.

La identificación con la mente produce inmediatamente una doble consecuencia: nos saca del presente y nos introduce en la dualidad. A partir de ahí, quedan garantizados la confusión y el sufrimiento.

Cuando leemos desde ella el nacimiento de Jesús –o, más ampliamente aún, el misterio de la encarnación de Dios-, seguimos imaginándolo de una forma dualista: un Dios separado toma carne en un hombre separado, y eso tiene consecuencias para los demás seres separados… 

La sabiduría va en la otra dirección. Aquietada la mente, se abre paso la Comprensión. Todo está en todo. Y todo es un admirable Misterio de Unidad. Lo que llamamos “encarnación” no es sino la proclamación de que todo está atravesado por la Divinidad, que en todo se expresa y manifiesta.

En la tradición cristiana, reconocemos esa realidad revelada en Jesús: en él se nos muestra lo que es en todo. Cuando lo vemos así, sabemos que los pastores, el pesebre, el recién nacido… representan la realidad entera.

Y ante esa manifestación, ¿qué nos queda? La actitud de María: acoger todas las cosas, “guardarlas”, “meditándolas en el corazón”. Ir más allá de los conceptos y de las palabras, para adentrarnos en el No-saber y, de ese modo, descansar –admirados, sobrecogidos, agradecidos, hermanados- en el Misterio y dejarnos ser en él.

Es el camino que han recorrido los místicos y los sabios de todos los tiempos, que han sabido “ver”, más allá de las apariencias, la Realidad.

Es el No-saber que sabe, según experimentó san Juan de la Cruz: “Entreme donde no supe / y quedeme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”.

Es el No-saber que permanece anclado siempre en el presente, como apreciaba el poeta portugués Fernando Pessoa: “Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte”.

“Meditar las cosas en el corazón”, como María, significa adentrarse en ese No-saber y dejarse admirar por la Presencia luminosa que todo lo habita. No hay dos cosas: la Presencia y las cosas. Se trata de una admirable No-dualidad en la que “Presencia” y “cosas” son sólo las dos caras de la Única Realidad.

“Meditar las cosas en el corazón” significa desarrollar la “mirada contemplativa” que se halla en todos nosotros y que puede vivir cuando serenamos la mente alocada y su incesante parloteo. Al renunciar a pensar, empezamos a ver.

Esto no significa demonizar la mente ni, mucho menos, negar su imprescindible valor como herramienta a nuestro servicio. Es una llamada a no caer en la trampa de identificarnos con ella, a no creer que su “modo de ver” es el modo válido y definitivo.

Liberados de ese engaño, la mente se serena y se nos regala el don depermanecer en el presente, donde todo está bien, donde todo –escribe el poeta Antonio Colinas- fluye mansamente.    

DESCENSO A LA MANSEDUMBRE 

!Cómo revela el mar la mansedumbre!

Aquí en la playa, donde están los límites

verdaderos del ser

-los de la tierra, el mar, el cielo-,

todo es infinito.

Mansa es el agua y mansas son las rocas,

y hasta la noche que desciende es mansa.

¿Qué nos queda, teniéndolo ya todo,

sino abatirnos y besar la luz,

o en ella deshacer nuestra palabra,

que debiera  también

ser sólo mansa, como el aire leve?

Nos cuesta demasiado a los humanos

ir fundiendo los labios y los ojos

en la luz de la tarde,

ir arrancando de raíz el mal.

Todo es manso en el mundo

mas la vida en nosotros habrá de ser combate

hasta que la palabra recupere

fogosa mansedumbre.

A veces, con los ojos

húmedos de mirar tanta belleza,

el cerebro también se torna manso.

Entonces, todo es sacro en su unidad,

uno con todo es la palabra mansa.

Y si el cuerpo osara levantar

su vuelo más allá, más allá todavía,

si los labios callasen para ser

ocaso en el ocaso,

si oyésemos rendidos el silencio,

el mundo sería al fin hoguera de lo manso. 

(Antonio COLINAS, Libro de la mansedumbre,

Tusquets, Barcelona 1997, pp. 47-48).

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