Nunca ha habido unanimidad en torno al aborto en el cristianismo. El tema ha sido objeto de un amplio e intenso debate a lo largo de su historia bimilenaria, que se ha caracterizado por una pluralidad de planteamientos, actitudes y prácticas conforme a las concepciones antropológicas de cada época y de las escuelas de pensamiento.
Ha habido tendencias tanto contrarias como favorables al mismo, sin que se identificaran las primeras como propias del cristianismo y las segundas como anticristianas. Unas y otras coexistían y podían defenderse sin exclusiones. Durante varios siglos, la teoría predominante en la Iglesia, bajo la influencia griega, fue la de la hominización tardía o la animación del feto, seguida por los más prestigiosos teólogos medievales e incluso modernos. Según esta teoría, el feto era informado por el alma a los tres meses del embarazo. Hasta entonces no había propiamente vida humana, sino solo vegetativa primero y animal después. Por eso, el aborto de un feto durante las doce primeras semanas no sería homicidio, infanticidio o asesinato, al no estar “animado” Algunas teorías, siguiendo cálculos machistas distinguían entre la animación del feto masculino y el femenino, adelantando la primera a los cuarenta días y la segunda a los noventa. El teólogo alemán Karl Rahner (1904-1984) afirmaba que ningún teólogo podía probar que la interrupción del embarazo es, en cada caso, un asesinato. Me parece una opinión más sensata y razonable que la defendida por el magisterio eclesiástico actual que califica el aborto de asesinato en todos los casos, sin tener en cuenta las circunstancias del mismo y los plazos en que se realiza. Hoy sigue existiendo un amplio pluralismo en torno al aborto entre los cristianos y cristianas, como existe en la sociedad. Pero hay una diferencia en relación con el pasado: la jerarquía eclesiástica ha impuesto el pensamiento único dentro de la Iglesia católica y no solo no respeta a quienes disienten de ella en esta materia, sino que los acusa de enemigos de la vida, e incluso de asesinos. Los obispos se consideran defensores de la vida y crean o apoyan organizaciones “pro-vida” para defender el feto. No voy a condenarlos por sus ideas, como hacen ellos con quienes tienen planteamientos diferentes a los suyos. Pero sí quiero decir algo que debería llevarlos a enrojecer o, al menos, a reconocer su incoherencia. Ponen todo el celo del mundo en defender la vida de los no-nacidos, la vida del feto, desde el momento de la concepción, hasta minusvalorar la vida de la madre. Por lo mismo predican la fe en la vida en el más allá después de la muerte. Pero no veo tanto celo, por no decir ninguno, en defender la vida de los nacidos, sobre todo de quienes la ven amenazada a diario: mujeres maltratadas, violadas, asesinadas, millones de seres humanos que viven con menos de un dólar diario y cuyo destino es una muerte prematura, niños y las niñas que mueren de hambre, gente que fallece en las pateras, etc. Defienden la vida antes del nacimiento y después de la muerte, pero no defienden la vida de los empobrecidos ni denuncian la muerte de los pobres y las causas que las provocan. Actuando así, ¿no están dando la razón a Marx que calificaba a la religión como “opio del pueblo”? He visto a los obispos españoles participar en manifestaciones y pronunciarse en sus pastorales y sermones contra el aborto, el divorcio y el matrimonio homosexual, a favor de la enseñanza de la religión en la escuela y contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía. No he visto, empero, a obispos participando en las manifestaciones contra la violencia de género, como hacen muchos ciudadanos y ciudadanas cada vez que se produce un feminicidio. Organizan concentraciones en defensa de la familia cristiana –patriarcal-, pero se olvidan de que en más de un millón y medio de familias españolas todos los miembros en edad de trabajar están en paro. La condena del aborto por los obispos cuenta ahora con el respaldo del Gobierno del Partido Popular que, bajo la dirección política de Ruiz Gallardón, está llevando a cabo los más graves atentados contra la dignidad de las mujeres, cuales son interferirse en su conciencia, imponerles su voluntad y negarles el derecho a decidir, inherente a toda persona. Además se muestra inmisericorde ante el sufrimiento humano hasta impedir la interrupción del embarazo en los casos de malformación del feto. Y todo esto por ley. ¡Mayor inhumanidad, imposible!”. Si el ministro quiere ser fiel a la moral católica, debería ser consecuente y prohibir el aborto por ley en todos los supuestos. Pero es muy propio de Gallardón poner una vela a Dios y otra al diablo. Aunque en este caso no se sabe quién es Dios y quién el diablo. Quizá el carácter manipulador del ministro de Justicia haya invertido los papeles. Lo cual no demuestra astucia, sino cinismo en grado sumo.
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