Si se hubiera intentado encontrar el medio más eficaz de desviar la atención de lo más esencial del Evangelio, creo que no se hubiera encontrado nada mejor que la “gran teología” de nuestras Iglesias.
Hubiera sido tan simple quedarse con el Jesús del Evangelio, con sus parábolas, con sus audacias, con sus testimonios. No, fue preciso medirse con los más prestigiosos filósofos de la antigüedad, competir con ellos, mostrarles que se sabía más que ellos. Se les robó sus trabajos y se les tomó en préstamo la mayor parte de sus prioridades y su visión de las cosas, contentándose con bautizarlo todo con fragmentos extraídos de la Biblia. Nos perdimos en especulaciones sobre las facultades del alma, sobre la Trinidad, sobre la transubstanciación, sobre la virginidad de María, las “notas” de la Iglesia y mil y una cosas de este tipo, pasando realmente de lado de lo que es el corazón del Evangelio: el Reino que Jesús anunciaba como Buena Noticia para los pobres. (Mt 4, 23, Lc 4, 14-21) Encerramos la vida cristiana en una serie de silogismos, de dogmas y de reglas morales y creamos una interminable lista de condiciones para poder salvarnos, cuando hubiera sido suficiente atenerse al Buen Samaritano de Lucas (Lc 10, 29-37), al Juicio Final de Mateo (Mt 25, 31-46) y al Mandamiento nuevo de Juan (Jn 15, 12). Entre lo que Dios revela a los pequeños y esconde a los sabios, se optó por las disquisiciones de los sabios. Helenizándola se ha matado la Biblia. La locura de los griegos se convirtió en nuestra propia locura (Lc 10, 21; 1.Co1,22). Esa teología prácticamente exclusiva de círculos de expertos es un instrumento de dominación: es parte interesada de ese poder oscuro que ha hecho de la iglesia una institución tan ajena y hasta cierto punto tan opuesta al Evangelio. Es la causa primera de las innumerables querellas que desgarran a la Iglesia y carcomen sus mejores energías; es eso lo que, mediante sus capciosos razonamientos y sus sutiles tejemanejes, vuelve a la Iglesia, por así decirlo, impermeable al Espíritu. Si debiera existir una teología en el mundo cristiano, ésta tendría que partir únicamente de los pobres. Porque los pobres son los únicos y verdaderos doctores de la Iglesia, no tanto desde luego por sus discursos cuanto por sus pesados silencios, sus gritos de angustia o sus cantos de esperanza. Junto a ellos y al Jesús del Evangelio busquemos con sinceridad una respuesta audaz a sus expectativas, entonces haremos una teología que ya no avergonzará a aquellos que, en los comienzos de la Iglesia, se dejaron devorar por los tigres antes que traicionar la inmensa esperanza que el Evangelio representaba para los desheredados de la tierra. Que toda otra teología vaya a parar al Index y todos los pobres de la tierra se sentirán mucho mejor. Y el Evangelio también.
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