Hace algunos meses leí en el diario una noticia que me conmovió y por alguna razón me vino estos días a la memoria. Emma, una mujer de 91 años, había caminado 1.200 kms en peregrinación hasta Luján. Me acuerdo que el diario decía “Llevaba consigo una promesa y una intención a la Virgen”. La admiré en muchos niveles, por su inmensa fe, por su determinación y voluntad, por sus ganas de vivir. Pero hubo algo que me dejó especialmente reflexionando, ¿Cómo es que ocurre esto? ¿Qué hace que una mujer a los 91 años camine por más de 45 días seguidos? ¿Qué es eso tan fuerte que la mueve?
Pienso que la vida de cada uno se parece mucho a una peregrinación, como la de Emma. Nos movemos hacia un destino llevados por deseos, ganas y promesas, pero eso no quita que nos perdamos, nos lastimemos, cambien nuestros compañeros de viaje y debamos dejar atrás magníficos paisajes si deseamos continuar avanzando. A veces venimos muy campantes caminando por la vida y de repente nos encontramos con algo que nos pone patas para arriba. La enfermedad de un hijo, la vida en riesgo de un ser querido, una profunda crisis de pareja... son algunas de las situaciones sumamente dolorosas que en las últimas semanas le han tocado vivir a personas que quiero mucho. Realidades diferentes pero que, de una manera u otra, nos encuentran con nuestros límites y nos llenan de preguntas. ¿De dónde se supone que debemos sacar fuerzas? ¿Cómo hacemos para seguir? ¿Cuál es el alimento que nos mantiene de pie y en camino? Quizás no es la mejor analogía, solo es la que me sale, pero creo que en esos momentos lo que nos mantiene en camino es algo muy parecido a lo que mantuvo a Emma cuando el cansancio y el dolor después de tantos días de caminar se debe haber hecho insoportable: “Una intención y una promesa”. ¿Cómo es esto? Hay un pedacito del evangelio de Juan que narra una conversación entre Jesús, que está cansado al borde del camino, y una mujer samaritana que llega a donde Él está. Creo ilustra con simpleza y gran sabiduría esto que quiero decir con “una intención y una promesa”. Entonces Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo. Era como la hora sexta. Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo: Dame de beber. (…) La mujer samaritana le dijo: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí. Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva. (…) Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás. El evangelio nos muestra esta vez a un Jesús que está cansado. También para Él llega la hora de detener el camino porque necesita fuerzas para seguir. Y estando así, necesitado, llega alguien más con quien el comparte su intención, su pedido, diciendo “Dame de beber”. Dame de beber traducido a nuestros días es dame un abrazo, dame fuerzas, dame un consejo, dame razones, dame confianza, dame tiempo, reza por mí. Dame lo que necesito para seguir en camino porque duele, porque estoy cansado. También nosotros a veces necesitamos fuerzas para seguir y, ante esto, la propuesta es una intención que se comparte. Animarse a pedir, lisa y llanamente. Una intención que expresa a la vez límite y anhelo frente a quien tenemos cerca. Y solemos pensar que los únicos que tenemos cerca son las personas que queremos pero inexplicablemente su apoyo a veces no alcanza… ¿no nos sale de adentro clamar ese pedido a Dios? aunque supuestamente no creamos, aunque haga tiempo que no pisemos una Iglesia, hay una sed que bien intuimos solo Dios puede saciar. Lo que pasa es que mientras más de adentro nazca esa intención, más nos encuentra con Dios. Porque ese que creemos afuera y lejos está dentro y cerca, como dice San Agustín en sus confesiones “Señor Dios mío, tú eres interior a mi más honda interioridad”. Y lo que nos recuerda este diálogo de Jesús con la samaritana debiera ser algo que tengamos tatuado en el corazón. Ante esta intención que brota de lo más profundo, siempre hay una respuesta que toma forma de promesa: “Si conocieras el don de Dios, tú le pedirías, y él te daría agua viva”. Bien adentro todos conocemos a Dios y cuando vamos a lo más hondo lo volvemos a encontrar, porque está dentro de nosotros. Algunos quizás deban sacudirle el polvo por los años en que lo han tenido aplastado debajo de cuestionamientos o lejos castigado por atribuirle a Él lo que condenamos de una religión de hombres. No importa, Él está, solo tenemos que pedirle sin rodeos. A todos Él nos dice: el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás. Sí, nuestra vida se parece mucho a una peregrinación. Habrá momentos en que los paisajes nos deslumbren y nos desborden las ganas de vivir. Pero cuando llegue la hora de la prueba, cuando se caigan los apoyos y nos preguntemos cómo hacemos para seguir, no busquemos fuera lo que está dentro. Quizás sea allí, cansados al borde del camino, donde nos encontremos con lo verdadero. Quizás sea ese el momento en que nos animemos a pronunciar con fe la intención que nos convierta en testigos de que la promesa es cierta y la Vida nos está esperando.
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