La Iglesia no vive para sí misma, vive en función de una realidad superior, el Reino. En virtud de ello, la Iglesia está llamada a ser signo e instrumento de salvación, en cuanto es aquella parte del mundo que, por la gracia del Espíritu Santo, ha acogido el Reino de manera explícita. De ahí que la Iglesia esté llamada a ser anticipo de ese Reino de paz, de justicia y de amor; llamada a testimoniar con gestos y obras su empeño por acercar a todos los hombres y mujeres esa promesa escatológica de la utopía del Reino.
En tal sentido, el mundo -tantas veces demonizado- es el lugar teológico, querido por Dios, donde los discípulos y discípulas de Jesucristo están llamados a emprender esa tarea ineludible de construir el Reino. Ello posibilita que la Iglesia realice su misión salvadora, que no es más ni menos que servir a la gran causa de Jesucristo. Así, la utopía del Reino es una potencia transformadora del Espíritu de Dios, que moviliza con fuerza incontenible la conciencia humana tras la realización del Bien Común. Siendo ella una función del Espíritu, dicha potencia es alentada o apagada por la acción humana. Consistente con ello, en la historia de la Iglesia hay momentos de gran fecundidad de esa acción del Espíritu, mientras en otros tiempos las contradicciones y el pecado han inhibido esa potencia transformadora de la realidad. Con la fuerza movilizadora de la utopía del Reino Dios acompaña a su Pueblo en sus luchas y anhelos por hacer una sociedad más justa y equitativa. Por eso, una responsabilidad primordial recae en los pastores, quienes como conductores del Pueblo de Dios están llamados a tomar una posición de vanguardia. En el mes de la patria, es oportuno rememorar el testimonio de un par de insignes obispos chilenos que, con audacia profética, sentaron las bases para hacer de Chile un país más justo. Es el gesto que la historia atesora entre sus páginas doradas, como la hazaña de desprendimiento evangélico donde la Iglesia chilena renunció a parte importante de su patrimonio económico para ponerlo en manos de los más pobres. Ello aconteció en el contexto de la Reforma Agraria en la década del sesenta. La pauperización del campesinado chileno era consecuencia del latifundio y del sistema de inquilinaje, que definían una realidad agraria consistente en la concentración de la propiedad de la tierra y en una actividad productiva sustentada en trabajo campesino retribuido injustamente con techo y una escasa porción de tierra para la sustentación familiar. Ello provocaba ineficiencia productiva, junto a escandalosas condiciones sociales de marginación y pobreza. El Analfabetismo, el alcoholismo, la ausencia de capacitación, de organización, de participación y de previsión social, describían el estado de abandono de la población campesina. En ese complejo contexto social, una Asamblea Plenaria de obispos chilenos acordó encargar a una comisión técnica el estudio para un eventual traspaso de tierras de propiedad de la Iglesia a los campesinos. El 28 de Junio de 1962, don Manuel Larraín, obispo Talca, tomó la iniciativa entregando el fundo Los Silos, ubicado en Pirque. En el mismo año, el arzobispo de Santiago, don Raúl Silva Enríquez, entregó el fundo Las Pataguas – Cerro, ubicado en Pichidegua, a 73 familias campesinas. En total, la Iglesia chilena entregó cinco fundos (incluyendo además a Alto Melipilla, San Dionisio y Alto Las Cruces), sumando 6.361,8 has de tierras que pasaron a manos de más de 200 familias. Considerando precios de la tierra actuales, se estima que la Iglesia chilena transfirió un patrimonio económico superior a los 115 millones de dólares. Sus destinatarios fueron los más pobres de la patria. Una expresión genuina de que el Evangelio guiaba el actuar de los obispos, con cuyo testimonio actualizaban aquellos tiempos cuando “Todos los que habían creído vivían unidos; compartían todo cuanto tenían, vendían sus bienes y propiedades y repartían después el dinero entre todos según las necesidades de cada uno.”Hech 2, 44-45. La decisión de la Iglesia se anticipó a la Reforma Agraria que recién tuvo lugar cuatro años después, cuando el 26 de Abril de 1966 se promulgó la Ley de Reforma Agraria en el gobierno del presidente Eduardo Frei Montalva. Aquellos obispos chilenos, siguiendo los consejos del Evangelio habían dado un testimonio fecundo de desprendimiento y coherencia, provocando un acontecimiento social y político que sentó las bases de una gran transformación social del país. Las sencillas palabras de don Manuel Larraín, con motivo de la entrega del fundo Los Silos, han quedado grabadas en la historia como una expresión radical del servicio que la Iglesia puede llegar a prestar en la construcción del Reino: “No puedo ocultarles mi emoción al hablarles. Hoy, en esta propiedad pequeña, ante un grupo también pequeño de campesinos y de amigos que nos acompañan, se está haciendo algo grande para el futuro de Chile. Hoy se termina en esta propiedad el sistema de inquilinaje. Hoy comienza una forma de trabajo más conforme con las necesidades actuales. Hoy se abre a un grupo de campesinos la posibilidad de ser propietarios agrícolas. Hoy se está dando un paso más para hacer realidad las enseñanzas de Cristo y las doctrinas sociales de la Iglesia.” Ésta es la Iglesia que se hace creíble en la historia, la que convence, no con palabras, sino con la fuerza del testimonio y que demuestra que el Evangelio es posible de ser vivido con radicalidad. Esta es la Iglesia que anhela el papa Francisco, “una Iglesia pobre para los pobres”.
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