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¿Una ética sin religión? por: José María García Mauriño

12/21/2016

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El problema consiste en no poder saber que hay en el más allá, después de la muerte, si hay algo o no hay nada. Existen diferencias entre ética y religión. Cuando digo religión, me refiero a la moral, que propugna la jerarquía católica.; y es un verdadero problema el establecer las fronteras entre una y otra. Las hipótesis que se pueden dar son estas dos: Una, hay algo después de la muerte. Dos, no hay nada después de la muerte. Tanto en una hipótesis como en otra, ¿se modifica la conducta personal acá en la tierra, según crea que exista algo en un más allá, o no haya nada después de la muerte? ¿Acaso mi conducta depende de la creencia que tenga en el más allá, si hay algo o no hay nada después de la muerte? El proceder bien o proceder mal, aquí en la tierra, es lo propio de la ética laica. El plantear el más allá es lo propio de la religión. Por otra parte, no es lo mismo ser religioso que ser creyente. Lo propio de la Religión es esto: el ser humano /SH) se somete, más o menos críticamente, a la religión elegida, no impuesta. 


La religión católica, apostólica y romana, consiste en: creer, aceptar, dogmas, moral, ritos y una organización jerárquica. Lo que propone esta moral católica, es que hay que portarse bien, hay que sufrir en esta vida, porque luego nos espera en el más allá. el cielo, el paraíso, Lo propio de la ética laica es esto: el SH puede elegir los valores que van a orientar su vida, que varían según las personas y la escala de valores preferida, sin referencia en el más allá. Lo propio del creyente, sin embargo, es tener fe en una persona, confíar en una persona, en Jesús y su mensaje, no en verdades o dogmas. La fe, lo propio del creyente, es algo más que practicar los ritos de la religión católica. Jesús no fundó ninguna religión, pero nos enseñó unos comportamientos, una manera de vivir la fe comprometida con los últimos de la sociedad que no tiene nada que ver con las enseñanzas de la moral católica institucional, Y además, nos enseñó a orar al Padre del cielo. La plegaria y la acción de gracias, son consustanciales a la fe del creyente, algo que trasciende, que va más allá de unos dogmas o de unos ritos, impuestos por la jerarquía. Lo básico de la fe cristiana es el compromiso con los pobres. Lo propio de la religión son los dogmas y ritos, como bautizos, bodas, misas, comuniones y funerales. Con esas prácticas religiosas se cumple con la religión, tenga o no tenga fe.
En definitiva, es posible que se pueda vivir sin practicar los ritos de la religión, incluso prescindiendo de los dogmas, pero ¿se puede vivir honestamente sin conciencia ética, sin preocuparse por los más débiles y excluidos de l a sociedad?
La historia de las civilizaciones está plagada de costumbres que nos obligan a sacrificarnos por lo que pueda haber tras la muerte. Hay creencias que incluso obligan a tareas y conductas concretas, algunas realmente exigentes. Podríamos pensar que estos comportamientos son propios de culturas pasadas. Sin embargo, la religión protestante sigue considerando que el juicio final depende en gran medida de lo que uno haya aportado a la sociedad en lo material y económico durante la vida. En la católica, por su parte, se considera que los malos o buenos comportamientos determinan en última instancia la salvación o condenación de las personas.

Bajemos la cuestión a la tierra. Repito, existen al menos dos posibilidades. Que tras la muerte haya algo o que no haya nada. Veamos las conductas en cada caso. Establecer relaciones causa- efecto entre vida presente y eventual vida futura allana el camino a la manipulación.
Entre aquellos que piensan que sí hay algo, lo interesante desde un punto de vista de la conducta personal es que, por lo general, establecen una correlación entre lo que encontrarán en el más allá y su comportamiento en el más acá. Sistemáticamente se considera la vida una especie de prueba para determinar si merecemos una existencia mejor, más larga o eterna. ¿Por qué? Establecer relaciones causa-efecto entre vida presente y eventual vida futura allana el camino a la manipulación del individuo.
Queda una tercera hipótesis interesante. Se trata de creer ambas cosas al mismo tiempo. Que hay algo en el más allá, y que no hay nada. ¿De qué serviría esto en nuestro día a día? Probablemente, uno alcanza la máxima virtud cuando vive de la misma forma tanto si cree que hay vida en el más allá y un Dios, supremo juez de vivos y muertos, que le juzgará, como si piensa que no hay nada, que uno cierra los ojos y se acabó la película, sin salvación ni condena. Si bajo ambas premisas el comportamiento y valores con los que uno vive son los mismos, esa persona estará actuando libre de coacción, manipulación, presunciones o posibles falsas creencias. Y no está reñido con cualquier modo de vivir la fe. Vivir hoy según la propia fe por lo que al presente le reporta, no por lo que al futuro pueda suponerle. Lograrlo hace a una persona completamente dueña de su libertad y la lleva a vivir una vida plena, sin importarle lo que vendrá, o no vendrá, después. Alguno esgrimirá que en eso consiste la salvación. Puede ser. No me lo planteo.
Es posible que se pueda vivir sin religión, pero ¿se pueda vivir sin ética?
Con más frecuencia de la deseada tuvo que escuchar el filósofo y matemático Bertrand Russell la siguiente pregunta: “¿Qué le parece más importante, la ética o la religión?”. Con su habitual desparpajo y contundencia, dejó caer la siguiente respuesta: “He recorrido bastantes países pertenecientes a diversas culturas; en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión, pero en ninguno de esos lugares me permitieron robar, matar, mentir o cometer actos deshonestos”.
De esta forma tan gráfica defendía Russell una tesis a la que dedicó no pocas energías: sin religión se puede vivir; sin ética, no. No será difícil estar de acuerdo con él. Pero probablemente él era consciente de que los mínimos éticos que señala —no matar, no robar, no mentir, no cometer actos deshonestos— nos llegan, también, como legado de grandes espíritus religiosos como Buda, Confucio, Moisés, Jesús o Mahoma. Es decir: la ética y la religión han tendido a darse la mano, a caminar juntas, a aunar esfuerzos. De hecho, el 83% de los seres humanos vincula su quehacer ético con su pertenencia a alguna de las 10.000 religiones existentes en nuestro planeta.
Las grandes conquistas éticas de la modernidad se lograron a pesar de la oposición de las iglesias. No es cierto que la ética empiece allí donde termina la religión. Tradicionalmente hemos responsabilizado a la ética del qué debemos hacer y hemos reservado a la religión la tarea de administrar el qué nos cabe esperar. Este es el planteamiento de Kant, pero es muy probable que tal división de tareas no sea pertinente. Lo que de veras intentaron siempre tanto la ética como la religión fue presentar un cuadro inteligible de la vida sobre la tierra. Las dos son las que pueden dar sentido a la vida humana.

Ni la ética trata solo de la rectitud de las acciones humanas, ni la religión se refiere únicamente a la relación de los seres humanos con sus dioses. Ambas apuntan hacia una inteligibilidad más global, más abarcadora. Ambas buscan, con similar tenacidad, el sentido de la vida. Alguien ha dicho que el término esperanza las engloba a las dos. En efecto: quien se atreve a pronunciar la palabra esperanza —“el sueño de un vigilante” la llamó Aristóteles— está hablando, al menos implícitamente, de ética y religión. Estamos ante dos saberes, de tono casi melancólico, que se atreven a insinuar frágiles esperanzas que nunca podrán fundamentar plenamente.
“Hay capítulos de la ética”, reconocía Aranguren, el gran maestro de la ética en España, “que no sabría cómo abordar si, de algún modo, no lo hago desde la religión”. Y ponía como ejemplo la solidaridad, a la que consideraba “heredera de la fraternidad cristiana”. Aranguren defendió siempre, como lo hacía Bloch y gran parte de la tradición filosófica occidental, la apertura de la ética a la religión. Esto no significa que ética y religión terminen por identificarse. Es cierto que, probablemente, todas las religiones predican a sus fieles: haz el bien, evita el mal. Todas se atienen a la regla de oro: “Trata a los demás como desees que te traten a ti”. El rabino Hillel condensaba el núcleo ético de todas las religiones en una fórmula tan sencilla como grandiosa: “Sé bueno, hijo mío”. Pero no todo en la religión es moralidad. La actitud religiosa tiene que ver con el misterio, con el sobrecogimiento, con la adoración, con la alabanza, y sobre todo con la entrega a los demás, a los más necesitados, a los últimos.
El mensaje subversivo de Jesús no es un mensaje religioso, ni un pensamiento dogmático, ni una moral, ni unos ritos, ni una organización jerárquica, es un proyecto de vida, lo propio de una ética de fraternidad universal: “Tuve hambre…”.
Unamuno ha tenido muchos seguidores en su deseo de que “nuestro trabajado linaje humano sea algo más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada”. Es, tal vez, el momento de recordar a otro grande de la filosofía, Jürgen Habermas, en un discurso en el impresionante marco de la iglesia de San Pablo en Fráncfort, dijo. “Lo más inquietante es lo irreversible de los sufrimientos del pasado —la injusticia infligida contra personas inocentes, que fueron maltratadas, degradadas y asesinadas— sin que el poder humano pueda repararlo”. Y añadió: “La esperanza perdida de resurrección” se siente a menudo como “un gran vacío”.La religión espera contra toda esperanza escenarios finales benévolos, salvados; la ética interroga pertinazmente a la religión sobre el fundamento de esa esperanza. La religión, a su vez, remite al misterio, al silencio; y, como la ética también conoce la palabra misterio y sabe de silencios, ambas terminan llevándose bien. 

Como resumen, podemos afirmar que es preferible plantearse vivir una vida laica, empapada en la ética, es decir, por un lado, plantearse el sentido de la existencia humana en el más acá, en un mundo lleno de in justicias y sufrimientos, sin mirar la posibilidad de un juez supremo que premia a unos y castiga a otros. Y por otro lado, aceptar que la religión es un constructo humano, no divino, y que las soluciones que aporta al problema del más allá.(la resurrección) es una creencia que cae fuera del ámbito de lo racional.
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