Un paso atrás, un camino por adelante. Homosexualidad y ministerios cristianos por: Xabier Pikaza12/11/2018 Sigue ardiendo la polémica, encendida por unas declaraciones del nuevo Secretario de la CEE sobre los "varones completos" (los únicos que pueden ser seminaristas y curas) y por un libro de entrevistas del Papa Francisco en el que, según la prensa, dice que “el ministerio o la vida consagrada no es el lugar (de los homosexuales)". En otras palabras, ni curas ni monjas pueden ser homosexuales.
Ha sido sin duda un paso atrás, pero tiene que ser para pensarlo mejor y abrir un camino hacia adelante, según los signos de los tiempos (que son de igualdad en la diversidad), desde la raíz del evangelio, como seguiré indicando en trece proposiciones. No voy a entrar en los matices de las declaraciones del Secretario de la CEE ni del Papa, pero pienso que ambas (tomadas así, en general) van en contra de la verdad del evangelio sobre el hombre y la mujer y en contra del mensaje y misión de la iglesia. Parecen declaraciones que surgen del miedo no sólo ante el “estallido” de la bomba de pederastia en un tipo de clero, sino ante el gran cambio en línea de verdad, de aceptación de los distintos y de esperanza del evangelio. Por eso, retomando reflexiones que he venido exponiendo desde hace más de quince años, quiero exponer una vez más mi visión del tema, superando estereotipos de ideología de género (de un lado o del otro), para entrar en el camino del evangelio, sin miedo de retomar el proyecto de Jesús. El problema es mayor de lo que externamente parece (¿qué importan unos pocos pederastas…?), y es hora de que no estemos ya a remolque de revelaciones maliciosas, de falsas verdades y de acusaciones de algunos. Es hora de volver de un modo radical al evangelio, a la verdad múltiple del ser humano como proyecto de amor y a la tarea de la iglesia como signo y anticipo de un “reino” de muchas moradas, en el que ser hombre y/o mujer sea descubrimiento y expresión de un despliegue de gracia que es el mismo para todos, siendo múltiple en sus caminos. En la casa del amor hay muchos caminos y moradas. Trece proposiciones Varias personas me han llamado, pidiéndome información de fondo y les he remitido a un libro antiguo donde planteaba ya el tema: Palabras de Amor. Homosexualidad 2, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006 (págs. 295-299). El tema del amor homosexual sigue planteando numerosas dificultades en la iglesia católica, tanto en plano personal como social. Pero el tema no es la homosexualidad en su sentido externo (de géneros cerrados en sí mismos), sino el del amor homosexual, como experiencia y tarea cristiana. Éste es un amor que resulta difícil de desarrollar abiertamente en la Iglesia Católica, no sólo porque ella se opone al matrimonio de los homosexuales, sino porque les niega el acceso a los ministerios. El tema del “matrimonio homosexual” (con o sin ese nombre: ¡uniones de hecho!) parece civilmente decidido, al menos en occidente: la sociedad está dispuesta a reconocer la unión legal de dos homosexuales y la iglesia católica no debe oponerse a ello, sino pedir a Dios que los así casados se amen gratuitamente, con generosidad, poniendo su amor al servicio de los demás, que en eso se centra el evangelio. Menos decidido parece el tema de acceso de los homosexuales (¡y de las mujeres! vaya lío de vinculaciones) a los ministerios de la iglesia (obispos, presbíteros, vida religiosa…) y para ello se esgrimen dos razones principales: (1) la homosexualidad va en contra del amor cristiano; (2) los ministros homosexuales corren el riesgo de caer en la pederastia. Éste es un tema que se sigue discutiendo en los círculos jerárquicos de la Iglesia. En este contexto se pueden hacer algunas afirmaciones de principio, para poner de relieve que “en la casa del Padre hay muchas moradas y en la subida al monte del amor muchos caminos”:
Pero, siendo un hecho, la homosexualidad es una oportunidad para el amor, para la gracia y diversidad de la vida, en sus diversas formas. Lo que une a varones y mujeres no es un tipo de “género” marcado por la naturaleza, sino la tarea personal y comunitaria del amor. No se trata de “soportar” la homosexualidad, como si aquellos que llamamos “del otro lado” fueran un vestido de vergüenza que debemos guardar en el armario. No se trata, tampoco, de sacar ese traje con orgullo como diciendo “aquí estamos nosotros, que somos los mejores… para fastidiaros a los otros. Se trata de encontrar y crear espacios para todos, enriqueciéndonos unos a los otros. Por eso, es necesario que empecemos dando gracias a Dios por los homosexuales cristianos (y no cristianos). Es una buena noticia el hecho de que muchos homosexuales puedan presentarse como tales, es decir, como personas, con sus valores y problemas, que es claro que los tienen, como los otros grupos de hombres y mujeres. Es una buena noticia el saber que hay cientos y miles de homosexuales de inmensa calidad humana y amor en seminarios, obispados y casas religiosas. Si un cristiano se avergüenza de ellos o los vuelve a meter en el armario, se avergüenza del mismo Dios creador.
Desde ese fondo, hay una línea directriz que comienza en el Génesis y termina en el Apocalipsis, en la que se ponen de relieve las diferencias de hombres y mujer, de judío y de gentil, de poderoso y oprimido (Gal 3, 28), para insistir en la necesidad de amar a los distintos. Según eso, un amor homo‒sexual (es decir, a lo que es homo, igual) sería deficiente, menos rico. Pues bien, la diferencia principal no se da en un tipo de géneros establecidos por naturaleza, sino en las personas como tales. En esa línea, en el amor homo‒sexual vivido en profundidad no se tiene ya en cuenta al otro simplemente como varón o como mujer en plano biológico, sino al otro como persona, capaz de ser amada y de amar. En esa línea, el amor homo‒sexual puede abrir una puerta para plantear mejor los caminos y experiencias de la comunidad real entre personas, de un género o de otro, de un pueblo o de otros.
Frente a la posible ideología de género, ha de ponerse de relieve el amor personal y gratuito, el amor liberador de gozo y entrega a (de comunión con) los demás, superando barreras de imperios y pueblos, de purezas e impurezas legales, como ha proclamado y realizado Jesús en su evangelio. A fuerza de repetir ese mantra de la ideología de género nos hemos olvidado de la novedad de Jesús, es decir, de la posibilidad de un amor que rompa barreras y sea creador de vida, en formas de enamoramiento y cariño, de maternidad y amistad.
Conforme a la “mejor” tradición jerárquica de aquella iglesia, Cozzens considera normal que, en las circunstancias actuales, casi la mitad de los seminaristas y presbíteros católicos de USA sean homosexuales, un porcentaje muy superior a la media de la sociedad americana (entre un 10 y un 15 por ciento). Mientras el clero mantenga su tipo actual de vida, tendrá una media más alta de homosexuales que el resto de la sociedad. Por eso, allí donde se dice que no entren homosexuales en los seminarios ni en la vida religiosa, había que empezar haciendo una “estadística de fondo” y diciendo: que salgan los homosexuales de los ministerios y de las casas religiosas. El hecho de que el índice de homosexuales sea mayor en el clero de la Iglesia Católica no es algo negativo, sino normal, y muy positivo, porque en general los homosexuales se han sentido víctimas y han buscado en la iglesia un espacio de calor humano... y de posibilidad de despliegue afectivo y apostólico. Lo malo es la forma en que muchos han tenido que vivir esa situación en los armarios de la iglesia... Imaginemos sólo que, de pronto, todos ellos, tuvieran que dejar ministerios y vida religiosa un veinte, un treinta o un cincuenta por ciento de curas y monjas. Quedarían vacíos algunos de nuestros mejores armarios...
Es evidente que tienen sus problemas afectivos, lo mismo que los heterosexuales y que, a veces, sus problemas de integración son mayores, porque su forma de ser y de amar es distinta, y también porque han estado y siguen estando marginados. Es evidente que algunos han podido “caer” en la pederastia, no tanto por ellos, sino por el tipo de vida al que han estado sometidos (en seminarios e instituciones cerradas), sino, y sobre todo, porque han tenido un tipo de poder social y afectivo en la Iglesia. Pero ése no es un tema de ellos, de los homosexuales, sino de todo el clero (homo‒ u hétero‒sexual)… Y además, siendo mayores sus problemas, suelen ser también mayores las aportaciones de tipo afectivo, social y espiritual de los homosexuales. Por eso, la homosexualidad puede ser una bendición para ellos y para el resto de la sociedad, en línea de amor.
Evidentemente, habrá que superar toda declaración de culpabilidad a priori. Pero si ha existido “crimen” de pederastia, allí donde ha existido, los responsables deben quedar en manos de los tribunales de la sociedad, en verdad, en claridad. Por su parte, los clérigos implicados en la pederastia (presbíteros y obispos, religiosos o religiosas) deberán abandonar inmediatamente su función clerical, pues esa función no es honor, ni ventaja para siempre (como un grado mayor de humanidad), sino un servicio.
En este campo han sido y son muchas las tragedias, lo mismo que en otros ámbitos de patología y/o violencia sexual (violaciones y trata de blancas etc.). Ésta ha sido, y quizá seguirá siendo, una herida sangrante para la vida de la iglesia, pues se supone que su misma opción evangélica debería haber ayudado a los clérigos o aspirantes, haciéndoles hombres y mujeres de gratuidad y de libertad. Pero la vida ofrece sus dificultades y, en ciertos ambientes de reclusión afectiva, suelen producirse reacciones violentas. Pero esto no supone que se deba condenar al clero en su conjunto, ni a los homosexuales que lo componen.
Posiblemente puede haber cierta responsabilidad de los medios de comunicación, cuando publican temas de este tipo. Pero quizá es mayor la responsabilidad de la estructura clerical. Como persona pública en la iglesia, el clérigo tiene que estar dispuesto a que su vida se conozca. Si una institución religiosa, que debería ser ejemplo de gratuidad, se empeña en defenderse a ultranza, protegiendo su poder y su secreto, es digna de ser condenada y de acabar disolviéndose (o de ser abandonada por el conjunto de los fieles), sin más retrasos, para bien del evangelio y, sobre todo, de la sociedad en su conjunto. De todas formas, la que sí tiene que salir del armario, ya, desde ahora mismo, es la estructura clerical, si que es que no quiere perder su credibilidad: ella no tiene que airear sus problemas interiores, pero tampoco ocultar sus problemas. El clérigo, como hombre público en la iglesia, tiene que estar dispuesto a que su vida se conozca. Una estructura institucional, empeñada en defenderse a sí misma, protegiendo su poder y su secreto, es digna de ser condenada y de acabar disolviéndose a sí misma (o de ser abandonada por el conjunto de los fieles), sin más retrasos, para bien del evangelio y, sobre todo, de la sociedad en su conjunto.
El celibato de los presbíteros, que ha tenido en otro tiempo una función social, al servicio de la independencia económico‒social de la Iglesia, ya no lo tiene. Ya no tiene esa función “de poder”, pero puede tener y tiene otra mucho mayor, como camino afectivo de libertad y de comunión distinta, entre hombres y mujeres, un celibato para el amor, en línea hétero‒ u homo‒sexual. Con decir “celibato no” no se arregla nada, sino que se confunden todas las cosas. Decir que todos tienen que “casarse” (de forma homo‒ u heterosexual) resulta una simplificación absoluta. El tema no se resuelve con celibato sí o celibato no, sino con amor en libertad y en plenitud, conforme al “carisma” o experiencia de cada uno, en un camino de gracia, no de ley. Tiene que terminar ya (hoy, mejor que mañana) el celibato de ley para los ministerios. Tiene que terminar ya (hoy mejor que mañana) la limitación de los ministerios cristianos a los “varones” (¡y enteros!). Los ministerios cristianos no son jerárquicos, ni son de varones, no están limitados por género o sexo, sino que están potenciados por el amor en libertad. Lo que importa no es que el presbítero sea célibe o no, sino si es fiel al amor y a la vida, si es persona de gozo y evangelio, de hondura personal y de servicio cercano y libre a los demás.
El celibato será opcional, para quienes quieran vivirlo como carisma o como resultado de unos caminos peculiares, quedando vinculado de un modo especial con las diversas formas de comunidades religiosas, de tipo carismático. Vincular el celibato a un tipo de poder clerical constituye un riesgo humano, me parece contrario al evangelio, por más que se sigan buscando razones de tipo ideológico o espiritualista. Pero, dicho eso, quiero añadir con 1 Cor que, en estas circunstancias de la vida, por riqueza de la misma existencia de hombres y mujeres, puede haber un tipo de celibato, es decir, de comunicación de amor no matrimonio que sea no sólo liberadora en sentido social, sino también en sentido personal, de profundización mística personal y comunitaria.
No se puede "curar la homosexualidad" (no tiene nada de qué curarse), pero tiene que evitarse la pederastia, y en esa línea Jesús dijo que sería mejor que se ataran una piedra de molino y se echaran al mar... Pero una vez dicho eso hay que decir que Jesús fue amigo de publicanos y prostitutas, como un hombre que era capaz de poner como ejemplo a los “eunucos” biológicos o sexuales, hombres y mujeres con dificultad en este campo (Mateo XIX, 12). El mismo evangelio le presenta “curando” al amante homosexual del Centurión de Cafarnaúm (Mateo VIII, 5-13). ¡No hará falta decir que, en aquel tiempo, los cuarteles eran lugares de homosexualidad habitual, porque los legionarios no se casaban antes de licenciarse, ya de mayores! Y perdonen los homosexuales y mujeres, si doy la impresión de marginarles, poniéndoles en esta compañía, con publicanos y prostitutas. Dicho esto, debo añadir que en el camino de Jesús no hay diferencia entre homo y heterosexuales, mujeres y varones, pues todos somos “uno en Cristo” (Gal III, 28).
Me horrorizó el tema, por su banalización, por su alegría falsa de decir que todo en el fondo da lo mismo y que, al final, lo que toca es casi un “amor que no es amor”, sino casi pura diversión, que no es vida, sino evasión de la vida. Presentar así a Jesús es banalizar su proyecto de amor, su forma de acoger a los expulsados, manchados e impuros, formando una comunión abierta a diversos tipos de amor, pero todos en gratuidad y misterio, en responsabilidad creadora, a favor de los niños y excluidos. El evangelio no me ofrece datos para saber en concreto cómo era el amor “íntimo” de Jesús, si era homo‒ o hétero‒sexual, pues deja ese tema abierto, de tal forma que en él se pueden sentir identificados homo‒ y heterosexuales, pero siempre en compromiso de amor gozoso y responsable (de ofrecer y responder, de dar y acoger…), amor de personas liberadas para la Vida, varones y/o mujeres, desde el don del amor que es Dios.
Quiero terminar dando gracias a Dios y a la vida por lo que he sido (religioso de celibato) y por lo que soy ahora (casado, en la Iglesia). No me avergüenzo, ni me enorgullezco por lo de antes, ni por lo de ahora. He vivido muy bien como religioso de la Merced. Vivo bien, y mejor aún, con Mabel, mi mujer, a la que debo lo que ahora soy. Por y con ella soy cristiano, puedo trabajar como teólogo, en una iglesia en la que puedo y quiero vivir en libertad. La “vida” no me ha hecho homosexual, y así la acepto. Pero he conocido y conozco docenas de homosexuales ejemplares, dentro y fuera del “clero” de la Iglesia (obispos, presbíteros, religiosos…), con sus problemas y con su riqueza de vida. Así como soy, tengo unos valores; si fuera otra cosa tendría otros (igual que si fuera mujer; me ha tocado ser varón, me va bien, no me enorgullezco por ello, pero estoy contento, como estaría contento de ser mujer, si lo fuera). No me ha costado demasiado ser lo que soy, aunque en mi vida de seminario y después he conocido casos duros de des‒ubicación afectiva, en línea de pederastia, pero, en conjunto, las vidas clerical y religiosa y ahora la vida de casado se han portado conmigo de una forma espléndida. Por eso, doy gracias a Dios y a todos los que me han recibido y tratado como a una persona, aunque ahora, pasados los años, me gustaría contribuir a cambiar la estructura de la vida clerical, por cariño a la vida, por amor al Evangelio, para atravesar con gozo los nuevos y hermosos, pero difíciles caminos de la vida. Por eso, leyendo día a día los problemas que se airean en la prensa (¡evidentemente con cierta razón!) me gustaría que ella, la iglesia institucional, se trasformara en línea de verdad, aceptando lo que son sus miembros, y en esperanza de evangelio. Quiero que la iglesia, con otros muchos hombres y mujeres no creyentes, abra un camino de humanidad, en esta nueva travesía de la historia que se inicia. Mientras sigo esperando en ello, acabo como empezaba, dando gracias a tantos homosexuales y ahora también a tantos heterosexuales cristianos y clérigos por su servicio difícil, muchas veces menospreciado, al servicio del evangelio.
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