A este paso, el Papa Francisco va a durar menos en el cargo que Juan Pablo I, que en paz descanse.
Durante su exitosa gira por Brasil, el actual pontífice soltó alguna que otra perla que habrá hecho perder ríos de purpurina a la vistosa capa de Rouco Varela, cada vez más viudo de Ratzinger y de Wojtila: como cuando afirmó durante el Via Crucis del último viernes que los jóvenes se alejan de la política por “el egoísmo y la corrupción” de los gobiernos o que se alejan de la fe por “la incoherencia” de la Iglesia, aunque no se sepa a ciencia cierta si incluía en ambos lotes a su célebre fotografía añeja cuando suministraba la comunión al general Videla que a su vez había hecho comulgar a media Argentina con ruedas de molino y picanas de sangre. Por otra parte, en una toma de contacto con la clase dirigente de Brasil, Jorge Mario Bergoglio –ese es su nombre real y no el artístico–, realizó otra afirmación sorprendente: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”. Aunque nadie cree que dicha reflexión tenga que ver con una democratización profunda y la aplicación del sufragio universal en la Ciudad del Vaticano, más allá de la purga contra la corrupción que está llevando a cabo su actual jefe de Estado, sus manifestaciones brasileñas tienen mucho que ver con la memoria histórica de América. El reciente pulso, por ejemplo, para la conversión de Costa Rica en un Estado Laico, o el recuerdo de la visita de Benedicto XVI a Brasil, en mayo de 2011, cuando su mensaje más llamativo fue el de preservar la castidad y, en conversaciones con Lula Inazio Silva, el entonces presidente brasileiro rechazó con absoluta firmeza su petición de establecer un concordato para, por ejemplo, establecer exenciones fiscales a la Santa Madre, imponer la enseñanza católica en las escuelas públicas de dicho país y permitir en todos los casos que los misioneros puedan entrar a las reservas indígenas aunque sus habitantes se opongan a ello. Más pronto que tarde, saltarán los vaticanólogos a la arena para explicar que el Papa no ha dicho lo que ha dicho. Hay mucho en juego. La propia esencia del Estado español, por ejemplo. Aunque la Constitución reconoce a España como aconfesional, aún estamos lejos del laicismo. Fundamentalmente, por el célebre concordato con la Santa Sede que se firmó por vez primera en 1953 que se ha ido renovando periódicamente entre un frufrú de sotanas en actos públicos y de cargos públicos en ceremonias religiosas. Por no hablar de la exención del IBI a los bienes de la Iglesia, de la costosa restauración con fondos centrales o autonómicos de su patrimonio histórico-artístico; de la enseñanza privada disfrazada de concertada en los presupuestos generales o de la célebre casilla que se mantiene a porfía en la declaración del IRPF y que otorga a la Iglesia Católica un trato especialísimo a dicha confesión, por encima de cualquier otra. Desde los tecnócratas del Opus de los años 60 a la trayectoria seguida por el actual Gobierno, con ministros estrella como el capellán Ruiz Gallardón –contra la Ley del Aborto y otros pecados capitales–, el diácono Wert –la fe con sangre entra en las escuelas–, o la beata Mato –no sin mi hombre en la reproducción asistida–, los consejos del viernes en Moncloa se ven precedidos probablemente por el rezo del santo rosario. En la tierra de María Santísima, donde no llegaron Lutero ni Calvino y cuyo santo patrón sigue siendo Santiago Matamoros, ni siquiera estamos cerca del multiconfesionalismo de Francia en donde también existe un concordato con Roma, que data desde los tiempos de Napoleón, pero en donde también ayuntamientos, departamentos y otros entos oficiales, sufragan con fondos comunitarios determinados gastos religiosos, no sólo de los católicos, eso sí. También es verdad que la religión es obligatoria en los colegios de Alemania: pero todas las religiones, no sólo una, y con el temario y el profesorado contratado por el Estado y no entre los catequistas más distinguidos. En España, en cambio, en esa y otras materias, vamos para atrás como los cangrejos: nuestra primera ley de Educación se remonta a 1857 y la enseñanza de la religión sólo fue obligatoria y evaluable en los colegios durante el breve periodo de 1899 a 1901 y bajo la dictadura de Franco, que se autoproclamó a sí mismo Caudillo de España por la Gracia de Dios, como Almanzor, tantos siglos atrás en la historia de Al Andalus, se otorgó a sí mismo el título de “almansur billah”, “victorioso por la gracia de Alá”. Nadie, que se sepa, está pensando en quemar nuevamente iglesias, como ocurrió durante la Segunda República, con buena parte del pueblo harta del comportamiento de sus curas y fanatizada España por tirios y troyanos. Es más, todavía estamos lejos de un país que diferencie entre creencias privadas y costumbres pedestres. En una nación sin concordato que nos valiese, podríamos llegar sin demasiados remilgos a determinados acuerdos de financiación de ciertas procesiones y romerías, tanto en cuanto estas manifestaciones tengan un impacto en el turismo o en la hostelería que beneficien al común de los mortales. Pero difícilmente aceptaríamos que un nuncio cualquiera nos impusiera la orientación sexual de nuestro conyuge o lograra que la policía detuviese y la justicia sancionarse a un musulmán que se atreviera a prosternarse frente al mirhab de la mezquita de Córdoba. Vamos, como si fuésemos cristianos que pretendiésemos rezar el ave maría en alguna antigua iglesia convertida en templo mahometano en cualquiera de esos países islámicos a los que tanto criticamos por ser incapaces de separar la religión del poder político. Claro que si bien nuestro Partido Popular –quizá porque necesite un milagro que le salve las encuestas—es más papista que el Papa, y nunca mejor dicho, el PSOE ocupó durante muchos años el Gobierno como para avanzar en ese laicismo tan necesario al menos para España como el sacrosanto dogma de la contención del déficit. A este paso, habrá que preguntarle al Papa Francisco como hacerlo.
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