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Un manantial de vida por: Enrique Martínez Lozano

3/30/2011

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El capítulo 4 del evangelio de Juan –que narra el conocido episodio de “la samaritana”- nos ofrece unas claves preciosas para comprender, tanto el modo de narrar de su autor, como la visión que la comunidad del cuarto evangelio tiene sobre Jesús. 

Una de las características más perceptibles del relato –presente también a lo largo de todo este evangelio- es el “doble nivel” –literal y profundo- en el que se mueve constantemente: la mujer, el pozo, la sed, el agua, los maridos, el alimento… Todo remite a “otra realidad”, más allá de lo inmediato.

        

La mujer (innominada) representa a la región entera de Samaría, considerada hereje y detestada por los judíos, pero que, en el tiempo en que se escribe este relato, habría sido ya “evangelizada” (según se narra en el capítulo 8 del libro de los Hechos de los Apóstoles). A esto precisamente parece referirse la alusión a la siembra y la cosecha: en el presente –este evangelio se escribe en torno al año 100-, están recogiendo los frutos de la conversión de Samaría, gracias a la “siembra” de misioneros anteriores.

En Juan, Jesús se dirige con este apelativo (“mujer”, cuyo significado era propiamente “esposa”), a tres personajes femeninos: la madre (en las bodas de Caná y en la Cruz: 2,4; 19,26), la samaritana (4,21) y María Magdalena, en el relato de la resurrección (20,15). Son las tres “esposas” de Dios: la madre es la esposa fiel de la antigua alianza, de la que proviene el Mesías; la samaritana es la esposa adúltera –como la de Oseas 2-, a la que se conquista con amor; María Magdalena es la esposa de la nueva alianza.

 

Sicar es el pozo de Jacob, de hondo arraigo en la tradición judía. Pero también a la Ley se la llamaba “Pozo de Jacob”. Sin embargo, en el texto aparece un significativo juego de palabras: siempre que habla la mujer, habla de “pozo”; por el contrario, Jesús y el propio narrador se refieren a él como “manantial”. La mujer –Samaría- busca apagar su sed en la tradición, en un “pozo”, del que habría que extraerla; Jesús le está haciendo ver que tiene que abrirse a un “manantial” nuevo, que le viene a través de él y que “salta en su interior” de un modo permanente.

El relato juega también con el término sed: en un sentido literal, habla de la mujer que quiere un agua que la sacie de una vez por todas; en un sentido profundo, se refiere a la búsqueda presente en todo ser humano, búsqueda de aquello que trae definitivamente la paz: el “agua viva”, que coincide con el “don de Dios”. Por eso, el relato se sitúa intencionadamente en clave de oferta: “Si conocieras el don de Dios…”.

Lo mismo ocurre con el agua: es el líquido preciado, pero es, sobre todo, la Vida que colma toda expectativa humana; o, en el lenguaje de este evangelio, el Espíritu, del que hablará más adelante en estos términos: “El último día, el más importante de la fiesta, Jesús, puesto en pie ante la muchedumbre, afirmó solemnemente: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquél que crea en mí brotarán ríos de agua viva». Decía esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él” (Juan 7,37-39).

Los cinco maridos (el término hebreo baal puede significar tanto “marido” como “señor” o “dios”) son los cinco dioses que se veneraban en Samaría –tal como queda reflejado en el segundo Libro de los Reyes 17,24-41); el sexto es el propio Yhwh, del que se dice que “no es tu marido”, según  la visión que los judíos tenían de los samaritanos.

Finalmente, cuando los discípulos llegan con el alimento que han ido a buscar a la ciudad, tienen que escuchar de Jesús que él tiene “otro alimento”, en uno de los textos más importantes de todo este evangelio: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a término su obra”. La docilidad de Jesús es uno de los rasgos más sobresalientes de la teología joánica.

Con todos estos datos, podemos captar la hondura del relato. No se trata de un encuentro anecdótico entre Jesús y una mujer de Samaría. Con ese “pretexto”, y en un clave simbólica tan rica como hermosa, se están abordando cuestiones de primera importancia.  

Para la comunidad de Juan, Jesús es el revelador de Dios, que aporta el “agua viva”, el don capaz de colmar el anhelo humano. Esa agua la encontramos en nuestro propio interior, como un manantial que brota incesantemente.

Relacionado con ello, aparece el tema del culto. El texto es tajante: se ha acabado el tiempo de los templos; la adoración pasa por el corazón, es interior y verdadera, se corresponde con una vida en fidelidad: “Se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre… Se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero, adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así”.

Y el tema del testimonio. El verdadero creyente no lo es por lo que otros le han podido contar o decir –aunque esta etapa sea necesaria-, sino porque él mismo ha experimentado: “Nosotros sabemos…”. La experiencia se produce cuando escuchamos en nuestro interior el “eco” que produce la palabra de Jesús y lo reconocemos como auténtico.

Aunque, probablemente, el centro del diálogo –y de todo este capítulo- sea la expresión de Jesús: “Yo soy”. Con ella, el autor del evangelio hace referencia a la identidad “divina” del Maestro –“Yo soy” es el nombre de Yhwh-; o, en nuestro lenguaje, a su identidad transpersonal. Se trata de la “Identidad compartida” y no-dual, en la que, más allá de nuestros yoes individuales, todos nos reconocemos.

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