En nuestra cultura cristiana subdesarrollada no se asocia espontáneamente la figura histórica de Jesús con los grandes combates por la libertad y la justicia, por la democracia real y los derechos de la persona, por la emancipación de la mujer y la de los pueblos, por la liberación de los oprimidos y, menos aún, por la misma laicidad.
No obstante, y a pesar de la feroz oposición de un clericalismo en simbiosis con el orden antiguo, no es una casualidad el que esos valores reivindicados como las conquistas más preciadas del mundo moderno, hayan fructificado precisa y principalmente en tierras de tradición cristiana. Porque al origen del mundo cristiano, y más allá de sus muchas representaciones que, a menudo, lo han ocultado o desfigurado, siempre está Jesús de Nazaret quien revoluciona literalmente la visión del hombre antiguo sobre sí mismo, sobre Dios, sobre la naturaleza y sobre la relación de los hombres entre sí. Esa revolución de Jesús no se inició, por cierto, con bombas y cabezas cortadas, ni con libros faros de sabiduría, sino con gestos simples y llenos de audacia, los que, en la época, desestabilizaron milenios de “rectitud” política, social y religiosa e impactaron finalmente el imaginario de un sinnúmero de pueblos y también, quizás, el inconsciente de la humanidad entera. Jesús fue, por cierto, un hombre de inmenso amor, pero de un amor que impulsaba a comprometerse por la justicia y la liberación de toda opresión, junto con una fe en el ser humano, una ternura y un don de sí mismo excepcionales. Para Jesús cada persona era sagrada e igual a él; acostumbraba ponerse al servicio de los más humildes como un criado de ellos. Nadie mandaba en el grupo de Jesús: todos eran iguales, y el más importante entre ellos era el servidor de todos. Él tenía una confianza casi ciega en los insospechables recursos del ser humano y una fe sin límites en la inagotable bondad de Dios para con su creación y sus criaturas. Tenía una visión absolutamente positiva de la historia y del desenlace final de la gran aventura del mundo creado. Se presentó en el mundo como una ventana abierta sobre un Dios humilde, sencillo, discreto, libre, sorprendente, tierno y gratuito, lleno de amor por la tierra y por los humanos, pese a todas las locuras, las perversiones y aberraciones de nuestra humanidad. Jesús fue en nuestra carne el rostro de un Dios que se sacrifica para que el ser humano crezca. Muy pocos tenemos de Jesús una idea así, probablemente porque la conciencia cristiana fue durante siglos moldeada por los sacerdotes. Son ellos los que en buena medida mantuvieron a Jesús al margen de las grandes corrientes de la evolución y de la emancipación humana, pese a que los mismos sacerdotes hayan sido a menudo pioneros en la ciencia y en la educación de los pueblos. De por sí, los sacerdotes son personas “apartadas” del mundo para el servicio del altar. Seguramente con buenas intenciones, pero también por deformación profesional, la mayoría de ellos lograron convertir a Jesús en un personaje semejante a ellos, es decir en un hombre de templo, de altar, de sermones, de confesionarios, de rezos, de misales, de devociones… y de poder. A ellos no les parecía decente que el nombre de Jesús fuera asociado con las luchas sociales por la justicia y la libertad, ni con los grandes adelantos de la ciencia, ni mucho menos con las audaces exploraciones del arte. Había que mantenerlo fuera y por encima de todas esas realidades de barro, como para que no se manchara… Y es así como se fraguó en la cultura cristiana la imagen de un Jesús “sacerdote eterno”, separado del mundo, asépticamente alejado de lo humano y ajeno a la historia… Un Jesús ni hombre, ni mujer, ni humano, ni ángel. Un Jesús que enseña lo que está bien y lo que está mal, un moralista del mundo antiguo. Ni siquiera se le ha mostrado como un gran maestro de espiritualidad para nuestros tiempos, y aún menos como un profeta social, cuyo único defecto podría ser el de ser todavía demasiado avanzado para nosotros. Actualmente, en los países ricos de tradición cristiana (que son los que controlan el 80% de las riquezas del globo…) grandes mayorías de cristianos están abandonando los cultos, los sacerdotes y los templos… Es como si todo eso necesitara desaparecer para que volviera a descubrirse a ese Jesús que no pertenece a una élite de iniciados, a un club de expertos en religión, a un sanedrín de buenas costumbres, sino a toda la humanidad. A la humanidad tal cual es, de carne y huesos, que vive, ama, trabaja, lucha, sufre, sueña, busca y camina con el único objeto de ser simplemente libre y verdaderamente humana… Ciertamente nuestro mundo llamado cristiano, por una gran parte, no ha sido evangelizado. A lo sumo fue “adoctrinado”, “enreligionado” y más o menos “moralizado” para... preservar el hermoso “orden” vigente (en el cual gozan de derechos reales solo aquellos que poseen la mayor cantidad de bienes). Ese mundo ha sido bautizado y confirmado, pero no se ha dejado “desestabilizar” por la buena y alegre noticia de Jesús de Nazaret. Todo aquello es un gran fracaso, acaso un reto para volver a empezarlo todo de nuevo, Dios mediante…
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