Sobre el capítulo 13 del evangelio de Mateo, cuyo comienzo (1-12) leemos en este domingo, Francesc Riera ha escrito que constituye “una página anticlerical como pocas” (F. RIERA, El evangelio de Mateo, vol.2, Sal Terrae, Santander 2010, p.45).
Ciertamente, es un capítulo que destaca por la dureza de sus juicios acerca de los fariseos –élite religiosa judía- y de los escribas o “teólogos oficiales”, pertenecientes también a aquel mismo grupo. Trataremos de comprender el texto en sí mismo y, a continuación, nos preguntaremos hasta qué punto puede remontarse al Jesús histórico, o se trata más bien de descalificaciones surgidas en una polémica posterior. La “cátedra de Moisés” hace referencia a la sede desde la que los escribas comentaban la Toráh. Las “filacterias” eran estuches de cuero que contenían textos bíblicos. Se llevaban, para la oración, en la frente y en el brazo izquierdo. De ese modo, creían observar literalmente aquel precepto bíblico de “tener siempre presente la Ley”. Las franjasadornaban ostentosamente el manto de la oración. El capítulo se abre con una invectiva durísima contra los maestros “oficiales” de la religión. Se les acusa de incoherencia, falsedad o hipocresía: “no hacen lo que dicen”. Es, probablemente, la acusación que más hace tambalear a cualquier tipo de magisterio; el predicador se desacredita a sí mismo debido a su incoherencia. Pero hay más. No contentos con ello, se empeñan en imponer cargas insoportables a la gente, mientras ellos no mueven un dedo. Es la misma incoherencia, con el añadido de la imposición severa sobre los otros: a la hipocresía se le añade el abuso de autoridad para, en nombre de la religión que ellos no viven, oprimir a quienes los siguen de buena fe. Ellos viven para la imagen: buscan el reconocimiento social, los puestos de honor, las reverencias y los títulos. En las líneas que siguen, parece claro que los destinatarios son ya los responsables de las jóvenes comunidades cristianas. Es a ellos a quienes se les insiste en que no se hagan llamar “maestro” (rabbí), ni “padre”, ni “guía” o instructor. En la comunidad cristiana, no cabe ninguna otra jerarquía que no sea la del servicio. Indudablemente, la organización es imprescindible en cualquier grupo humano que quiera asegurar una continuidad. Pero no es menos cierto que la organización necesaria fácilmente desemboca en una jerarquización desmesurada, a la que pueden aplicarse las palabras que comentábamos. Críticas que pueden dirigirse a cualquier autoridad religiosa que muestra preferencias por el reconocimiento social, los primeros puestos, las reverencias, las denominaciones, los títulos… o incluso la ropa. Pero que han de tener, lógicamente, una incidencia mayor cuando esa autoridad se remite al propio evangelio. Por eso, no debería extrañarnos el recelo de tanta gente sencilla cuando ve gestos, actitudes y comportamientos de autoridades religiosas cristianas. La segunda cuestión a abordar en este comentario es la referida a la autoría de todas estas denuncias. ¿Son palabras de Jesús… o de cristianos de la segunda generación, que han puesto en su boca? ¿Fueron pronunciadas en los años 30… o en los 80, cuando los judeocristianos fueron expulsados de la sinagoga? Aunque no es fácil tener certeza absoluta, lo más probable es que la segunda posibilidad sea la más cierta. Es innegable el conflicto que Jesús vivió con la autoridad religiosa de su pueblo. Puede admitirse, incluso, que tuviera sus discrepancias con los grupos fariseos o algunos escribas (aunque sin negar grandes sintonías entre el maestro de Nazaret y el grupo fariseo). Lo que después nos ha llegado habría sido filtrado por unas comunidades cristianas que se encontraron en medio de una polémica fratricida con el fariseísmo surgido de Jamnia, empeñado en excluir de la sinagoga a los seguidores de Jesús. Como reacción, las comunidades cristianas, reconociéndose a sí mismas como “el nuevo y verdadero Israel”, cargaron las tintas contra el grupo fariseo, al que acusaban de pervertir la tradición de su pueblo. Es conocido que, hasta la destrucción del Templo de Jerusalén, en el año 70, dentro del judaísmo convivían, mejor o peor, distintos grupos: fariseos, saduceos, esenios, baptistas, cristianos… A partir del año 70, quedan únicamente dos grupos: uno mayoritario, reconstruido por los fariseos en la asamblea de Jamnia, y el minoritario de los “cristianos”. Cuando aquéllos, en su afán de preservar el judaísmo ortodoxo tras la catástrofe de la destrucción, deciden excomulgar a los discípulos de Jesús, éstos reaccionan del mismo modo. Pues bien, en esta agria polémica –de la que encontramos también testimonios en el Libro de los Hechos de los Apóstoles-, es donde nacieron, probablemente, las acusaciones antifariseas, como las que se contienen en el capítulo 13 de Mateo. El evangelista, al redactar su texto, no duda en poner en labios de Jesús las descalificaciones que, en realidad, eran posteriores. Este modo de hacer, que a nosotros no sólo nos sorprende, sino que nos parece gravemente “falsificador”, no resultaba inhabitual en aquel contexto. Y sólo desde aquella perspectiva podremos comprenderlo. Finalmente, por más que el texto, tal como nos ha llegado, recoja los juicios de la comunidad cristiana, con ello no se niega que alguna de las denuncias no perteneciera propiamente al Jesús histórico. Pero no parece posible establecer una delimitación ni siquiera aproximada. Lo que podemos aprender de toda esta “peripecia histórica” no es poco:
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