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Un amor que se desborda por: Inma Eibe, ccv

6/11/2016

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Este texto es tan expresivo en sí mismo, tan rico en símbolos, gestos y palabras que pienso que, quizás, el mejor comentario que se puede hacer de él es, sencillamente, una invitación a leerlo despacio, saborearlo, contemplarlo sin prisas… Propongo que pongamos en juego todos nuestros sentidos y miremos con calma, contemplemos la escena, escuchemos las palabras de cada personaje… e incluso olamos, toquemos y nos dejemos tocar… Seguro que no nos resulta difícil identificarnos con cualquiera de los personajes y orar con el texto.
Por si ayuda, aporto algunos datos que nos pueden servir para contextualizar el texto, conocerlo más y así, ojalá, entrar mejor en oración.
Quizás, para ello, convendría comenzar a leer no sólo estos versículos, sino desde el inicio del capítulo 7 de Lucas, pues el evangelio de hoy es el último de un grupo de episodios. El primero narra el encuentro en Cafarnaún entre Jesús y un grupo de ancianos que acuden a interceder ante él por un extranjero, un centurión -un pagano- que se había portado muy bien con ellos. Los ancianos lo describen como alguien “que ama a nuestro pueblo”y Jesús responde al amor de ese hombre sanando a distancia a su siervo y proclamando públicamente su admiración por la fe que muestra: “Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande” (7,9).
De Cafarnaún pasamos a Naín, donde, en la entrada del pueblo, Jesús se encuentra con la comitiva que acompaña a una viuda a enterrar a su hijo único. Jesús se compadece de esta mujer (que nos recuerda a la que en 1 Reyes 17 acoge y alimenta a Elías en su exilio) y al resucitar a su hijo, la resucita también a ella, pues le hace recuperar las posibilidades de vida en un contexto en el que, sin parientes próximos (véase el subrayado de “hijo único”) podría quedar en una situación verdaderamente difícil para ella. Esta experiencia hace que los que han contemplado lo ocurrido proclamen: “Dios ha visitado a su pueblo” (7,16).
Y esta experiencia, contada por los discípulos de Juan el Bautista a su maestro, hace que éste envíe seguidores a Jesús con la pregunta: “¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro?” (7,19). Jesús les responde primero actuando, realizando numerosos gestos de sanación y después, a través de una narración que recordaría a los oyentes, sin lugar a dudas, las palabras del profeta Isaías con las que describía el tiempo de Salvación (Is 29,18; 35,5ss; 42,7).
Quien ha seguido el evangelio de Lucas hasta aquí y escucha ahora el texto que la Liturgia de este domingo nos presenta ya no se encuentra indiferente ante la persona de Jesús. Sabe que él es un profeta y ha visto que actúa como tal, siendo así signo de contradicción y de cuestionamiento. Sabe que ha venido para hacer que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios y los sordos oigan, que los muertos resuciten y a los pobres se les anuncie la buena noticia. Ha escuchado directamente “y dichoso quien no encuentre en él motivo de tropiezo”… Es entonces cuando aparece la figura de Simón, un fariseo que invita a Jesús a comer.
El escenario, en este momento, es un banquete y podemos imaginarnos a Jesús reclinado en un diván, comiendo. No eran extrañas estas comidas en las que un personaje con cierto reconocimiento social y con poder económico invitaba a predicadores o a otras personas relevantes para dialogar, hacerles preguntas o simplemente para ser vistos con ellas. Eran comidas públicas y por eso no tuvo que serle complicado a la mujer acercarse a Jesús.
La mujer va directamente a él. Lo conoce. De hecho parece claro que no es la primera vez que se encuentra con él pues el texto nos dice que ella sabía que estaba allí (“al enterarse que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo”) y nos muestra que su intención, premeditada, estaba cargada de gratitud y reconocimiento. Si nos fijamos un poco más vemos que, en realidad, su intención seguramente era la de ungirle con el perfume que lleva en el frasco de alabastro pero, una vez que está a los pies de Jesús, el perfume se mezcla con unas lágrimas incontenibles que intenta enjugar con sus cabellos y sus besos.
Si imaginamos la escena podemos hacernos cargo de la tensión del momento. Lucas se ha preocupado de señalarle como “una pecadora pública”. Por tanto, para Simón y para el resto este acontecimiento certifica los rumores que se decían de él: “ahí tenéis a un comilón y a un borracho, amigo de los publicanos y pecadores”(7,34).
Quizás sólo fueron segundos, unos minutos, pero podemos imaginar las caras de estupor de las personas que estaban en la comida y lo gestos decididos de la mujer. Podemos contemplar también a Jesús, que se deja hacer, que no retira los pies. Impresiona cuando, después de escuchar la reprimenda de Simón y narrarle la parábola de los deudores con la intención de abrirle los ojos, Jesús sigue hablándole a la vez que se vuelve hacia la mujer (7,44). Es decir, hay algo que está claro y es que Jesús pone sus ojos en ella haciendo que sea de nuevo el centro de atención de todos, pero esta vez restituida a través de sus palabras.
Con respecto a la mujer hay algo interesante que señalar. Nuestras traducciones dicen: “y una mujer de la ciudad, una pecadora…”. Pero el texto griego utiliza el imperfecto del verbo ser (h=n). Es decir, la mujer “era”… ya no es lo que había sido en el pasado. También Jesús dirá “si da tales muestras de amor es que se le han perdonado sus muchos pecados”. No se dicen cuándo ni cómo fueron perdonados los pecados. Pero quienes contemplan la escena son incapaces de reconocer a la nueva mujer y simplemente juzgan lo que ha sido hasta ahora. De hecho resulta curioso que Jesús pregunte a Simón “¿ves a esta mujer?” (7,44), como para forzarle a abrir sus ojos de una manera nueva.
Jesús, en cambio, no le ha juzgado en ningún momento. Sabe quién es y ve también cómo es su corazón, reconociendo y aceptando la gratitud de la mujer hacia él. Entonces se vuelve a Simón para contarle una historia que habla de deudores, de denarios y de amor. Una historia que puede ayudarle a él y a todos los que le escuchan a comprender lo que hace. E invitándole a mirar a la mujer con ojos nuevos, Jesús le enumera a Simón la lista de las “faltas” en su hospitalidad: no hubo agua, ni beso de paz, ni aceite en la cabeza… No hubo, en el fondo, verdadero interés y hospitalidad hacia el invitado… La mujer ha compensado esa escasez con un derroche de amor. Con sus palabras, la mujer queda para Simón y para todos como modelo, como referente a quien deben mirar e imitar.
A la mujer ser le perdonaron muchos pecados. También a Simón, y a todos los que le escuchan, y a nosotros, se nos perdonarán nuestros pecados si somos capaces de ver y reconocer a Jesús como el Señor ante el que se doblan nuestras rodillas; si dejamos espacio en nosotros para la misericordia, el perdón y la bondad de Dios; si permitimos que Él transforme nuestra mirada para ver con ojos nuevos la realidad que nos rodea. Entonces dejaremos que fluya en nosotros el Amor de Quien nos llama siempre a una vida nueva, nos restituye y nos invita al banquete de la misericordia.
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