Suele decirse que el tres es el número de la Divinidad; sumado al cuatro, el número de la humanidad, del cosmos, se obtiene el siete, la cifra de la plenitud.
En esa misma línea, podría verse el tres como el símbolo de la No-dualidad. No es el uno (monismo o panteísmo) ni el dos (dualismo fragmentador), sino el tres que, sin embargo, no deja de ser uno (ésa es la afirmación cristiana sobre la Trinidad). Desde aquí podría hacerse una aproximación al misterio de la Trinidad como la No-dualidad que todo lo abraza. En el Nuevo Testamento, se habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo –como, por ejemplo, en la fórmula bautismal que se recoge al final del evangelio de Mateo (28,19)-, pero nunca se detienen a tratar de “explicar” el Misterio; más aún, da la impresión de que no les creaba ninguna dificultad. El “Padre”, el “Señor Jesús” y el “Espíritu” constituían sus referencias, sin necesidad de entender mentalmente la relación entre ellos o sus “procesiones internas”, como diría la teología posterior. Ni Jesús ni el Nuevo Testamento dicen absolutamente nada sobre un supuesto “dogma fundamental”, según el cual “tres personas” (hipóstasis) tienen “una única naturaleza divina”. Este tipo de elucubraciones posteriores, aunque hechas con la mejor intención, más que ayudar a la experiencia espiritual, no pueden sino provocar división –todas las formulaciones mentales son sumamente limitadas y relativas- y, a la larga, generar ateísmo, en quienes, lúcidamente, se nieguen a creer en un Dios así objetivado por nuestro razonamiento. Por lo que se refiere a la historia, la palabra griega trias aparece por primera vez en el siglo II (en el apologista Teófilo); el primero en usar el término latino trinitas es Tertuliano, en el siglo III; y la doctrina clásica de la Trinidad –“una naturaleza divina en tres personas”- no aparece hasta finales del siglo IV. Más aún, la festividad de la Trinidad no fue declarada obligatoria hasta el año 1334. La liturgia de este día nos ofrece un texto breve del cuarto evangelio, en el que se presenta a Dios como amor –tal como se afirmará en la primera Carta de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4,8)-. Dios es amor al mundo y su único deseo es la “vida eterna” o vida en plenitud. El texto parece recrearse en insistir que Dios no condena a nadie (¿a qué se debe que la autoridad religiosa sea tan dada a condenar a quienes discrepan?). Se “condena” a sí mismo el que se niega a ver. En aquella perspectiva mítica, la condena –perder la vida- se veía como consecuencia de no creer en Jesús. Mientras la Iglesia ha permanecido en esa perspectiva, ha afirmado que la creencia estaba ligada al conocimiento y a la fe en la persona de Jesús de Nazaret, hasta el punto de decir: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”. La lectura literal y mítica del texto no permitía otra conclusión. Sin embargo, en cuanto tomamos conciencia de que se trataba únicamente de una perspectiva, percibimos que su significado es mucho más profundo. “Creer” en Jesús no significa un asentimiento mental a su persona, que requiere, en todo caso, un conocimiento previo de él. Se comprende que lo vieran así sus discípulos, porque los humanos tendemos a absolutizar siempre “lo nuestro”. “Creer” en el “Hijo único de Dios” significa reconocer nuestra Identidad profunda –eso es lo que vio y vivió Jesús-, porque en ello se juega precisamente nuestra salvación. Mientras permanecemos identificados y reducidos al yo, estamos “condenados” a la confusión y al sufrimiento; para alcanzar la “salvación” y experimentar la Vida, se requiere liberarse de aquella identificación, es decir, caer en la cuenta de quienes realmente somos: “hijos en el Hijo”, el “Hijo único de Dios”. A partir de esa comprensión, al vivirnos conscientemente conectados a la Fuente, anclados en la Identidad última, salimos de la ignorancia, para vivir en la luz y en el amor. Esto es lo que vivió Jesús; “cree” en él quien lo vive. De este modo, sin “reducir” a Jesús, hemos dado el paso de la religión (exclusiva) a la espiritualidad (inclusiva). Sólo así el llamado “diálogo interreligioso” es posible y enriquecedor. Más aún, al celebrar la Trinidad, estamos celebrando el núcleo mismo de la espiritualidad más genuina: la No-dualidad. Más allá del mundo de las formas y, por tanto, de las polaridades y de las antinomias, existe “otro” nivel en el que todo está bien. Esto no significa una devaluación de las formas ni, mucho menos, la afirmación de otro dualismo: las formas son el rostro “visible” –la otra cara- del Misterio. Pero esa nueva comprensión nos permite ver la Belleza y la Armonía de todo lo que es…, más allá de las etiquetas que nuestra mente pueda ponerle. Como dice el libro del Génesis, “vio Dios todo cuanto había hecho, y era muy bueno” (1,31). En esa dimensión profunda, que escapa a nuestra mente, percibimos la Sabiduría que, trascendiendo absolutamente el razonamiento mental y la percepción egoica, nos asegura que todo está bien. Es algo similar a lo que nos sucede cuando nos despertamos por la mañana y recordamos en sueño que nos había agitado durante la noche. Situados en esa sabiduría es cuando podemos comprender que “lo que viene, conviene”. Leído desde la mente, este principio no puede interpretarse sino como resignación. Pero estamos hablando de un nivel diferente que hace que, en lugar de resignación, sea sabiduría. De hecho, la persona que se encuentra en él es cualquier cosa menos “resignada”. Se rinde a lo que es –lo contrario es tan agotador como absurdo-, pero a través de ella fluye siempre el movimiento adecuado, porque nace de la misma Sabiduría (de Dios). Por eso, quiero terminar este comentario, en el día en que celebramos la fiesta de la No-dualidad, en la que todo se abraza, trascribiendo las “cuatro leyes espirituales”, que ha popularizado el maestro hindú Sa¡ Baba. Son éstas: LAS “CUATRO LEYES” ESPIRITUALES 1. "La persona que llega es la persona correcta" Nadie llega a nuestras vidas por casualidad: todas las personas que nos rodean, que interactúan con nosotros, están allí por algo, para hacernos aprender y avanzar en cada situación. 2. "Lo que sucede es la única cosa que podía haber sucedido" Nada, absolutamente nada, de lo que nos sucede en nuestras vidas podría haber sido de otra manera. Ni siquiera el detalle más insignificante. No existe el: "si hubiera hecho tal cosa...hubiera sucedido tal otra...". No. Lo que pasó fue lo único que pudo haber pasado, y tuvo que haber sido así para que aprendamos esa lección y sigamos adelante. Todas y cada una de las situaciones que nos suceden en nuestras vidas son perfectas, aunque nuestra mente y nuestro ego se resistan y no quieran aceptarlo. 3. "En cualquier momento que algo comience, ése es el momento correcto" Todo comienza en el momento indicado, ni antes, ni después. Cuando estamos preparados para que algo nuevo empiece en nuestras vidas, es entonces cuando comenzará. 4. "Cuando algo termina, termina" Simplemente así. Si algo terminó en nuestras vidas, es para nuestra evolución; por lo tanto es mejor dejarlo, seguir adelante y avanzar ya enriquecidos con esa experiencia. Por eso, es sabio quien, más que etiquetar cada acontecimiento o circunstancia como “agradable” o “desagradable”, recibe todo lo que le ocurre como una oportunidad para aprender…, sin perder nunca el “contacto” con su Identidad más profunda, aquélla que se halla a salvo de la impermanencia y de los vaivenes mentales; aquélla que, como diría el propio Jesús, “está inscrita en el cielo” (evangelio de Lucas 10,20).
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