En los evangelios sinópticos, esta pregunta acerca de la identidad de Jesús ocupa un lugar destacado. Nos ofrecen las respuestas de la gente –que consideran a Jesús un maestro, en la línea de los grandes profetas de su pueblo- y de la comunidad de discípulos, personalizados en Pedro, para quienes Jesús es el “Mesías” (Cristo) esperado del judaísmo y el “Hijo de Dios”.
En realidad, la pregunta por la identidad es la más importante de todas las que podemos hacernos: ¿Quién soy yo? Hasta el punto de que, de la respuesta adecuada, depende que vivamos en la luz y libres de sufrimiento. Por el contrario, siempre que permanecemos en cualquier tipo de sufrimiento es señal de que estamos respondiendo de un modo equivocado –aunque sea inconsciente- a aquella cuestión. La pregunta “¿quién soy yo?” puede ser respondida desde un doble plano: en el plano relativo, la respuesta es reductora, porque parte del supuesto erróneo de que somos individuos separados; en el plano absoluto, por el contrario, solo existe una respuesta idéntica para todos los seres, ya que –no puede ser de otro modo- todos compartimos el mismo y único Fondo o núcleo que constituye todo lo que es. Si lo aplicamos a Jesús, las dos respuestas que aparecen en el texto se mantienen en el nivel relativo: para su pueblo, es un profeta; para Pedro, el Mesías e Hijo de Dios. Parece claro que la respuesta de Pedro refleja la fe de la primera comunidad de Mateo. Y, en cualquier caso, para un judío, la expresión “Hijo de Dios” no tenía el significado que habría de adquirir posteriormente, a partir del Concilio de Nicea, en el siglo IV. Con esa expresión, los judíos se referían a alguien que, según ellos, gozaba de una particular intimidad con Dios. Decía que ambas respuestas, por más que parezcan acertadas, se mueven en el plano relativo, en el que impera la mente y, en consecuencia, el modelo mental. Sabemos que la mente es esencial e inevitablemente separadora; tiende a creer que las cosas son tal como ella las percibe, sin advertir que su misma percepción constituye ya una interpretación. Por lo que bien puede decirse que –si nos situamos en el plano absoluto- la mente nos engaña. ¿Qué ocurre en este otro plano? Que la separación sobre la que se basa todo el discurso mental es solo aparente. Lo Real es una unidad sin costuras, en la que todo se halla inextricablemente interrelacionado. Y no podemos hablar de algo, sin que estemos hablando del “todo”. De la misma manera que, cuando fijas tu atención en el nudo de una red, estás viendo la red; y cuando observas una ola que sobresale del océano, estás viendo agua. Vengamos a la cuestión de la identidad de Jesús. ¿Quién soy yo? Más allá de la forma concreta, que se percibe en el plano relativo, la respuesta solo puede ser una: el mismo y único Ser que a todos nos constituye. En este plano profundo, únicamente opera el modelo no-dual de conocer, que requiere silenciar la mente para percibir, más allá de las formas que no se niegan, la Unidad mayor en la que todas son abrazadas. (A quien le interese profundizar en estos dos modos de conocer, que se corresponden con los dos planos de que hablaba, puedo sugerirle la lectura de “Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad”, editado por Desclée De Brouwer). La mente ve a Jesús como alguien separado y, según la confesión cristiana, divinizado. Desde el modelo no-dual, lo descubrimos como una forma exquisita que toma el Misterio o Ser único, que se manifiesta en todos los seres. Los cristianos lo reconocemos como un “espejo” nítido que refleja la verdadera identidad humana. Pero en ningún caso es un ser separado, ya que la separación es solo una creencia de nuestra mente. Por eso, en una expresión breve, puede afirmarse con verdad que todos somos Jesús.
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