Hace unos días, el 1 de Noviembre, celebramos la fiesta de Todos los santos en el calendario cristiano. Podía ser cualquier día de cualquier mes del año, podía ser todos los días, pero es bueno que cada cosa tenga su día propio, su lugar especial, su rito particular, para que todo se vuelva único y sagrado. Todo es en realidad único y sagrado, pero somos inconscientes y los ritos nos despiertan; vivimos tristes y los ritos nos alegran. Necesitamos los ritos para saber qué somos o, simplemente, saber que somos y cobrar aliento. ¡Benditos sean los días marcados en nuestros calendarios de rojo, verde o azul y también de gris!
El 1 de Noviembre no lo inventamos los cristianos. Nunca inventamos nada, aunque la vida no cesa de inventar. Ponemos nombres a lo que es desde siempre y siempre se está recreando, y nos sumergimos en el curso misterioso de la vida recordando mitos y ejecutando ritos. Los celtas, antes que los cristianos, celebraban el 1 de Noviembre: el fin del verano y el comienzo del Año, la gratitud por las cosechas y la esperanza de la semilla hundida en el seno de la madre tierra. También los romanos, a comienzos de Noviembre, honraban a Pomona, la fecunda diosa de las frutas, los jardines y los huertos. Y mucho antes, hace 3000 años por lo menos, los habitantes de México y Centroamérica veneraban en las mismas fechas la memoria de sus muertos, mientras el sol decaía para luego ascender otra vez. Los cristianos celebramos a todos los santos, honramos la santidad universal sin fronteras que sostiene al mundo en pie. No interesan las canonizaciones, que responden más a los cánones de los que canonizan que a la vida de los canonizados. Tampoco interesan los “milagros” en cuanto “intervenciones sobrenaturales de Dios”, pues esa idea responde a una física mecanicista del siglo XIX hoy obsoleta y a la imagen de un Dios exterior, intervencionista y arbitrario que ya no es creíble. Celebramos a todos los santos y recordamos con cariño, a veces aún doliente, a todos los difuntos. Todos son santos y están en el corazón del mundo y “en el cielo”, pues son plenamente en Dios. Están sin excepción en la Memoria, la Entraña, el Consuelo de Dios. En la eterna Compasión que regenera. En la Gran Comunión de los santos que es Dios, ¡bendito sea! Todos los difuntos son santos, porque viven en la Vida Eterna que alienta en el corazón del tiempo. El infierno eterno –horrible invención humana– no puede existir para nadie, porque el Eterno sólo es bendición. Si hubiera infierno para alguien, Dios sería eternamente desdichado, al igual que una madre sería infinitamente desdichada viendo cómo sufre tortura cualquiera de sus hijas o hijos, aunque fuera un criminal. Y si de ella dependiera, ella siempre excusaría: “Mi hijo no tiene la culpa. No supo lo que hacía. ¡Liberad a mi hijo en nombre de Dios!”. Y si con su sola mirada pudiera, ella siempre acabaría liberándole a su hijo y haciéndole bueno, haciéndole libre y bueno, porque ambas cosas son inseparables y no se han de separar. Si Dios es –sí, Dios ES en la belleza y la compasión–, no puede existir ningún infierno fuera del infierno al que nos condenamos unos a otros en este mundo. Si Dios ES, eso que hemos llamado “purgatorio” –¿cuándo lo purgaremos e inventaremos otro nombre?– no puede tener nada que ver con sufragios, indulgencias y misas por los difuntos. Si Dios ES, el “purgatorio” no puede ser sino la eterna posibilidad presente de liberación, de ser por fin libres como Dios para querer y hacer sólo el bien, también más allá de la muerte. Nadie haría el mal si fuera realmente libre como Dios, y deseara solo el bien y nada le impidiera hacer lo que desea. Hacemos daño porque aún no somos libres. Eso lo sabe toda madre mirando a su hijo que hace daño, y lo supo también Pablo mirándose a sí mismo, cuando escribió: “No acabo de comprender mi conducta, pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19). Seremos plenamente libres cuando sólo queramos el bien y podamos hacerlo. Dios solo puede querer y hacer el bien, y por eso es bueno y libre y bienaventurado, tres veces santo. Creo que todos los difuntos, más allá de nuestro tiempo, “han llegado ya” a ser libres como Dios, santos como Dios. La santidad de Dios es la vocación universal de todos los seres, cada uno a su manera, aunque los seres humanos sólo podemos hablar a la manera humana. A la manera humana está escrito: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11,45). Y también: “Sed perfectos como vuestro Padre/Madre celestial es perfecto/a” (Mt 5,48). Y también: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre/Madre celestial es misericordioso/a” (Lc 6,36). Ser santo significa ser perfecto, como traduce Mateo, y ser perfecto significa ser misericordioso, como traduce Lucas. Cuando solo deseemos ser misericordiosos y solo nos haga dichosos el serlo, entonces seremos santos como Dios. Dios es la posibilidad universal de la santidad, de la libertad para el bien y la misericordia. Dios, se le llame como se llame, ES la gracia que desborda, la bondad que se derrama, el perfume que se expande, la fuente que mana y corre en todos los seres aun de noche, transformándolo todo sin hacerse notar. Dios, más allá de todo nombre, es la Vida digna de este nombre. Es la Santidad o la Salud o la Salvación, la indemnidad sagrada de la vida en su libre expresión, la comunión plena y dichosa de todos los seres. Nuestra vocación es la santidad de la Vida más allá de todo sistema moral, más allá de toda creencia, más allá de toda religión, porque fuera de la Iglesia hay salvación o santidad. Más aun. La santidad o la indemnidad de la Vida es nuestra verdad más íntima y universal. Somos santos. No somos santos porque seamos intachables, sino simplemente porque somos, y vivimos y nos movemos y somos siempre en Dios y Dios en nosotros, también cuando nos sentimos mediocres e incluso fracasados. Somos un tesoro en vasijas de barro en formación, y Dios es el paciente alfarero en la sombra más profunda de nuestro barro. “Dios hace todo lo que hace el santo” (A. Silesius), pero también a la inversa: es el santo el que hace a Dios en este mundo, el que hace que este mundo sea indemne, santo, salvo. Dios nos hace desde nosotros mismos y se hace a sí mismo en nosotros y en todos los seres. ¿Y tanto daño como hay? La santidad consiste en aliviarlo. Aún no hemos hallado nuestra forma última, no hemos realizado nuestro ser verdadero, pero hacia ese horizonte caminamos en la santa comunión de todo cuanto es. ¿Y qué es la muerte, esa turbadora hermana de la vida? Creo que, al celebrar el 1 de Noviembre, todas las culturas y religiones, cada una a su manera, han intuido lo que no se puede decir, lo que solo con infinito recato podemos decir: que la muerte es paso, eclosión, nacimiento; que en ella entramos en ese proceso definitivo de liberación, de transformación, de acceso a la Plenitud de la Vida, la Comunión de los santos, la Santidad de Dios, tan universal como el Espíritu Santo que habita en todos los seres. José Arregi Para orar Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta. En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada, pero erguida. Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el Horror de la Sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma”. (Poema que le ayudó a Nelson Mandela a mantenerse, en la película Invictus)
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