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Todo rostro refleja tu rostro por: Enrique Martínez Lozano

10/22/2011

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En el contexto judío del siglo I, la pregunta que el fariseo anónimo le plantea a Jesús no era baladí ni retórica. No resultaba fácil, para una persona piadosa que buscaba ser fiel a la Ley, establecer una jerarquía entre los 613 preceptos importantes -248 prescripciones y 365 prohibiciones- que se habían llegado a recopilar.

Tal codificación –llevada a cabo precisamente por los fariseos- había sido una tarea importante, pero es normal que produjera desaliento y confusión. De una manera u otra, era inevitable que se preguntara por “el más importante” de todos aquellos mandatos.

Si bien la respuesta no era unánime –para algún rabino, el mandato más importante era el que se refería al cumplimiento del sábado-, la más frecuente iba en la línea que apuntará Jesús…, aunque aparecía al mismo nivel que los otros temas considerados prioritarios por la religión oficial: la pureza ritual y los diezmos (aparte el ya mencionado del sábado).

La respuesta de Jesús es, al mismo tiempo, simplificadora, tradicional y radical:

·         simplificadora, porque reduce todo aquel conjunto normativo a un solo mandamiento: el amor;

·         tradicional, porque no hace sino unir, en un solo, dos mandamientos tomados de la tradición de su pueblo, tal como se recogían en el Libro del Deuteronomio (6,5: amor a Dios) y en el Levítico (19,18: amor al prójimo);

·         radical, porque no sólo establece una jerarquía entre los mandamientos, sino porque, en cierto sentido, hace que todos ellos se reduzcan al amor que, según él, “sostiene toda laToráh”.

De ese modo, Jesús hace que todo el comportamiento moral gire en torno a lo que se conoce como la “regla de oro”, algo usual en prácticamente todas las grandes tradiciones espirituales.

Dentro del propio judaísmo, ya en el Libro de Tobías (4,25), puede leerse: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti”. Y el escriba Hillel, algo anterior a Jesús, lo expresaba de este modo: “Lo que te desagrada, no se lo hagas al prójimo: aquí está toda la Ley. El resto es simplemente comentario”. En el mismo evangelio de Mateo (7,12), Jesús utiliza una fórmula taxativa, que nos recuerda la respuesta que estamos comentando: “Lo que queráis que los hombres os hagan, hacédselo vosotros a ellos: ésta es la Ley y los Profetas”.

          

Me parece importante caer en la cuenta de que, al formular el “mandato del amor” como el fundamento de toda la Ley, no se está hablando en primer lugar de una prescripción, sino de una revelación. Es decir, no se está imponiendo una norma, sino que se nos está descubriendo lo que somos.

 

El “primer mandato” es el amor, precisamente porque somos Amor. La “Regla de oro” nos recuerda nuestra identidad. Por esa razón, amar a Dios y a los otros no es algo que proceda del voluntarismo, sino quenace de la comprensión.

Me parece cierto que el reconocimiento de la propia vulnerabilidad nos humaniza; limpia nuestra mirada y abre nuestro corazón al sufrimiento de los otros: empieza a brotar la compasión.

Pero hay otra fuente más profunda de la compasión: es la comprensión de quienes somos.

En cierto modo, podría decirse que la “realización” de la persona va acompañada de una doble característica: la sabiduría y la compasión. La primera permite comprender en profundidad o “ver” la verdad de las cosas; la segunda, es su expresión o manifestación. Quien “ve” no podrá no ser compasivo; no podrá no amar.

Así entendemos la expresión del sabio hindú Nisargadatta: “El amor dice: «Yo soy todo». La sabiduría dice: «Yo soy nada». Mi vida fluye entre ambos”. O, de otro modo: "Comprender que uno es nada es sabiduría, comprender que uno es todo es amor". Frances Vaughan lo ha expresado de esta forma: “La compasión ve al Uno en los muchos, la sabiduría ve a los muchos en el Uno”. Y Willigis Jäger: “La gran compasión que surge de la experiencia de unidad se experimentará como la fuerza motriz del universo”.

Es lo que, con unas u otras palabras, manifiestan todos los hombres y mujeres que han “visto”. El propio Jesús se nos presenta como “el hombre sabio y compasivo”.

Lo que llegamos a comprender es que, en contra de la creencia de que somos seres separados –que sostiene y alimenta al ego-, nuestra verdadera identidad es “compartida”: somos como células de un mismo organismo. ¿Qué ocurriría en nuestro organismo si cada célula se considerara “aislada” del conjunto y tuviera un comportamiento autárquico?

La realidad es no-dual y nada está separado de nada. En ese nivel, podemos decir con verdad: “soy tú”. Más importante, profunda y real que la “individual” (de “célula”) es la identidad que compartimos (el “organismo” que somos), en la que realmente nos encontramos. (Aunque no lo “sepa”, la célula es también cuerpo: una y otro son no-dos).

Dicho de otro modo: si no interfiere nuestra mente no observada, notaremos que la conciencia se encuentra a sí misma en cada “otro”, ynos reconoceremos a nosotros mismos por doquier. Descubriremos, tras una ignorancia tan prolongada, que todo rostro es nuestro rostro… ytodo bien es nuestro bien. Ese día se habrá disipado toda oscuridad y habremos entrado en contacto con nuestra verdadera identidad.

Un antiguo texto budista lo expresa de una manera tan profunda como hermosa:  

        

“Namasté.

Yo honro el lugar dentro de ti donde el Universo entero reside.

Yo honro el lugar dentro de ti de Amor y Luz, de Verdad y Paz.

Yo honro el lugar dentro de ti

donde cuando tú estás en ese punto tuyo,

y yo estoy en ese punto mío,

somos sólo Uno”.

En lo concreto, No-dualidad significa Abrazo integrador. Dicho con otras palabras: la naturaleza última de lo Real es Amor. Amor que, como fuerza “unitiva”, mantiene cohesionado el conjunto, desde las partículas elementales hasta los inmensos espacios inabarcables.

Se comprende que, en las religiones teístas, el “primer mandamiento” sea: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. No está hablando de un Dios que exigiera servidumbre por encima de todo –aunque se haya interpretado así desde una conciencia mítica-; significa, más bien, el reconocimiento de que la Realidad primera es Amor y que, por tanto, “acertamos” en la vida cuando nos alineamos con ella en esa misma clave y actitud amorosa.

En el caso de Jesús, es patente que, para él, el amor es el “camino” por antonomasia; hasta el punto de que todo lo centra ahí: la figura del samaritano de la parábola es emblemática y no admite “apaños religiosos”, cuyos representantes son criticados en la misma narración: “Ve y haz tú lo mismo”.

Así como otras tradiciones espirituales han priorizado el camino del conocimiento (jñana, gnosis), el maestro de Nazaret insistió en la práctica concreta del amor –especialmente a la persona en necesidad-, como camino de realización personal y colectiva (lo que él llamaba “Reino de Dios”).

En realidad, se trata de diferentes caminos que conducen a la misma “meta”: despertar a quienes somos, desidentificándonos del yo. Cuando acallamos la mente –en el camino del conocimiento-, nos percatamos de que el ego es sólo una creación mental; cuando dejamos vivir el amor que somos –en la práctica compasiva, servicial y gratuita-, el ego queda igualmente trascendido. De un modo y otro, nos abrimos a la verdad de quienes somos, la identidad no-dual o “compartida”.

Ahora bien, dado que los seres humanos somos tan condicionados y limitados, a la vez que con poderosas inercias hacia la egocentración –debido, probablemente, al momento evolutivo en el que nos encontramos-, puede ser bueno que pongamos expresamente cuidado en verificar cómo es nuestra actitud y nuestro comportamiento concreto hacia los otros. Aparte de ser el criterio más claro de un genuino camino espiritual, nos servirá de cuestionamiento para advertir si estamos viviendo en coherencia con lo que somos –amor-, o si seguimos enroscados en los laberintos egoicos…, creyéndonos “espirituales”.

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