La compasión constituye, junto con la gratuidad, la columna vertebral del mensaje de Jesús. Y no es sino la otra cara de la sabiduría o de la comprensión. La persona que "ve" es compasiva, así como la práctica compasiva es un camino seguro para la visión.
El texto de hoy traduce el original griego como "lástima" –a gusto del traductor-, pero el sentido sigue siendo el mismo: splagchnizomai significa "conmoverse en las entrañas" ante el dolor y brindar una ayuda eficaz en la medida de las posibilidades. La compasión no es un sentimiento superficial, pasajero o paternalista. Es la capacidad de sentir como el otro siente, poniéndose en su lugar, tratando de ver las cosas como él las ve. Por eso, la compasión significa también la capacidad de poner amor donde hay dolor. Mal que le pese a nuestra curiosidad, resulta imposible saber cuál es el hecho histórico que se halla detrás del texto que comentamos. El evangelio sigue siendo "evangelio" y no "crónica periodística". Tampoco sirve de mucho saber qué fue lo que ocurrió realmente, y cómo la tradición posterior fue "agrandando" y enriqueciendo el relato hasta convertirlo en la catequesis que hoy leemos. Leído como "evangelio", el texto nos habla de realidades radicalmente humanas: el dolor, la muerte, la vida y la "visita" de Dios. Dolor y muerte –junto con el nacimiento y la enfermedad- remiten a la impermanencia de todo. Todo lo que tenemos, el yo incluido, está sometido a la ley de la fugacidad. Todo ello pasará y terminará desapareciendo: todo lo que nace tiene que morir, en las dos caras de nuestra realidad manifiesta. Por eso, en la medida en que estamos apegados a ello, el sufrimiento será inevitable. Es claro que somos seres sintientes y, como tales, experimentamos dolor cuando muere una persona querida o cuando nos ocurre cualquier tipo de pérdida. Es inevitable, y ese dolor forma también parte del lote de nuestra existencia. Pero el dolor se convierte en sufrimiento inútil solo en la medida de nuestro apego. Apego es lo opuesto a libertad. Y supone identificación con el yo. Quien se apega es siempre el yo, porque no puede vivir de otro modo. Dicho con más precisión: el yo es solo una ficción; y es precisamente la sensación de apego la que nos lleva a creer en la existencia autónoma de algo que llamamos "yo". Si el dolor y la muerte nos sitúan en la fugacidad, la vida nos conduce a nuestra verdad más profunda. Porque la vida no es "algo" aparte, que podemos o no tener y, por eso mismo, perder en algún momento. La vida no es "algo" que miramos "desde fuera", como nos hace creer la mente que, por su propia naturaleza, solo puede ver todo como objeto separado. La realidad es que no podemos ser otra cosa, sino Vida. Y eso que somos es lo único que permanece: no morirá jamás porque jamás nació. ¿En qué consiste, entonces, la sabiduría? En comprender (o "ver") que no somos el yo, sino la Vida, sin ningún tipo de límite, frontera ni separación. Al percibir así nuestra verdadera identidad, es cuando caemos en la cuenta de que yo soy, en realidad, todo otro, cualquier "tú" con el que me encuentro, y que todo rostro refleja mi rostro: todos los seres son reflejo de la Vida. Esto es lo que vivió y enseñó Jesús: "Yo soy la Vida" (Jn 11,25), proclamaba. "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; yo soy quien la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo" (Jn 10,18). Lo que llamamos "Vida" es una de las formas con que podemos nombrar a "Dios". Dios es todo lo que es y que en todo se manifiesta. Del mismo modo que no podemos percibirnos separados de la Vida, tampoco hay ninguna "distancia" con respecto a Dios. Vida o Dios no es sino la Mismidad de todo lo que es, el núcleo que nos constituye, y que nos hace reconocernos en todo lo que aparece ante nosotros.
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