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Testigos comprometidos de Jesús por: José Enrique Galarreta

4/7/2012

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Desde hace  muchos siglos, los cristianos celebraron hoy LA FIESTA DE LAS FIESTAS, la fiesta central del año entero; y, en ella, el corazón de la fe: la Vida Nueva.

Los seguidores de Jesús celebraban todo esto con una VIGILIA: pasar la noche velando, vigilando, como esperando algo que va a suceder: durante toda la noche leen relatos y palabras de Jesús, rezan y cantan juntos; y al amanecer, con la llegada de la luz, celebran la Eucaristía, en recuerdo de Jesús resucitado.

Nosotros hacemos algo semejante: nos reunimos por la noche y hacemos una VIGILIA, una vela nocturna de lectura y oración, terminando con la Eucaristía.

Nuestra celebración tiene dos partes fundamentales. La vigilia Pascual tiene también dos partes:

·         La liturgia de la Luz

·         La Eucaristía, que incluye la liturgia del Agua.

 

 

LA LUZ.

El Templo está a oscuras, estamos a oscuras en medio de la noche. De pronto, en medio de la oscuridad brilla la llama de un cirio encendido. Alguien grita: “¡La luz de Cristo!”, y todos gritamos: “¡Demos gracias a Dios!”. Y encendemos nuestras velas, pequeñitas, en el cirio grande de la luz de Jesús. Y el templo entero resplandece, y la noche parece día.

Para los que creemos en Él, Jesús es como una lámpara, como una linterna que nos permite ver en la oscuridad; como un gran cirio, encendido por el fuego de Dios, QUE SE CONSUME PARA DAR LUZ. En su luz prendemos nuestras lámparas, para poder caminar. De Él viene nuestra luz; no es nuestra, es la suya. Es un símbolo magnífico de nuestra fe: aceptar la luz de Jesús para caminar por la vida.

Y en esta noche muy especialmente. Jesús parecía muerto, su luz parecía apagada. El Viernes Santo se acaba con la terrible oscuridad del Calvario. Pero Jesús no está muerto y apagado. Jesús está vivo y brillante. Jesús crucificado vive por el poder de Dios, y su luz nos sigue iluminando.

PRIMERA LECTURA:  Del Libro del Génesis: “EL SUEÑO DE DIOS”

SEGUNDA LECTURA: Del Libro del Éxodo: “CON DIOS, LA LIBERTAD”

TERCERA LECTURA Del Profeta Isaías: “DIOS, FUENTE DE VIDA”

 

Tres lecturas para renovar temas básicos de nuestra fe, que constituyen la esencia de nuestra fe en el resucitado. Parecía muerto, pero Él es el más vivo de todos, con la VIDA más verdadera, la vida que Dios da, la que nunca muere.

 

 

EL AGUA  /  EL BAUTISMO

El mar fue para Israel peligro de muerte: estuvieron a punto de morir todos en él.  Dios les salvó del Mar.

La sed fue para Israel peligro de muerte en el desierto. Dios les hizo encontrar agua para poder vivir. La sequía hace morir. La lluvia es vida. ¿Hay algo mejor que un baño cuando vienes cansado y sucio? ¡Sales como nuevo!

ESTOS SON LOS CUATRO SÍMBOLOS DEL AGUA QUE RECOGEMOS EN EL BAUTISMO.

·         SALIR DE LA MUERTE

·         CALMAR LA SED

·         TENER VIDA FECUNDA

·         QUEDAR LIMPIOS

Cuando nos bautizaron, nos pusieron en contacto con Jesús, que es para nuestra Vida la mejor Agua.  Nos metieron en la aventura de dar sentido y fecundidad a nuestra vida “bebiendo de Jesús”.

En esta “Noche del Agua”, nos invitarán a “RENOVAR LAS PROMESAS DEL BAUTISMO”, es decir,  a volver a engancharnos con Jesús, volverlo a elegir, para que nuestra vida sea vida, para que sea limpia y fecunda.

COMULGAR CON EL RESUCITADO

La eucaristía de hoy – la de hoy más que nunca – es una fiesta.

Cantamos, celebramos, agradecemos, porque hay luz, porque hay agua, porque hay vida. Si todas nuestras Eucaristías son Acción de Gracias, la de hoy lo es más intensamente.

Y comulgamos: el Viernes Santo hicimos una comunión con Jesús, manifestando que lo aceptábamos y nos uníamos a Él y a todos los crucificados del mundo.

Hoy comulgamos con Jesús manifestando sobre todo nuestra esperanza. Comulgar con el Resucitado, sentirlo “el primer resucitado”. Aceptamos vivir como resucitados: me va lo de Jesús, acepto la vida como Él la plantea, acepto la misión que Él ofrece, vuelvo a encenderme en Él, me alimento de él, bebo de él, y así puedo caminar.

Con su luz, su agua y su pan puedo decir, de corazón: ¡ESTO SÍ QUE ES VIDA!

 Los primeros testigos, las mujeres. Por encima de las preguntas sobre la historicidad del relato, sobre el significado de los ángeles… Las mujeres son las que se atreven a ir al sepulcro, porque a Jesús lo enterraron mal, deprisa, y quieren honrarlo con perfumes… Le creían muerto y sepultado. Pero vuelven del sepulcro creyéndole vivo y encargadas de una misión, misión de testigos del resucitado.

Es el final de todas estas celebraciones. Pasó entonces lo que pasa ahora. Lo que aquellos fueron somos ahora nosotros: testigos de Jesús.

La escena es emocionante porque tiene todo el sabor del testigo presencial que narra sucesos, tanto más fiables históricamente cuanto que su valor simbólico es prácticamente nulo. Alertados por María, Pedro y el discípulo preferido, amigos inseparables, corren al sepulcro.

El otro discípulo es más joven y le saca ventaja. Pedro es más impulsivo y entra el primero… Ve las vendas y el sudario y se va, hecho un lío (lo sabemos por la narración de Lucas). Pero el otro comprende. Y en estas pocas líneas del cuarto evangelio queda constancia del momento en que nació su fe en Jesús.

 Hay dos momentos del cuarto evangelio en los que “el discípulo preferido de Jesús” deja constancia de su propio itinerario como seguidor de Jesús. La primera está en el capítulo  primero, a partir del verso 35. Es el primer encuentro con Jesús, el momento en que el discípulo pasa un día con él, y le sigue a Galilea.

El segundo es el que leemos hoy en el evangelio: el momento del nacimiento de la fe del discípulo en Jesús. El itinerario, físico y espiritual que media entre los dos momentos es el recogido en la lectura que hoy hacemos de los Hechos. Entre las dos lecturas se nos ofrece una descripción muy importante para nuestra fe en Jesús.

Los que llamamos “los Testigos” fueron personas en cuya vida se cruzó un día un galileo como ellos, de Nazaret, que les impresionó tan fuertemente como para dejar sus familias y sus oficios y seguirle de aldea en aldea. Sus curaciones y sus enseñanzas les fueron entusiasmando más y más. Su mentalidad religiosa les llevó a pensar que él era “el que esperaban”, el Mesías de Dios. En su enfrentamiento con los jefes de Israel, se pusieron de su lado incondicionalmente, esperando sin duda su triunfo. Pero fue al revés. Los jefes acabaron con él.

El sábado después de su muerte, sus ilusiones se habían venido abajo; se encerraron en una casa por miedo a los judíos y no pensaban en otra cosa que en escapar de nuevo a Galilea y olvidar lo pasado.

Y entonces tuvieron lo que nosotros llamamos “la experiencia pascual”, la experiencia indiscutible de que estaba vivo, de que la muerte no había podido con él. Y ahí nació su fe: creyeron en aquel hombre con quien habían convivido tan íntimamente desde el Jordán, reconocieron que, a pesar de la muerte en cruz ,“Dios estaba con él”, y estuvieron dispuestos a reconocerlo como “El Señor”.

Esta trayectoria de la fe de los discípulos nos importa muchísimo. Nosotros creemos en Jesús a través de la fe de esos discípulos: su propia fe les convirtió en mensajeros, en pregoneros de Jesús. La fe de toda la iglesia está construida sobre la fe de aquellos que se autodenominaron “Testigos”.

Son testigos de Jesús entero: de su bautismo en el Jordán, de sus andanzas de aldea en aldea, de sus curaciones, de sus parábolas, de sus enfrentamientos, de su muerte: ahora se constituyen también en testigos de que está vivo después de la muerte y dedicarán toda su vida a dar ese testimonio para que también otros crean en él.

Todo ese testimonio es el que consta en lo que llamamos “los evangelios”. Las primeras comunidades se formaron porque “les creyeron a los testigos”, y no solamente a los once testigos “oficiales”, sino a todos los que habían estado con Jesús desde el Jordán y habían tenido también la experiencia de la resurrección. (Los “quinientos hermanos” de que habla Pablo en 1 Cor.15,6).

A todos esos testigos se unieron los que aceptaban su testimonio y, por ese testimonio, creían en Jesús. Estas comunidades de creyentes en Jesús celebraban la eucaristía, y en ella repetían los hechos y los dichos de Jesús, contados e interpretados por los testigos o sus enviados, y fueron las que pusieron por escrito su fe en Jesús, relatando sus hechos y consignando sus dichos, para que se leyeran en la eucaristía y para la enseñanza a los catecúmenos.

La redacción de estos escritos dio origen a los evangelios. En ellos se consigna la fe de los seguidores de Jesús, entre los que todavía vivían muchos de los testigos.

Los evangelios nos ponen en contacto por tanto con la fe de los Testigos, aquellos hombres (y mujeres) que se tropezaron con Jesús, le siguieron, creyeron en él y entregaron sus vida a transmitir su fe. De aquí nace el concepto de “Tradición”, del verbo “tradere”, entregar. Nosotros recibimos la fe que los Testigos nos han entregado.

Pero los testigos no fueron simplemente transmisores de una información; su testimonio no fueron simplemente sus palabras. Fueron testigos de Jesús porque cambiaron de vida; su fe en él consistió en aceptar sus criterios, sus valores y su Dios. Se sintieron resucitados, empezaron a vivir una vida “nueva”, inspirada por el mismo Espíritu de Jesús.

Esa vida nueva es lo mejor de su testimonio. “Testigos de la resurrección” no significa sin más “notarios de un suceso” sino, sobre todo, transmisores de vida nueva, transmisores del Espíritu de Jesús.

En el Salmo responsorial de hoy cantaremos “éste es el día en que actuó el Señor” (salmo 117). Lo entendemos de manera muy radical: en Jesús “actuó el Señor”, en sus seguidores “actuó el Señor”, y en este Domingo celebramos una actuación muy especial: creyeron en Jesús. Por eso los cristianos cambiaron el día de fiesta semanal: abandonaron el sagrado Sábado, el día en que el Creador descansó, y los sustituyeron por “le día en que actuó el Señor”, resucitando a Jesús de entre los muertos y haciendo nacer la fe de los discípulos en él.

Cada domingo, al celebrar la eucaristía, repetimos la celebración de los primeros creyentes, que volvían a hacer fiesta, semana tras semana, dando gracias por el nacimiento de su fe en el crucificado.

Cambiar de vida, resucitar a una vida nueva, tener lo viejo por muerto, sentirse testigos de resurrección, celebrarlo todos los domingos, refrescar la fe en el agua de la Palabra, comulgar con el crucificado, sentirse hermano de tantos otros testigos…

Nuestra eucaristía de los domingos es siempre celebrar la resurrección, la de Jesús y la de cada uno de nosotros, ponerse de fiesta, sentirse con motivos para vivir como Jesús, con sus mismos criterios y valores. El sentido más profundo de la eucaristía es la gratitud: dar gracias a Dios por la vida nueva, la que hemos descubierto y hemos recibido por medio de Jesús.

Pero no podemos limitarnos a considerar estas cosas simplemente como profesiones teóricas. Las cartas de Pablo muestran muy bien que seguir a Jesús no es una declaración de teorías, sino una manera de vivir. Creer en la resurrección es vivir como resucitados, pero esto significa exactamente lo mismo que vivir como crucificados.

Recordamos la frase de Pablo: “El mundo es para mí un crucificado: yo soy para el mundo un crucificado” (Gálatas 6.14). La expresión es desmesurada, como tantas en Pablo, pero acertadísima: un crucificado es algo que produce horror y repulsión, algo que se desprecia, que se considera como desgracia …

Pablo dice que el mundo es para él eso, y sabe que él mismo es considerado así por muchos. Me permito remitirme a algunas expresiones que hacíamos en la introducción al domingo de Ramos:

La señal del cristiano es la santa cruz. El discípulo, como su maestro. Si a Él le crucificaron, a sus seguidores también. Y les crucificarán los mismos: el dinero, el poder y los dioses.

Jesús no dio ningún motivo “revolucionario” para que le matasen. No fue un agitador social ni un líder político ni un guerrillero. No lo mataron por eso, aunque le acusaron de eso, calumniándole, para que los romanos quisieran matarle. Lo mataron por ser un revolucionario mucho mayor: por creer en un Dios distinto, por considerar a todos iguales, por preferir a los pequeños, por pasar del poder y del dinero.  Considerar a todos iguales es sentir horror por los que valoran a la gente por su dinero o su poder. Preferir a los pequeños es una estupidez, hay que preferir a los grandes.

El Dios de Jesús es peligroso, porque no se sienta arriba con poder para juzgar, sino que está debajo para sustentar, dentro para fermentar. Y eso no vale para asentar en los dioses el poder y la dignidad. Esto no les gusta nada a los sacerdotes, porque su dignidad se deriva directamente de la dignidad de dios, y si dios no está arriba, ellos tampoco. Por eso, el Dios de Jesús puede producir horror a la religión, incluso a la católica. Y los que siguen a ese Dios serán vistos como “crucificados”.

Para Jesús todas las personas son iguales porque todos son hijos. Ni por ser rico ni por ser pobre se es más ni menos. Esto no les gusta nada a los ricos. Es muy incómodo tener un hermano pobre, compromete, afea, es fuente de numerosas molestias.

Tampoco les gusta del todo a los pobres: es molesto que el rico sea mi hermano, no podremos odiarle y matarle sin sentir remordimientos. Es mucho más sencillo que sea sin más mi enemigo.

Vivir pobremente es un insulto a las engranajes mismos de nuestra sociedad, es invitar a que se pare el consumo, a que la sociedad del bienestar se desmorone. Y eso sí que produce horror y producirá rechazo, y que “el mundo” se aparte como quien topa con un leproso.

Pasar del poder y del dinero es de locos. Todo el mundo corre enloquecido tras el poder y el dinero. Hay que comprar cosas para disfrutar de cosas, hay que tener poder, prestigio, status, influencia … Meta de la vida. ¿A qué loco se le ha ocurrido que el poder y el dinero no son buenos? … Pues, a Jesús, que ha descubierto algo tan sencillo como esto: el poder y el dinero son bienes pegajosos, tienden a apoderarse del que los tiene y lo deshumanizan. A Jesús, que observa que el poder y el dinero son difícilmente compatibles con la compasión, la sencillez y la libertad. Poder para servir a los pequeños, dinero para aliviar a los pobres … Entonces, ¿para qué quiero el poder y el dinero?

Nuestra cultura ha resuelto a veces el problema con mucha inteligencia: la limosna, el porcentaje: el 90% del poder y el dinero para mí, para mi satisfacción: el 10% para justificarme y conseguir mejor imagen. O sea, también para mí.

Un gobernante que use el poder para servir a la gente, sobre todo a los más pequeños, no genera riqueza y poder para sus amigos, no reparte más que cargas … no durará mucho en el poder; será crucificado como gobernante.

Un empresario que tiene menos interés en los beneficios que en el nivel de vida de los obreros sirve mal a la clase empresarial. Será crucificado.

Un matrimonio que gasta poco, que no renueva el guardarropa en cada estación, que tiene más de dos hijos, que no cambia de coche cada dos años, que pierde todos los días varias horas con sus hijos, que reduce su consumo a lo razonable, que recicla, que reutiliza, que comparte … es odioso; parece que te esté echando en cara todos los días cada cosa que haces… ni siquiera se puede hablar con ellos de las cosas normales. Será marginado, sutilmente, cotidianamente … Será crucificado.

Un cura que no predica de la iglesia y sus dogmas y órdenes sino de Jesús y sus compromisos, que no hace teología dogmática sino que cuenta parábolas, que no manda en su iglesia sino que anima, aconseja, invita, carga con lo menos atrayente, se mete en los líos de la gente … no llegará a Obispo. Será crucificado.

Y así tantos y tantos. Todos los que quieran vivir piadosamente, siguiendo a Jesús, sufrirán persecución, porque para ellos, los valores que llevan a triunfar en el mundo son basura y producen horror, como quien mira a un crucificado. Y ellos mismos serán mirados como basura por los que se rigen por, los valores del mundo. Basura, peligro: Jesús fue crucificado por peligroso, simplemente porque esos eran sus valores.

La celebración de la resurrección se parece bastante a la del domingo de Ramos. Celebramos un triunfo… más bien un anti–triunfo. La resurrección no borra la crucifixión sino que avala de parte de Dios al crucificado. Celebramos una fiesta absurda a los ojos de todo el mundo: decimos que el crucificado ha triunfado, que tiene razón, y que Dios mismo lo proclama así. Y esto no se lo cree nadie porque, aunque no se diga en voz alta, la mentalidad dominante en el mundo piensa que “bien crucificado está”, por quebrantar todos los valores en que se funda la sociedad del bienestar.

Y por esa razón, nosotros la iglesia, seguidores de Jesús, hemos dulcificado, modificado, teologizado, religiosizado afanosamente a Jesús de Nazaret. Así podemos creer en él, especialmente en su divinidad, y mantener tranquilamente los valores y criterios de los que le mataron.

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