“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. El misterio de la Trinidad nos sobrecoge y nos sobrepasa. Un Dios que es al tiempo Padre-Madre, Hijo y Ruah Santa. ¡Nuestros conceptos se quedan tan pobres para poder expresarlo! Nos acercamos a esta realidad diciendo de este Dios que es un Dios Familia, un Dios comunión-de-amor. Que Dios es amor, que nos ama hasta el infinito, que la entrega de Jesús es la expresión máxima de este amor, son afirmaciones habituales entre nosotros. Y si somos capaces de balbucear estas declaraciones es porque, por gracia, algo de ellas se nos ha regalado.
Pero, como ante todo misterio, nuestro discurso es impreciso. Tampoco es cuestión de perdernos en razonamientos. Necesitamos poner palabra a nuestra experiencia, pero –lo más importante, no lo olvidemos- es experimentar la Palabra. Que no se nos vaya la cabeza… ¡que se nos vaya el corazón! y que, en el día de hoy, renovemos, en lo más profundo de nuestro ser, la experiencia de ser infinitamente amados por Dios-Amor. Hoy somos invitados a contemplarle y así, a postrarnos, adorar, saborear, agradecer… Contemplar, en el día de hoy, a Dios Trinidad, tras la celebración de Pentecostés el pasado domingo, nos lleva a reavivar con fuerza en nosotros la alegría pascual, la esperanza y la fe. ¡Tanto amó Dios al mundo! Este es nuestro Dios. No es un concepto ideológico, no es algo abstracto. Nuestro Dios es el amor concreto, entregado en Jesús y vivo por el Espíritu entre nosotros. Es un Dios que se ha hecho Hombre, que ha venido a compartir con nosotros nuestros miedos y anhelos, gozos y dolores. Nuestro Dios es amor. Su esencia es amar. Amar al mundo, a la humanidad, a todos los seres humanos… No ha venido a juzgar, sino a salvar. No viene a condenar sino a invitar una y otra vez al Amor, a la Vida. Contemplar este misterio nos lleva a rememorar en nosotros la experiencia de amor y, desde ahí, nos lleva al compromiso, a la concreción del amor en nuestra realidad personal y comunitaria. Nuestra Iglesia está llamada a ser manifestación de ese amor que es Dios y, por tanto, ser Iglesia Familia, Iglesia comunión-de-amor. Los creyentes no podemos decir que creemos en un Dios Amor si esta experiencia no nos transforma y nos lleva a buscar la creación de redes, de lazos con toda la humanidad, de solidaridad sin límites, de vida compartida y puentes tendidos. No es fácil poner palabra a este misterio y mucho menos vivirlo. Por eso, hagamos silencio y contemplemos, dejémonos atravesar por el Amor y que sea esta experiencia vital la que transforme nuestro corazón y nos lleve a ponerla en práctica. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el saber popular. Que la celebración solemne del misterio trinitario no nos deje indiferentes. En el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.
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