Cuando somos capaces de tomar distancia –la observación desapegada es principio de la sabiduría–, no es difícil apreciar la inconsistencia e incluso el infantilismo que se esconde en cualquier actitud etnocéntrica.
Frente a la ignorancia que nos mantiene enjaulados en “lo nuestro” –en la propia tribu–, es urgente reconocer (caer en la cuenta, comprender) que no somos una bandera, no somos una creencia, no somos un país, no somos nuestro pensamiento, no somos nuestro sentimiento, no somos el yo… Somos la misma y única Plenitud que en todo se manifiesta y expresa. Y cada vez que busco afirmarme a través del contraste y de la contraposición con los otros, he caído en las redes del narcisismo y en la ignorancia radical que me desconecta de lo que realmente soy (somos). Es solo la ignorancia la que nos hace encerrarnos en nuestra “jaula” particular y creernos separados de los demás. Por eso mismo produce aún más tristeza comprobar que grandes corrientes ideológicas que presumen de “progresistas” confundan qué significa exactamente “progreso” y, creyendo avanzar, no hagan sino aferrarse a niveles de consciencia que tendrían que ser superados. Me parece una verdadera tragedia olvidar que la verdadera revolución es aquella que transforma nuestro “modo de ver”, sacándonos de la estrecha y encapsulada visión egoica y abriéndonos a la comprensión de la unidad que somos. La sabiduría invita a quitar fronteras, soltar banderas y dejar caer creencias. Al caer las creencias, nos abrimos a la verdad; al abandonar las banderas, es posible reconocer la misma y única realidad compartida; al quitar las fronteras, empezamos a habitar la misma y única “casa” que constituye nuestra identidad. ¿Significa esto una invitación a la resignación, la pasividad o la indolencia? ¿Hay que renunciar a la defensa de lo propio, quizás con frecuencia postergado, ignorado o incluso aplastado? En absoluto. Más allá del “mecanismo acción–reacción”, entre la reactividad egoica que separa y enfrenta y la claudicación que paraliza y aletarga, emerge el camino de la sabiduría que consiste en la defensa irrefrenable de lo propio desde la comprensión de que nuestro horizonte y nuestra meta es la unidad, porque esa es precisamente nuestra identidad. El camino de la sabiduría no es un camino de autoafirmación narcisista –ese el camino del ego, individual y colectivo–, sino de apertura empática y reconocimiento de aquello que somos y que trasciende las diferencias. Porque, en definitiva, tal como afirmaba recientemente el que fuera vicepresidente del primer gobierno sandinista de Nicaragua Sergio Ramírez, premio Cervantes 2017, “la mayor revolución es ver el mundo como lo ve el otro”.
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