Pretendían pillarlo. ¡Qué ingenuidad!
No era la primera vez que lo intentaban. Jesús ya había vivido situaciones parecidas en las que los fariseos y los escribas, guardianes de la Ley, querían ponerle en evidencia buscando la forma de sorprenderle en alguna palabra (Mt 22,15). Había sucedido cuando le preguntaron si era lícito pagar los tributos al César; o cuando pusieron a la adúltera en medio para cumplir con el mandato del apedreamiento y le pidieron que fuera Él quien aplicara esa Ley de la que había dicho que estaba hecha para el hombre y no al revés; y todo esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle (Jn 8,6). Y en este episodio que recoge el evangelio del domingo 28 de agosto ocurre algo parecido, pues el Maestro había entrado en la casa de uno de los principales fariseos para comer, donde los mismos anfitriones buscaban el modo de pillarle. El Señor, desde el principio, se dio cuenta de que ellos le estaban espiando. Una de tantas situaciones incómodas que le tocó vivir, otra encerrona más. Cuando uno sabe de antemano que ha sido invitado por pura cortesía, por compromiso o, peor aún, con la intención de ser blanco de burlas y sarcasmos de forma pública y notoria, el primer impulso –y quizás lo más sensato-- es no acudir. Pero con Jesús no calcularon bien. En el Señor no había doblez. Imposible sorprenderle en un renuncio. Cometieron el error de pensar que era como ellos. Y se equivocaron. Aquel a quien pretendieron avergonzar, fue quien les sacó los colores con una tremenda habilidad. El Maestro no renunciaba a hacerles comprender que la soberbia no es el camino. Deseaba su bien. Por eso, aunque no le extrañó la escena que contempló nada más llegar --los convidados escogían los primeros puestos-- les propuso una parábola con la que pudieran, sin ánimo de ofender, identificar su arrogancia: es preferible ocupar el último puesto y que te llamen “amigo” y te requieran, a que te aparten por haberte colado (y colocado) en el lugar que no te correspondía. Creer que eres el amigo predilecto, el alma de la fiesta, el protagonista imprescindible, aquel con quien todo el mundo anhela estar... cuando en realidad el interés del anfitrión y de los invitados va por otro lado, resulta cuando menos grotesco y ridículo. Al Señor le salió un ejemplo tan claro que traspasó las líneas rojas y entró en “zona de riesgo”, pues al ser humano le cuesta aceptar que le digan la verdad “a la cara”. Se necesita mucha humildad para asumir que merece la pena sonrojarse a tiempo, y reírse de uno mismo. Es el paso para cambiar. Quizás cuando los otros vean que lo que más nos preocupa es no amarles lo bastante, entonces nos llamarán.
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