La belleza y sabiduría del relato consiste en conjugar, en la misma persona de Jesús, una doble afirmación: "Se echó a llorar" y "Yo soy la resurrección y la vida".
Esa es, justamente, nuestra paradoja: somos seres sensibles, a quienes nos afecta lo que sucede y, simultáneamente, somos Vida que se halla siempre a salvo. Nos percibimos como pura necesidad y carencia –y, por tanto, vulnerables- pero, al mismo tiempo, somos plenitud a la que nada le falta. Nuestro "doble rostro" no es sino expresión de las "dos caras" de lo Real: lo invisible y lo manifiesto, "lo implicado y lo explicado" (por utilizar los términos del físico David Bohm), el vacío y la forma... Ambos aspectos son ciertos, si bien no en el mismo nivel. Por eso, en cierto modo, podría decirse que lo absoluto se manifiesta en lo (como) relativo. La tradición cristiana ha personalizado este doble rostro de lo Real en la persona de Jesús, al afirmar simultáneamente su divinidad y su humanidad. La lectura adecuada de tal afirmación no habla de una suma o yuxtaposición de dos realidades separadas (Dios y hombre), sino del misterio de la Unidad, visto desde dos perspectivas diferentes. Por eso, la formulación menos inadecuada pudiera ser esta: lo humano es divino, y lo divino es humano. (Y probablemente fuera por aquí la intuición de Leonardo Boff cuando, al hablar de Jesús, afirmó que "alguien tan humano solo podía serlo Dios"). Cuando se han entendido aquellas dos dimensiones en clave de yuxtaposición –una al ladode la otra-, se ha dado entrada a una serie interminable de pseudo-problemas que no conducen a ninguna parte. Del mismo modo, cuando aquella afirmación se ciñó exclusivamente a Jesús, tuvo como resultado que se hiciera de él un "ídolo" separado y alejado de todos nosotros. En realidad, lo que se afirma de Jesús se está diciendo también de todos nosotros. Y esto no es "rebajar" su figura –como leería una creencia mítica, o como temería un cristiano convencional-, sino justamente percibirla en toda su hondura y plenitud. Parece claro que cualquier comparación nace de la mente y caracteriza el funcionamiento del ego, que vive precisamente del juicio y la comparación. Eso explica que, mientras se permanece en la mente y en el ego –como si esta fuera nuestra verdadera identidad-, la comparación sea inevitable, enfatizando, por encima de todo, las diferencias entre los egos. Al silenciar y trascender la mente, se abre la perspectiva no-dual que, sin negar las diferencias manifiestas, sabe ver la unidad de fondo que las abraza, y que constituye realmente su identidad última. Como Jesús, somos, a la vez, necesidad –por eso lloramos- y somos Vida. Y esto es lo que en la tradición cristiana se ha expresado con el término "resurrección". La resurrección –como la reencarnación, en otras culturas y latitudes- es un "mapa", que apunta a la verdad de que somos Vida, que nada puede aniquilar. Por eso, cuando Marta expresa la fe convencional judía –"sé que resucitará en la resurrección del último día"-, Jesús puntualiza: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". La muerte –aunque nos haga llorar e incluso produzca gran temor a nuestra sensibilidad, porque somos seres sintientes- es únicamente una "forma" más que adopta la Vida, no muy diferente de aquella otra que es el nacimiento. En este y en aquella, La Vida solo cambia de forma. Y esa misma Vida, como bien sabía Jesús, es nuestra verdadera identidad; no la identidad de nuestro yo individual (o ego), sino del Yo Soy universal que, más allá de las diferencias, somos.
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