Mientras dure la identificación con el "yo separado", como si esa fuese nuestra verdadera identidad, la "salvación" se percibirá igualmente como una realidad que viene de "fuera", gracias a una serie de condiciones, fundamentalmente la fe, entendida como adhesión mental a un "salvador".
Así es como hemos leído habitualmente el evangelio, y así es como hemos entendido la fe en Jesús. Todo cambia radicalmente cuando caemos en la cuenta de que el sujeto del "pan de vida" es Yo Soy, la identidad última, que "compartimos" con todo lo Real. En la línea que comentaba la semana anterior, esa es la perspectiva adecuada, en cuanto evitamos el engaño que supone fracturar la Realidad. Desde esta clave, la palabra evangélica revela una hondura antes no imaginada. Nos habíamos conformado con buscar a Jesús, porque queríamos "comer pan hasta saciarnos", pero se trata de algo infinitamente más rico. Se trata de conectar con el "alimento que perdura", el que da "vida eterna" (plena). El reproche puesto en boca de Jesús pareciera querer despertarnos de nuestro engaño para abrirnos a la plenitud que somos (aunque, a falta de vivirla, la experimentemos como Anhelo). Eso es "lo que Dios quiere": que lleguemos a descubrir lo que somos. Lo cual se expresa también como "creer en el que ha enviado". Pero, en este punto, ya sabemos que "creer" no significa dar el asentimiento mental a algo/alguien "externo" –no hay nada "fuera" de nada-, sino "ver" en Jesús lo que él mismo veía, compartir su visión y anclarnos en ese No-lugar que él llamaba "Abba" (Padre, Fuente y Fondo de todo lo que es). Al reconocernos conectados a ese No-lugar, empezamos a saborear nuestra identidad última y experimentamos que todo es ya Presencia y Plenitud. Es lo que somos. Y es justo entonces cuando se realiza la promesa de Jesús: el que "llega" ahí, "no pasará hambre ni sed". Se reconoce y experimenta como la Fuente de donde "brotan ríos de agua viva" (Juan 7,38). Desde esta nueva perspectiva, "creer" en Jesús no significa "imitarle", ni siquiera "seguirle" –aunque ambos sean términos muy queridos en la tradición cristiana-, sino reconocernos o descubrirnos en él: somos Jesús. Cuando se ha experimentado la no-dualidad, la unidad de todo lo que es, emerge una nueva visión, que aporta una clave de lectura, absolutamente revolucionaria para lo que nuestra mente llama "sentido común" pero que, en realidad, no es otra cosa que el conjunto de hábitos mentales con los que nos habíamos identificado. Desde esta nueva clave, aparecen lúcidamente certeras las palabras de Aldous Huxley: "Si supiese quién soy en realidad, dejaría de comportarme como lo que creo que soy; y si dejase de comportarme como lo que creo que soy, sabría quién soy". La experiencia de la no-dualidad nos hace capaces de abandonar los hábitos adquiridos y abrirnos a un nuevo modo de ver, caracterizado por la Presencia, la Plenitud y la Unidad, desde donde todo se "lee" de otra manera, incluida la "fe" en Jesús. Para mejor comprender lo que quiero plantear, podemos llevar la cuestión al extremo: ¿qué ocurriría si Jesús no hubiera existido? Como es sabido, hay algunos estudiosos de la mitología que sostienen que Jesús de Nazaret no es sino una más de las "personificaciones" de Horus y, en último término, del Dios Sol. (Es la postura que se explica, por ejemplo, en el libro de Timothy FREKE y Peter GANDY, "Los misterios de Jesús. El origen oculto de la religión cristiana", publicado por Grijalbo en 1999, y que actualmente puede encontrarse en internet). Pues bien, sin entrar en la discusión que se plantea en esa obra que, por otra parte, parece no tener en cuenta todos los datos de que disponemos, lo que ahora quiero afirmar es que, a partir de la perspectiva no-dual, no se modificaría el "contenido" de la fe cristiana. El motivo, desde ese ángulo, es sencillo: lo que importa no es el "yo" individual, que no es sino una "forma" transitoria y pasajera, con la que haríamos bien en no identificarnos, ya que no constituye nuestra verdadera identidad, sino la Fuente, el Fondo o la Conciencia que se manifiesta y despliega en cada una de aquellas formas. Si una "forma" concreta nos sirve de "espejo" para reconocernos, ha realizado su misión. Dicho con más claridad: Jesús de Nazaret es una "forma" en la que se ha expresado el Misterio. Poner nuestra fe en él como un "yo separado", equivaldría a quedarnos en la apariencia transitoria. Desde esta nueva perspectiva, las cosas se ven de otro modo: en la "forma" de Jesús hemos visto el "Fondo" de todo lo real, que somos todos. Y una vez que hemos visto esto, no se necesita nada más. Con esta clave, tiene sentido completo la afirmación de que "somos Jesús". No se trata de "imitación", ni de "seguimiento", sino de "reconocimiento": al descubrirnos en quienes somos, todas las "discusiones mentales" son vistas como las peleas que pueden ocurrir durante el sueño. La Realidad está en "otro no-lugar".
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