Ya desde el inicio, Jesús es presentado como aquel que “bautiza con Espíritu Santo y fuego”. Se trata, probablemente, de dos imágenes equivalentes. En el Libro de los Hechos de los Apóstoles –obra también de Lucas, el autor del texto que estamos comentando-, en el relato (simbólico) de Pentecostés, se habla del Espíritu como “lenguas de fuego” que se posan sobre los discípulos.
En este evangelio, de un modo particular, Jesús es presentado como el hombre lleno del Espíritu y conducido en todo momento por él. Si sabemos distinguir entre el ropaje mítico del relato y el contenido espiritual del mismo, podría “traducirse” de este modo: Jesús vive en plenitud, consciente de su verdadera identidad (el Espíritu o “Yo Soy” universal) y en conexión con ella. Vivir en el Espíritu no significa que mi yo individual se “somete” a una entidad mayor que actúa desde fuera. Esa es la lectura dualista adonde conduce la mente, cuando absolutizamos su percepción. Vivir en el Espíritu significa, más bien, reconocer nuestra más profunda identidad, compartida y no-dual, y vivirnos en conexión con ella. Una identidad que es Plenitud (y que puede nombrarse igualmente como “Espíritu” o “Yo Soy”), y que sabe a Gozo, Certeza y Libertad. Desde ella, reconocemos el “yo” como una forma temporal que aquella identidad adopta, y comulgamos con las palabras de Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos que viven una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”. En este marco, decir de Jesús que “bautiza con Espíritu Santo” significa que comunica su propia vida divina, es decir, que conoce su verdadera identidad, que sabe que esa identidad es también la nuestra (y de todos los seres), y que despierta nuestra capacidad y gusto por vivirla. En una palabra: nos hace descubrir y vivir quiénes somos. No es extraño que se haya visto el bautismo como un “nuevo nacimiento”. De eso se trata exactamente, de “nacer” al descubrimiento de nuestra verdadera identidad, porque solo entonces es cuando realmente salimos del “sueño”, “despertamos” del engaño que nos reducía al yo y “nacemos” a quienes somos. Mónica Cavallé dice que “la práctica espiritual es una tarea de autoconocimiento”. No puede ser de otro modo, pues todo se ventila justamente ahí, en hallar la respuesta adecuada a la pregunta “¿quién soy yo?”. Ser “espiritual” no tiene que ver, en primer lugar, con lo quehacemos (aunque se refleje en ello necesariamente), sino con lo que somos. Y, para serlo, necesitamos en primer lugar conocerlo. Cuando la sabiduría repite la máxima del oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo”, está diciendo la misma cosa. Conoce la verdad de quien eres porque, de otro modo, no saldrás de la ignorancia ni del sufrimiento. La ignorancia de la que se habla aquí no tiene que ver con la estupidez ni la falta de conocimientos. Como escribiera el maestro tibetano Chögyam Trungpa, en Más allá del materialismo espiritual, “cuando hablamos de ignorancia, no nos referimos en absoluto a la estupidez. En cierto sentido, la ignorancia es muy inteligente, pero se trata de una inteligencia de sentido único. Es decir, que solo reaccionamos a nuestras propias proyecciones en lugar de ver simplemente lo que es”. Dicho de otro modo, la ignorancia consiste en tomar como verdaderas las proyecciones que hace nuestra mente, en lugar de ver la verdad de lo que es. Detrás de tal engaño, se esconde el principio, también erróneo, que nos hace creer que “mis pensamientos son la realidad”. Y, de entre todos, tomar como absolutamente cierto el primero de ellos: soy lo que mi mente me dice que soy, confundiendo de ese modo mi “personalidad” con mi “identidad”. Hasta que no respondamos adecuadamente a esta cuestión, nos hallaremos lejos de la espiritualidad, y haremos verdad aquella reflexión: “Pobre ser humano deseando siempre tenerlo todo, sin darse cuenta que nunca le ha faltado nada”.
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