Hace mucho ya que la humanidad cayó en la cuenta de que no 'tenemos un cuerpo' que nos aprisiona, sino que somos esa corporeidad, ese sistema complejo de materia y energía, fuente de sensaciones, de placer y dolor. Único modo disponible para relacionarnos con el mundo, con los otros, y con lo que nos trasciende. Único modo de ser, en definitiva, y de ser humanos.
Somos cuerpo que vibra y late. Que necesita del abrazo y la mirada de otros cuerpos, del calor de otras pieles. Y allí te encontramos, Dios que quiso hacerse cuerpo, y sangre, para tocar, para hundir los ojos, para respirarnos cerca, para mojarnos con tu saliva, para hacer que las entrañas reaccionen y se pongan ardientes. Aquí, en los avatares del cuerpo, te haces presente. Así vamos, intentando comprender qué es la encarnación. Cómo vivimos nuestra humanidad, en esta dimensión perturbadora de lo que se conmueve y responde a veces sin filtros. Que puede clamar efusivo, aunque intentemos no escucharlo. "Suelta", "abraza la novedad", "aléjate". Temblores, vértigo, náuseas, taquicardias, respiración agitada; rubor o palidez, vómitos y contracturas. El cuerpo es mensajero de aspectos de nuestra verdad que en tantas ocasiones la razón no alcanza a asir. Cómo damos espacio, o no, a sus mensajes agudos y a sus insistencias, integrándolos en nuestras decisiones. Para seguir cosiendo a mano tanta contradicción que somos. Para cosechar el sentido, ponerlo en primer plano sin engañarnos. Dejándonos inspirar por este varón o esta mujer que vamos siendo, pluridimensional, llamado a una abundancia cada vez mayor. El acceso a la verdad nos libera. Es cierto. También nos compromete en una tarea más lúcida y más valiente de integración. Parece más 'fácil' no ver, no darnos cuenta, 'no entender a qué se refiere' el cuerpo cuando grita. O dejarnos llevar por él, como si fuera un poder externo sobre el cual no tenemos alternativa. Necesitamos asumir 'esta humanidad que somos, tierra que anda', que se quiebra, que explota en géiseres, que se calma en algunas brisas y quiere beberse toda la lluvia. Esta tierra que queda temblando a la espera del rocío, que añora, que se relaja cuando se deja acariciar por la potencia ineludible del sol. Esta tierra viva, en marcha. Necesitamos anudar sus sollozos y sus fiestas. Porque lo que queda fuera de nuestra conciencia, rechazado, retorna como un monstruo que busca imponerse a toda costa, destruya a quien destruya... Jesús, que sabes mirar, tocar, sostener, acariciar, alejar, indignarte y gozar. Danos de esa luz verdadera, que nutre la encarnación: La luz que vino al mundo para permitirnos ver con mayor hondura nuestra humanidad, en el espejo de la tuya. Esa que explora nuestros rincones más íntimos para hacernos más dueños de lo que somos, para que accedamos a más de nuestro misterio. Para que mirándonos al desnudo, caídas las máscaras de la pura razón, podamos seguir buscando tus sueños. Viéndonos con ojos sabios, descubrimos tu presencia y tu provocación en cada una de nuestras células.
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