Los movimientos migratorios se han dado en todas las épocas y han ido diseñado y modificando la historia del mundo y la historia de cada ser humano. Si llegáramos a conocer nuestro árbol genealógico a través de los siglos, seguramente reconoceríamos que todos nos hemos “movido” de sitio.
En este momento estamos asistiendo desde la cercanía-distancia que nos proporcionan los medios de comunicación a un movimiento, de Sur a Norte en Europa, de cientos de miles de personas que se deslizan como una marea huyendo de su país, su familia, sus costumbres, su cultura y su propia historia. Huyen por diferentes causas que se pueden englobar en dos: el hambre y la violencia, que son lo más antidemocrático que le puede suceder a un ser humano. A unos les llaman migrantes y a otros refugiados, tienen diferente status para ser acogidos o no en las legislaciones de los países a donde van llegando. A mí me parecen sencilla y tristemente personas en peligro, mi prójimo pidiendo auxilio: ¡S.O.S.! No llevan equipaje ni coche propio, son carne de cañón para embaucadores, traficantes y bandas organizadas que comercian con el engaño y el horror. Quienes huyen del hambre y la violencia van armados, portan solamente un arma: sus pies. Arma que, obediente al instinto de supervivencia, se pone en marcha hacia la Tierra Prometida del Norte. El Mediterráneo como cementerio acuático responsabilidad, al parecer, de los países limítrofes de la Unión Europea (España, Italia, Grecia). El paso de Calais (Francia) para alcanzar la otra orilla, ante los ojos sobresaltados de los que miran al otro lado. Un camión frigorífico destinado al transporte de carne de pollo como sarcófago comunitario aparcado en el arcén de una autopista (Austria)… Cientos de personas se van expandiendo como una mancha de petróleo sobre el mar que no sabe de rejas ni concertinas. Cuando el hambre, la violencia, las guerras, la inseguridad y la pérdida de todo es lo que queda, el ser humano se pone a andar. Ese es su arma; no dispara pero va dejando huellas, surcos y rastros del dolor, el sufrimiento y la muerte, esa es su munición. Si desde los organismos internacionales no hay voluntad o capacidad para adentrarse sin hipocresía en el meollo de lo que provoca estos movimientos migratorios, estamos todos en grave peligro. Se acerca una fecha, el 11-S, que puede ser un momento de reflexión para hacer un recorrido de los años que han pasado desde aquel espantoso ataque donde murieron tantas personas. Reflexión encaminada a poner los ojos en la realidad del problema migratorio consecuencia del desequilibrio económico, político, de corrupción e hipocresía que marca las relaciones internacionales. El punto de partida donde incidir para esta reflexión podría ser el tema económico. Nada sucede sin que el dinero circule. En el uso del dinero se encontrarán pistas para ahondar en la raíz de los acuciantes problemas que sufre el mundo. Cuando mires al inmigrante que te pide en el semáforo amplía el perímetro de tu mirada y pregúntale de qué país llegó y cómo accedió al tuyo. Luego, con mucho respeto, escucha, si es que esa persona quiere compartir contigo, la problemática que le hizo ponerse en marcha. He ido al evangelio a ver qué diría Jesús: “Fui extranjero y me acogiste” (Mt 25,35). Quien acoge vela por la persona que llega a su casa, a su vida. No es sólo darle de comer, beber y cama; es también cercanía, conversación y consuelo. Para eso hay que estar abierto y tener un grado de empatía como el que Jesús tenía. Y también abrirse a los problemas que pueda traer la denuncia de la injusticia que provoca todo esto. No nos quedemos espantados e inmovilizados por la impotencia que supone no saber qué hacer en casos como los que estamos viendo relacionados con las personas que huyen de sus países de origen. Hay que transformar esa impotencia: yo me puse a escribir. Si al menos una palabra, aunque sólo sea una, sirve como denuncia, esta es la que propongo: ¡Basta!
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