Hace años, me dijo alguien que hacer teología de la liberación era, también, limpiar borraja. Para quienes no lo sepan, la borraja es una verdura, muy apreciada en algunos lugares como, por ejemplo, Navarra. Hay quienes la llaman la reina de las verduras, por su sabor. Antes de comerla hay que limpiarla, lo cual requiere su tiempo.
Siempre se me quedó grabado ese comentario. Agradezco a quien me lo hizo, porque tenía razón. A veces pensamos que la teología y Dios tienen más relación con los libros y los sabios que con la vida cotidiana. Y es un gravísimo error. Recuerdo con sumo cariño una de las críticas recibidas tras mi primer libro en solitario. Era de un gran amigo y maestro. Me decía que había cometido un error que no podría volver a cometer -y así lo he intentado- en libros posteriores. Hablaba de Dios y los pobres citando a diversos autores. Él me decía, con conocimiento de causa, que algunos de los autores citados sólo habían leído sobre los pobres, pero que no les conocían. Y que yo tenía que hablar desde mi experiencia y vivencias, no desde lo que otros decían. Volvamos a la borraja. La teología tiene mucho que ver -todo que ver- con la vida cotidiana. No puedo hablar con mis vecinos de Rahner, porque no le conocen a pesar de que a mí me fascine. Pero sí puedo hablar del precio de las alubias, del desayuno que preparo a mis hijas, de la próxima receta que quiero probar. Recuerdo también con una enorme sonrisa en la cara mi entrada en la universidad. Ese mundo tan apasionante. Tal era la emoción que había que vivirlo todo. Fui a la charla de inauguración del curso. La hacía un profesor de filosofía. A la salida, me preguntó alguien cómo había ido. Mi respuesta le hizo reír. Hoy, yo también me río con la respuesta. Le dije que no había entendido nada pero que había sido muy buena, que el ponente hablaba con conocimiento de causa y muy convencido. Más tarde escuché cómo el gran pedagogo y sacerdote Lorenzo Milani tenía miedo de que sus alumnos quisieran ir a la universidad pues existía el riesgo de que olvidaran quiénes eran y de parte de quién había que estar. Limpiar la borraja, o cualquier otra verdura, tiene que ver con la teología. Tiene que ver con ser una persona más de este mundo, solidaria con la realidad de la gente. Tiene que ver con no estar ajeno a la vida y las preocupaciones de los demás. Tiene que ver con saber que la vida real no se esconde tras un libro y sí tras los pensamientos de qué comeremos hoy, cómo puedo hacer felices a los míos, cómo puedo regalarles algo de lo que soy. Tiene que ver con el mundo del mercado diario, con la economía casera que obliga a pensar hasta dónde puedo llegar. Tiene que ver con la vida de la mayoría de la humanidad. Recuerdo, como hace unos años, cuando vivía en un país de América Latina al que debo mucho por todo lo compartido, cuatro chicas del pueblo donde vivimos quisieron visitarnos un verano. Por parejas, las llevamos un tiempo a una comunidad rural, un lugar de esos lejanos al asfalto y cercanos a la vida. Al recogerlas me decían que el mejor momento del día era cuando se juntaban con las mujeres de la comunidad a pelar patatas. Allí todos eran iguales -ellas un poco menos porque no tenían tanta pericia-. Allí era donde se daban las conversaciones y las risas más intensas, la vida más honda y real. La teología tiene que ver con esto, con las relaciones, con la solidaridad, con la vida. En caso contrario tiene poco que ver con el Dios de Jesús de Nazaret. De ese Jesús que recorría caminos para juntarse y relacionarse con la gente, acogiendo a los rechazados de la sociedad; con ese Jesús que hablaba de historias reales de la gente, de problemas y situaciones conocidas. Mientras escribo esto, estoy cocinando. Me voy levantando de vez en cuando para ver cómo hierve la verdura. También ha sido un momento de recogimiento, de oración. De oración por aquellos para quienes cocino. De oración en recuerdo de aquellos que han trabajado el alimento que yo preparo. Hace poco acabé de leer el libro Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie. Me ha gustado mucho. Algunas de las acciones, emociones, reflexiones, se hacen mientras preparan la comida. Una muy habitual en el libro es arroz con coco. Ayer busqué en internet recetas. Vi dos: una, la nigeriana a la que hacía referencia el libro, y otra, la caribeña. He optado por la segunda. Ahora tengo el arroz al coco hirviendo. Mientras lo hacía he pensado en la borraja. También en los hermanos caribeños y nigerianos. Los cocos que nos llegan aquí no son cómo los suyos… Además, he puesto ante el Padre a aquella comunidad donde enviamos a las chicas que vinieron a vernos. Fue allí donde me enseñaron a abrir cocos, primero con machete, luego con un cuchillo pequeño. A base de práctica acabé no haciéndolo mal del todo. Eran ellos quienes se reían de mí porque eso de abrir cocos tenía también otra connotación y se reían haciendo bromas al respecto porque yo no acababa de pillarlo. Allí, entre medio de las risas, las conversaciones, las confesiones, también se veía la sombra presente del nazareno. Al comprar los cocos pensaba en el mundo, en el mercado, en el capitalismo que mata. Pero también en la esperanza, en la alegre sencillez de las pequeñas cosas que nos permiten seguir viviendo juntos. Tengo que ir a acabar el arroz, ya casi lo tengo sin agua. Ahora freiré un poco de pescado para acompañarlo. Espero que les guste a mi mujer y mis hijas. Hoy también vendrá un amigo a comer con nosotros. Es la vida, y ahí en medio, está Dios. Tal vez otro día tenga que escribir sobre la teología del arroz con coco…
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